Se cumplen 50 años del estreno de esta joya neonoir dirigida por el británico John Boorman, con el gran Lee Marvin, John Vernon, Angie Dickinson y Carroll O’Connor.
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Últimas noticias de la frontera: La venganza de Ulzana (Ulzana’s raid, Robert Aldrich, 1972)
-¿Sabe lo que el general Sheridan dijo de este territorio, teniente?
-No, señor.
-Dijo que si él fuera el propietario del infierno y de Arizona, viviría en el infierno y alquilaría Arizona.
-Creo que eso lo dijo acerca de Texas, señor.
-¡Pero quiso decir Arizona!
-¡Sí, señor!
La venganza de Ulzana (Ulzana’s raid, 1972) funciona como una especie de reverso de Apache (1954). Dirigidas ambas por Robert Aldrich y protagonizadas por Burt Lancaster, los dos filmes se enmarcan en el contexto de los últimos estertores de la resistencia apache tras la derrota de Gerónimo y el confinamiento de su tribu en las reservas, primero en la alejada Florida y después en las proximidades de lo que fuera su hábitat natural, la frontera central de los Estados Unidos con México. Si en Apache el guerrero Massai (Lancaster) se negaba a aceptar su derrota y se enfrentaba a la caballería estadounidense con gran astucia con el doble objetivo de salvarse y de reivindicar el orgullo y el legado de su raza (es decir, se trata de un personaje «positivo» que de algún modo contribuye a enfrentar al público con las verdaderas implicaciones que la conquista del Oeste tuvo para las tribus nativas, la aniquilación de pueblos y el aplastamiento de culturas bajo el rodillo de un progreso dirigido por y para blancos, lo que conlleva cierta legitimación de su posición contra el gobierno y el ejército de los Estados Unidos), La venganza de Ulzana, con un argumento sustancialmente similar pero muy influenciado, como tantos westerns de la época, anteriores y posteriores, por las contemporáneas vivencias estadounidenses en Vietnam, revela lo inútil y lo inconveniente de esa lucha, refleja la crueldad gratuita de los guerreros apaches y condena al fracaso toda idea de resistencia al tiempo que subraya la pérdida de valiosas vidas que supone el enconamiento de un conflicto cuya superación resulta ineludible y cuyo triunfo se declara incuestionable. Si bien se caracteriza con cierto orgullo y una ejemplar integridad el personaje de Ulzana (Joaquín Martínez), lo cierto es que se trata de un contendiente cruel, sanguinario y despiadado, tan astuto en la guerra como salvaje en la victoria (sus tácticas para asesinar blancos resultan casi diabólicas), que no busca tanto la salvación de su pueblo sino la propia y del puñado de guerreros (pocos más de media docena), su hijo entre ellos, que huyen con él de la reserva con la intención de cruzar la frontera mexicana dejando a su paso un rastro de pillaje, asesinatos y violaciones.
Robert Aldrich diseña un western reposado y reflexivo, también lleno de acción, que proclama el triunfo de la fuerza bruta y de la inteligencia a su servicio sobre la conciliación, la convivencia y la paz. A través de la relación del explorador de la compañía de caballería que sale de inmediato tras la pista de los apaches renegados, McIntosh (Lancaster), y del teniente responsable de esta (Bruce Davison), un oficial bisoño que apenas lleva seis meses de destino en el Oeste tras su salida de la Academia, el guión expone las diversas aristas del enfrentamiento entre blancos y nativos al tiempo que desgrana una serie de sentencias sobre los modos y maneras de apaches y blancos en tiempo de guerra que no son otra cosa que una desencantada puesta de manifiesto de las altas cotas de maldad y salvajismo que el ser humano alcanza en un marco de violencia consentida, en la que no caben juicios morales ni doctrinas salvo la constatación de su dinámica y el respeto a sus reglas, de la que solo cabe esperar un pronto final lo más incruento posible. En lo que al conflicto entre blancos y apaches se refiere, cobra vital importancia la figura de Ke-Ni-Tay (Jorge Luke), un apache que sirve bajo las órdenes de McIntosh y de la caballería en la persecución de otros miembros de su raza, y cuyo comportamiento responde igualmente tanto a la fidelidad a su mentor como a su compromiso por la paz tras la firma del documento que acredita su aceptación de la ley y el orden blancos en territorio apache. Así, un apache «de palabra», acompaña a quienes persiguen a los traidores, a los renegados, a los sediciosos, a los criminales. El desenlace de la película, durante el cual Ke-Ni-Tay cumple un papel crucial, plasma expresamente el concepto de asimilación colonial por parte de una civilización tecnológicamente superior de aquellos que, sin embargo, no llegan a integrarse en una sociedad que rechazan/les rechaza, que no comprenden, que no consideran propia (hecho que Aldrich muestra magníficamente con una anécdota aparentemente intrascendente: durante una acampada, Ke-Ni-Tay observa perplejo cómo el teniente se limpia los dientes pasándose una lija; no obstante el hallazgo, cabe reconocer la torpeza de retratar al apache con una dentadura perfecta e inmaculada).
El lenguaje de Aldrich es tan seco y áspero como la tierra por la que transitan sus personajes: Continuar leyendo «Últimas noticias de la frontera: La venganza de Ulzana (Ulzana’s raid, Robert Aldrich, 1972)»
Con Lee Marvin no se juega: A quemarropa (Point Blank, John Boorman, 1967)
Cine negro vibrante, colorista, estilizado, sobrio, violento, sensual, lacónico, visualmente impactante, narrativamente sólido, conectado con las drogas, la psicodelia y el mundo pop. Esta podría ser la escueta definición de esta fenomenal película del británico John Boorman, con la que revitalizó el género negro conectándolo con la nueva ola del naciente nuevo cine americano de los setenta. Sin olvidar un detalle imprescindible: el poder de la presencia del tipo duro más duro que ha dado el cine, Lee Marvin. A diferencia de los presuntos héroes con musculoides de gimnasio maquillados de clembuterol que tanto han proliferado en el cine comercial moderno, este ex marine (herido de guerra en la batalla de Saipán durante la Segunda Guerra Mundial y condecorado con el Corazón Púrpura) supo dotar a sus personajes, especialmente de villano (incluso cuando hacía de bueno era todo un villano), del trasfondo frívolo, procaz, despreocupado y seguro de sí mismo propio del matón barriobajero, pero siempre cubierto por un barniz más profundo de crueldad, falta de escrúpulos, demencia y una extraña serenidad en la contemplación y participación activa en todo lo ligado al lado más oscuro y brutal del ser humano. En los sesenta, no obstante, incorporó a estos rasgos propios nuevos registros que contribuyeron a enriquecer más aún su extraordinaria caracterización como tipo duro, como fueron el sentido del humor (La taberna del irlandés –Donovan’s reef-, John Ford, 1963 o La ingenua explosiva –Cat Ballou-, Eliot Silverstein, 1965, que le valió el Oscar al mejor actor) o un laconismo y un hieratismo que bajo su aparente capa de estatismo apenas camuflaba un volcán emocional próximo a entrar en erupción (Código del hampa –The killers-, Don Siegel, 1964), siempre una eclosión bárbara y violenta en la que terminaban por acumularse los fiambres a su alrededor. Precisamente de esta película de Siegel bebe en parte A quemarropa, al menos en cuanto a las chispas que brotan de la excelente química de sus sendos dúos protagonistas, Lee Marvin y Angie Dickinson.
Point Blank concentra en sus 93 minutos de duración una canónica historia de venganza: Walker (Lee Marvin, nada que ver con el papanatas de Chuck Norris), es traicionado doblemente por su esposa, Lynne (Sharon Acker), y por su mejor amigo, Mal Reese (John Vernon, en un sonado y carismático debut que le convirtió en una de las presencias más agradecidas del cine de aquella época; también debuta en ella Carroll O’Connor). En primer lugar, porque se han hecho amantes a sus espaldas. Y además porque, después de que los tres den un golpe consistente en hacerse con el dinero que transportan unos correos de una secreta organización criminal que utiliza la prisión de Alcatraz como base para sus operaciones, el hecho de su traición previa induce a Mal y Lynne a una mayor y más radical, disparar a Walker en una de las celdas y, creyéndolo muerto o agonizando, abandonar el cuerpo a su suerte. Pero Walker no ha muerto, y desde que se recupera de sus heridas no ceja en el empeño de localizar a Mal y Lynne para recuperar la parte del botín que le toca, algo menos de cien mil dólares. En ningún momento Walker dice nada de la otra traición, de la que más le duele, pero se adivina lo que piensa bajo su mirada fría, sus modales calculados y falsamente controlados, y la furia interior que bulle en él. En su tarea encuentra un curioso aliado, un tipo llamado Yost (Keenan Wynn), que dice pertenecer a la organización criminal que sufrió el robo del dinero y que, tras comunicarle a Walker que Mal trabaja ahora para ellos y que se ha convertido en un pez gordo, le propone un pacto: su venganza y el dinero debido a cambio de los deseos de Yost de hacerse con el poder. De este modo, Yost irá informando a Walker de quiénes son las personas que pueden ponerle tras la pista de Mal, y de dónde encontrarlas, mientras que Walker se compromete a despejarle el camino a Yost hacia la cumbre. Esta sinergia de intereses guía a Walker, a través de un buen número de paisajes urbanos californianos, hasta Chris (Angie Dickinson), su cuñada, a la que Mal, ya separado de Lynne, desea. Walker no dudará en utilizar a Chris como cebo para atrapar a Mal…
Pero no es tanto la estructura clásica de venganza, aderezada, eso sí, con giros y características propios y muy bien trabados (el brutal reencuentro de Walker y Lynne, por ejemplo, su juego de pasado y presente puesto en imágenes, y el final del personaje de ella), la mayor virtud de la película, sino su forma cinematográfica, su utilización del color y de la luz como indicativos de los estados de ánimo de los personajes (a veces con composiciones visuales de gran mérito, con juegos de luces y sombras, perfiles de objetos, vistas a trasluz, etc.), el ritmo sincopado de algunas secuencias, sus saltos temporales encadenados dentro de una misma situación dramática, y el ejemplar uso de la cámara lenta, en ocasiones en momentos de extraordinaria virulencia, en la línea de las más estilosas coreografías violentas del cine de Sam Peckinpah. La riqueza visual del filme es apabullante, Continuar leyendo «Con Lee Marvin no se juega: A quemarropa (Point Blank, John Boorman, 1967)»