Fabulando: Las cuatro verdades (Alessandro Blasetti, Hervé Bromberger, René Clair y Luis G. Berlanga, 1962)

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Dentro de la moda de las películas de episodios que proliferó en las cinematografías europeas, tanto dentro de los límites nacionales como en la modalidad de coproducción, desde los últimos 50 a los primeros 70, el punto de unión de Las cuatro verdades (1962) consiste en la traslación a época contemporánea y a personajes de carne y hueso de cuatro historietas del célebre fabulista francés Jean de La Fontaine (1621-1695). Las películas colectivas, en general, parten de la dificultad que supone el mantenimiento de una uniformidad visual, narrativa e interpretativa a lo largo de sus distintos compartimentos y, como resultado, en el conjunto final, sin que se resienta la unidad, la estética o la coherencia del acabado. En ocasiones se busca exactamente lo opuesto, hacer patentes todas esas diferencias de tonos y formas como idea global. En cualquier caso, esta fórmula suele producir películas llenas de altibajos, con variables focos de interés , saltos de ritmo y de intensidad, que hacen que pocas o ninguna de ellas haya logrado como unidad, más allá del éxito y reconocimiento de fragmentos concretos, el reconocimiento de su tiempo y de la posteridad. Esta película no es una excepción, a pesar de la impresionante nómina de directores, guionistas e intérpretes que pueblan los 109 minutos de metraje que suman las cuatro fábulas presentadas:

1. El cuervo y el zorro. La famosa historia del vanidoso cuervo que sujeta en el pico un suculento queso y que, abrumado por las falsas adulaciones del astuto zorro, ríe y lo deja caer para que este se haga con él y se dé un banquete a su costa, es convertida por René Clair en el relato de un fiscal sustituto de una pequeña ciudad francesa de provincias (Michel Serrault, cuyo personaje se llama Corbeau, es decir, ‘cuervo’ en francés) que acaba de mudarse desde París junto a su joven, moderna y apetitosa esposa (Anna Karina), a la que todos los solteros y buena parte de los casados del lugar desean. Uno de ellos, un mecánico llamado Renard (es decir, ‘zorro’ en francés, intepretado por Jean Poiret), intenta encontrar la manera de acercarse a la mujer para seducirla, ya que Corbeau, celoso patológico (y, en este caso, con razón) controla cada uno de sus pasos, horarios y compañías. La solución: atacar el objetivo mediante una maniobra envolvente, con disimulo, discreción y marchando en la dirección opuesta, esto es, frecuentando a Corbeau (incluso en la propia sala de tribunal) y cantando diariamente sus alabanzas hasta ser aceptado en el reducido círculo de sus amistades, en su casa y en sus rutinas diarias junto a la mujer. Clair maneja el episodio con su contrastada habilidad para la comedia y su ágil y ligero manejo de situaciones complejas (muy divertido el alegato del fiscal en el tribunal, con Renard como acusado), en este caso un triángulo clásico que descansa en los dos catetos (especialmente Corbeau), mientras que la hipotenusa, Colombe, queda algo más desdibujada, es un mero pretexto narrativo, el queso de la fábula, el premio del estratega adulador. La variante más importante es que ese ‘queso’ cuenta con voluntad propia, desprecia al esposo y busca desesperadamente una salida que lo aleje de él, es decir, está predispuesta a echarse en manos del ‘zorro’. Con todo, la narración es presentada de un modo que hoy resulta un tanto ingenuo y plano, teniendo en cuenta su fácil previsibilidad por parte del público. Lo mejor, la verborrea de Serrault, su personalidad excéntrica oculta bajo la seriedad de su negra túnica oficial, de su aire de cuervo profesional. Continuar leyendo «Fabulando: Las cuatro verdades (Alessandro Blasetti, Hervé Bromberger, René Clair y Luis G. Berlanga, 1962)»

Crónica de una liberación: ¿Arde París? (Paris brûle-t-il?, René Clément, 1966)

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«Teruel». «Madrid». Uno de los más apreciables detalles, al menos por parte del público español, del guión de ¿Arde París? (Paris brûle-t-il? / Is Paris burning?, René Clément, 1966), coescrito por los norteamericanos Gore Vidal y Francis Ford Coppola (nada menos) a partir del best-seller de Dominique LaPierre y Larry Collins del mismo título, está en la conservación de los nombres con que los ex combatientes de la República Española bautizaron los blindados y demás vehículos de la 2ª división blindada del ejército francés, conocida como División Leclerc (por el nombre de su oficial al mando), las más célebres tropas de la Francia libre que combatieron en la Segunda Guerra Mundial por la liberación de su país del yugo nazi y del gobierno colaboracionista de Vichy, y que fueron las primeras, con los españoles por delante, en entrar en la capital cuando los alemanes iniciaron la retirada. Dentro de esta división, la novena compañía, conocida como La Nueve, estaba integrada por más de un centenar de españoles que combatían bajo la bandera republicana española, emblema de la unidad, aunque en otras compañías de las tropas de Leclerc, formadas en Chad y en campaña por toda el África Occidental Francesa primero, y por Europa, vía Normandía, después, desde el principio de la guerra abundaban los soldados españoles con uniforme francés en lucha contra el mismo fascismo que les había derrotado en España.

La entrada de Leclerc en París supone el punto culminante de esta superproducción europea dirigida por René Clément, cineasta encumbrado apenas años antes por su adaptación de Patricia Highsmith en A pleno sol (Plein soleil, 1960), que funciona como crónica de los hechos que rodearon la recuperación de París por los aliados, en especial del movimiento de Resistencia que en los últimos días de la ocupación alemana empezó a hostigar a los soldados nazis y a asaltar edificios emblemáticos de una ciudad de la que Hitler en persona había ordenado terminantemente no dejar piedra sobre piedra, incluidos monumentos, edificios históricos, lugares turísticos, etc… Es decir, todo aquello que los nazis no podrían llevarse con ellos (recuérdese El tren). Desde este punto de vista, la película pretende funcionar como otros grandes títulos bélicos del momento, caracterizados por la narración exhaustiva y con ritmo ágil y perspectiva múltiple de acontecimientos históricos mezclados con las historias particulares de los numerosos protagonistas que, con carácter episódico y de manera coral, salpican las tres horas de metraje y a los que da vida. En este sentido, como sus coetáneas, acapara un reparto de lujo entre actores franceses, alemanes y norteamericanos, a saber: Jean-Paul Belmondo, Charles Boyer, Leslie Caron, Jean-Pierre Cassel, George Chakiris, Claude Dauphin, Alain Delon, Kirk Douglas, Pierre Dux, Glenn Ford, Gert Fröbe, Daniel Gélin, Yves Montand, Anthony Perkins, Michel Piccoli, Simone Signoret, Robert Stack, Jean-Louis Trintignant, Pierre Vaneck y Orson Welles. Con el habitual desequilibrio de estas producciones en el tiempo e intensidad dedicados a cada segmento del poliedro que compone el conjunto (el diplomático sueco que interpreta Orson Welles y que ejerce de negociador humanitario entre los todavía ocupantes alemanes y los rebeldes franceses, por ejemplo, salpica sus apariciones a lo largo del filme, mientras que, por ejemplo, el general Patton que interpreta Kirk Douglas apenas aparece en una breve escena, al mismo tiempo que las apariciones de Belmondo, Delon o Signoret saben a muy poco), el valor de la cinta estriba en su condición de documento realista y veraz, aunque siempre desde el empalagoso sentimiento patriótico francés, de los sucesos acaecidos pocas semanas después del desembarco de Normandía, y en su mezcla de imágenes auténticas extraídas de filmaciones provenientes de las grabaciones efectuadas por ambos bandos durante la lucha callejera en París con la reconstrucción o la reinvención dramática de los hechos. De este modo, Clément, Vidal y Coppola transitan por los distintos escenarios que se dieron durante aquellos días, sumando piezas a un puzzle que pretende ser un compendio de estereotipos, tópicos y realidades: los comandos de Resistencia que ocupan tal o cual edificio, los oficiales alemanes deseosos de cumplir los destructivos mandatos de Hitler y el soldado dubitativo que lamenta profundamente tener que aniquilar una ciudad, los traidores que actúan como doble agente y venden a sus camaradas de armas, los soldados franceses ansiosos por entrar en su capital, los americanos y británicos que dudan sobre si la estrategia más conveniente no es evitar París y seguir adelante hacia el Rhin porque temen una fuerte oposición que retrace su avance, los combates callejeros, las pequeñas treguas, las carreras y las huidas bajo el toque de queda o la amenaza de los francotiradores, la alegría de la victoria, la euforia callejera, los bailes y el champán, los besos y las canciones, las risas y las borracheras, los noviazgos repentinos (y momentáneos) y la preocupación por lo que deparará el día de mañana… Continuar leyendo «Crónica de una liberación: ¿Arde París? (Paris brûle-t-il?, René Clément, 1966)»

Mis escenas favoritas – Un americano en París (Vincente Minnelli, 1951)

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Esta secuencia es un compendio de las razones por las cuales tipos como quien escribe son alérgicos al musical: un París de cartón piedra más irreal que el intelecto de un teólogo; un grupo de niños «abofeteables»; un señor mayor, Gene Kelly en este caso, haciendo el mono para divertimento -bastante estúpido y ridículo por cierto- de los críos; unos pantalones tobilleros a la americana que causan sonrojo (como en casi todo el cine clásico, por cierto); una irritante interacción entre música, protagonista y niños pedorros…

Pero esta secuencia de Un americano en París (An American in Paris, Vincente Minnelli, 1951) también tiene el optimismo colorista de las producciones musicales de Arthur Freed para Metro Goldwyn Mayer, un libreto de Alan Jay Lerner, la dirección de Minnelli, el protagonismo de Gene Kelly y, por encima de todo,  I got rhythym, uno de la interminable lista de éxitos de un tal George Gershwin.

Después de esto, casi consigo convencerme a mí mismo…

La tienda de los horrores – Le divorce

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Si hace apenas unos pocos meses cantábamos alabanzas al tándem James Ivory-Ruth Prawer Jhabvala al referirnos a la magnífica Lo que queda del día, en esta ocasión cargamos contra uno de los más lamentables trabajos del director, esta vez fuera del marco decimonónico que le es propio y por el que ha conseguido cimentar su sólida reputación de cineasta especializado en dramas de época, la insoportable Le divorce, elogio de la frivolidad, drama sobre los pasatiempos de las aristocracias ociosas. Contra lo que suele ser habitual, Ivory adapta la novela (que no hemos leído pero que adivinamos un tostón) de Diane Johnson y nos traslada al París contemporáneo para introducirnos en el drama de dos familias, una francesa y una norteamericana, ambas ricachonas a más no poder, que se ven afectadas por la separación de la pareja formada por Charles-Henri de Persand (Melvil Poupaud), de profesión aristócrata forrado, y Roxeanne Walker (Naomi Watts), escritora de libros infantiles de fama mundial, faltaría más.

La trama arranca con el viaje de Isabel (que no Elizabeth, curiosamente), interpretada por Kate Hudson, la hermana de Roxeanne, a París para ayudarla ahora que se encuentra en los meses finales de su embarazo. Así, mientras, aprende francés y busca un trabajillo con el que además de matar el tiempo pueda alternar con la bohemia parisina, lo que finalmente consigue empleándose como secretaria de la famosa escritora norteamericana afincada en Francia Olivia Pace (Glenn Close). Nada más llegar, se encuentra la tostada del recién decidido divorcio, pero claro, la chica es joven y lozana y pese a todo se enrolla con el tío de Charles-Henri (Thierry Lhermitte), lo que aquí llamaríamos «de profesión tertuliano», provocando la incomodidad a ambas familias, ya que mientras una pareja se está separando, la que se une no cuenta precisamente con la confianza de ninguna de las partes, ni siquiera de ninguno de sus miembros (él, mujeriego declarado, antiguo amante de Olivia entre muchas otras; ella una trepa en toda regla, ansiosa de éxito social y mucho dinero que gastar en bolsos y zapatos). La cosa se complica más cuando la familia de Charles-Henri, de naturaleza arpía, y la de Roxeanne, que viaja desde Estados Unidos (Sam Waterston y Stockard Channing) meten baza en el asunto y organizan una especia de cumbre del G-8 (G de gilipollas) para resolver el entuerto, con el concurso imprescindible de la ex-pareja de la nueva esposa de Charles-Henri (Matthew Modine), un ser desquiciado de sesera hueca, y con el problema de una antigua pintura, posesión de la familia de Roxeanne pero que había sido regalada al matrimonio que formaba con Charles-Henri, que se revela como obra de un gran pintor y que, mientras la familia francesa busca hacerse con la mitad de su valor, la americana pretende vender en una casa de subastas de Londres para llenarse la bolsa y que sus rivales no vean un duro. Mejor dicho, un euro (lo que cambia de valor una letra…).
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