El buen entendimiento entre Stanley Kubrick y Alex North durante la producción de Espartaco (Spartacus, 1960) invitaba al optimismo cuando el cineasta requirió la colaboración del músico para el acompañamiento sonoro de su epopeya filosófico-espacial. No obstante, pocas fechas antes del estreno, Kubrick rechazó las composiciones de North y decidió estrenar la película montando las piezas clásicas que había utilizado para medir el tiempo de la acción durante el diseño de las escenas, composiciones de Richard Strauss, Johann Strauss, György Ligeti y Aram Khachaturyan. Años después se editó y publicó la música compuesta por North, que se reproduce a continuación. Una música que no desmerece las imágenes ideadas por la mente de Kubrick pero que, seguro, hubiera hecho de la película algo distinto a lo que es hoy.
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Música para una banda sonora vital: Barry Lyndon (Stanley Kubrick, 1975)
Barry Lyndon es la perfección formal hecha cine: máxima emotividad a partir de una frialdad y una distancia deliberadas, pintura en movimiento, tristeza hipnótica, brillante fresco de una época, meticuloso retrato del proceso de vejez y muerte del Antiguo Régimen. A ello contribuye una música admirablemente escogida, primorosa mezcla de temas de Leonard Rosenman y de piezas clásicas de Händel o Schubert, además de melodías populares tradicionales como Piper’s Maggot Jig.
Mis escenas favoritas: 2001: una odisea del espacio (2001: a Space Odyssey, Stanley Kubrick, 1968)
Ya lo dijo el ínclito M. Rajoy: «Tenemos que fabricar máquinas que nos permitan seguir fabricando máquinas, porque lo que no van a hacer nunca las máquinas es fabricar máquinas a su vez». El temor a la revolución de las máquinas, a la superación de la inteligencia y las capacidades humanas por parte de los cerebros artificiales, es inherente al género de la ciencia ficción, pero toma una forma especialmente inquietante en HAL 9000, la computadora inteligente de esta gran obra maestra de Stanley Kubrick, fundacional por tantas cosas, y en el que se inspiran otros grandes «controladores» espaciales del cine… Aunque, no nos engañemos: de momento, los tontos siguen siendo más peligrosos que las máquinas…
50 años de 2001: una odisea del espacio (2001: A space odyssey, Stanley Kubrick, 1968)
El pasado día 2 de abril se cumplieron 50 años del estreno de esta obra maestra de Stanley Kubrick.
El amanecer del Hombre
Hay algo en la personalidad humana que se resiste a las cosas claras, e inversamente algo que atrae a los rompecabezas, a los enigmas y a las alegorías.
(Stanley Kubrick)
Así reza el título del primer acto de esa inclasificable y fascinante película que es 2001: una odisea del espacio (2001: a Space Odyssey, Stanley Kubrick, 1968).
En un pasado desolado en el que aislados grupos de primates, pequeñas manadas de tapires y algún que otro leopardo se mueven por entre la reseca y escasa maleza y buscan refugiarse del ardiente sol en los estrechos salientes de las rocas de arenisca, la inexplicable aparición de un elemento extraño de origen incierto viene a quebrar el frágil equilibrio vital de los albores del planeta: un monolito de color negro, estilizadas líneas rectangulares y superficie suave y lisa, un objeto misterioso que va a actuar como catalizador de la evolución de los primates y de su futura conversión en una criatura más perfecta y a priori consciente, al menos hasta cierto punto, de su dimensión en la naturaleza y de su papel protagonista en un universo que a la vez empieza a ensancharse.
Como si el monolito se erigiese en imprevisible detonante de una tormenta biológica algunos individuos dentro del grupo empiezan a experimentar cambios que les sorprenden y atemorizan tanto a ellos como a sus congéneres, y que van extendiéndose al resto de la comunidad. La simple existencia en clave de supervivencia, la búsqueda de carroña o de matorrales con que alimentarse, la protección frente a los felinos y la lucha con otros grupos por asegurarse el sustento se ve súbitamente sacudida por un descubrimiento tan sencillo como capital, un diminuto gesto que encierra miles de años de salto evolutivo hacia un futuro inabarcable y remoto. Uno de los monos, expulsado junto con su grupo lejos del agua de lluvia estancada que les garantizaba la ingestión de algo de líquido en el desierto de arena, piedras y ralos matojos en el que malviven, encuentra por fin utilidad al que quizá es, junto con el cerebro, el mayor rasgo distintivo que existe entre su especie y el resto de los seres que caprichosamente parecen poblar ese mundo en obras: el dedo pulgar. Así, cerrando la mano en torno al fémur que toma de un cadáver disuelto no se sabe cuándo, se entretiene en golpear a su vez el resto de huesos, fragmentándolos, astillándolos, dejándose poseer por una euforia destructiva que simboliza su conversión en cazador y el nacimiento del instinto depredador. Ya no habrán de esperar al hallazgo del cadáver a medio engullir de un tapir o una cebra para variar su dieta de hojas secas arrancadas de la tierra; bastará con buscar una víctima asequible y asestarle un buen garrotazo para llenarse el buche a voluntad.
Pero en el momento de ese despertar a la violencia consciente, junto a la certidumbre de tener asegurada la obtención futura de alimento, algo más se ha encendido en el tosco cerebro del primate con cada mandoble de fémur. Un sentimiento nuevo, poderoso e irresistible cobijado bajo el ala del instinto de supervivencia, subsidiario pero no obstante poseedor de una honda y seductora autonomía propia que ha surgido de la nada para proporcionar a nuestro mono un grado de bienestar mayor que la mera satisfacción de una necesidad física. El grupo de primates descubre el adictivo poder que encierra el ejercicio de la violencia, la capacidad de decisión sobre la vida de otro individuo por razones ajenas al hambre. El ejercicio de su voluntad ligado a ese poder les reconforta, les hace crecerse frente al mundo que lo rodea.
Una vez llena la panza de carne fresca de tapir, el grupo de monos apunta hacia su siguiente objetivo. Regresados al lugar de su anterior derrota, armados con huesos empuñados a modo de garrote, recuperan sus antiguos dominios gracias al descubrimiento de una herramienta que ya no ha dejado de usarse desde entonces para la consecución egoísta de los propios deseos: el asesinato. El primer crimen de la historia (resulta quizá prematuro denominarlo homicidio), la muerte a golpes del cabecilla del grupo rival, además de resumir en unos pocos fotogramas la última esencia de todos y cada uno de los conflictos bélicos humanos, consagra la violencia como instrumento de control de los propios intereses miles de años antes de que Clausewitz escupiera su famosa cita.
En plena exaltación violenta, tras erigir el primer imperio de la historia en torno a un charco de agua embarrada, el jefe de los asesinos lanza al cielo el arma del crimen y, con un asombroso y magistral corte de plano, ésta se transforma en un transbordador espacial en marcha hacia la Luna para investigar el insólito hallazgo realizado por un equipo geológico allí estacionado: un monolito negro de formas rectilíneas y superficie lisa y suave que además parece ser emisor o receptor de unas extrañas señales de onda corta hacia Júpiter. Y desde ahí, el viaje, la investigación, la búsqueda, de nuevo la violencia y la muerte como vehículo de conservación del propio espacio, el ordenador construido a imagen y semejanza de un ser humano que juega a ser Dios… Stanley Kubrick realiza una costosa y azarosa adaptación de El centinela, el cuento de Arthur C. Clarke, tan formidable y pretenciosa como desconcertante e ininteligible. Con gran dominio de lo visual, sintetiza en ese único objeto, el monolito, acompañado de unos perturbadores cánticos de música coral experimental, el secreto de la vida, por qué estamos aquí, por qué somos. ¿Qué encierra el monolito dentro de sí? ¿Qué ha activado el interruptor? ¿Dios? ¿Qué conexión lo une al cerebro humano? ¿La conciencia? ¿La inteligencia? ¿La violencia y la crueldad humanas? ¿Son éstas quizá las notas distintivas del ser humano, las características definitorias de su especie? ¿Por ello el hombre ha inventado dioses vengativos, crueles y asesinos a su imagen y semejanza? ¿Posee quizá por eso HAL9000 el recurso de la violencia o no es más que un ser vivo con instinto de conservación escapado del control de su creador, como los hombres han escapado a la voluntad de Dios? La máquina hecha a imagen y semejanza del hombre, con buena parte de sus virtudes y todos sus defectos, el orgullo, la malicia, sus deseos de jugar a ser Dios, de creerse inmortal intentando perpetuarse a través del tiempo y del espacio. Un instinto que nace en HAL provocado por unas extrañas señales que provienen de Júpiter. El monolito. El misterio del origen de la vida encerrado en el por qué de su final. El Hombre como venganza de la naturaleza contra sí misma.
(de mi libro 39estaciones. De viaje entre el cine y la vida. Zaragoza, Eclipsados, 2011)
Michael Caine se pasea por España: Angustia mortal (Deadfall, Bryan Forbes, 1968)
Esta película atesora en sus 120 minutos un montón de rarezas y, aunque algunas de ellas sólo pueden ser estimadas en buena medida por el espectador español, vale la pena detenerse en ella a pesar de que no se trata de una gran película, ni siquiera de una buena película. De entrada, el título original, ese Deadfall que casi emula las sofisticadas superproducciones de aire cosmopolita de la saga de James Bond (estamos en 1968, y además la música de la cinta también es de John Barry) pero que es mucho mejor que el título español, Angustia mortal, que remite directamente a los telefilmes baratos de sobremesa que los canales televisivos españoles insisten en programar en contra de toda noción mínima de buen gusto o calidad artística. En segundo lugar, su director, Bryan Forbes, que no atesora ni mucho menos una gran carrera pero cuya nómina de títulos, extraña de por sí, que incluye adaptaciones de Cenicienta, cintas de acción, cine familiar e incluso cosas absolutamente rocambolescas como La loca de Chaillot (The madwoman of Chaillot, 1969), con Katharine Hepburn, Paul Henreid, Oskar Homolka, Yul Brynner, Richard Chamberlain, John Gavin y Donald Pleasence. Y por último, el aspecto más curioso y la razón por la que la hemos traído aquí, su escenario, que no es otro que España. Pero una aproximación a España muy especial.
La primera secuencia nos mete de lleno ya en esa aproximación: una playa, un cadáver y, junto a él, de pie, un «gris», un agente de la antigua Policía Armada. A continuación, un puñado de caras en las que reconocemos a actores de reparto y a figurantes habituales en cintas españolas. Y para concluir, vehículos policiales, de atención sanitaria y de servicios públicos de los utilizados en aquella década, alguno de ellos con el distintivo del Ayuntamiento de Manacor. De ahí saltamos a una residencia psiquiátrica, en la que un tipo llamado Henry Clarke (Michael Caine), ladrón de guante blanco, se halla de cura de reposo, entre otros, junto a un tipo, un millonario llamado Salinas, al que visita el policía que ha asistido al levantamiento del cadáver. De su retiro vacacional, Clarke es rescatado por una hermosa mujer Fe Moreau (Giovanna Ralli), que le hace un encargo de parte de su marido, Richard Moreau (Eric Portman), que resulta tener negocios y chanchullos varios con el tal Salinas. En concreto, los Moreau quieren que Clarke les ayude a cometer un robo en la propiedad de Salinas, si bien antes quieren probar su eficacia con un golpe previo en la mansión de una rica familia acomodada.
La película transita, con ritmo entrecortado y a ratos moroso, por una doble vía: en primer lugar, los preparativos para esos golpes y las negociaciones para encontrar a alguien que coloque el botín (diamantes), y, por otro lado pero de manera indefectiblemente unido al primero, las relaciones a tres bandas entre Richard, Fe y Clarke, que no terminan de incardinarse del todo en el habitual triángulo amoroso insertado dentro de una lucha de egos, astucias y sentimientos debido a una característica personal de Richard: es homosexual. Precisamente, la aparente frustración de Fe, atrapada en un matrimonio alimenticio (están forrados) pero insatisfactorio en lo «físico», es uno de los alicientes que llevan a los tres a aceptar una situación de hecho un tanto incómoda para el resto de los mortales. Esta relación a tres bandas se pondrá a prueba con un descubrimiento final que cambiará súbitamente el panorama, y que conllevará a un desenlace dramático. Pero antes de eso, cabe hablar de las secuencias de los golpes: la primera, tiene lugar mientras los dueños de la casa asisten a un concierto de guitarra clásica en un gran teatro; Caine y Richard asaltan la casona, de manera, por cierto, que navega entre la torpeza involuntariamente cómica y el «alucinatorio» salto a lo Matrix de Caine entre dos ventanas de paredes perpendiculares. El asalto definitivo a la propiedad de Salinas está narrado todavía con mayor torpeza, y en él es fundamental el figurante que interpreta a un guarda forestal (con su correcto uniforme de entonces, escopeta de dos tiros incluida), cuyo papel será esencial como parte de esa pesimista conclusión del filme. Pero, más allá de detalles narrativos, muchos de ellos previsibles, otros mal tratados y otros realmente poco habituales (como es la plasmación explícita en imagen de los flirteos de Richard con algún que otro jovenzano atlético y bien parecido, por ejemplo, en la terraza del bar de un parque madrileño), el verdadero interés para el público español puede estar en la visión del país que ofrece la película. Continuar leyendo «Michael Caine se pasea por España: Angustia mortal (Deadfall, Bryan Forbes, 1968)»
Música para una banda sonora vital – Barry Lyndon
Sólo la música de Händel y Schubert, entre otros, en concreto su Zarabanda y su Trío para piano, respectivamente, podía acompañar con justicia las emotivas, conmovedoras, tristes y espectacularmente bellas imágenes de Barry Lyndon (1975), la obra maestra de Stanley Kubrick basada en el texto de William Thackeray.
Como en sus otros filmes, el tema de Barry Lyndon es el enfrentamiento entre la razón y el caos, y como en buena parte de su filmografía, examina esta oposición a través de la guerra o del estudio de sus efectos en los personajes. Kubrick, cineasta integral, supervisaba personalmente todos y cada uno de los aspectos de sus películas, desde los doblajes para el extranjero a las músicas compuestas o escogidas para cada secuencia, práctica de la que son buena muestra estas dos piezas brillantísimas.