Serie B, de Browning: Muñecos infernales (The Devil-Doll, Tod Browning, 1936)

Monsters and Matinees: Tiny Terrors Bring Big Thrills | Classic Movie Hub Blog

El cine de Tod Browning es sinónimo de imaginación, magia, misterio, fantasía, exotismo, turbiedad, venganza, crimen, terror frente a lo diabólico, asombro ante lo insólito, sentimientos exacerbados, tormentos interiores que arrastran a situaciones límite… Sus relaciones artísticas con el mundo del circo y de la magia y sus inicios como ayudante y asistente durante los primeros años del cine, cuando los rescursos ilusionistas de las películas de Méliès o Chomón dejaban al público con la boca abierta, impregnan una filmografía que, enriquecida con la participación de uno de los más grandes actores de la etapa silente, Lon Chaney, se ha convertido en una referencia ineludible del cine de Hollywood de los últimos años de la etapa del cine mudo y de los inicios del sonoro, una fábrica de pequeños clásicos, en general de metraje muy breve, de medios muy precarios y ajustados pero de un continuo despliegue de energía narrativa, de fantasía creativa y de imaginacion visual que ofrece algunos títulos indispensables, imperecederos, más allá de los archiconocidos Drácula (Dracula, 1931) y La parada de los monstruos (Freaks, 1932). Muñecos infernales, que entre sus guionistas cuenta además nada menso que con Erich von Stroheim, aúna en apenas 78 minutos la crónica de una venganza al estilo El conde de Montecristo de Dumas con el mito del científico loco que, llevado por las más buenas intenciones, descubre algún ingenio que, mal utilizado al verse impelido a ello por las más bajas pasiones, termina representando un peligro mortal para sus semejantes.

La historia se inicia cuando el drama hace años que ha comenzado. Dos presos logran fugarse del penal de la Isla de Diablo. Uno de ellos, Marcel (Henry B. Walthall) había sido juzgado y condenado a causa de los diabólicos experimentos que ha realizado en su laboratorio secreto, y que son continuados por su fiel compañera Malita (Rafaela Ottiano); el otro, Paul Lavond (Lionel Barrymore) cumplía condena por el asesinato de un policía, cometido cuando huía con el botín del banco que él mismo administraba junto a tres socios. El espectador pronto descubre las claves que impulsan las acciones de ambos personajes. En el caso del primero, culminar sus descabellados experimentos de reducción del tamaño de los seres vivos. Su finalidad aparentemente es encomiable, ya que se trata de disminuir el tamaño de los seres humanos, de modo que consuman menos recursos, ocupen menos espacio y así la población humana pueda multiplicarse exponencialmente sin riesgos para la saturación (nada dice, en cambio, de los problemas de transporte, de logística, de explotación de esos mismos recursos, etc., que conllevaría la existencia de seres humanos de un sexto de su tamaño normal), pero los medios que utiliza, la aberración del sacrificio de animales y, llegado el caso extremo, también de personas para lograr sus fines son los que le han llevado a prisión. En cuanto a Paul, lo que desea es vengarse de quienes cometieron los delitos de los que a él se le acusó y por los que se le encarceló, el desfalco y el asesinato de los que él no fue autor, sino mero chivo expiatorio resultado de las maquinaciones de sus traidores socios. Aunque la naturaleza de Paul no es malévola, la fiebre de venganza pesa más que sus buenos sentimientos. La tentación viene a visitarle cuando, tras la muerte inesperada de Marcel, justo en el momento en que asistía al éxito de sus experimentos, Paul encuentra en el resultado de estos, y en particular en una ventaja añadida, el vínculo telepático que se establece entre la criatura reducida y su controlador, que puede ver por sus ojos y actuar a través de ella, la máquina perfecta para la ejecución de su venganza y la reconstrucción de su vida junto a su hija Lorraine (Maureen O`Sullivan), que ha crecido odiando al padre delincuente que las abandonó a ella y a su madre, la cual, hundida en la depresión, terminó por quitarse la vida.

The Devil-Doll (1936) - Turner Classic Movies

La trama fantástico-terrorífica se entrelaza así con el drama folletinesco de estilo decimonónico propio de los primeros tiempos del cine. Si Lorraine, caída en desgracia, trabaja de sol a sol en una lavandería y complementa su sueldo para mantenerse ella misma y a su abuelita ciega trabajando por las noches en un cabaret, debiendo por ello, por la mala reputación que conlleva, renunciar a los planes para una vida mejor que hacía junto a su pretendiente, el taxista Toto (Frank Lawton), mientras tanto Paul, camuflada su idendidad bajo la piel de una anciana fabricante y vendedora de juguetes, en particular de muñecos de un realismo verdaderamente sorprendente, utiliza a Lachna (Grace Ford), la antigua criada de Marcel y Malita, a la que ha reducido de tamaño, para cometer el primero de sus actos de venganza contra uno de sus antiguos socios, al que, a su vez reducido al mínimo, utilizará también en sus perversos planes. Uno a uno los antiguos socios de Paul van cayendo bajo sus designios criminales, y Paul va rehaciendo la fortuna perdida pensando en recuperar la posición económica que le debe a Lorraine. Naturalmente, ambas líneas argumentales han de coincidir, y ahí es donde tiene lugar la parte más endeble del argumento, en su resolución. En cuanto a esta, llama la atención que, seis años después de la conformación del llamado Código Hays pero solo dos después de su implantación efectiva, las exigencias morales en cuanto al castigo necesario que deben recibir los villanos de las películas en compensación a sus malas acciones no alcanza a Paul por completo; se trata, más bien, de una venganza triunfadora de la que el protagonista, en cierto modo, sale airoso. Continuar leyendo «Serie B, de Browning: Muñecos infernales (The Devil-Doll, Tod Browning, 1936)»

Hollywood encuentra a Villar del Río: escritores españoles en la meca del cine

Edgar Neville, un ser único - Ramón Rozas - Galiciae

La muerte en Madrid de María Antonia Abad Fernández, Sara Montiel, el 8 de abril de 2013, motivó un considerable revuelo mediático. No era para menos, teniendo en cuenta que con ella desaparecía una de las más importantes estrellas del cine español de la dictadura, ese periodo que, al menos sociológicamente, una buena parte de ciudadanos españoles se resiste a abandonar. Sin embargo, entre tantos reportajes, crónicas, editoriales y artículos se coló, recitada como un mantra, un dogma de fe, un trabajo copiado de El rincón del vago o un eslogan repetido machaconamente en la “línea Goebbels” (una mentira repetida mil veces se convierte en realidad), una afirmación verdaderamente chocante, sostenida unánimemente por periódicos y revistas, emisoras de radio, informativos de televisión y páginas de Internet de todo tipo, color, tendencia o inclinación, aunque con ligeras variantes: se dijo, por ejemplo, entre otras cosas, que Sara Montiel había sido “la primera española que triunfó en Hollywood”; o bien “la primera actriz española en conquistar Hollywood”; o, por último, “la primera artista española en tener éxito en Hollywood”. Obviamente, esta declaración, en cualquiera de sus formulaciones, es falsa de toda falsedad.

Que los medios de comunicación españoles, incluidos aquellos que pueden considerarse solventes o, para mayor escarnio, los que dicen estar especializados en cine, registren este incierto lugar común y lo eleven a la categoría de axioma informativo (como suelen tener por costumbre, dicho sea de paso, en cualquiera de los restantes ámbitos de su actividad cotidiana) no sorprende ya demasiado; esta clase de explosiones de papanatismo patrio suelen producirse como reflejo tardío (o quizá no tanto) de esa España acomplejada y provinciana que todavía pervive, más de lo que nos gustaría y mucho más de lo que sería conveniente, bajo la capa de modernidad y tecnología que la recubre superficialmente como un fino papel de regalo que envuelve el vacío, esa España a lo Villar del Río, el pueblecito que Luis García Berlanga y Juan Antonio Bardem, con apoyo de Miguel Mihura, diseñaron para su magistral ¡Bienvenido, Míster Marshall! (1953), que se deja fascinar y entontecer por cualquier impresión, por lo general incompleta y errónea, proporcionada por sus ambiguas relaciones con el exterior. Quiere la casualidad que el ficticio Villar del Río berlanguiano (el real y tangible está en la provincia de Soria y no llega a los doscientos habitantes) se ubicara en la madrileña localidad de Guadalix de la Sierra, la misma en la que, decenios más tarde, cierto canal televisivo con preocupante afición por la ponzoña situaría su patético espectáculo de falsa telerrealidad con título de reminiscencias orwellianas, con lo que la reducción de esa España pacata y súbdita, atrasada y cateta, al inventado Villar del Río, sea en su versión clásica cinematográfica o en su traslación posmoderna televisiva, alcanza un asombroso grado de lucidez.

Pero lo cierto es que, más allá de su rico y simpático anecdotario con las estrellas de la época (como el tan manido relato de cuando, presuntamente, le frió los huevos –de gallina- a Marlon Brando), resulta más que cuestionable que Sara Montiel llegara a triunfar en Hollywood o a conquistar algo aparte del que fue su marido, el director Anthony Mann, su verdadera puerta de entrada (giratoria, en todo caso) a la vida social hollywoodiense. Aunque en México llegó a participar hasta en catorce películas, sólo intervino, en papeles irrelevantes, en cuatro títulos de producción norteamericana: Aquel hombre de Tánger (Robert Elwyn y Luis María Delgado, 1953), en realidad una coproducción con España que nadie recuerda, las notables Vera Cruz (Robert Aldrich, 1954) y Yuma (Samuel Fuller, 1957), aunque su presencia es residual, casi incidental, y la olvidable Dos pasiones y un amor (Serenade, Anthony Mann, 1956), vehículo para el exclusivo lucimiento del tenor Mario Lanza. Lo que sí es indudable es que Sara Montiel no fue ni la primera española, ni tampoco la primera actriz, ni tan siquiera la primera artista, en hacerse un exitoso hueco en Hollywood, y que sus logros, si se los puede llamar así, fueron superados con creces, antes y después, por los de otros muchos profesionales (actores y actrices, técnicos, guionistas y escritores) de procedencia española. Son los casos, por ejemplo, de los intérpretes Antonio Moreno y Conchita Montenegro.

El madrileño Antonio Garrido Monteagudo Moreno, conocido artísticamente como Antonio Moreno o Tony Moreno, fue un auténtico sex-symbol del cine silente, en abierta rivalidad y competencia con los otros dos grandes nombres del momento, Rodolfo Valentino y Ramón Novarro, y, como ellos, conocido homosexual a pesar de su éxito entre el público femenino y de sus matrimonios forzados por los estudios para guardar las apariencias. Moreno llegó a compartir créditos como protagonista masculino con Greta Garbo, Clara Bow, Gloria Swanson o Pola Negri, y más adelante, como secundario de lujo, por ejemplo, junto a John Wayne en Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956), con el que comparte una, para los españoles, curiosa escena sólo apreciable si se visiona en versión original (“Salud”/“Y pesetas”/“Y tiempo para gastarlas”). La donostiarra Conchita Montenegro (Concepción Andrés Picado) fue toda una diva. Llegó a Hollywood en 1930, casi al mismo tiempo que un grupo de escritores españoles reclamados por la nueva industria del cine sonoro para la filmación de los llamados talkies, cuando, antes de la invención del doblaje, las películas norteamericanas encontraban dificultades para su distribución en países de habla no inglesa y era preciso filmar las mismas películas en distintos idiomas, con diferentes directores, repartos, equipos técnicos y guionistas turnándose en el rodaje de las mismas secuencias, en los mismos decorados, pero en distinta lengua (célebre es el caso de Drácula, de Tod Browning, película de 1931 protagonizada por Bela Lugosi que tiene su paralela en castellano, dirigida por George Melford, con el andaluz Carlos Villarías como vampiro hispano, y que no desmerece en ningún aspecto al “original” en inglés, si es que no lo supera). Conchita Montenegro acudió a Hollywood como actriz de talkies en español, pero su solvencia y su calidad como intérprete, y su aprendizaje acelerado del idioma gracias a la ayuda del cineasta, escritor y diplomático español Edgar Neville y de un buen amigo suyo, el mismísimo Charles Chaplin, le permitieron dar el salto a las cintas en inglés, llegando a compartir cartel con Leslie Howard, Norma Shearer, Robert Montgomery, George O’Brien, Lionel Barrymore, Victor McLaglen, Robert Taylor o Clark Gable, al que se negó a besar durante una prueba con una mueca de desprecio que fue la comidilla en Hollywood. Continuar leyendo «Hollywood encuentra a Villar del Río: escritores españoles en la meca del cine»

Qué bello es vivir en La Torre de Babel, de Aragón Radio

Nueva entrega de mi sección en el programa La Torre de Babel, de Aragón Radio, la radio pública de Aragón, en este caso dedicada a Qué bello es vivir (It’s a Wonderful Life, Frank Capra, 1946), clásico navideño por excelencia… y por accidente.

Diálogos de celuloide: Vive como quieras (You Can’t Take it With You, Frank Capra, 1938)

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-Sra. Penny. ¿Por qué no escribes una obra sobre la «ismomanía?

-¿La» ismomanía «?

-Sí, claro. Ya sabes, comunismo, fascismo, vuduismo… Hoy en día, todo el mundo tiene un» ismo».

-Creía que era una irritación.

-Bueno, es igual de contagioso. Hoy en día, cuando se tuerce algo, te sacas un «ismo» de la manga y todo arreglado (…). Lincoln dijo: «con malicia hacia nadie, con caridad para todos». Actualmente dicen: «piensa como yo o haré que te parta un rayo». 

(Guión de Robert Riskin a partir de la obra de Moss Hart y George S. Kaufman)

Diálogos de celuloide – Cayo Largo (Key Largo, John Huston, 1948)

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-Puede que el mundo esté podrido, Frank, pero una causa no está perdida mientras alguien esté dispuesto a seguir luchando.

-Yo no soy ese alguien.

-Sí lo es. Tal vez no quisiera serlo, pero no puede remediarlo. Su vida está en contra suya.

Key Largo (1948). Guión de Richard Brooks y John Huston sobre la obra teatral de Maxwell Anderson.

Entre el terror y la autoparodia (II): La marca del vampiro (Mark of the vampire, Tod Browning, 1935)

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La que posiblemente estaba destinada a ser quizá la mejor película dirigida por Tod Browning nos ha llegado incompleta. El relato de las complicaciones surgidas durante la producción, de las dificultades y problemas que el director hubo de afrontar durante la gestación y ejecución del proyecto, resultaría a buen seguro más terrorífico que la propia película. Como consecuencia de ello, ha quedado una obra mutilada que sólo permite imaginar cuáles eran las intenciones últimas de Browning, así como hacerse una perfecta idea de su maestría a la hora de narrar historias de terror desde el punto de vista estrictamente canónico o, como en este caso, sin perder el tono ácido y la capacidad de reírse de sí mismo.

Porque, por encima de su perfección técnica y del mayor o menor interés de la historia, lo que parece constituir el primer objetivo de La marca del vampiro (Mark of the vampire, 1935) es la vocación autoparódica. Browning vuelve a personajes, entornos, atmósferas y claves narrativas de su gran éxito, Drácula (1931), pero con una actitud muy diferente que se va revelando según avanza el mutilado metraje (apenas 59 minutos). En la película, de hecho, confluyen tres planos narrativos: la investigación criminal que emprende en Praga el inspector Neumann (Lionel Atwill) a raiz del hallazgo del cadáver de un barón que presenta unas extrañas marcas en el cuello y que conecta el caso con otros hechos similares producidos con anterioridad; la historia puramente vampírica, con el conde Mora (Bela Lugosi, reinterpretando su famoso personaje) que, en compañía de su presunta hija, sale por las noches de la cripta de su castillo sediento de sangre para aterrorizar a los vecinos de las localidades cercanas y la consiguiente persecución a la que es sometido por el Profesor, un trasunto del famoso Van Helsing (Lionel Barrymore); y, finalmente, el elemento puramente cómico, el giro final, el descubrimiento de lo que realmente está sucediendo por parte del inspector y del Profesor, y el secreto de la verdadera identidad del conde Mora y de su hija.

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La película combina estos elementos desde muy pronto, ya que el hallazgo de los primeros cadáveres inicia una rivalidad «médico-científica» entre varios galenos (entre ellos el impagable Donald Meek, inolvidable agente de ventas de whisky que viaja en diligencia por el Oeste de John Ford) para salirse con la suya a la hora de determinar la verdadera causa de las muertes, un debate en el que priman más los terrores propios, la superstición y la cobardía que los criterios puramente médicos, todo ello mezclado con el folclore local y la atmósfera rural centroeuropea típicamente ligada a los ambientes de los relatos vampíricos (gitanos, zíngaros, posadas en caminos poco transitados, aullidos de lobos y bosques en continua penumbra a causa de una niebla que nunca termina de levantar…). La investigación se topa prontamente con el hecho vampírico, máxime cuando los demás habitantes de la casa del barón comienzan a verse atacados por misterioras presencias nocturnas y a levantarse por la mañana con unas marcas muy parecidas en sus cuellos. A partir de ahí, toma la voz cantante en los hechos el Profesor, y el elemento de intriga policial cede su espacio al relato canónico de persecución y muerte de un nido de vampiros cada vez más saturado, puesto que ya empiezan a ser varios vampirizados los que comparten vivienda con Mora y su hija. Aquí cabe, precisamente, una de las mayores lagunas del film en la conformación actual de su metraje, la relación entre el conde Mora y la mujer: ¿su hija? ¿Su amante? ¿Quizá una relación incestuosa con su propia hija? Nada que la censura, en todo caso, pudiera dejar pasar, y por tanto convenientemente mutilado. El desenlace, no obstante, aclara bastante las circunstancias, aunque al parecer de quienes debían tomar las decisiones, no lo suficiente. Continuar leyendo «Entre el terror y la autoparodia (II): La marca del vampiro (Mark of the vampire, Tod Browning, 1935)»

Típica comedia hípica: Saratoga (Jack Conway, 1937)

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Aquí tenemos a Jack Conway (el tipo arreglado pero informal), Jean Harlow (la rubia por cuya cintura asoma un pulpo) y Clark Gable (el apuesto galán del bigotillo y los amplios pabellones auditivos propietario del susodicho pulpo), los tres principales artífices, director y estrellas protagonistas, de esta comedia ambientada en el mundo de las carreras de caballos, o para ser más exactos, en el circuito de apuestas hípicas, que toma por título una pequeña localidad del estado de Nueva York famosa por su hipódromo y por ser escenario de una célebre batalla de la guerra de independencia estadounidense. Se trata de una película ligera, breve (apenas hora y media) y de ritmo ágil, que, si bien no termina de encajar dentro del fenómeno de la screwball comedy, sí posee retazos de sus temas y su humor loco y ácido dentro del marco dramático general que impulsa el desarrollo de la historia.

Ésta da comienzo cuando Frank Clayton (Jonathan Hale), un acaudalado hombre de negocios venido a menos por culpa de las deudas acumuladas tras años de apuestas a los caballos y que padece una dolencia cardíaca, fallece durante la visita de su hija Carol (Jean Harlow) y su prometido, el famoso millonario Hartley Madison (Walter Pidgeon). El mejor amigo de Frank, Duke Bradley (Clark Gable, en otro peldaño en su escalada hacia la inmortalidad cinematográfica propiciada por su Rhett Butler de 1939), es un corredor de apuestas de buen corazón que durante años ha hecho la vista gorda al dinero que Frank le debía, y que aceptó la escritura de propiedad de su mansión como aval de su cobro a regañadientes, más por impedir que cayera en manos menos complacientes que por afán real de arrebatársela a su amigo. Además, Duke se lleva de perlas con el padre de Frank y abuelo de Carol (Lionel Barrymore), antaño un famoso criador de celebridades equinas triunfadoras en no pocas grandes carreras del pasado (estupendo el momento en que lleva a Duke a visitar las tumbas de los caballos que dieron fama y prestigio a las cuadras de la casa). Se da la circunstancia de que de inmediato nace una rivalidad entre Duke y Hartley: a su distinta clase social se une un antiguo episodio de apuestas en el que Hartley casi arruinó a Duke, además del naciente interés del corredor por Carol, que, como es obvio en este tipo de comedias, da inicio con la antipatía mutua y apuntes de guerra de sexos entre ambos. El puzle de personajes lo completan la vivaracha Rosetta (la gran Hattie McDaniel, aquí con una «s» al final, que se encontraría de nuevo un par de años más tarde en Tara con el amigo Gable) y la pareja que forman Jesse Kiffmeyer (espléndido Frank Morgan), otro millonario cuya fortuna proviene del negocio de los cosméticos y que es alérgico a los equinos, y su esposa Fritzi (Una Merkel, con perdón del apellido), amante de los caballos y de las apuestas que tiene una relación de gran confianza con Duke que despierta los celos de su esposo.

De inmediato, el enfrentamiento de Duke y Hartley por Carol se lleva al terreno de las apuestas. Duke, para resarcirse de su anterior tropiezo con el millonario, intenta engatusar a Hartley, dejándole ganar en algunas apuestas para que se anime e incremente las sumas, a fin de ganarle una buena suma de un solo golpe que le permita retirarse y dejar el negocio. Continuar leyendo «Típica comedia hípica: Saratoga (Jack Conway, 1937)»

Mis escenas favoritas – Duelo al sol

Inmortal escena de un imprescindible western romántico de la factoría Selznick y concebido exclusivamente para el lucimiento de su musa y compañera de entonces, la bellísima, racial y salvaje Jennifer Jones (de hecho, tanto se lució que cambió de pareja y Selznick se fue al garete en todos los sentidos, cayendo en un profundo pozo personal y profesional). La acompaña Gregory Peck en este clásico de los finales románticos rodado en 1946 que años más tarde sería parodiado en La guerra de los Rose por Michael Douglas y Kathleen Turner.

Lamentamos la baja calidad del vídeo, pero la escena merece demasiado la pena como para dejarla pasar.