«Vine al mundo el día de Difuntos por una coincidencia que siempre me parecerá asombrosa, con un retraso de solo veinticuatro horas con respecto a la fiesta de Todos los Santos… Esta fecha ha quedado grabada en mi memoria para siempre como un mal sueño. Aunque provengo de una familia rica, mi padre, pese a ser un aristócrata, no era ni un estúpido ni un inculto. Amaba la música, el teatro y el arte. Éramos siete hermanos, pero la familia se las supo ingeniar para salir adelante. Mi padre nos educó severamente, duramente, pero nos enseñó a apreciar las cosas que cuentan, como son precisamente la música, el teatro y el arte. Yo crecí entre escenarios. En Milán, en nuestra casa de Via Cerva, teníamos un pequeño teatro, y luego estaba la Scala. En aquel entonces la Scala era una especie de teatro privado, patrocinado por mecenas. Primero lo subvencionaba mi abuelo y luego mi tío. Mi madre era una burguesa. Una Erba. Su familia se dedicaba a la venta de medicamentos. Habían salido de la nada y empezaron vendiendo medicamentos al por menor, y luego por las calles. Crecí también en medio de un olor a farmacia: nosotros, los chicos, entrábamos en los pasillos del establecimiento Erba, que olían a ácido fénico, y ¡era tal la excitación, tal la aventura! El sentido de lo concreto, que creo haber poseído siempre, me viene de mi madre… A ella le gustaba mucho la vida mundana, los grandes bailes, las fiestas fastuosas, pero amaba también a los hijos, así como la música y el teatro. Era ella quien se ocupaba diariamente de nuestra educación. Y ella también quien me hacía tomar lecciones de violoncelo. No fuimos abandonados a nuestra suerte, ni habituados tampoco a llevar una vida frívola y vacía, como ocurre con tantos aristócratas».
“Luis Buñuel es el origen del nuevo cine, del cine libre, del cine de autor; del filme que mató al director-monstruo, a la vedette-sagrada, al fotógrafo-luz; es la puesta en escena que salió del encuadre, rompió el ritmo gramatical, estranguló la emoción, huyó del espectáculo, el film que dejó de ser la narración gráfica de dramas pueriles y literarios para la alcanzar la poderosa expresión en las manos de hombres liberados de la industria: el film político, el film de ideas (…).
El montaje de Buñuel no pretende informar por medio de la lógica, sino que despierta, critica, aniquila a través de la violencia, de la introducción del plano anárquico, profano, erótico -siempre son imágenes prohibidas en el contexto de la burguesía-. Hay en el cine aquellos que hacen escultura -como Resnais-; los que hacen pintura -como Eisenstein-, los que filosofan -como Rossellini-; los que hacen cine -como Chaplin-; los que hacen novela -como Visconti-; los que hacen poemas -como Godard-; los que hacen teatro -como Bergman-; los que hacen circo -como Fellini-; los que hacen música -como Antonioni- ; los que hacen ensayos -como Munk y Rosi-; y los que, dialéctica y violentamente, materializan el sueño: ese es Buñuel”.
«De repente recordé todos nuestros silencios, todas nuestras conversaciones, mis angustias, mis preocupaciones, los paseos a las Balze, las noches de insomnio, y sobre todo… lo feliz que era cuando estaba contigo. Un sentimiento que ya experimenté de niño, a la edad que no se deberían conocer las pasiones. También tú tienes miedo de la soledad y del retorno imprevisto de un recuerdo, del sonido de una voz… de un color… Me hubiera gustado plasmar en una obra de ficción todas estas sensaciones, pero un niño que es capaz de experimentar la pasión de un adulto se ha convertido ya en un adulto, y es incapaz de recuperar la inocencia perdida…»
(guion de Suso Cecchi d’Amico, Enrico Medioli y Luchino Visconti)
En su última película, Luchino Visconti no se reprime en la representación gráfica y simbólica de la que fuera una de las constantes en su trayectoria como cineasta, la paulatina decadencia de la aristocracia y la definitiva desaparición del antiguo orden social al que él mismo pertenecía. A partir de una novela de Gabriele D’Annunzio, Visconti se introduce por última vez en ese fastuoso universo de oropeles, riquezas y rígidas normas sociales, y también de hipocresías, traiciones y fracasos, de grandes teatros, de lujosos palacios, de bailes de gala y suntuosas cenas de etiqueta desde la lúcida, escéptica y desesperada perspectiva de quien es consciente de que se trata de un mundo en descomposición, de una muerte anunciada. En ese estertor de clase, lo común es, sin embargo, mirar hacia otro lado, negar la evidencia, revolverse, sobreactuar, agarrarse con uñas y dientes a una concepción mental y moral de la vida que hace aguas por todas partes, que se diluye en la nada del tiempo perdido, y, así, los personajes luchan, sufren, estallan, agonizan, mueren, y en no pocas ocasiones arrastran consigo el cadáver (social o literal) de más de un inocente. Tullio Hermil (Giancarlo Giannini) disfruta espléndida y libremente de los privilegios de clase de ese universo fabricado a la medida de hombres como él: sobradamente mantenido por sus rentas, sus negocios y la herencia de la familia, se entrega sin límite a sus tres pasiones, la lectura, la esgrima y el cuerpo de su hermosa amante, Teresa Raffo (Jennifer O’Neill). Al igual que Tullio, Teresa Raffo se zambulle a diario en las prebendas de clase, aunque, dado su estado permanente de coqueteo y devaneos amorosos, incluso con hombres casados de su entorno, realmente no sea tenida como una dama «de clase» por sus semejantes. La pagana de esta situación es Giuliana (Laura Antonelli), la esposa de Tullio, prisionera de un matrimonio sin amor a cuya infelicidad va unido el escarnio público debido al conocimiento por todos de las relaciones entre Tullio y Teresa. Es eso, la publicidad, lo que le hace sufrir, puesto que el acuerdo privado que mantiene con Tullio les da carta blanca a ambos para hacer vidas personales y, sobre todo, sentimentales, por separado, más allá de las debidas apariencias sociales, en el caso de Tullio, ampliamente contestadas. Sin embargo, la libertad de Tullio y la cárcel de Giuliana son estados pasajeros; no tardan en acontecer hechos que invierten esta situación, de manera que Tullio se ve cada vez más atrapado en la red de dependencias, mentiras, obligaciones y servidumbres que a su vez le impone su clase, mientras que Giuliana encuentra en el escritor Filippo D’Arborio (Marc Porel) la vía para acogerse a la vida libre y satisfactoria que Tullio ha llevado durante años a sus expensas.
La crisis de Tullio tiene un doble origen: en primer lugar, no es capaz de atar en corto y de gozar en exclusividad de los encantos de Teresa Raffo, quien, sabedora de que eso alienta el deseo, la obsesión y la necesidad que su amante tiene de ella, no vacila en engañarle con otros, en provocarle dejándose ver públicamente en otras compañías, viajando y citándose con ellos y haciéndoselo saber (como ocurre con el episodio del conde Stefano, interpretado por Massimo Girotti, que deriva en el reto a batirse en duelo); por otra parte, el conocimiento que Tullio tiene de las relaciones entre Giuliana y Filippo tiene un efecto contraproducente: la presión social, los celos, el abandono de Teresa, logran que nazca en él una inédita pasión por su mujer, un deseo carnal y un vínculo emocional que hacen que se plantee la posibilidad de empezar de nuevo, de iniciar con su esposa el idilio que durante el concierto de su matrimonio nunca vivieron. Sorprendida, ella se deja seducir por el nuevo Tullio, pero la fatalidad viene a empañar esa promesa de felicidad: Giuliana descubre que está embarazada de Filippo, quien a su vez, contagiado de una extraña enfermedad contraída en su reciente paso por África, se encuentra en peligro de muerte. De nuevo la zozobra sacude el matrimonio de Tullio y Giuliana: de la indiferencia mutua pasaron al amor más apasionado, y de este a las consecuencias de un adulterio consentido cuyo fruto se ve cuestionado debido a las tiranías sociales de clase. En una sociedad fundamentada en las apariencias podría no representar gran dificultad el hecho de que existiera un hijo ilegítimo que se hiciera pasar por propio desde niño; sin embargo, Tullio ve imposible aceptar, no ya a un niño que no sea suyo, sino el mero reconocimiento ante los demás de su paternidad. Un drama que se une a la ruptura de su recién descubierta armonía con Giuliana, puesta en riesgo por cualquier opción que pueda tomar. En ese punto, Tullio deberá elegir entre lo que desea y lo que su respetabilidad reclama, y este enfrentamiento interior, este brote de locura y paranoia, sirve a Visconti para, una vez más, ofrecer al espectador un análisis demoledor de la aristocracia y la alta burguesía, de la podredumbre moral que se esconde tras las cortinas de la apariencia, de la moral social, de los mandatos de clase, de la pertenencia a un grupo selecto cuyos miembros no son nada ejemplares pero que viven para los demás la ficción de su ejemplaridad.
Visconti une de nuevo un drama de profundo calado humano, enfrentado al reconocimiento o la condena social, con una majestuosidad formal basada en una impecable puesta en escena, acompañada armónicamente de una sobresaliente elegancia en los movimientos de cámara y en un meticuloso y plásticamente bellísimo uso de la luz (y su alteración, como ocurre, con toda intención, en la secuencia que sirve de desenlace, inusualmente sombría, apagada, turbia, progresivamente enrarecida). Un entorno aristocrático recreado hasta el más mínimo detalle por una minuciosa dirección artistica y un soberbio trabajo de ambientación, vestuario, maquillaje y peluquería sirve de escenario para un drama pasional en el que los más bajos instintos humanos, pasiones y odios desaforados, conviven y luchan con los dictados sociales y las obligaciones públicas. El niño encarna tanto la esperanza de regeneración de clase como la maldición que esta arrastra por su consustancial naturaleza corrupta, y sirve de parábola para ejemplificar aquello que tantas veces ha tratado, siempre de manera magistral, el cine de Visconti: la encrucijada entre luchar por la supervivencia y con ello agravar y adelantar el final, o bien enrocarse en una resistencia a desaparecer, rebelarse, batirse, y exponerse así a una conclusión fulminante. En todos los casos, el destino es irrenunciable, el único futuro posible es la extinción, y la única variable que queda es intentar controlar, paliar, evitar el pago del inevitable coste, el grado de sufrimiento y condena. Además de la oportuna selección de escenarios y la cuidada construcción visual del filme, son los intérpretes los que logran conferirle toda su dramática dimensión. Giancarlo Giannini está excelso en su transición del hombre frívolo y celoso al ser atormentado, obsesionado, enloquecido de tentaciones criminales; Laura Antonelli, musa del erotismo italiano de los setenta, resulta sin duda adecuada para el personaje que de esposa anónima, recatada, escondida, desconocida, emerge como una tentación carnal, una criatura deseable, una mujer renacida, plenamente entregada a los placeres de su cuerpo. Por último, la aparente nota discordante del reparto, la bellísima Jennifer O’Neill, da vida como Teresa Raffo a otra perspectiva de la clase social a la que pertenece, una superviviente caprichosa e interesada, que en los hombres busca el placer egoísta y el provecho material que garanticen su bienestar, y para la que no existen conceptos como el compromiso, el amor o el futuro común. No en vano, Visconti elige a Teresa Raffo como personaje que cierra la película. Su huida furtiva, vestida de negro (de luto), al amanecer, de la casa donde ha tenido lugar una muerte, la muerte que ejemplifica la desaparición de toda una clase social autodestruida por sus propios prejuicios, sus hipocresías, sus esclavitudes morales, que en última instancia, como Saturno, ha intentado garantizar su trascendencia devorando a sus hijos.
Nueva entrega de la sección de cine en el programa La Torre de Babel, de Aragón Radio, la radio pública de Aragón, en este caso dedicada a películas centradas en la vida y obra de compositores clásicos: Marin Marais y Todas las mañanas del mundo (Alain Corneau, 1991), Johann Sebastian Bach y Mi nombre es Bach (Dominique de Rivaz, 2003), Antonio Vivaldi y Vivaldi, un príncipe en Venecia (Jean-Louis Guillermou, 2006), Wolfgang Amadeus Mozart y Amadeus (Milos Forman, 1984), Ludwig van Beethoven y Amor inmortal (Bernard Rose, 1994) y Copying Beethoven (Agniezska Holland, 2006), Richard Wagner y Fuego mágico (William Dieterle, 1955) y Ludwig (Luchino Visconti, 1972), Franz Liszt y Lisztomanía (Ken Russell, 1975) -además de otras películas de Russell sobre músicos, como La pasión de vivir (1970), sobre Tchaikovski, Mahler, una sombra del pasado (1974) sobre el susodicho, o sus documentales primerizos sobre Elgar y Debussy-, Frédéric Chopin y Canción inolvidable (Charles Vidor, 1945) y Pasiones privadas de una mujer (James Lapine, 1991), Isaac Albéniz y Albéniz (Luis César Amadori, 1967) y Clara Schumann y Clara (Helma Sanders-Brahms, 2008).
Luchino Visconti es el gran cineasta de los mundos en extinción, el que con mayor magnificencia, lucidez y mirada poética ha sabido reflejar en la pantalla la desaparición del Antiguo Régimen, la decadencia de la aristocracia de la sangre y su progresiva sustitución por la aristocracia del dinero. En esta monumental superproducción de más de cuatro horas de duración, Visconti aborda la biografía de Luis II de Baviera (Helmut Berger) que, ascendido al trono antes de cumplir los veinte años, gran mecenas artístico (entre otras cosas fue protector y patrón de Richard Wagner, interpretado por Trevor Howard) e imbuido del carácter romántico, cayó en desgracia ante la nobleza y el pueblo al arrastrar a su país a una guerra que lo puso en manos de Bismarck y su empeño de construir un gran Imperio alemán con hegemonía prusiana a costa de los estados alemanes más pequeños y débiles.
La secuencia de la coronación muestra toda la suntuosidad, la pompa y la opulencia del estado bávaro, y, por analogía, de los viejos regímenes imperiales y monárquicos europeos que la Primera Guerra Mundial iba a extinguir para siempre, con la notable excepción del Reino Unido con todo su boato y ceremonial. En el ritual Visconti reproduce una liturgia agonizante, fuera de época y de lugar, incompatible con los vientos de igualdad y modernidad que recorrían Europa desde las revoluciones de 1848 y, por tanto, a punto de ser historia.
Buñuel me ha citado en las profundidades de terciopelo del antiguo café Florian. Fundado a mediados del siglo XVIII, el Florian es una placenta acojinada, y si sus pequeñísimas salas de mármol y madera, oros y rojos han acogido en el pasado a Casanova y a Stendhal, a Byron y a Wagner, Buñuel se acomoda en las mullidas butacas con aire ligeramente sadista. Viajar para encerrarse. Da la espalda al tumulto veraniego de la plaza de San Marcos con sus siniestras palomas, sus siniestros turistas alemanes y sus siniestras orquestas tocando popurrís de Lerner and Loewe. Los compartimentos del Florian son como los de un tren de lujo del siglo pasado. Buñuel, viajero inmóvil, se refugia en la sordera. Su rostro, esculpido a hachazos, es reproducido al infinito en los prismas de espejo manchado del café. Desde una mesa cercana, Pierre Cardin observa con asombro la espléndida indiferencia sartorial de Buñuel: camisa de manga corta, pantalones abultados, anchos, sin planchar, boina vasca y huaraches de indio mexicano. Cuando llego, está en el tercer Negroni. Anoche subió al estrado del Palazzo del Cinema en el Lido a recoger el León de San Marcos, primer premio del Festival de Venecia otorgado a Belle de jour. Era divertido ver a este solitario en medio de la panoplia fulgurante de Venecia, fotografiado como una vedette, acosado por cazadores de autógrafos. Y aún más divertido asistir al baile que la contessa Cicogna ofreció a Buñuel en Ca’ Vendramin. Desde luego, Buñuel no asistió. Pero una enorme fotografía suya presidía la magnífica fiesta, y bajo la mirada ausente de Buñuel bailaban el frug Gina Lollobrigida y Aristóteles Onassis; Richard Burton bebía como un cosaco y Elizabeth Taylor besaba las mejillas de Claudia Cardinale; Marcello Mastroianni se aburría en un rincón y Luchino Visconti se paseaba arrastrado por tres galgos rusos con cadenas de plata.
BUÑUEL: La sordera se me agrava con los años.
C. F. : ¿No es usted sordo de conveniencia?
BUÑUEL: ¿Cómo? ¿Una conferencia?
C. F.: Que si no finge usted un poco la sordera para aislarse más fácilmente.
BUÑUEL: No, no, puedo conversar perfectamente en español y en francés. En inglés ya no escucho nada. Y en cuanto hay más de cinco personas en una pieza, sordo como una tapia. El mundo es un rumor angustioso.
(Carlos Fuentes. Luis Buñuel o la mirada de la Medusa, Madrid, Fundación Banco de Santander, 2017)
Sublime momento en los altos de la catedral de Milán, tanto por el contenido dramático como por la forma en que se relaciona con el empleo del espacio, para esta maravillosa película de Luchino Visconti. Espléndido reparto (Alain Delon, Renato Salvatori, Annie Girardot, Katina Paxinou o Claudia Cardinale, entre muchos otros), música de Nino Rota y fotografía de Giuseppe Rotunno en una colosal obra maestra que, como todo clásico, pervive con toda la fuerza de su mensaje.
El inolvidable Adagietto de la Sinfonía nº 5 de Gustav Mahler que acompaña a Dirk Bogarde en su trágico peregrinar por Venecia de la mano de Thomas Mann visto por Luchino Visconti.