Diálogos de celuloide: Fraude (F. for Fake, Orson Welles, 1973)

Ha estado aquí durante siglos [la catedral de Chartres]. Quizá la mayor obra del hombre en todo el mundo occidental, y no tiene ninguna firma. ¡Chartres! Una celebración de la gloria de Dios y de la dignidad del hombre. Todo lo que queda -parecen pensar la mayoría de los artistas de hoy- es el hombre. Desnudo, pobre, retorcido tubérculo. No hay celebraciones. El nuestro, nos dicen los científicos, es un universo desechable. Es posible que sea esta gloria anónima de entre todas las demás cosas, este rico bosque de piedra, este canto épico, este gozo, este grandioso salmo de afirmación, lo que elijamos cuando nuestras ciudades sean solo polvo; para que permanezca intacto, para indicar dónde estuvimos, para dar testimonio de cuanto logramos. Nuestras obras en piedra, en pintura, en papel se conservan. Alguna de ellas desde hace algunas décadas, o un milenio, o dos. Pero todo debe caer en la guerra o destruirse en la ceniza última y universal: los triunfos y los fraudes, los tesoros y las falsificaciones. Es ley de vida, todos moriremos. «Tened buen corazón», claman los artistas muertos desde el vivo pasado. Nuestros cantos serán completamente silenciados pero ¿qué importa? ¡Seguid cantando!

(guion de Orson Welles y Oja Kodar)

John Sturges: el octavo magnífico

No sé por qué me meto en tiroteos. Supongo que a veces me siento solo.

‘Doc’ Holliday (Kirk Douglas) en Duelo de titanes (Gunfight at the O.K. Corral, 1957).

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John Sturges es uno de los más ilustres de entre el grupo de cineastas del periodo clásico a los que suele devaluarse gratuitamente bajo la etiqueta de “artesanos” a pesar de acumular una estimable filmografía en la que se reúnen títulos imprescindibles, a menudo protagonizados por excelentes repartos que incluyen a buena parte de las estrellas del Hollywood de siempre.

Iniciado en el cine como montador a principios de los años treinta, la Segunda Guerra Mundial le permitió dar el salto a la dirección de reportajes de instrucción militar para las tropas norteamericanas y de documentales sobre la contienda entre los que destaca Thunderbolt, realizado junto a William Wyler. El debut en el largometraje de ficción llega al finalizar la guerra, en 1946, con un triplete dentro de la serie B en la que se moverá al comienzo de su carrera: Yo arriesgo mi vida (The Man Who Dare), breve película negra sobre un reportero contrario a la pena de muerte que idea un falso caso para obtener una condena errónea y denunciar así los peligros del sistema, Shadowed, misterio en torno al descubrimiento por un golfista de un cuerpo enterrado en el campo de juego, y el drama familiar Alias Mr. Twilight.

En sus primeros años como director rueda una serie de títulos de desigual calidad: For the Love of Rusty, la historia de un niño que abandona su casa en compañía de su perro, y The Beeper of the Bees, un drama sobre el adulterio, ambas en 1947, El signo de Aries (The Sign of Ram), sobre una mujer impedida y una madre controladora en la línea de Hitchcock, y Best Man Wins, drama acerca de un hombre que pone en riesgo su matrimonio, las dos de 1948. Al año siguiente, vuelve a la intriga con The Walking Hills (1949), protagonizada por Randolph Scott, que sigue la estela del éxito de El tesoro de Sierra Madre (The Treasure of the Sierra Madre, John Huston, 1948) mezclada con el cine negro a través de la historia de un detective que persigue a un sospechoso de asesinato hasta una partida de póker en la que uno de los jugadores revela la existencia de una cargamento de oro enterrado.

En 1950 estrena cuatro películas: The Capture, drama con Teresa Wright en el que un hombre inocente del crimen del que se le acusa huye de la policía y se confiesa a un sacerdote, La calle del misterio (Mistery Street), intriga criminal en la que un detective de origen hispano interpretado por Ricardo Montalbán investiga la aparición del cadáver en descomposición de una mujer embarazada en las costas cercanas a Boston, Right Cross, triángulo amoroso en el mundo del boxeo que cuenta con Marilyn Monroe como figurante, y The Magnificent Yankee, hagiografía del célebre juez americano Oliver Wendell Holmes protagonizada por Louis Calhern.

Tras el thriller Kind Lady (1951), con Ethel Barrymore y Angela Lansbury, en el que un pintor seduce a una amante del arte, Sturges filma el mismo año otras dos películas: El caso O’Hara (The People Against O’Hara), con Spencer Tracy como abogado retirado a causa de su adicción al alcohol que vuelve a ejercer para defender a un acusado de asesinato, y la comedia en episodios It’s a Big Country, que intenta retratar diversos aspectos del carácter y la forma de vida americanos y en la que, en pequeños papeles, aparecen intérpretes de la talla de Gary Cooper, Van Johnson, Janet Leigh, Gene Kelly, Fredric March o Wiliam Powell. Al año siguiente sólo filma una película, The Girl in White, biografía de la primera mujer médico en Estados Unidos.

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En 1953 se produce el punto de inflexión en la carrera de Sturges. Vuelve momentáneamente al suspense con Astucia de mujer (Jeopardy), en la que Barbara Stanwyck es secuestrada por un criminal fugado cuando va a buscar ayuda para su marido, accidentado durante sus vacaciones en México, y realiza una comedia romántica, Fast Company. Pero también estrena una obra mayor, Fort Bravo (Escape from Fort Bravo), el primero de sus celebrados westerns y la primera gran muestra de la maestría de Sturges en el uso del CinemaScope y en su capacidad para imprimir gran vigor narrativo a las historias de acción y aventura. Protagonizada por William Holden, Eleanor Parker y John Forsythe, narra la historia de un campo de prisioneros rebeldes durante la guerra civil americana situado en territorio apache del que logran evadirse tres cautivos gracias a la esposa de uno de ellos, que ha seducido previamente a uno de los oficiales responsables del fuerte. Continuar leyendo «John Sturges: el octavo magnífico»

Mis escenas favoritas: La última carga (The charge of the Light Brigade, Tony Richardson, 1968)

Las secuencias animadas de esta versión del famoso desastre británico en Balaclava durante la guerra de Crimea, dirigida por Tony Richardson en 1968, de la que ya hablamos aquí, son una auténtica maravilla. Acompañadas por la música de John Addison, hacen un recorrido alegórico por la situación de las alianzas del imperialismo europeo a mediados del siglo XIX, al mismo tiempo que colocan a los personajes en su contexto dramático. Una joya.

Diálogos de celuloide – El mensajero del miedo (The Manchurian candidate, John Frankenheimer, 1962)

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ROSIE: Maryland es un estado muy hermoso.

MARCO: Esto es Delaware.

ROSIE: Lo sé. Fui uno de los trabajadores chinos que tendieron la vía férrea.

MARCO: ¿Es usted árabe?

ROSIE: No.

MARCO: Me llamo Ben.

ROSIE: ¿Cuál es su apellido?

MARCO: Marco.

ROSIE: Mayor Marco. ¿Es usted árabe?

MARCO: No.

The Manchurian candidate (1962). Guión de George Axelrod.

Rashomon (Akira Kurosawa, 1950) en el Oeste: Cuatro confesiones (The outrage, Martin Ritt, 1964)

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Cuatro confesiones (The outrage, Martin Ritt, 1964) completa el panorama de traslaciones al western de las epopeyas samuráis de Akira Kurosawa, junto a las célebres adaptaciones de John Sturges, Los siete magníficos (The magnificent seven, 1960), y Sergio Leone, Por un puñado de dólares (Per un pugno di dollari, 1964). Si en la primera se traducía Los siete samuráis (Shichinin no samurai, 1954) y en la segunda Yojimbo (1961), Martin Ritt traslada al Oeste Rashomon (1950), la obra maestra que abrió Occidente al cine japonés. El resultado, aunque no alcanza las cotas de la obra original, es un curioso y recomendable western psicológico-fantástico que destaca por su importante reparto: Paul Newman, Claire Bloom, Laurence Harvey, Edward G. Robinson, Howard da Silva, William Shatner o Paul Fix, entre otros.

En una noche de lluvia torrencial, tres personajes van a coincidir en un abandonado apeadero del ferrocarril: un predicador (William Shatner), un vendedor ambulante de remedios milagrosos que no pasa de ser un simple estafador (Edward G. Robinson), y un solitario buscador de oro (Howard da Silva). Los tres pasan el tiempo comentando el juicio celebrado el día anterior en un pueblo cercano contra el célebre bandido mexicano Juan Carrasco (Paul Newman), acusado la muerte de un viajero, un antiguo coronel sudista (Laurence Harvey), y de la violación de su esposa (Claire Bloom). Como sucede en la cinta original, los distintos testimonios de los involucrados, el bandido Carrasco y la esposa ultrajada, no son solamente contradictorios, sino exculpatorios entre sí. Algo de lo más extraño, puesto que se presupone que la mujer violada debería acusar a su violador y al asesino de su esposo, además de que el bandido debería negar la comisión de su crimen, en vez de reconocerla y relatarla con todo lujo de detalles. Testimonios adicionales, el del esposo muerto, conocido (lo mismo que en la obra de Kurosawa) de la mano de un médium, en este caso un hechicero indio que dice haber hablado con el difunto durante su agonía y haber oído de sus labios su versión de los hechos (se siembra la duda en cuanto a qué parte ha oído realmente y qué parte inventa en su estado de trance), y el del minero, que se sincera con sus compañeros nocturnos aunque calló ante el tribunal, ahondan en la disensión y libran de culpa a quienes sus respectivos puntos de vista deberían condenar. Así, lo mismo que en la película de Kurosawa, esos cuatro testimonios no son únicamente opuestos en sentido e intención, sino, a priori, divergentes de los intereses presupuestos a cada personaje, poniendo de manifiesto la imposibilidad de llegar a una verdad indudable. Y, lo mismo que en la cinta japonesa, existe un anticlimático epílogo en que los tres confidentes encuentran un bebé abandonado, hecho que termina de dibujar la auténtica personalidad del trío y de reflejar su posicionamiento ante los distintos puntos de vista narrados sobre los hechos.

Aceptando, por tanto, como punto de partida la fidelidad a la obra de Kurosawa, el verdadero interés de la película de Ritt reside en la traslación de su atmósfera y su época a los cánones y tipos del western, y también en lo que el tema de la cinta, la fragilidad del concepto de verdad y los mecanismos por los que se construyen los puntos de vista particulares, puede influir en ellos hasta matizarlos o desvirtuarlos. Ritt escoge una puesta en escena aproximada a la de Kurosawa, un espeso bosque que linda con un vigoroso río cuyo cauce transita entre los árboles y las paredes rocosas. En este escenario observamos sucesivamente cómo el bandido mexicano, según las diferentes versiones del relato de su asalto, violación y asesinato, pasa de ser un canónico forajido sin escrúpulos a un hombre con cierto código de honor, y de ahí a un ser vulnerable y desgraciado y a una víctima de las circunstancias. Por otro lado, el honorable hombre del Sur, el caballero desplazado por la derrota en la guerra, se destapa en cada narración como la víctima inocente, el esposo vengativo o un ser poseído por el más iracundo resentimiento que cae abatido por el azar. Por último, la inocente esposa ultrajada va mutando en cada cuento para convertirse en la interesada víctima que, en primer lugar, intenta salvarse a toda costa, incluso sacrificando a un marido al que parece no querer tanto, para posteriormente sacar provecho de la situación, y finalmente revelarse como una manipuladora mujer de turbio pasado que pretende librarse de su marido. De este modo, Ritt, como Kurosawa, retrata el poliédrico concepto de verdad, refleja la sinuosa frontera entre realidad y ficción, entre invención y memoria, entre testimonio y fabulación. Continuar leyendo «Rashomon (Akira Kurosawa, 1950) en el Oeste: Cuatro confesiones (The outrage, Martin Ritt, 1964)»

Anatomía de un remake: Tempestad sobre el Nilo

Una de las costumbres más bochornosas de Hollywood es su afición, innecesaria, desmedida, gratuita, facilona y carente de sentido, por los remakes. Se trata de un recurso utilizado tanto para intentar paliar, por lo general patéticamente, la alarmante escasez de ideas y la cada vez más patente falta de talento de los guionistas y directores del cine norteamericano comercial, como para, por parte de los estudios, obtener la seguridad de recuperar apreciables inversiones en productos de probada rentabilidad, es decir, para evitar riesgos económicos, cumplir el plan de producciones del año sin temor a multiplicar exponencialmente las pérdidas a través de películas «seguras». Obviamente, desde el desarrollo de los medios domésticos de registro y reproducción audiovisual (vídeo, DVD, Internet, etc.), el remake carece de su sentido primigenio, el único, en realidad, que poseyó, es decir, la intención de facilitar a nuevas generaciones de espectadores la posibilidad de ver de nuevo en pantalla grande historias que, durante las primeras décadas del cine y una vez cumplido el ciclo de producción, distribución y exhibición, se marchitaban en un cajón hasta que el soporte de celuloide se pudría y desaparecía, y con él la película. Así, múltiples generaciones vieron primero cómo antiguas historias mudas cobraban la voz, y después cómo las tramas que ya conocían en blanco y negro volvieron a hacerse en color, o cómo dramas o cintas de acción y aventura de los que se había oído hablar a padres y abuelos volvían a poblar las carteleras para el conocimiento y disfrute de generaciones futuras. Con el vídeo y el DVD, afortunadamente, la historia del cine, o al menos su mayor parte, o su parte más relevante, está al alcance de la mano, y el remake ha pasado a ser otro vestigio del pasado al que Hollywood, y el público menos preparado, le cuesta renunciar, acogotándonos cada cierto tiempo con nuevas versiones, innecesarias y muchísimo peores que las originales, de montones de historias suficientemente ya conocidas y tratadas. Un ejemplo de la antigua costumbre del remake, uno de los paradigmas de las necesidades que cubría esta práctica en determinados momentos, es Tempestad sobre el Nilo (Storm over the Nile), codirigida -con trampa- en 1955 por Zoltan Korda y Terence Young, y que no es sino una versión de la anterior obra de los hermanos Korda, Las cuatro plumas (The four feathers, 1939). E inferior a ella, como suele ser habitual.

Los hermanos Zoltan y Alexander Korda, inmigrantes húngaros, protagonizaron una de las más fructíferas y abundantes etapas de los primeros tiempos del cine británico gracias a sus superproducciones biográficas, aventureras e historicistas, de las que ya se habló en esta casa aquí, aquí o aquí. En 1939, con producción de Alexander y dirección de Zoltan, estrenaron su versión de la novela de A.E.W. Mason, la historia del joven oficial del ejército británico que abandona su puesto justo cuando su regimiento va a partir hacia Egipto para sofocar la rebelión de los derviches en 1898, y la odisea personal que sufre para, tras ser acusado de cobardía, viajar al Sudán para devolver una por una a sus acusadores las plumas blancas que acompañan a las tarjetas firmadas con las que muestran su vergüenza y oprobio. La película, que contaba con Ralph Richardson o C. Aubrey Smith en el reparto, obtuvo una nominación al Oscar, en concreto a la mejor fotografía, en un año tan difícil y repleto de gloriosas películas como 1939. Dieciséis años más tarde, y ya casi como acto de despedida del mundo del cine, ambos hermanos se embarcaron de nuevo, con la colaboración del naciente Terence Young, en la historia de Harry Faversham (Anthony Steel), el joven heredero de una aristocrática familia de militares al servicio de la Corona y del Imperio británicos a lo largo de toda su historia que encuentra en el fallecimiento de su padre la perfecta ocasión para eludir un destino castrense que jamás ha estado en su íntimo ánimo, más interesado por la vida civil, las artes, la poesía y la vida tranquila y plácida entre praderas, caballos y cultivos de la campiña inglesa.

En un mundo, el del Imperio de la reina Victoria, en el que palabras como honor y gloria aparecen en la prensa a diario y son criterios usuales para medir la dignidad de un hombre, Harry es inmediatamente despreciado por sus antiguos compañeros de armas, Durrance (Laurence Harvey), Peter (Ronald Lewis) y Willoughby (Ian Carmichael), que, prestos a partir con su regimiento, el Royal North Harvey, hacia Egipto para combatir a las órdenes del legendario Kitchener contra los últimos focos de la rebelión de los derviches (punto con el que comienza la historia, la muerte del mítico general Gordon a manos de El Mahdi en Karthoum, la capital del Sudán, que recrearía la película de Basil Dearden en 1966), envían sus tarjetas junto a tres plumas blancas a su antiguo camarada, mostrándole así su desprecio. A ellos se suma su prometida, Mary (Mary Ure, en su debut en el cine), y el padre de ésta, el general Burroughs (James Robertson Justice), un antiguo amigo y compañero de campañas militares de su padre (Michael Hordern), que se niega a tolerar semejante desplante a la memoria de ambas familias y provoca la ruptura del compromiso. Harry, para demostrar que su elección personal nada tiene que ver con la falta de redaños, parte tras el regimiento para devolver en mano a sus propietarios las dichosas plumas blancas. Continuar leyendo «Anatomía de un remake: Tempestad sobre el Nilo»

En el límite de la censura: La gata negra

Acompañada de la envolvente y turbulenta partitura de Elmer Bernstein y confundiéndose con las sombras de la fotografía diseñada por Joseph MacDonald, una gata negra de ojos refulgentes pasea su armónica anatomía por los créditos iniciales creados por Saul Bass como parte de una inquietante sinfonía visual hasta encontrarse con otra gata completamente blanca, con la que entabla una lucha a muerte, ambos cuerpos retorcidos en el suelo, rugidos desesperados, contorsiones, mordeduras y arañazos. Cosas de gatas; no puede haber dos bajo el mismo techo así como así…

Nos ocupamos de nuevo de Edward Dmytryk para rescatar una de sus películas menos conocidas y más controvertidas, La gata negra (Walk on the wild side, 1962), una truculenta historia adaptada por John Fante y Edmund Morris a partir de una novela de Nelson Algren con los ambientes de los bajos fondos y de la prostitución de Nueva Orleans como telón de fondo. Una historia de búsqueda, redención y destino trágico que, debido a las lógicas cortapisas de la época -nos encontramos en los últimos estertores del Código Hays de autorregulación censora- y a los problemas previos de Dmytryk con el Comité de Actividades Antiamericanas, tuvo que contentarse con insinuar, suponer y sobreentender buena parte del contenido erótico, sexual y corrupto de una historia que podría haber ido muchísimo más allá de haber gozado director y guionistas de un clima más abierto en el cine y la sociedad americanas.

Nos encontramos en una carretera en medio de ninguna parte durante los años que siguieron a la Gran Depresión de 1929: el joven Dove (Laurence Harvey) es un granjero texano que vagabundea y viaja en autostop de camino a Nueva Orleans en busca de Hallie Gerard (Capucine), la novia artista de origen francés a la que hace tres largos años que no ve y de la que con el tiempo ha dejado de tener noticias. En su viaje se cruza con Kitty (Jane Fonda), otra joven sin hogar, un tanto asilvestrada y salvaje, que también se dirige a esa ciudad y en la que encuentra compañía, intentando detener juntos algún camión que les adelante un buen trecho de camino, malviviendo de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad, o asaltando como polizones algún vagón abierto de un tren de mercancías que viaje hacia el sureste. Sus pasos les llevan a las afueras de Nueva Orleans, hasta el Café de Teresina Vidaverri (Anne Baxter), una apetitosa viuda texana que regenta un bar-gasolinera-taller con clientela primordialmente masculina (que acude allí, dicho sea de paso, más por los encantos de la mujer que por la acreditada calidad de la comida). Tras un hurto cometido por Kitty en el Café, Dove se aparta de ella y se queda a trabajar en el local de Teresina, que, sintiéndose atraída por él, le ha hecho una buena oferta, mientras aguarda respuesta al anuncio que ha puesto en el periódico en busca de noticias de Hallie. Cuando éstas por fin llegan, Dove descubre una verdad dolorosa y terrible: Hallie no sólo no quiere saber nada de él, sino que vive y trabaja en la lujosa Casa de Muñecas, un burdel propiedad de Jo Courtney (Barbara Stanwyck), con la que su antigua novia mantiene además una relación lésbica.

La película puede dividirse en dos partes: la búsqueda, un rutinario relato de viaje e interacción con personajes y situaciones sobrevenidos, y el hallazgo, a partir del cual se establece una común historia de rescate, salvación y redención que durante una buena parte del metraje transita por vericuetos fácilmente previsibles. Son el excelente trabajo de cámara, el equilibrado ritmo de un metraje cercano a dos horas, la magnífica labor de ambientación, maquillaje, vestuario y dirección artística (tanto en la recreación de interiores como el café de carretera o el lujoso y estilizado burdel, así como en la captación del ambiente de música -en especial el jazz- y frivolidad de la famosa ciudad de Luisiana durante los años 30) los puntos fuertes de la película, fenomenalmente acompañados por la música de Bernstein y una eficaz fotografía, a un tiempo luminosa y sórdida, de MacDonald, así como la conjunción de un infrecuente reparto Continuar leyendo «En el límite de la censura: La gata negra»

Cine en fotos – John Wayne y sus camaradas de armas tomar tarta

(Lee Marvin, Clint Eastwood, Rock Hudson, Fred MacMurray, John Wayne, James Stewart, Ernest Borgnine, Michael Caine y Laurence Harvey)

Todo lo que puedes poner en una película con John Wayne es una dama frívola con unas tetas enormes a la que el «Duque» pueda sentar en sus rodillas y darle unos azotes, y una colección de peleas que pueda protagonizar cada cinco minutos.

(El guionista James Edward Grant en conversación con Frank Capra)

Música para una banda sonora vital – El Álamo

El Álamo (1960) supuso el debut de John Wayne en la dirección, un western historicista que, en la línea conservadora de su director, apuesta por la épica y la grandilocuencia para narrar meticulosamente el episodio histórico del asedio sufrido por los texanos independentistas en la misión de San Antonio de Béjar por parte del ejército mexicano del general Santa Anna en 1836. Aunque el retrato heroico de unos centenares de voluntarios sitiados dista mucho de su condición de ocupantes ilegales, de colonos invasores de un territorio ajeno azuzados por Estados Unidos, y resulta ser poco más que un tributo patriótico desaforado, lo cierto es que Wayne muestra en la película un tacto y un respeto inusitados al retratar a los mexicanos como enemigos legitimados, valientes, aguerridos, heroicos, caballerosos y corteses, sin dotarlos de ninguna negativa connotación de perfidia o crueldad con que los norteamericanos suelen caracterizar a enemigos más poderosos que ellos, y sin apelaciones al infortunio para justificar la derrota. Sin duda, el hecho de que Wayne conviviera tanto tiempo con John Ford, apasionado de México, el más importante cronista de la historia norteamericana y el mayor poeta en imágenes de la historia del cine, por más que en sus films abusara de estereotipos y tópicos, y su propia pasión por el país y por sus mujeres, ayudaron a que la película no fuera un panfleto anti-mexicano.

Cuestiones ideológicas aparte, destaca la famosa música de Dimitri Tiomkin, en particular su excepcional Overtura.