Pasiones victorianas desatadas: El sospechoso (1944)

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Volvemos a ocuparnos del gran Robert Siodmak gracias a otro excelente clásico de su mejor época, los años 40 (La reina de Cobra, La dama desconocida, La escalera de caracol, Forajidos, El abrazo de la muerte, entre muchas otras…). En esta ocasión, el director de origen alemán nos acerca a una historia de amor, misterio y crimen que tiene como marco el Londres victoriano asomado ya a las modernidades del siglo XX.

Philip (enorme, no sólo físicamente, Charles Laughton) es un hombre próspero infelizmente casado. Regenta desde hace tiempo un respetable negocio de venta de tabacos que incluso abastece de género a algunos miembros de la familia real británica, posee una confortable casa en un barrio tranquilo y, dado su carácter paciente, afable y bonachón, mantiene excelentes relaciones con el personal de su trabajo, con sus vecinos y con sus amigos. Con todo el mundo excepto con su mujer (Rosalind Ivan), con la que se limita a coexistir pacíficamente guardando las apariencias públicas pero siempre a cierta distancia en la intimidad. El amor entre ellos prácticamente desapareció desde el mismo momento del matrimonio, o más bien desde el nacimiento de John (Dean Harens), su único hijo, cuyas diferencias con su madre le mueven a abandonar la casa y aceptar una oferta de empleo en Canadá. Quizá la soledad a la que se ve abocada la pareja sea la razón por la que Philip se muestra tan amable y cortés con Mary (Ella Raines), una joven que ha acudido a la compañía para solicitar un empleo de secretaria (una de las pocas mujeres que sabe utilizar la máquina de escribir) y a la que ha sorprendido llorando desconsolada, sentada sola en un banco del parque, tras haber tenido que rechazar cortésmente su ofrecimiento. La irrupción de Mary en la vida de Philip es una bocanada de aire fresco. Se siente más joven, más dinámico, más osado. Con ella asiste a los espectáculos y cena en locales a los que no puede acudir junto a su esposa. Mary le alegra la vida hasta el punto de que poco a poco se enamora de ella, aunque, fiel a las convenciones sociales, no se atreve a dar pasos irreversibles. Sin embargo, la existencia de Mary y la mudanza de cuarto en la casa (Philip deja el dormitorio conyugal y se traslada a la habitación que John deja libre) irán poco a poco minando la paz marital, por más que el pecado de Philip sea únicamente amistoso, insanamente para la sociedad victoriana, pero no adúltero. Esta discordancia entre el deber y el deseo se resuelve cuando, en una escena dramática, se ve obligado a poner fin a su amistad con Mary, aunque parece ser que ella también ha empezado a sentir algo por él que va mucho más allá de la amistad y el agradecimiento por el empleo que la ha ayudado a conseguir en una tienda de modas. Pero su esposa no cejará en su empeño de amargarle la vida, resentida por el abandono al que se ve sometida y, cuando Philip le pide el divorcio, le revela que está al corriente de sus actividades con Mary, y le amenaza con hundir su reputación y la de la joven. Ciego de ira, pero extrañamente calmado, reposado, Philip encuentra la solución a su dilema: durante la Nochebuena, su mujer «cae» por las empinadas escaleras de casa y muere al golpearse con la barandilla. Esta casualidad abre a Philip las puertas de la felicidad, y ya sólo piensa en recuperar a Mary… Pero un inspector de Scotland Yard (Stanley Ridges), uno de esos sabuesos incansables, está empeñado en demostrar que la muerte de la mujer de Philip no fue un accidente, sino un asesinato. Y por si fuera poco, un vecino, Simmons (el gran Henry Daniell), necesitado siempre de dinero para financiar sus juergas nocturnas y otros vicios caros que su dulce y sensata esposa (Molly Lamont) tiene que padecer continuamente, se ofrece a dar falso testimonio para inculparle si no le entrega ciertas cantidad de libras… Parece haber una única solución: convencer a Mary para acompañar juntos a John en su viaje a Canadá. Aunque el inspector y Simmons no se lo pondrán fácil…

Y todo esto ocurre en apenas 81 minutos de película: qué grandes eran aquellos tiempos en los que guionistas y cineastas eran capaces de condensar historias ricas, complejas, intensas, repletas de cosas, de subtramas, de atmósferas impactantes, de matices y recovecos, sin estirar la duración de los filmes hasta lo interminable o lo insoportable (por citar dos casos recientes de alargamiento insufrible de películas que podrían haberse quedado en menos de la mitad: Lincoln y Django desencadenado; pero son otros muchos, muchísimos, los casos en los últimos lustros). Continuar leyendo «Pasiones victorianas desatadas: El sospechoso (1944)»

Lo que «Lincoln» no dice sobre Lincoln, de Vicenç Navarro

Vaya por delante una cosa: soy muy escéptico con la última película de Steven Spielberg (bueno, como con todas, y generalmente con acierto). Obviamente, todavía no la he visto (ni la veré, al menos en la sala; no es el tipo de producto que prefiero sustentar con mi dinero), pero la publicidad atronante que la presenta, eso de «el presidente que cambió el mundo», ya da ganas de echar la pota (¿realmente cambiaron las cosas para los negros, o para alguien? Sí cambiaron para el Sur, que no pudo ejercitar su derecho de abandonar la Unión tal y como la Constitución de Estados Unidos preveía, y se vio sometido por las armas a un régimen colonial). Tengo tan poca confianza en su rigor histórico y en su objetividad como seguridad en su moralina, propaganda e idealismo barato marca USA (ni Spielberg ni sus guionistas son precisamente intelectuales; poco más se les puede pedir), y también absoluta fe en que la interpretación de Daniel Day Lewis será espléndidamente brillante. Esta visión responde a una teoría personal: Steven Spielberg es un gran cineasta para adolescentes (él mismo es, en esencia, una especie de adolescente conservado en el cuerpo de un yayo), pero ha fracasado, en mayor o menor grado, en todos sus intentos por ganarse la misma reputación como director de películas adultas y maduras. Con Lincoln, personalmente creo que intenta de nuevo obtener esa reputación, apostando a caballo ganador después de décadas sin que el presidente aparezca como protagonista de una película, y mediante la confección de un producto diseñado para arrasar en los Oscar, heredero directo, pero a la baja, de dos grandes: D.W. Griffith, que filmó su película sobre el presidente con Walter Huston, y John Ford, absoluto devoto de la figura del político republicano, que además de rodar una película sobre su juventud con Henry Fonda como protagonista, incluyó abundantes referencias a su persona y a su (presunto) legado en otras muchas de sus películas. Y, honestamente, creo que si Spielberg no ha solucionado su amor por el cine en términos de parque temático, volverá a fallar, al menos en su intención de parecer un cineasta mayor de edad.

En todo caso, reproducimos a continuación, y casi casi a petición del autor, el excelente artículo de Vicenç Navarro visto en el Público.es del pasado 18 de enero.

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La película Lincoln, producida y dirigida por uno de los directores más conocidos de EEUU, Steven Spielberg, ha reavivado un gran interés por la figura del presidente Lincoln, uno de los presidentes que, como el presidente Franklin D. Roosevelt, ha intervenido siempre en el ideario estadounidense con gran recuerdo popular. Se destaca tal figura política como la garante de la unidad de EEUU, tras derrotar a los confederados que aspiraban a la secesión de los Estados del Sur de aquel Estado federal. Es también una figura que resalta en la historia de EEUU por haber abolido la esclavitud, y haber dado la libertad y la ciudadanía a los descendientes de las poblaciones inmigrantes de origen africano, es decir, a la población negra, que en EEUU se conoce como la población afroamericana.

Lincoln fue también uno de los fundadores del Partido Republicano Continuar leyendo «Lo que «Lincoln» no dice sobre Lincoln, de Vicenç Navarro»