Un western bisagra: El tren de las 3:10 (3:10 to Yuma, Delmer Daves, 1957)

El atractivo de este western, uno más basado en un relato de Elmore Leonard, radica en su continuo juego de contrastes: espacios abiertos y asfixiantes atmósferas cerradas; acción trepidante y estáticas escenas recargadas de diálogo; narración seca y directa frente a sugerencias y sobreentendidos; estética próxima al blanco y negro expresionista, aires televisivos y prefiguración de modernidad. Antes que Río Bravo (Rio Bravo, Howard Hawks, 1959) y, como ella, filmada en parte en las localizaciones del pueblo del Oeste de Old Tucson (Arizona) -además de en algunos de los auténticos lugares donde transcurre la acción, como Contention City o la propia Yuma, si bien en una escena eliminada del montaje- recoge el guante de Solo ante el peligro (High Noon, Fred Zinnemann, 1952) y, sin la manifiesta aversión hawksiana por su protagonista, reformula su planteamiento de manera menos gravosa para el concepto de integridad en la defensa de la ley.

La banda de Ben Wade (Glenn Ford) asalta la diligencia en la que viaja el propietario de la línea, Mr. Butterfield (Robert Emhardt), acompañado de un cuantioso equipaje de dinero. Para frenar el vehículo utilizan el ganado de la cercana granja de Dan Evans (Van Heflin), quien, junto a sus hijos, acude a reunir las reses para devolverlas a sus tierras. Así, son testigos a distancia del robo y del asesinato a sangre fría del conductor, y de la huida de los forajidos. Mientras Evans socorre a Butterfield, la banda de Wade llega al pueblo de Bisbee, en cuyo salón Ben flirtea, y algo más (espléndida y elocuente elipsis de guion), con la camarera, Emmy (Felicia Farr), antigua cantante en Dodge City. Precisamente, mientras envía a su banda a la frontera con México, Ben se retrasa para solazarse con la muchacha, lo que posibilita su captura por el sheriff y sus hombres, que han regresado de su fallida patrulla tras los ladrones. Entonces Evans, que atraviesa serias dificultades económicas que amenazan el sueño de poder levantar la granja y asegurar un futuro a Alice, su esposa (Leora Dana), y a sus hijos, se ofrece como ayudante voluntario a cambio de los doscientos dólares prometidos a quienes entreguen a Wade en Yuma para ser juzgado. El problema es que solo cuenta con un compañero, el borrachín Potter (Henry Jones). El reto está en conseguir llegar a Contention City antes que los hombres de Wade y a tiempo de subirlo al tren que, camino de Yuma, para allí a las 3:10.

Las distintas líneas de suspense convergen debidamente en un último punto crucial, el clímax de la película. Allí se resuelven las distintas incógnitas planteadas a lo largo de la hora y media de metraje: el resultado de las hábiles e ingeniosas maniobras del sheriff y sus asistentes para sacar a Ben del pueblo y engañar a sus hombres, si Ben Wade será subido al tren, si sus hombres podrán liberarle, si Evans llegará vivo al final, si podrá cobrar su recompensa y garantizarse así un margen hasta que lleguen las lluvias que palíen la sequía de sus campos… Un suspense sin sorpresas (estamos en la era del Código de Producción y, por tanto, ante la imposibilidad de que el criminal quede impune o logre ventajas de sus actos), conducido con oficio por un Delmer Daves (otro de esos directores reducidos a la etiqueta de artesanos) en plenitud de su carrera, cuya virtud se encuentra en la forma y en el mantenimiento de la tensión y en el progresivo cierre del cerco sobre Evans, Wade y Potter. Particularmente brillante resulta todo el pasaje que acontece entre las paredes de la habitación del hotel de Contention City, remarcado, como en la película de Zinnemann, por el continuo recurso a las agujas del reloj. El escenario claustrofóbico se rompe de dos modos, mediante la fragmentación del espacio (la habitación es reiteradamente observada por la cámara desde todos sus ángulos, incluso desde el exterior) y a través de la ventana, con los planos picados que muestran lo que sucede en la calle -la presencia de Charlie Prince (Richard Jaeckel), lugarteniente de Wade, la presencia de la banda, la huida de los hombres reclutados por Butterfield, la llegada de Alice, preocupada por la situación de su marido…-, punto de fuga que desahoga la paulatina estrechez que se cierne sobre el futuro de Evans, a medida que se va quedando solo en la custodia de Wade, se ve tentado por sus continuos intentos de soborno, atemorizado por las posibles consecuencias de su tenaz actitud en dejarle en el tren y deseoso de demostrarse a sí mismo de aquello de lo que es capaz. Todo este fragmento, más que teatral, a pesar de la unidad de espacio, remite en su tratamiento al incipiente lenguaje que por aquellos tiempos ya se desarrollaba en la televisión (desde la llegada al hotel hasta el momento de la salida, casi puede considerarse un episodio propio dentro de la película, con su planteamiento, su nudo y su desenlace). Al mismo tiempo, supone el pasaje más expresionista de la película; las formas del mobiliario, las sombras proyectadas en las paredes, los pasillos y salones vacíos y silenciosos repletos de sombras, refuerzan y agudizan la atmósfera opresiva y absorbente, extremo que viene irónicamente contestado por el hecho de que Evans y Wade aguarden al tren nada menos que en la suite nupcial del hotel, signo igualmente irónico de su próximo entendimiento, algo forzoso por las circunstancias, en el argumento del filme.

Ante el plano de acción externo, inusualmente violento y contundente, que encontrará su eclosión final en la secuencia de la salida del hotel hacia la estación -con el previo tiroteo a través de la ventana de la habitación del hotel-, se opone la psicología de los personajes, tratada con idéntica minuciosidad pero a base de alusiones, suposiciones, sobreentendidos, elipsis. Evans es un granjero con reputación de gran tirador, pero no se cuenta en ningún momento nada de su vida anterior, en la que podría haber sido soldado, sheriff o pistolero antes de convertirse en angustiado padre de familia; por el contrario, Wade, es un forajido que no duda en matar, amenazar, hostigar y mentir, pero en cuyo cambio de actitud respecto a Evans, lo que altera indefectiblemente el devenir del argumento, se adivina una admiración, una comprensión, una identificación y un reconocimiento que pueden provenir de la frustración, del desencanto, incluso de envidia, a su vez surgidos de algún punto remoto de su pasado anterior a la vida criminal (tal vez una reminiscencia de una figura paterna o de un entorno familiar seguro y tranquilo); por último, en el caso de Emmy, que es quien más verbaliza sus carencias, anhelos y tristezas, se percibe a un ser atrapado, que incluso encuentra entre los brazos de un asesino cuyos actos la escandalizan una escapatoria a una vida sin futuro en un pueblo de familias de hombres viejos. En particular llama la atención el caso de Evans, cuya justificada pasividad durante el asalto a la diligencia que abre la película -está desarmado y en compañía de sus hijos pequeños- contrasta con el mudo reproche del que es víctima por parte de su familia por el hecho de no haber actuado; algo que parecería propio de él, casi una obligación, supuestamente sobre la base de su carácter o de méritos previos a su conversión en granjero (durante la secuencia de la cena con Wade, esta sensación se subraya con los comentarios que los niños hacen de él). La reconstrucción de su imagen personal, de la hombría que requiere la dura vida del Oeste, ante su esposa y sus hijos como condición necesaria para la consecución de sus objetivos vitales y de su papel de preservación de la familia, la dicotomía entre la valentía debida y la cobardía vergonzosa, es otra de las ricas líneas argumentales soterradas bajo la acción y el desenlace violento del filme. En este sentido, resulta más introspectivo que otros westerns más épicos, como su contemporáneo Duelo de titanes (Gunfight at the OK Corral, John Sturges, 1957), rodado igualmente en Old Tucson y con la que esta comparte intérprete en la canción principal de su banda sonora, Frankie Laine.

Esta acción y esta violencia son el vehículo propio del género para que la película, en plena era Eisenhower, plantee el discurso pertinente en su tiempo, aquel que señala que es a través de la justicia como llega la prosperidad en forma de lluvia reparadora. Tanto es su influjo, tan poderoso es su efecto, que alcanza a domesticar -al menos temporalmente- a los delincuentes, puestos al servicio de ese mismo ideal, arrastrados por la convicción de los hombres íntegros, decentes y dignos, aunque hagan promesa de fugarse de nuevo del mismo lugar del que ya se evadieron en otras ocasiones.

Cine en fotos – El estrangulador de Boston (The Boston strangler, Richard Fleischer, 1968)

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Aunque el guardarropa de Tony Curtis en El estrangulador de Boston se limitaba casi por completo a ropa de trabajo, el actor insistió en que todo se confeccionara a medida. Esta tarea fue confiada al figurinista William Travilla, quien trabajaba como couturier de alta costura con el nombre de Travilla, y que había diseñado el vestuario de Errol Flynn en algunas de sus películas de capa y espada.

-No quiero criticar a Tony, pero trabajar con él es una complicación -explicó un día Travilla-. Es un perfeccionista. Pero creo que ésta es una película muy seria, y no se pueden resolver los trajes comprando una cazadora verde con cremallera en cualquier parte. Hemos procurado dar una sensación de delgadez en el personaje, por lo que los pantalones son bajos de cintura y con pocos bolsillos. Y las camisas de faena se han cortado a una cierta medida, para que no hicieran bulto al meter los faldones dentro del pantalón. Luego metimos toda la ropa en la lavadora para magullarla hasta que tuviera carácter. Lo curioso es que los cambios que hemos hecho en los trajes no se notan. El personaje aparece triste y sucio, y por supuesto que no parece vestido a la medida. Los trajes crean un aire más sensual y, después de todo, el estrangulador debía resultar atractivo para que todas aquellas mujeres le permitieran entrar en su apartamento.

John Gregory Dunne. The Studio (1969).

Musical sin música: Como un torrente (Vincente Minnelli, 1958)

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Una historia de soledades compartidas, de vidas desgarradas, de tristeza y de lucha por conservar la integridad y la dignidad. Y también un acertado retrato de las miserias e hipocresías de cualquier ciudad de tamaño mediano del centro de Estados Unidos. Ese puede ser el resumen de Como un torrente (Some came running, Vincente Minnelli, 1958), magnífico y poderosísimo melodrama con un cuarteto protagonista excepcional: Frank Sinatra, Dean Martin, Shirley MacLaine y el gran, gran, gran Arthur Kennedy.

Dave Hirsh (Frank Sinatra) es un soldado amargado y alcohólico que, recién licenciado tras su paso por el frente entre el 39 y el 45, regresa a su localidad, Parkman (Indiana), después de 16 años de ausencia voluntaria. Su viaje, en cambio, no lo es: su llegada a la ciudad, procedente de Chicago, tiene más que ver con una reyerta y una borrachera, y con el hecho de que un grupo de rufianes jugadores lo hayan subido al autobús que lo ha llevado a su ciudad natal acompañado de una chica de alterne, Ginnie (Shirley MacLaine), a la que ni siquiera recuerda. Como tampoco quiere acordarse de su incipiente y exitosa (para la crítica) carrera literaria; sus novelas, malditas entre los lectores, que apenas han reparado en ellas, son apreciadas sin embargo por los críticos, que veían en él a una gran promesa de la literatura. Pero la guerra, el pasado y el odio hacia sí mismo han hecho mella en Dave, que ya no piensa en escribir, sino en beber y en jugar al póker. El reencuentro con su hermano Frank (Arthur Kennedy) resucita sus antagonismos, apenas disfrazados de fingida cordialidad y recubiertos de un sordo rencor que alimenta en enfrentamiento mutuo (Frank, que tuvo que hacerse cargo de la familia prematuramente, dispuso el ingreso de Dave en un centro de internamiento para jóvenes…), y Dave, además de en su sobrina, Dawn (Betty Lou Keim), toda una jovencita a punto de convertise en una solicitadísima bella mujer, sólo encuentra refugio en la amistad de un jugador, Bama Dillert (Dean Martin) y en una joven pacata y provinciana, profesora de literatura y crítica aficionada, Gwenn (Martha Hyer). Ginnie no deja de rondar a su alrededor porque, también para esquivar a un violento pretendiente que le ha salido en Chicago, ha decidido quedarse a vivir en la ciudad, pero su amor no es correspondido por Dave, que se ha encaprichado de la profesora.

Una vez planteada la situación, el drama se desarrolla hasta alcanzar más de dos horas que en ningún momento llegan a pesar, tal es la cantidad de cosas que suceden y de momentos dramáticos brillantes que sacuden al espectador. No sólo nos encontramos con una pugna familiar hundida en el pasado, la antipatía mutua de Frank y Dave y, sobre todo, de éste con su cuñada Agnes (Leora Dana), sino también una crítica costumbrista a los modos y maneras de las pequeñas localidades americanas, personificadas en la sobrina de Dave y en sus primeros coqueteos con los chicos -o algo más que coqueteos- así como en la relación de Frank con su secretaria personal (Nancy Gates) y con su esposa, una familia próspera que encuentra en la acumulación de bienes materiales su vehículo para hacerse un lugar en la sociedad más escogida del lugar. Sin embargo, estos personajes, a pesar de su aparente autocomplacencia, están igual de varados, perdidos, que sus opuestos en la película, Dave, Bama y, sobre todo, Ginnie. Éstos en cambio, son más honestos a la hora de admitir los estrechos horizontes de sus vidas (correrías nocturnas entre tugurios, copas, partidas de cartas, compañías más que discutibles) y, si bien Bama se ha convertido en un cínico entregado a su pobre deambular sobre la faz de la tierra (eso sí, sin quitarse una sola vez el sombrero por mera superstición: él cree que le trae suerte), tanto Dave como Ginnie intentan redimirse a través del amor. A Dave su amor por Gwenn le sirve además para reencontrarse con la literatura y aspirar a retomar su carrera; a Ginnie, en cambio, su amor por Dave sólo consigue llenarla de sinsabores e ingenuas esperanzas, finalmente plasmadas en un giro del destino producto, una vez más, del desengaño y la frustración. El pesimista final de la cinta, el golpe fatal a toda ilusión por una vida mejor, por una escapatoria, es uno de los momentos más crudos y dolorosos de la historia del melodrama. Continuar leyendo «Musical sin música: Como un torrente (Vincente Minnelli, 1958)»