Excepcional y evocadora partitura compuesta por Maurice Jarre para esta monumental obra maestra de David Lean, dirigida por el propio Jarre y ejecutada por la Filarmónica de Londres.
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In memoriam – Omar Sharif
Exotismo de cartón piedra: Bagdad (Charles Lamont, 1949)
Valga este collage de imágenes para mostrar buena parte de lo que es Bagdad, colorista cinta de exóticas aventuras desértico-arábigas dirigida por Charles Lamont en 1949 para la Universal International Pictures. En verdad, poquito hay que rascar que valga la pena de esta obra menor de bajo presupuesto destinada a las salas de programa doble, pero sirve para ejemplificar el funcionamiento de la cadena de montaje de los estudios en la producción de películas para el mercado secundario de la serie B durante el Hollywood clásico.
A los mandos, Charles Lamont, un director acostumbrado a películas ligeras (ya fueran del género aventurero o bien a la medida del artista cómico de turno, especialmente de la pareja Abbott y Costello) y capaz de rodar con rapidez y no excesivo metraje (en el caso que nos ocupa, apenas 78 minutos); al frente del reparto, una estrella, una pelirrojísima y más exuberante que nunca Maureen O’Hara, que luce esplendorosamente voluptuosa a falta de una mayor ‘chicha’ en la caracterización de su personaje; a su lado, un galán acartonado, sin carisma ni encanto que sobrepase lo meramente superficial, Paul Hubschmid (acreditado como Paul Christian), destinado a hacer de percha imitadora de Errol Flynn; frente a ellos, dos villanos, uno magnífico, como siempre, con un carisma y un poder de presencia realmente estimables (Vincent Price), y otro esquemático y escasamente dibujado (John Sutton); la historia, un cliché de lugares comunes y elementos previsibles escrito por Tamara Hovey y Robert Hardy Andrews, que combina la fantasía de Las mil y una noches con las aventuras coloniales, la comedia musical o la comedia basada en el error de identidad; como marco, una Bagdad recreada en unos aparentemente lujosos pero baratos decorados de estudio y unas tomas de exteriores (a menudo acompañadas de un uso bastante chapucero de las transparencias) filmadas en los parajes desérticos de los alrededores de Los Ángeles; y como complemento, la fotografía de Russell Metty, que sirve a la perfección tanto al elemento mágico y exótico que una historia bagdadí requiere como a la belleza de O’Hara, una de las bazas comerciales y artísticas del filme, y la música con toques orientalizantes de Frank Skinner, que sirve de entrada para situar el argumento geográficamente.
El conjunto, sin más pretensión que el entretenimiento de evasión, funciona dentro del estrecho margen que marcan la pobreza general de su concepción y un guión que renuncia a ofrecer algo distinto del previsible y trillado camino por el que suelen discurrir este tipo de productos de la época: la princesa Marjan (O’Hara) es una joven y hermosa beduina, criada en Inglaterra por orden de su padre, un príncipe de una de las tribus más importantes del desierto de Arabia durante la dominación otomana (es decir, en algún momento de mediados o finales del siglo XIX -la película no lo aclara pero los objetos, los uniformes, las armas y el tono general de la puesta en escena permiten suponerlo así-), que regresa a Bagdad para enterarse de que su padre ha sido asesinado a traición, al parecer tras una encerrona preparada por el príncipe Ahmed, al que tanto el gobierno turco como algunas tribus beduinas persiguen acusado de ser el cabecilla de los llamados Chilabas Negras, levantisco grupo que está arrasando a sangre y fuego los territorios entre el Tigris y el Éufrates (los cuales, al menos geográficamente, no son Arabia, pero eso a la película le da igual…). Este Ahmed, sin embargo, se ha infiltrado como Hassan (Paul Christian), un simple camellero, en la caravana que ha conducido a Marjan hasta Bagdad, con idea de descubrir quién está detrás del complot que le señala como el rebelde asesino líder de los Chilabas Negras, y tras el cual están el Pachá que gobierna la zona por delegación turca (Vincent Price) y el príncipe Raizul (John Sutton), su propio primo, que es el auténtico jefe de los asesinos. Todo, sin embargo, transcurre por los derroteros de lo inverosímil o de lo directamente absurdo. Continuar leyendo «Exotismo de cartón piedra: Bagdad (Charles Lamont, 1949)»
Crónica de un rodaje accidentado: La hija de Ryan, de David Lean (1970)
Gracias al indispensable blog irlandés-aragonés Innisfree, hemos llegado a este estupendo artículo de Marcos Ordóñez, publicado en el blog de El País Bulevares periféricos que recoge las impresiones de Perico Vidal, ayudande de dirección de David Lean durante el rodaje de La hija de Ryan, su incomprendida pero cautivadora epopeya irlandesa. La aventura no tiene desperdicio.
En marzo de 1969 comenzó el rodaje de La hija de Ryan en la península de Dingle, en County Kerry, frente a la costa atlántica de Irlanda, y duró un año o más. Fui feliz con Susan, fui feliz por mi amistad con Lean y por la confianza que había depositado de nuevo en mí, y fui muy, muy feliz cuando nació Alana, mi hija, en noviembre de aquel año, pero no fue un rodaje feliz para mí. Con una excepción: conocí a Robert Mitchum, uno de los tipos más extraordinarios y maravillosos con los que he tenido la suerte de cruzarme.
Buena parte del equipo nos instalamos en County Kerry, en casas particulares o en los dos únicos hoteles que había entonces, el Skelling y el Mill House. Sarah Miles y Robert Bolt alquilaron una preciosa casa llamada Fermoyle House; Mitchum tenía otra, igualmente espléndida, cuyo nombre no recuerdo.
La gente de Dingle estaba encantadísima con nuestra llegada, porque significaba dinero por primera vez en mucho tiempo, y se desvivieron por nosotros. Roy Walker y Eddie Fowlie, al frente de una brigada de doscientos obreros, levantaron un pueblo imaginario, Kirrary, en una colina de la zona de Dunquin. Me recordó al trabajo de Doctor Zhivago, con la diferencia de que esta vez las tiendas, la iglesia, el pub o la escuela no eran de madera sino de piedra, construidas a la manera de principios del diecinueve. ¿Problemas en el rodaje? Todos los que quieras y veintisiete más de propina. Para empezar, Lean intentó filmar la historia cronológicamente, y el clima irlandés decidió no ajustarse al plan. Luego hubo incontables problemas actorales. Problemas de Lean con Christopher Jones, y de Sarah Miles con Christopher Jones, y de Christopher Jones con Christopher Jones. Problemas de John Mills con este y con el otro (el otro era yo). Problemas de Trevor Howard con todo el mundo. Problemas míos con buena parte del equipo inglés: ahora yo mandaba mucho, como jamás había mandado, y a unos cuantos no les hacía maldita gracia que les diera órdenes un español. Me recibieron de uñas y me montaron una guerra continua. Guerra de zapa, de decir que sí y que vale y hacer lo contrario o no hacerlo. Tuve la suerte de que allí tenía varios amigos fidelísimos, con Ernie Day, el gran operador, a la cabeza. Y Lean, por encima de todo, claro. Continuar leyendo «Crónica de un rodaje accidentado: La hija de Ryan, de David Lean (1970)»
Lección de interpretación de Peter O’Toole: Venus
Aunque ha participado en unos cuantos proyectos más desde entonces, es Venus, de Roger Michell (2006), la última ocasión en que Peter O’Toole, actor de amplia y muy irregular filmografía (nos quedamos con lo mejor, Lawrence de Arabia, Becket, Lord Jim, La noche de los generales, El león en invierno, Adiós Mr. Chips o El último emperador), nos ha obsequiado una vez más con una interpretación memorable encarnando de nuevo a un personaje carismático y atormentado al estilo de los que le han dado fama y reconocimiento pero con tintes mucho más amables que de costumbre, gracias al cual obtuvo una nominación al Oscar. Esta vez da vida a Maurice, un actor en los últimos momentos de su carrera que todavía realiza pequeños papeles televisivos y cuyos momentos de ocio transcurren en compañía de sus camaradas Ian (Leslie Philips) y Donald (Richard Griffiths), actores jubilados como él. Los tres se reúnen diariamente en un bar para hablar del pasado y del presente, chincharse, lanzarse dardos irónicos y tomar una copa en un ambiente de camaradería y recuerdos. Al menos es así hasta que Ian manifiesta su preocupación por la llegada de Jessie (Jodie Whittaker), la hija adolescente de su sobrina, que viaja a Londres para atenderlo como enfermera las veinticuatro horas por la falta de alicientes y de posibilidades laborales en el campo. La chica modosita, tímida y apocada amante de la vida tranquila y de la música de Bach que él espera es una joven muy distinta, devota de la comida basura, sin experiencia como enfermera y con un gusto por las bebidas alcohólicas impropio para su edad.
Curiosamente, y utilizando como metáfora de su relación la historia que rodea la pintura de Velázquez La Venus del espejo, será Maurice y no Ian quien conecte más fácilmente con la recién llegada, de manera que las cada vez más horas que comparten y que sirven a Ian para escapar de la perniciosa, para él, influencia de la joven, les ayudan a establecer un extraño vínculo que se mueve en el fino límite de la amistad, la relación paterno-filial, el nacimiento a la vida adulta, el último aliento de deseo carnal de un anciano, la necesidad de paliar sus respectivas soledades y, sí, también el amor, extraño, entre crepuscular, ingenuo y morboso, pero amor. Así, Jessie se abrirá a un mundo que desconoce (los teatros, los museos, las tiendas caras de la City) y Maurice sentirá nostalgia por un tiempo que ya hace mucho que pasó, volviendo a sentirse joven al internarse con una chica joven en la vida nocturna de Londres; sólo su trabajo y su mujer (Vanessa Redgrave), con la que ya no vive pero con la que sigue manteniendo el trato, pone un punto de sensatez en su vida.
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