Una lección sobre el capitalismo: Mercado de ladrones (Thieves’ Highway, Jules Dassin, 1949)

 

Jules Dassin es uno de los más ilustres damnificados de la llamada «caza de brujas» que durante diez años, a partir de mediados de los cuarenta y bajo el pretexto del anticomunismo, sometió al cine norteamericano a los dictados de los inquisidores políticos y de los depuradores ideológicos. Tras el cuarteto de grandes obras maestras de su primera etapa americana, filmadas sucesivamente entre 1947 y 1950, Dassin se vio obligado a continuar su trabajo, casi siempre al mismo nivel de altísima calidad, en Francia, Italia y Grecia, antes de retornar a los Estados Unidos en los sesenta, en lo que supuso el inicio de su declive. A ese primer grupo de excelentes obras del periodo previo a su exilio pertenece Mercado de ladrones, que destaca por el carácter incisivo y pesimista de su lectura social y económica aunque se adorne con algunos de los atributos del cine negro, y que, pese a que Dassin, que dirigía por encargo, y el guion de A. I. Bezzerides (a partir de su propia novela) pusieron buen cuidado en salvaguardar el papel protector y benefactor de la policía y de distinguir y diferenciar los modos y maneras mafiosos de ciertos intermediarios del resto del sistema, llegó a formar parte del pliego de cargos que las autoridades blandieron en contra el cineasta.

Poco espacio deja la película para las buenas expectativas. A su regreso al hogar familiar después de participar en la Segunda Guerra Mundial como maquinista de la Marina, Nick Garcos (Richard Conte) encuentra a su padre convaleciente de la amputación de sus piernas como resultado de un grave accidente de tráfico. Su camión volcó tras la rotura de la transmisión cuando regresaba de San Francisco, de entregar un cargamento de fruta a Mike Figlia (Lee J. Cobb), uno de los intermediarios del mercado con peor reputación, al que se atribuyen maniobras torticeras, extorsiones y juego sucio para pagar el menor precio posible a sus proveedores o, llegado el caso, no pagarles en absoluto. Además, su padre ha vendido el camión a Ed Kenney (Millard Mitchell), un transportista que no le ha pasado el importe pactado. Cuando Nick se presenta en su casa, dispuesto a apretarle las clavijas para que pague, este le propone un negocio redondo: hacer setecientos kilómetros en dos camiones para conseguir llevar al mercado las primeras manzanas de la temporada y obtener así un alto beneficio limpio y cobrarse lo que se debe; para ello, Ed tiene que traicionar, sin embargo, a dos socios a los que ya había ofrecido el mismo trato (Joseph Pevney y Jack Oakie). En la mente de Nick cobra fuerza, además, otro plan: vengarse de Mike Figlia. Nick invierte en la operación los mil ochocientos dólares ganados en el barco con el doble propósito de recuperar lo debido a su padre y de ganar dinero para casarse con su novia, Polly (Barbara Lawrence). Las buenas intenciones no bastan, y al llegar al mercado, mientras espera a Ed, Nick tiene que enfrentarse a los chanchullos de Figlia, que se comporta como un capo del crimen organizado, con esbirros, matones y chicas a sueldo que colaboran en sus oscuros tejemanejes. Una de ellas es Rica (Valentina Cortese), que entabla una especial relación con Nick a pesar de que acaban de conocerse.

La acción, mayormente situada en una sola madrugada, en el mercado y los tugurios que lo rodean, predomina sobre las interpretaciones, en general bastante mediocres, sin duda el punto más flojo de la película (Conte y Cortese, muy limitados; Cobb, por el contrario, muy pasado). La historia se divide en dos focos de interés. El del camión más rápido, conducido por Nick, su llegada al mercado, su encuentro con Figlia y sus intentos para cobrarse las manzanas a buen precio y sacarle el dinero debido a su padre y la indemnización por el daño sufrido, y la del más lento, el antiguo camión de su padre que ahora conduce Ed, vertiente que se centra en el suspense que gira en torno a si llegará o no al mercado a tiempo con la transmisión a punto de romperse, y en qué harán sus antiguos socios traicionados, que le siguen y hostigan durante el camino. En ambos casos se producen situaciones de presión y de violencia en las que unos individuos de una clase social extorsionan a sus semejantes por dinero. A excepción de Nick, ningún personaje juega limpio, todos intentan hacerse trampas, aprovecharse del otro, ya sea traicionando la palabra dada, negándose a pagar el precio convenido, engañando, manipulando, conspirando o incluso, en algún caso, robando, chantajeando y violentando. Las duras condiciones de vida en la posguerra y lo ajustado de los precios introducen una presión adicional; solo los más fuertes resisten, como Nick, que, aunque vulnerable en sus sentimientos, logra mantener su integridad aun cuando las circunstancias le empujan a seguir la dinámica de los demás. Pero si este es un personaje de una pieza, como lo es Figlia en sentido opuesto, el de la prostituta Rica presenta el desarrollo más interesante del filme, desde su posición inicial de asalariada de Figlia hasta la toma de decisiones autónomas que la ponen en una situación de riesgo.

La película, de espléndida fotografía en blanco y negro, trata de no generalizar, de evitar su sentido metafórico, simbólico o ejemplar. Su intención es narrar un hecho concreto al margen de la actividad normal del mercado que no pueda extrapolarse al conjunto del sector o al total de la actividad económica, para librarse así de la censura política. También intenta sacudirse el sambenito de la demonización del extranjero (un trabajador de origen italiano es el que más explícitamente abomina de Figlia y del modo en que dirige su negocio, una deshonra tanto los trabajadores y para los italoamericanos). Por último, conserva de manera impoluta la honorabilidad de la policía, que no solo se muestra comprensiva y amable ante las circunstancias que Nick va atravesando, sino que al final interviene como elemento pacificador y resolutivo en el obligado final complaciente, hasta el punto de que incluso actúa de manera indulgente con las malas acciones de Nick. Al menos, en la forma superficial, porque tanto cabe afirmar lo contrario: la policía, en realidad, no aparece porque no puede (o no quiere) hacer nada por neutralizar los modos y maneras de Figlia, que campan a su antojo durante todo el metraje. La mayor virtud de la cinta, sin embargo, consiste en el retrato realista de la actividad del mercado mayorista, muy lograda, filmada en plano semi-documental, y en reflejar las fallas del sistema que se cuelan por las rendijas del relato dramático y del desarrollo de la relación entre Nick y Rica, en un entorno condicionado por las convulsiones y los desajustes económicos y sociales acaecidos tras el final de la guerra.

En este punto, el elemento central es el dinero y la relación que los distintos personajes mantienen con él: medio de supervivencia, de crecimiento personal, de desarrollo familiar, de construcción de sociedad y de país, pero también objeto de deseo, ingrediente indispensable para la codicia, mecanismo ineludible para el ascenso social, no solo en el caso de Figlia, que llega a delinquir para conservarlo y aumentarlo, o para Rica, que tiene que venderse para obtenerlo, sino también para la respetable Polly, que mide los afectos por los emolumentos que acumulan, o para Ed, que pierde con aquellos que considera inferiores los escrúpulos morales que conserva con sus iguales. Y es eso, el retrato que hace de lo que implica la vida en una sociedad que tiene el dinero como pilar central, lo que resulta subversivo, incómodo y revolucionario en una película cuyo director (que también hace un breve cameo) sufrió las iras de los guardianes de las esencias del sistema. La sociedad convertida en mercado no solo donde le es propio; también en el campo, en la carretera, en los bares, en la habitación de Rica, en las pacíficas y satisfactorias relaciones prematrimoniales… Una sociedad que, hundida en la turbiedad, se mantiene viva solo porque todo se compra y se vende, y cuyo crecimiento depende de que todos se pongan a la venta y se dispongan a comprar y ser comprados. En la actualidad, el reflejo que hace la película de la debilidad negociadora de los productores agrícolas y de los transportistas, y de la concepción del sistema para el beneficio de los grandes intermediarios y de las cadenas de distribución, hace que esta gran película, efectiva combinación de drama social, thriller noir y romance, adquiera hoy una dimensión todavía mayor y más profunda.

Dos vestidos rojos contra la fatalidad: Chicago, años 30 (Party Girl, Nicholas Ray, 1958)

Suele citarse, con fundamento, esta gran película de Nicholas Ray como broche de oro del ciclo del cine negro clásico norteamericano, abierto diecisiete años antes con El halcón maltés (The Maltese Falcon, John Huston, 1941), a la vez, por tanto, colofón de un estilo y predecesora del neonoir que pobló las carteleras en los años sesenta y que, remozado en la década siguiente con sus temáticas e influencias coyunturales, ha seguido apareciendo con cuentagotas, con mayor o menor talento y fortuna, hasta nuestros días. Algo tiene la película, en efecto, de resumen del canon y de propuesta de nuevos horizontes para el género. Su argumento vuelve a una de las fuentes temáticas y estilísticas del cine negro estadounidense (junto con la tragedia griega, el expresionismo alemán o el realismo poético francés), las películas de gánsteres, mientras que, en el extremo contrario, además de una estética luminosa y colorista más próxima al musical que a las tradicionales tinieblas y los claroscuros universos del noir, propone una resolución novedosa respecto a uno de los ingredientes principales del género, la fatalidad, ese dios omnipotente que condiciona los acontecimientos y las relaciones entre los personajes hasta anular su voluntad, sus sentimientos o sus esfuerzos por resistirse a afrontar su destino. Al mismo tiempo, la película responde a las características creativas de Nicholas Ray como cineasta, uno de los más célebres exponentes de entre quienes transitaron desde el modelo clásico hacia los nuevos movimientos de modernización, y a sus intereses como autor diferenciado y con personalidad propia dentro del sistema de estudios.

La irrealidad de luces y sombras, de espacios claustrofóbicos y atmósferas saturadas y recargadas del cine en blanco y negro salta aquí a otra clase de irrealidad más cercana a la edad dorada del musical marca MGM, una Chicago reconstruida en decorados de estudio ya desde el inicial telón pintado de los rascacielos noctunos sobre el que se impresiona el letrero que sitúa temporalmente la acción, «los primeros años treinta», antes de internarse en un local sobre cuyo escenario tiene lugar la representación de un número de revista. Entre las chicas emplumadas y ligeras de ropa, Vicki Gaye (Cyd Charisse), bailarina y modelo ocasional (tal vez algo más) que tras tres años en la ciudad vio truncados sus sueños de danza, fama y estrellato y gana un dinero extra acudiendo como acompañante a las fiestas organizadas por mafiosos como Rico Angelo (Lee J. Cobb). En una de ellas conoce al abogado de Angelo, Thomas Farrell (Robert Taylor), especializado en llevar sus turbios asuntos y en librar de la cárcel a esbirros como Canetto (John Ireland). Unidos en principio por la causticidad que les provoca verse en eventos sociales indeseados, su relación circunstancial se asienta debido a una inesperada tragedia, a partir de la cual el antagonismo mutuo (el desdén con el que la maneja Farrell hiere continuamente a Vicki, a pesar de lo cual no deja de frecuentarle, lo mismo que Farrell no cesa de buscarla) se va transformando en atracción, tal vez en algo más. De este modo, Farrell le sirve a Vicki para afianzarse en sus principios y objetivos vitales (eso sí, gracias al «ascenso» que en su local le procura Angelo como favor personal a su abogado), mientras que Vicki es para Farrell la recuperación de una oportunidad perdida, la curación a las heridas del pasado que le han procurado un presente de insatisfacción, frustración y soledad, y que tienen que ver también con sus previos fracasos en el amor. En este sentido, la cojera que arrastra, fruto de las bravuconerías de la juventud, y cuyos efectos supera en parte gracias al hecho de sostenerse con un bastón, ejerce de espléndida metáfora del proceso interior que sufre Farrell, y que va de la dependencia de una muleta al hallazgo de un soporte vital diferente, sentimental, anímico, que le permite sobreponerse a su carencia (también físicamente, pues es entonces cuando se plantea por fin operarse de la pierna) para emerger como un hombre nuevo, con ideales, valores, objetivos y deseos completamente distintos, y por ende, ajenos al mundo en el que su trabajo para Angelo le obliga a vivir.

Se abre así una doble trama paralela, de tonos y estilos diferentes que convergen en la magnífica plástica que procura a la narrativa de Ray la fotografía de Robert Bronner con el sello de calidad de Metro-Goldwyn-Mayer. Por un lado, un drama romántico-musical que se centra en los números de baile de Charisse (espléndidamente rodados, con una puesta en escena digna de la unidad de Arthur Freed; no sería descabellado verlos incluidos en alguno de los musicales protagonizados por la actriz) y en cómo su relación con Farrell afecta a su trabajo; por otro, una típica historia de cine negro en la que el incipiente amor de la pareja se ve sacudido por el fantasma de la fatalidad: la profesión de Farrell, sus amistades, sus conocimientos sobre la organización criminal de Angelo, le dificultan el paso de abandonar, le limitan y le reconducen una y otra vez, por las buenas o por las malas (principalmente, los temores a que Vicki se convierta en rehén o chivo expiatorio de la situación), a verse en manos de Angelo y sus nuevos socios. Por su parte, la ley, encarnada en el fiscal del distrito Jeffrey Stewart (Kent Smith) utiliza las dudas de Farrell para presionarle y meterle en una trampa en la que cualquier solución es arriesgada, y en la que las mayores amenazas recaen sobre Vicki, y no sobre él. Este tejido de presiones e influencias deviene en una situación desesperada cuya resolución violenta choca, sin embargo, con el tradicional e inalterable triunfo de la fatalidad en el género. El ciclo clásico del noir finaliza con una victoria del Hombre frente al destino, con la superación de la derrota, con el triunfo de la vida sobre la muerte. El cine negro, en Technicolor y con final «feliz», tiene abierta la puerta para reinventarse.

El carácter precursor de la película se observa explícitamente en determinadas secuencias homenajeadas en el cine posterior, por ejemplo, la alusión literal, aunque más brutal, que se hace en Los intocables de Eliot Ness (The Untouchables, Brian de Palma, 1987) a la escena de la cena que protagoniza Lee J. Cobb y en la que aplica una represalia de urgencia sobre un colaborador que le ha defraudado o traicionado, o en los breves apuntes visuales de los asesinatos cometidos en la guerra de bandas, cuya recreación remite directamente a ilustres descendientes cinematográficos (la trilogía de El padrino, por ejemplo). No obstante, lo más destacado de la cinta es la interpretación de Robert Taylor, de una intensidad infrecuente en su carrera, el trabajo de cámara y de puesta en escena, tanto en los fragmentos de cine musical como en los interiores (despachos, camerinos, tugurios) y en los falsos exteriores resconstruidos en estudio, que proporcionan a la película un aura irreal, pesadillesca, por momentos incluso onírica, que la sustraen del realismo, y, por encima de todo, la presencia majestuosa, sensual, también sensible, de Cyd Charisse, que despliega todo su magnetismo en los números musicales que protagoniza, ambos con tintes de sensualidad y exotismo, y que, enfundada en dos ajustados vestidos rojos, como la pasión, como la sangre, abre y cierra el proceso de transformación de un hombre amargado y atormentado, prisionero de sus traumas, que resucita a la vida gracias a su amor desinteresado y sincero. Un amor que, por fin, y como cierre por todo lo alto de uno de los ciclos cinematográficos más gloriosos de la historia, vence de una vez por todas a la fatalidad y escribe su propio destino.

50º aniversario de El exorcista, la novela de William Peter Blatty, en La Torre de Babel de Aragón Radio

The Exorcist

Nueva entrega de la sección de cine en el programa La Torre de Babel, de Aragón Radio, la radio pública de Aragón, en este caso dedicada al 50º aniversario de la publicación de la novela El exorcista, de William Peter Blatty, llevada al cine dos años después por William Friedkin, con guion y producción del autor de la novela.

Inspirada en un hecho real sucedido en Maryland en 1949, conocido por William Peter Blatty durante su etapa como profesor en Georgetown, la película de Friedkin es un prodigio en el uso del lenguaje simbólico y en la sugerencia subliminal, hasta el punto de logra convertir una aparente historia de terror en una mucho más profunda reflexión sobre la crisis de fe de raíces edípicas que sufre su protagonista, el padre Karras (Jason Miller), a partir de la enfermedad y muerte de su madre. Éxito de ventas y de taquilla, supone un extraño caso de cine de autor con grandes dosis de autenticidad (la experiencia personal de Blatty en Georgetown, el pasado de Jason Miller en la carrera sacerdotal y su abandono debido a una crisis de fe, la participación, interpretando al padre Dyer, de William O’Malley, padre jesuita autor de más de cuarenta libros, que fue también asesor «técnico» de la película…) y, al mismo tiempo, de anticipación del fenómeno blockbuster de la década siguiente. Además de la participación de Mercedes McCambridge poniendo voz al demonio en un gran esfuerzo técnico modulado y amplificado por el consumo a espuertas de alcohol y de tabaco, y de la archiconocida música de Mike Oldfield, algunas anécdotas turbias ligan la película a cierta leyenda de «malditismo», como el incendio declarado en el set de rodaje, la supuesta bendición del plató por parte de un sacerdote para ahuyentar a los malos espíritus o las muertes prematuras de Linda Blair o de Jack MacGowran. Menos luctuosos pero tanto o más curiosos son los distintos avatares para la conformación final del reparto y la elección de director. Si Arthur Penn, Mike Nichols, el mismísimo Stanley Kubrick y Mark Rydell (que llegó a tener firmado un contrato con la Paramount) sonaron para encargarse de la adaptación cinematográfica, Marlon Brando, Jack Nicholson, Paul Newman o Stacy Keach (que llegó a estar contratado para el papel) fueron las preferencias del estudio para interpretar al padre Karras, mientras que Audrey Hepburn, Anne Bancroft, Jane Fonda o Shirley Maclaine estuvieron a punto de interpretar a la angustiada madre de Regan.

(desde el minuto 17:10)

Cine de verano: F de Flint (In Like Flint, Gordon Douglas, 1967)

Segunda entrega, en esta ocasión con dirección de Gordon Douglas, de la serie de películas de Flint, agente secreto encarnado por James Coburn que, entre la moda comercial, el homenaje y la parodia, sigue la corriente del éxito taquillero de las películas de 007. La acción arranca cuando el presidente de los Estados Unidos es secuestrado y sustituido por un impostor como primer paso de una perversa organización que ha diseñado un sistema infalible de lavado de cerebro con el que pretende dominar el mundo.

Cine de verano: Flint, agente secreto (Our Man Flint, Daniel Mann, 1966)

El éxito comercial de la saga de James Bond trajo consigo un imparable fenómeno imitador, más o menos serio, más o menos paródico. Mientras que en Francia se consolidó la saga de películas del agente OSS 117, iniciada en 1957 (y con nuevas entregas ya entrado el siglo XXI), con el protagonismo del austriaco Frederick Stafford (lo que le valió la atención de Alfred Hitchcock para Topaz, de 1969), en Estados Unidos primaron las visiones más abiertamente satíricas, como la serie de películas del agente Matt Helm, protagonizadas por Dean Martin, o las de Flint, al que daba vida James Coburn.

En esta primera entrega, Flint, agente de la ZOWIE (Organización Zonal Mundial de Inteligencia y Espionaje), combate el malvado proyecto de la organización criminal Galaxy de utilizar los fenómenos meteorológicos y las catástrofes naturales que pueden provocar con un chisme de su invención para controlar el mundo.

Hathaway todoterreno: Yo creo en ti (Call Northside 777, 1948)

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De todos los mal llamados artesanos del cine clásico, aquellos directores considerados de segunda fila que hacían un cine de encargo en nómina de los grandes estudios, y a cuyas películas no se les presupone ningún aporte personal o visión de autor, Henry Hathaway destaca como uno de los más versátiles y efectivos, con especial predilección por el western, el cine bélico, las películas de aventuras (en tierra, mar y aire, en selvas, desiertos y montañas, en la época contemporánea o en la era colonial) y el género negro. Yo creo en ti (Call Northside 777, 1948) es un drama de investigación periodística basado en un hecho real, a partir de crónicas, noticias y reportajes de la época.

Hathaway recurre a imágenes de archivo, mezcladas con tomas expresamente rodadas para la película, y a una voz en off introductoria, para, en primer lugar, declarar su cinta como un homenaje a la ciudad y a los periódicos de Chicago, y, posteriormente, situar la realidad de 1932, cuando comienzan los hechos. En plena era de la Prohibición, los asesinatos se suceden, y la policía se ve desbordada. El juego y el contrabando de licor priman por doquier, y los enfrentamientos entre bandas son el pan de cada día. En este contexto, dos delincuentes de poca monta, ambos de origen polaco, son arrestados, procesados y condenados a 99 años de cárcel por el asesinato de un policía, acaecido en una tienda de verduras que operaba clandestinamente como centro de reparto de alcohol. La debilidad de sus testimonios, incongruentes y vagos, contrasta con la seguridad de la dueña del local, que les identifica y que resulta ser la única prueba concluyente de cargo. Once años más tarde, la madre de uno de ellos, Frank Wiecek (Richard Conte), convencida de la inocencia de su hijo, publica un anuncio en el periódico en el que ofrece una recompensa de cinco mil dólares que ha ahorrado fregando suelos a quien tenga información para lograr su exculpación de Frank (el título original de la película hace referencia al teléfono al que devolver la llamada). El anuncio llama la atención de Kelly (Lee J. Cobb), el redactor jefe del periódico, que pone a McNeal (James Stewart) a trabajar en el asunto. Inicialmente escéptico, incluso burlón en los interrogatorios a los implicados, se limita a escribir artículos sensibleros que despierten la compasión de la masa de lectores. Cuando, sin embargo, se convence de la inocencia de Wiecek, se lanza a investigar el caso a fondo para lograr que salga de la cárcel.

Henry Hathaway apuesta por retratar la historia desde la perspectiva del periodista. Ello implica abandonar el que, probablemente, sería el punto de vista más interesante de la historia: la vida de un acusado injustamente que lleva más de una década en prisión, los efectos de su condena, su día a día, la relación con su familia o con sus compañeros de encierro. Estos aspectos se nos muestran parcialmente y de manera inequívocamente favorable a Wiecek (tanto su familia como sus compañeros de celda, o incluso el personal de la cárcel y el alcaide, están por su inocencia), lo que elimina cualquier suspense sobre su culpabilidad o inocencia. Del mismo modo, la investigación no lleva a McNeal al descubrimiento de los verdaderos autores, sino a la demostración de la falsedad del único testimonio contra los condenados, sin que quede, por tanto, esclarecido realmente el crimen. Así pues, no hablamos de un drama criminal, puesto que el crimen en ningún momento se aclara, sino en una crónica del trabajo periodístico, con algunos apuntes de drama social y ciertos tintes documentales, que reflejan tanto el trabajo de los periodistas como algunos aspectos de la tecnología empleada en la prensa de aquellos (como el «artesanal» servicio de transmisión fotográfica). Continuar leyendo «Hathaway todoterreno: Yo creo en ti (Call Northside 777, 1948)»

Vidas de película – Nina Foch

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Nacida en Leiden (Países Bajos, 1924), Nina Consuelo Fock, hija de un neerlandés director de orquesta -Dirk Fock- y de madre estadounidense, saltó al cine como Nina Foch en los años cuarenta con Canción inolvidable (A song to remember, 1944), biopic sobre Chopin con Cornel Wilde, Paul Muni, Merle Oberon y George Macready dirigido por Charles Vidor, y Cerco de odio (The dark past, 1948), cinta negra de serie B del antiguo director de fotografía Rudolph Maté con los prometedores William Holden y Lee J. Cobb.

Contratada primero por la Universal y después en Columbia, su mejor época fueron los años cincuenta, en los que encadenó intervenciones en Un americano en París (An American in Paris, Vincente Minnelli, 1951), Un fresco en apuros (You’re never too young, Norman Taurog, 1955), con el dúo Dean Martin-Jerry Lewis, Los diez mandamientos (The ten commandments, Cecil B. DeMille, 1956), Espartaco (Spartacus, Stanley Kubrick, 1960), y sus dos apariciones más sonadas, como la reina María Antonieta en Scaramouche (George Sidney, 1952), y en su única nominación al Óscar por La torre de los ambiciosos (Executive suite, Robert Wise, 1954).

Casada en tres ocasiones, falleció en 2008.

Diálogos de celuloide – La ley del silencio

TERRY: Las hermanitas me molían a estacazos. Tenían este lema: «La letra, con sangre entra». Pero las fastidié bien.

EDIE: Quizá no supieran manejarte.

TERRY: ¿Cómo lo harías tú?

EDIE: Con algo más de paciencia y ternura. Si no se pone un poco de bondad, se fracasa.

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TERRY: ¿No ve que me pide que delate a mi propio hermano? Y Johnny Friendly solía llevarme al béisbol de pequeño…

PADRE BARRY: Dejémoslo; no puedo aconsejarte nada. Ha de pedírtelo tu propia conciencia.

TERRY: ¿Conciencia? ¿Conciencia? Si uno la oye se vuelve loco.

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On the waterfront. Elia Kazan (1954).

Música para una banda sonora vital – El exorcista

Un detalle en el que generalmente casi nadie repara en cuanto a El exorcista, la película de culto dirigida por William Friedkin en 1973. Su potente banda sonora aplicada a esta historia de posesiones demoníacas y redenciones espirituales también incluye entre sus músicas no sólo la conocida composición de Mike Oldfield, sino que también esconde un tema, a priori, sorprendente. En concreto, en la secuencia en la que el padre Karras (Jason Miller) se cita en un bar del campus de Georgetown con un compañero sacerdote para charlar de sus respectivos problemas de fe y angustia existencial, mientras lucha por llegar a su mesa con dos cervezas entre la gente que abarrota el local y después a lo largo de la conversación, suena el final de Ramblin’ man, el clásico de los Allman brothers.

La elección de esta canción, aunque sólo se escuche un breve fragmento, no parece en nada gratuita. Su título, la referencia al hombre enrevesado, laberíntico, confuso, no hace sino aludir directamente (un aspecto, el de lo subliminal, que está muy cuidado en los guiones de las mejores películas norteamericanas de siempre) al contenido de la compleja naturaleza interna del padre Karras, a sus dudas, sus crisis y su desorientación vital. Un aspecto capital para entender la evolución del personaje durante la película y el por qué del desenlace final en lo que a él atañe.