Wilder contra sí mismo: El héroe solitario (The Spirit of St. Louis, Billy Wilder, 1957)

Esta película de Billy Wilder es una de las seis de entre su filmografía que él mismo afirmó desear no haber rodado. Un filme de lo más atípico en su trayectoria, tanto por su tema, el relato de la hazaña de Charles Lindbergh en la primera travesía aeronáutica sin escalas sobre el océano Atlántico, acaecida en 1927, que abrió nuevos caminos al tráfico áereo, como por su protagonista, alejado de los habituales antihéroes wilderianos sumidos en crisis personales y de identidad, más bien al contrario, otro de esos ejemplos, tan queridos por el cine norteamericano, de genios espontáneos, de seres dotados de una inteligencia y una astucia naturales, instintivas, nada intelectuales, que contribuyen a asentar el discurso liberal de la persecución y el logro de los sueños como marca de éxito y realización personal, reconocimiento social y triunfo colectivo del sistema político y socioeconómico que lo hace posible. Coescrita, como era corriente en Wilder, con otros guionistas, en este caso Charles Lederer y Wendell Mayes a partir del libro en el que el propio Lindbergh narró su proeza, la película, que rompe la insulsa narración lineal con una ingeniosa aunque algo descafeinada desestructuración a base de flashbacks, cuenta el periplo aéreo de Linbergh, desde la concepción del proyecto, la búsqueda de financiación (proporcionada por un grupo de hombres de negocios de San Luis, entonces incipiente ciudad industrial de Misuri; de ahí el nombre con que es bautizado el avión), el diseño y la adquisición del aparato necesario y el desarrollo concreto del vuelo, a lo largo de treinta y seis horas sin compañía, sin dormir y mal abrigado y alimentado, entre Nueva York y el aeródromo parisino de Le Bourget, donde acudieron a recibirlo unas doscientas mil personas. La cinta omite los otros episodios vitales del aviador que prolongaron su acreditada fama a lo largo y ancho del planeta, solo comparable a la de notables celebridades de su tiempo como Charles Chaplin o Rodolfo Valentino: el posterior secuestro y asesinato de su hijo tras el pago del rescate, y sus aplausos al nazismo, que afearon bastante el carácter de su relevancia pública.

Otra característica que aleja la película de la obra de Wilder son las carencias de chispa e ingenio en el guion, aunque no de humor, si bien este, salvo con cuentagotas, en episodios muy concretos contados como ventanas al pasado (el primer avión de Lindbergh y sus intentos por ganarse la vida como piloto) y en someros diálogos y unos pocos elementos de puesta en escena (la presentación inicial de los periodistas que aguardan a que se inicie el gran viaje), resulta algo más burdo y menos elaborado de lo acostumbrado en las vitriólicas historias wilderianas. Este hecho, unido a la ausencia de suspense -por más que el guion introduzca elementos de riesgo en el proyecto, el conocimiento del público del éxito de la expedición desactiva cualquier efecto de incertidumbre o intriga en el espectador-, hace que la película discurra de manera descompensada y plomiza hasta completar algo más de dos horas y cuarto de metraje que solo esporádicamente fluyen con agilidad y ritmo, parte de los cuales transcurren además en fragmentarios monólogos interiores del protagonista, presentados en una machacona voz en off, que ralentizan y estancan la narración, entre los que también, para que el espectador entienda qué esta ocurriendo en cuanto a las incidencias técnicas del viaje, el personaje se ve obligado a verbalizar circunstancias que, volando solo, tal vez no debieran traspasar el espacio de su reflexión interna. Por otra parte, la película aparece igualmente descompensada en lo que se refiere al peso de los personajes; el protagonismo de Lindbergh acapara todas las secuencias, todas las escenas, dejando a los secundarios como meros acompañamientos, dramáticamente necesarios pero más bien como parte del mobiliario argumental, comparsas o frontones hacia los que Lindbergh dirige la pelota de sus diálogos para que retornen rebotados. Situaciones carentes de conflicto, más allá de las acciones iniciales para conseguir un avión, hipotéticas crisis sin incertidumbre real, el guion se limita a una exposición temporal, aunque desordenada, de las actividades que llevaron a Lindbergh a la consecución de su logro, a la aparición de ciertas dificultades y a la explicación de sus maniobras, personales o técnicas, según el caso, para superarlas.

Otros elementos hacen, sin embargo, que valga la pena el visionado de la película. En primer lugar, la dirección artística. Producida por Warner Bros., Leland Hayward y la propia compañía de Billy Wilder (como resultado de su situación personal, siempre en el filo, de sus obligaciones contractuales y de los reveses críticos o de taquilla de sus anteriores proyectos más recientes), la película multiplica las localizaciones de meticulosa elaboración y recreación en correspondencia con los años veinte, desde los despachos a los talleres y los hangares, lo cual, unido al sistema de color Warner Color y al Cinemascope, proporcionan una riqueza y una vistosidad que se amplifica notablemente en las tomas exteriores, no tanto en los campos de aviación como en las imágenes que ilustran los distintos trayectos emprendidos por Lindbergh, en particular el sobrevuelo de Irlanda o las composiciones del avión sobrevolando las montañas, los campos verdes o el mar. Aderezados con unos efectos especiales que valieron una nominación al Oscar, esta vertiente visual tiene su eclosión en la llegada a París y la recreación de su observación nocturna desde el aire, la ciudad toda iluminada, más que nunca la Ciudad de la Luz. En el haber de la película, asimismo, la labor de dirección de Wilder, un cineasta al que se suele aplaudir por la escritura de los guiones, el diseño de personajes y situaciones y el tono general (literario o incluso sociológico) de sus historias, pero del que generalmente no se reivindica su faceta técnica. En esta película, desprovisto de otra clase de intereses más próximos a su naturaleza personal, Wilder se atreve a explorar terrenos inusuales en su trayectoria, y a buscar soluciones técnicas hasta cierto punto impropias de su labor habitual para contar satisfactoriamente, desde un punto de vista que debe alternar el intimismo con la espectacularidad, una historia cuyo desenlace se conoce antes de ver la película. Por último, como tercer foco de interés de la cinta, la voluntariosa interpretación de James Stewart como Lindbergh (a pesar de ese artificioso rubio oxigenado), aunque el guion le obligue a representar un extenso arco de edades (el actor contaba entonces con cuarenta y nueve años de edad para interpretar a un hombre de veinticinco, del que además representaba sus aún más remotos orígenes como aviador a edad todavía más temprana); obligado a soportar el peso de la película, a menudo incluso en largas secuencias en que es su voz en off la que acompaña su mímica de pilotaje, Stewart sale airoso de las dificultades imprimiendo un vigor y una convicción a su interpretación que sostiene y salva el acartonamiento general. El actor se desenvuelve con solvencia en un entorno que, hasta cierto punto, le es familiar o conocido, dada su experiencia adquirida como piloto en la Segunda Guerra Mundial, a lo largo de más de veinte misiones como comandante de un bombardero B-24, que a su vez le ocasionaron un desgaste anímico y personal que él supo utilizar después de la guerra e incorporar a sus personajes para adquirir nuevos registros interpretativos. Puntos de atención para una historia irregular aunque no carente de interés, en la que Wilder, sin embargo, preferiría no haber invertido un largo año de su vida.

El viejo zorro ha llegado a la ciudad: El mayor y la menor (1942)

Mi querido amigo Francisco Machuca, propietario de ese lugar indispensable para el cine y la literatura en la red que es El tiempo ganado, es sobrino de Billy Wilder por parte de cine. Somos amigos virtuales desde hace varios años, empezamos prácticamente a la vez en esto de los blogs, allá por 2007; hemos sido amigos reales, en carne mortal, desde no mucho tiempo después (tiempo ganado, por supuesto), pero no ha sido hasta hace nada, un par de semanas, que hemos descubierto nuestro parentesco por afinidad.

Resulta que, rebuscando en nuestros respectivos árboles genealógicos sentimentales, hemos dado con un tatarabuelo común: Oscar Wilde. A partir de ahí, las ramas familiares se separan, aunque no del todo. Corren paralelas, en el tiempo y en el espacio, hasta reencontrarse en ese 2007 no tan lejano. Porque si después de Oscar Wilde la línea parental de Paco Machuca le lleva desde sus tíos abuelos Buster Keaton y Ernst Lubitsch hasta sus tíos Jacques Tati y Billy Wilder, la de quien escribe, en su rama británica, va desde el monstruo de Frankenstein de Mary Shelley hasta Alfred Hitchcock, y en su variante bastarda germanoamericana, alcanza hasta Groucho Marx y su hijastro Woody Allen. De modo que su tío por parte de cine, Billy Wilder, y mis tío y sobrino por parte de cine, Groucho Marx y Woody Allen, son primos hermanos entre sí. Lo cual, echando cuentas, hace que Paco y un servidor seamos compinches, cómplices, conmilitones, porque nos da la gana.

Y como es así, y como ambos somos la prueba de la veracidad de la teoría de los vasos comunicantes, mi hermano (Dios dijo hermanos pero no primos) publica en mi casa como si fuera yo, porque es su casa tanto como mía, y con el agradecimiento por su impagable compañía y sabiduría, de la de la vida y de la otra, a uno y otro lado de la red. Va por usted, maestro.

¡CHAMPÁN PARA TODOS!

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El mayor y la menor (1942), supuso la primera película norteamericana de Billy Wilder y la segunda de su filmografía, ocho años después de la primera. En realidad trataba de solucionar su frustración como guionista para la Paramount, ya que no tenía capacidad para intervenir en los rodajes, sobre todo a raíz de sus colaboraciones con el director Mitchell Leisen, con el que no compartía precisamente una gran amistad. Según las palabras de Wilder: «Debíamos entregar once páginas todos los jueves, en papel amarillo. Once páginas. Por qué once, no lo sé. Y luego, el guión. No se nos permitía estar en el plató. Se suponía que debíamos estar arriba, en el cuarto piso, escribiendo el guión. Así que nos echaban, ¡y Leisen era el peor!». De hecho la paciencia de Wilder se fue acabando con incidentes como el ocurrido durante el rodaje de Si no amaneciera (1941), en donde el actor Charles Boyer convenció a Leisen para eliminar un diálogo -¡con una cucaracha!- que gustaba mucho a Wilder y a su compañero, Charles Brackett. Indignados, eliminaron de los dos minutos finales de la película todos los diálogos de Boyer. Una venganza de guionista que, sin embargo, no estaba a la altura del poder que podría obtener controlando sus proyectos como director.

La Paramount accedió a los deseos del que estimaban gran guionista (a mi juicio, Wilder es el mejor guionista de la Historia del Cine) en espera de que su película fuera un fracaso y de que Wilder volviera al cuarto piso. El cineasta era consciente de esto «así que hice una película comercial, lo más comercial que he hecho nunca. Una chica de veintiséis años que finge tener catorce. Una Lolita antes de tiempo». La película fue El mayor y la menor, y, así, efectivamente, aunque retratada desde un punto de vista burlón, Wilder se adelantaba en diez años al escritor Nabokov y su célebre Lolita sin que nadie se apercibiera de las poco políticamente correctas interpretaciones que se pueden extraer de la película. Para tratarse de un debutante en Hollywood, Wilder tuvo la suerte de contar para el reparto con una estrella de la talla de Ginger Rogers, gracias en parte a que compartían el mismo agente, Leland Hayward, que en aquellos momentos ejercía de amante de la actriz. La Rogers se encontraba en pleno apogeo de su carrera tras recoger el mismo año su primer y único Oscar por Espejismo de amor (1940), de Sam Wood. Precisamente el primer plano de El mayor y la menor, y por ende, de la carrera norteamericana de Wilder, sería protagonizado por Ginger Rogers caminando por una calle neoyorquina. El cineasta guardaría un buen recuerdo de ella aunque nunca volverían a trabajar juntos.

La acompaña el galés Ray Milland, por aquel tiempo acostumbrado a protagonizar comedias pese a que tenía más fama de galán que de buen actor, algo que Wilder hizo cuestionar a todos tres años después al concederle el papel de su vida: el del patético aspirante a escritor alcoholizado Don Birnam en Días sin huella (1945). Como anécdota cabe destacar que el papel de la madre de la protagonista, que aparece brevemente en los momentos finales de la película, sería encarnado por la mismísima madre de Ginger Rogers, Lela E. Rogers, sustituyendo a la actriz inicialmente prevista, Spring Byington.

El rodaje transcurrió entre marzo y mayo de 1942, fechas, por tanto, posteriores a la entrada de lleno de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial como respuesta al ataque japonés a la base naval de Pearl Harbor el 7 de diciembre de 1941. Sin embargo, la acción de la película se ambienta en un periodo inmediatamente anterior al inicio del conflicto, durante la preparación de los militares ante una eventual entrada en la guerra. Por lo tanto un periodo de añoranza en donde todavía se podría soñar con la paz y donde resultaba más coherente esta farsa creada, en parte, para entretener a las tropas. El guión no rehúye, sin embargo, el conflicto y no duda en incluir una frase propagandística en la escena final, cuando Susan, ya desvelada su identidad real en la estación de tren, dice que ella espera a un oficial que «va a la guerra para que en este país no pase lo que pasó en Francia». De hecho el final responde a la coyuntura bélica al bendecir los matrimonios rápidos entre soldados y abnegadas prometidas, connotando dicho acto con apropiados valores románticos.

Destaca una curiosa anécdota (en Wilder todo son anécdotas) que el propio genio confirmó en su libro-entrevista con el también cineasta Cameron Crowe: cada vez que el director daba una toma por válida lo celebraba exclamando «¡Champán para todos!» Una costumbre que Wilder solo utilizaría en esta su primera película, tal vez embriagado por su nueva faceta profesional.

Francisco Machuca