Cine en fotos: Francisco Rabal y Luis Buñuel

«Hacía tiempo que no tenía noticias pero veo que todo marcha normalmente. De ti tengo noticias frecuentes, ya por tus postales, ya por amigos que te han visto y me hablan de ti. Está muy bien que sin dejar de beber, lo hagas aún, como yo, razonablemente. Quien no fuma, ni bebe, en principio, es un cabrón. Y perdona el exabrupto.

Yo ya no salgo de casa para nada. A veces viene un amigo, u otro, a visitarme. El resto del tiempo me lo paso pensando en tonterías o en la infecta sociedad humana y a dónde nos lleva. En seguida, y para olvidar, me tomo un Martini.

Lástima que ya no tenga fuerzas para hacer más cine. Moriré sin haber hecho otra película contigo. Las que hice me han dejado un gratísimo recuerdo, de amistad verdadera.

Un abrazo enorme de tu tío                                                     

Luis

Abrazos a todos los tuyos sin olvidar a Damián».

(de la última carta de Luis Buñuel a Paco Rabal)

Cine en fotos: Luis Buñuel y Glauber Rocha

“Luis Buñuel es el origen del nuevo cine, del cine libre, del cine de autor; del filme que mató al director-monstruo, a la vedette-sagrada, al fotógrafo-luz; es la puesta en escena que salió del encuadre, rompió el ritmo gramatical, estranguló la emoción, huyó del espectáculo, el film que dejó de ser la narración gráfica de dramas pueriles y literarios para la alcanzar la poderosa expresión en las manos de hombres liberados de la industria: el film político, el film de ideas (…).

El montaje de Buñuel no pretende informar por medio de la lógica, sino que despierta, critica, aniquila a través de la violencia, de la introducción del plano anárquico, profano, erótico -siempre son imágenes prohibidas en el contexto de la burguesía-. Hay en el cine aquellos que hacen escultura -como Resnais-; los que hacen pintura -como Eisenstein-, los que filosofan -como Rossellini-; los que hacen cine -como Chaplin-; los que hacen novela -como Visconti-; los que hacen poemas -como Godard-;  los que hacen teatro -como Bergman-; los que hacen circo -como Fellini-; los que hacen música -como Antonioni- ; los que hacen ensayos -como Munk y Rosi-; y los que, dialéctica y violentamente, materializan el sueño: ese es Buñuel”.

Glauber Rocha (1962)

Diálogos de celuloide: la vía láctea (La Voie lactée, Luis Buñuel, 1969)

 

JOVEN MONJE: Hay algo que me inquieta.

INQUISIDOR: Te escucho.

JOVEN MONJE: Me pregunto si quemar herejes no será actuar en contra de la voluntad del Espíritu Santo.

INQUISIDOR: Pero si es la justicia de los hombres la que los castiga. ¡Es el brazo secular! A los herejes no se les castiga porque son herejes, sino por los atentados y actos de rebeldía que cometen contra el orden público.

JOVEN MONJE: Pero así, aquellos cuyos hermanos hayan sido quemados, quemarán a su vez a otros y viceversa. Unas veces unos, otras veces otros, todos estarán seguros de poseer la verdad… ¿Para qué habrán servido todos esos millones de muertos?

INQUISIDOR: Pero, ¿sabe usted lo que dice?

JOVEN MONJE: No sé…

INQUISIDOR: ¿Y por qué insiste?

JOVEN MONJE: No… No… Me someto, padre.

 

(guion de Luis Buñuel y Jean-Claude Carrière)

Buñuel agasajado en Hollywood, en La Torre de Babel de Aragón Radio

Con motivo de la presencia de Luis Buñuel en Hollywood para promocionar el estreno americano de El discreto encanto de la burguesía (1972), George Cukor le ofreció una comida en su casa de Beverly Hills. Entre la asistencia, los presentes en la foto: Robert Mulligan, William Wyler, el anfitrión George Cukor, Robert Wise, Jean-Claude Carrière, Serge Silberman, Billy Wilder, George Stevens, el invitado de honor, Alfred Hitchcock y Rouben Mamoulian. Fuera de la foto de grupo, John Ford. Fuera de la comida por motivos de salud, pero visitado por Buñuel al día siguiente, Fritz Lang. De todo ello hablamos en La Torre de Babel de Aragón Radio, la radio pública de Aragón.

Mis escenas favoritas: El discreto encanto de la burguesía (Le Charme discret de la bourgeoisie, Luis Buñuel, 1972)

Uno de los fragmentos más conocidos de esta obra maestra (otra más) del aragonés Luis Buñuel. En ella se concitan algunos de sus temas y obsesiones más personales (homenaje al Tenorio incluido), más a menudo tratados en sus películas, junto con alguno de sus sueños más repetidos (el encontrarse ante el inmenso auditorio de un teatro y desconocer el papel que debe representar).

El manicomio de la revolución: Marat/Sade (Peter Brook, 1967)

Una regla del cine, no absoluta pero sí de aplicación mayoritariamente probada, dice que «menos es más». Una de las más pertinentes muestras de este principio es esta película, de título completo Persecución y asesinato de Jean Paul Marat representado por el grupo teatral de la Casa de Salud de Charenton bajo la dirección del Marqués de Sade, dirigida por Peter Brook, maestro británico de la dirección de escena, a partir de la obra de Peter Weiss, uno de los grandes renovadores del teatro contemporáneo. Propuesta arriesgada pero de lo más sugestiva y, en último término, efectiva, que, tomando como principio las representaciones de la obra dirigidas por Brook, traslada su argumento a celuloide sin renunciar a sus raíces escénicas, configurando un híbrido de cine y teatro, de drama clásico y farsa musical, que aúna innovación formal, divulgación histórica y contenido crítico en su aparente caos organizado. Construida como un laberíntico juego de cajas chinas, en Marat/Sade confluyen distintos niveles de ficción: el espectador asiste a lo que acontece en el manicomio de Charenton el 13 de julio de 1808, donde, con motivo de la visita de un grupo de aristócratas y bajo los auspicios del director de la institución, se organiza una función teatral en la que los internos van a representar para sus visitantes (a los que no se ve, excepto en el caso del director y su familia, pero cuyas reacciones se perciben) una obra de teatro sobre la muerte de Marat a manos de Charlotte Corday escrita y dirigida por el más ilustre paciente de Charenton, el Márqués de Sade. Así, una película basada en una obra teatral cuenta la historia de una representación teatral para un grupo de público noble que va a ocupar el mismo puesto que el espectador cinematográfico, en un contexto histórico (en el habitual registro de lectura de la historia contada en términos novelísticos, es decir, codificada como ficción) que precisa ser explicado. Así, obra y película retroceden hasta los días de agitación revolucionaria de 1793, sin salir de los baños de Charenton, para recrear teatralmente un fresco histórico que se proyecta hasta el imperio de Bonaparte del momento de la representación (que ejerce de trasunto del tiempo en que el espectador cinematográfico contempla la película, ya sea 1967 u hoy mismo, ya que sus temas y reflexiones son imperecederos), y que, funcionando en distintos planos paralelos, teje una red de reflexiones sobre la política y la historia, la censura y la violencia, el sexo y la locura, y que combina lenguajes cinematográficos y teatrales que, desde aquella frontera entre los siglos XVIII y XIX, entre el Antiguo Régimen y el mundo contemporáneo, salta (en particular, gracias a las canciones propias del musical moderno, aun con letras alusivas a la Revolución) hasta el momento del rodaje, el último tercio del siglo XX.

Esta riqueza conceptual de la puesta en escena va acompañada de una engañosa sencillez formal que descarta toda posibilidad de limitarse al mero teatro filmado (en particular, a través de la alternancia de planos y contraplanos con planos secuencia, que confiere al conjunto gran versatilidad y un ritmo frenético). Concentrada en un único escenario, los baños del manicomio de Charenton (único lugar apto, por su disposición y sus dimensiones, para dar cabida a todos los medios humanos y materiales necesarios para la representación), la posición del público subraya la doble naturaleza teatral y cinematográfica de la adaptación de Brook: mientras que los visitantes del manicomio, quienes «asisten en verdad» a la representación de la obra de Sade en el verano de 1808, ocupan unas butacas colocadas frente a los intérpretes, de los que están separados, es decir, protegidos (como los pacientes de ellos), por una reja carcelaria, el público cinematográfico penetra en el interior de la estancia junto a la cámara que sigue a los personajes, gira en torno a ellos, se acerca a sus rostros, corta a su antojo para mostrarnos sus acciones y reacciones (siempre dentro de la jaula, donde también se sitúan el director, su esposa y su hija, casi nunca en el lado del público salvo en algún que otro plano general que permite ver sus cabezas o sus movimientos), centra su atención con planos detalle, juega a fragmentar el espacio escénico, es decir, a multiplicarlo (se superponen el espacio del espectador cinematográfico; el espacio del manicomio, con la sala en penumbra y la claridad dentro de los barrotes; el espacio escénico, es decir, la sala de baño más allá de la verja protectora; y, dentro de este, el subespacio físico del director del manicomio y su familia; el subespacio de Marat en su bañera; el subespacio alegórico del periodo histórico que se representa; y el subespacio del primer plano de la cámara, a la que algunos personajes se dirigen directamente), para otorgar a la película (la que ve el espectador cinematográfico, no el público de Charenton) mayor dinamismo. En el interior de esa enorme celda se encuentra también el autor y director de la obra, el «divino» Marqués (Patrick Magee), que también es actor, en menor medida para el público que se encuentra en Charenton que para el espectador cinematográfico, y que entra y sale de su propia obra, aunque no de la celda. Así, la acertada máxima de que no es tan importante (como nunca lo es en el cine) lo que se cuenta como la forma en que se cuenta alcanza en esta película de Peter Brook una de sus expresiones más palmarias. El argumento, la base ideológica de la obra, también se somete a esta mezcolanza de tonos, formas, prismas y relaciones entre tiempos y espacios, se construye en forma de collage, pero no carece de agudeza y profundidad en la presentación de los verdaderos temas que Sade aborda bajo el pretexto de explicar las razones que llevaron al asesinato de Marat, y que pueden resumirse en la paradoja que implica la idea de libertad individual.

Esta idea básica se analiza desde diferentes planos superpuestos. En primer lugar, el del teatro mismo. La representación se realiza en la cárcel, teórica y literal, del espacio escénico (y del encuadre cinematográfico), delimitado por una reja penitenciaria, a su vez situado entre los muros de un manicomio cuyos internos viven aislados del exterior, recluidos, prisioneros. Sin embargo, para los pacientes, la oportunidad de romper la monotonía de sus tristes vidas en el manicomio y los propios límites de sus respectivas patologías representando una obra teatral, con su lectura, sus ensayos previos y demás, significa un breve hálito de libertad dentro de un régimen disciplinario por lo general insano, inhumano, por más que las nuevas ideas revolucionarias trataran de suavizar las condiciones de internamiento en esta clase de centros. Paradójicamente, aun reduciendo su capacidad de movilidad, limitándose a un único espacio y a la obligación de ceñirse al argumento, al texto y a los movimientos ensayados, a las canciones y a su letra, esos pacientes acceden a una mayor libertad de la que disfrutan en su vida ordinaria. En segundo término, la obra de Sade propiamente dicha que los pacientes representan aborda la idea de la degeneración revolucionaria (fácilmente testada por el espectador contemporáneo en su realidad cotidiana), relatando los hechos que se fueron produciendo a partir de 1793 hasta el reinado del terror y destacando la paradoja de la libertad buscada y defendida a través de la represión y la muerte organizada, premeditada, en la eliminación física de los obtáculos humanos que impiden alcanzar los objetivos idealizados. En este punto cobra absoluto protagonismo la figura (del paciente que hace) de Marat (Ian Richardson), jacobino que defiende los métodos extremistas para lograr la consecución de los teóricos fines revolucionarios, en contraposición a (la paciente que hace de) Charlotte Corday (Glenda Jackson), que se propone liberar a la Revolución de su extremismo, pese a lo cual utiliza sus mismos métodos violentos (el apuñalamiento a traición), y al propio Sade, que persiguiendo idénticos objetivos, censura esos métodos en lo que supone un nuevo giro a la narrativa poliédrica de la película y la obra: Sade es personaje de su propia pieza teatral, expresa sus ideas a través de su discurso, al tiempo que se enzarza con otro personaje creado por él, su Marat de ficción construido a semejanza del real que él conoció y trató, que manifiesta y da las razones de las ideas opuestas. En tercer lugar, la obra presenta la paradoja histórica de una Revolución que, en nombre de las libertades y los derechos ciudadanos insuflados por los nuevos aires de la Ilustración, terminó derivando en un Imperio dirigido por la unipersonal mano de hierro del emperador Bonaparte, que sometió a media Europa por las armas y colocó a miembros de su propia familia como jefes de estado de países satélites. De este modo, se refleja la ironía de que la búsqueda de la libertad a través de la cultura, la ciencia, la investigación, la observación de la naturaleza y la profundización en el hombre y sus circunstancias como centro del Universo no derivó en otra cosa que en la oscuridad, en la dictadura, en la cárcel colectiva, cara y cruz de una misma moneda o, dicho de otro modo, poniendo en primer plano las tinieblas que arrastra toda luz asociada al progreso. En el cuarto nivel, como consecuencia de lo anterior, nos encontramos con un director del manicomio que ejerce la censura instantánea: en cada momento en que en la obra acontece o se dice algo (contra el Imperio, contra Bonaparte, contra el Estado, contra el clima de represión y violencia, contra las campañas militares francesas…) que previamente se ha pactado eliminar para la obtención del permiso de representación, interrumpe la obra, censura el contenido, exige su eliminación o reprime su fraudulenta presentación vulnerando una prohibición anterior (tarde, porque tanto el público de Charenton como el de la película ya han presenciado el fragmento prohibido), lo que se traduce en sucesivas amenazas de suspensión de la función. Todavía existe una lectura más acerca de esta paradoja de la libertad, la idea sadiana (que tantos frutos dio, por ejemplo, en la obra literaria y cinematográfica de Luis Buñuel) de que, aunque existan periodos en los que el ser humano pueda librarse de las ataduras de la religión, la política, la familia, el estado, y todas las connotaciones morales e ideológicas a ellos asociados, nunca podrá ser enteramente libre fuera de su propia imaginación. Y una más, desde el punto de vista formal: aunque la obra se sitúa en 1808 y describe un arco temporal que llega a esa fecha desde 1793, las canciones que interpreta el coro de internos, muy maquillado y caracterizado grotescamente como chusma revolucionaria, y que sirven para hacer progresar el relato histórico, son absolutamente contemporáneas, próximas al cabaret y al musical cinematográfico tradicional, por más que sus letras sí resulten alusivas al periodo histórico que refieren. La conclusión en la que confluyen todos estos distintos enfoques del concepto de libertad y el desarrollo de la obra y de los principios ideológicos y filosóficos que contiene no puede ser otra que la búsqueda de su libertad por parte de los propios pacientes, el estallido de su particular revolución interna, el reinado de la subversión y la destrucción, es decir, la violencia como único sistema de superación de una situación de privación de libertad cuyo desenlace no puede ser otro que otra cárcel, una nueva tiranía, al mismo tiempo que, desde otra perspectiva, atribuye a los revolucionarios la condición de «locos» (y plantea la pregunta de en qué medida lo son quienes no viven tras los muros de Charenton) y viceversa.

Discurso riquísimo y complejo, de lecturas diagonales que se alejan y aproximan hasta encontrar un punto de intersección, la forma de la película responde a su fondo y proyecta en el espectador contemporáneo, de 1967 y de ahora, todo un caudal de reflexiones e interrogantes plenamente vigentes. Entonces, tras la resaca del conflicto mundial y el sufrimiento infligido por los fascismos, en plena Guerra Fría, con los bloques en mitad de un combate ideológico por agenciarse en exclusiva la noción dominante del concepto de libertad; mientras las juventudes de izquierda buscaban en Occidente liberarse del yugo capitalista, del imperialismo norteamericano y de la corrupción de la democracia liberal, la población de los países comunistas huía de ellos cuando podía o padecía las consecuencias de regímenes totalitarios opresivos y criminales erigidos en nombre de la paz y la libertad. Hoy, décadas después de la derrota comunista, basta abrir un periódico o, mejor, asistir a la obra de Charenton pasada por el filtro de Peter Brook para convencerse de su absoluta actualidad. En última instancia, la gran metáfora de Marat/Sade: una obra de teatro representada por unos locos en unos baños que nadie utiliza para salir más limpio.

Mis escenas favoritas: Simón del desierto (Luis Buñuel, 1965)

¿Qué cineasta, aparte de Luis Buñuel, puede ser capaz de hacer una comedia acerca de un anacoreta cuyo único escenario es una columna solitaria en medio de un desierto? Ante la negativa de Buñuel a terminarla después de que la película fuera llevada al Festival de Venecia en su versión inicial de apenas cuarenta y dos minutos (por falta de presupuesto, lo que no impidió que cosechara cinco premios pero provocó de todos modos la salida de Buñuel del cine mexicano y su retorno definitivo a Francia), todos los directores tanteados por el productor Gustavo Alatriste para rodar un mediometraje de cuarenta y cinco minutos que sirviera de continuación y facilitara su distribución comercial -François Truffaut, Glauber Rocha, Marco Bellocchio, Michelangelo Antonioni, John Huston, Stanley Kubrick, Elia Kazan, Jercy Kawalerowicz, Vittorio De Sica, Orson Welles o Federico Fellini (el único al que Buñuel veía apropiado)- rechazaron el proyecto, aunque, retrasado su estreno, la película se exhibiera finalmente en muchos lugares junto a Una historia inmortal (Histoire immortelle, Orson Welles, 1968).

En todo caso, humor y teología, combinación explosiva para un mediometraje absolutamente imprescindible, burdo técnicamente a causa de la falta de medios (a pesar de contar en la fotografía con el gran Gabriel Figueroa) pero de una lucidez, profundidad y socarronería incomparables, coescrito por Buñuel junto al también aragonés Julio Alejandro. Ese grupo de monjes que se desconciertan al no saber si deben gritar «¡Viva Jesucristo!» o «¡Muera Jesucristo!» es una de las claves más «somardonas» del riquísimo y complejísimo universo del cineasta de Calanda.

¡Viva la apocatástasis!

Vasos y copas de cine en La Torre de Babel de Aragón Radio

Suspicious Ends. Cary Grant, Alfred Hitchcock and… | by Lawrence Bennie |  Medium

Nueva entrega de la sección de cine en el programa La Torre de Babel, de Aragón Radio, la radio pública de Aragón, en este caso dedicada a vasos, tazas y copas que son inesperados protagonistas de determinadas secuencias, o incluso de películas completas.

Clásicos premiados en el Festival de San Sebastián en La Torre de Babel de Aragón Radio

Festival de San Sebastián 2021: qué se espera de evento

Nueva entrega de la sección de cine en el programa La Torre de Babel, de Aragón Radio, la radio pública de Aragón, en este caso dedicada a grandes clásicos del cine que, aunque ya lo hemos olvidado, obtuvieron en su día la Concha de Oro en el Festival de San Sebastián.

(desde el minuto 10:18)

Entrevista española a Billy Wilder

El pasado mes de agosto, el diario ABC recuperaba una entrevista a Billy Wilder realizada en 1966, durante un breve paso por España del cineasta, y publicada en su día en Blanco y Negro.

Billy Wilder, probablemente, el mejor director de cine. - LOFF.IT  Biografía, citas, frases.

El director de cine Samuel Wilder, ‘Billy’, nació a principios del siglo XX en un imperio en demolición, el Austro-Húngaro, y murió a principios del siguiente en otro, el de Hollywood, que contribuyó decisivamente a edificar. Este escultor de historias aportó al cine norteamericano nada menos que la sutileza, la mezcla de lo corrosivo con lo sensiblero, de las paradojas con los giros sorprendentes, de los villanos que resultaban ser íntegros con los héroes que al final eran unos farsantes…

Esta visión tan inteligente de la realidad le valió veintiuna candidaturas a los Oscar y seis estatuillas al director de films como Sabrina, El crepúsculo de los dioses, El apartamento o Con faldas y a lo loco. Hacia 1966, Wilder había ganado todos los oscars de su carrera y había filmado sus obras más destacadas, pero aún le quedaban muchos conejos bajo la chistera.

Miguel Pérez Ferrero, un periodista de ABC que acostumbraba a firmar sus artículos como Donald, logró entrevistar ese año para Blanco y Negro en su brevísima parada por España al «más afortunado coleccionista de Oscars del cinematógrafo», un hombre sencillo, de trato amable. «Ahora estoy de vacaciones. ¡Lástima! Me hubiera gustado quedarme en España, en Madrid, más tiempo. Esto ha sido una escala, breve, demasiado breve. Pero me propongo volver. He visto museos, Toledo, toros y fútbol. Jugué en mis tiempos. Voy a Suiza. Empieza la temporada de nieve. Montaña, aire puro, descansar», aseguró el director.

Donald conversó en francés largo y tendido con el austrohúngaro, nacido en una región que hoy pertenece a Polonia, aunque, a decir verdad, aquello fue más bien un monólogo con «un hombre enjuto, de estatura no menguada, poco pelo, sonrosado de tez, o quizá el rosa de la camisa se le sube a las mejillas. Tiene en la mano un vaso con un poco de whisky».

–¿Cuál es tu película predilecta? Es una pregunta tópica, lo sabemos.

—Yo elegiría más bien cinco o seis minutos de unas cuantas de esas películas. Cinco o seis minutos solamente de cada una de las que repasase. Y, fíjense, tengo la sospecha de que precisamente esos pocos minutos de ésta o aquélla, a pesar de haberse proyectado los películas en España, no los han visto los espectadores españoles…

—Alguna, como ‘Irma la dulce’, la desconocen entera. No se ha proyectado aquí nunca.

—¿Inmoral acaso? No lo veo yo así. En esa historia, a fin de cuentas, se exalta el amor puro. Sucede que la pureza, como el oro, hay que buscarla y encontrarla no siempre bajo capas sin mácula.

—Veamos si recuerda cuál ha sido el momento, digamos, más emocionante de su carrera.

—Entiendo de mi carrera de realizador. Pues, sí. Uno sobre todos. El día que empecé a dirigir a Eric von Stroheim en Cinco tumbas a El Cairo, donde él encarnaba a Rommel. Luego le dirigí en Sunset Boulevard.

—Sentía una gran admiración por él, ¿verdad?

—Una inmensa admiración como creador de cine. De Stroheim sí que puede decirse que se adelantó genialmente, por lo menos, más de diez años a su tiempo.

—Y ya en ese cauce, ¿cuáles han sido sus otras grandes admiraciones?

—Griffith, Fritz Lang, Murnau, Lubitsch, Rene Clair y uno de ustedes, Luis Buñuel. Lo han hecho todo.

—¿Cómo todo? ¿No se puede hacer más? ¿No cabe ya innovar?

—Sí, sí, siempre se puede hacer… Pero todo eso que se afirma de que hay un cambio, todo eso de las nuevas olas y de lo nuevo que venga, a lo que pondrán otro rótulo, el que sea, me parece falso. Lo que cambia es el público. El grueso del público, más joven, conoce lo de hoy e ignora lo de ayer. Y no sabe que lo que juzga nuevo se hizo ya. Los grandes innovadores son los que he nombrado y algún que otro más, que quizá se ha escapado de momento de la pequeña lista. ¿No están ustedes de acuerdo conmigo?

—Nosotros, sí, por supuesto. Pero es que pertenecemos a aquella ola; nuestra edad es la misma que la suya. Y asistimos, y hasta participamos, un poco en todo aquello.

—Sí, ya lo sabía.

—Bien, ha terminado usted The Fortune Cookie (En bandeja de plata). Está presentada. Y ahora, de principio, un capítulo nuevo. El de los proyectos…

—¡Oh, de momento nada de proyectos! Estoy de vacaciones y he de disfrutarlas con mi mujer. Cuando empiezo a pensar en una nueva película, cuando empiezo a dar vueltas a lo que haré o no haré y me pongo a escribir una historia mía o a adaptar la de cualquier otro, se terminó todo: tomar copas cuando me apetece, perder el tiempo, disfrutar de países, de paisajes, de museos, de espectáculos. Se abre la etapa del encierro o, mejor dicho, se cierra la puerta del libre albedrío. ¡Menos de todo! Y entonces me da la impresión de que mi vida se va perdiendo metida en otras vidas, en las de los personajes que pueblan lo que tengo que contar. Y, en el fondo, eso me produce tristeza, pues a mí me gusta vivir la vida mía, la propia. Esa es la que me proporciona satisfacción. Por ello nada de pensar en proyectos, nada de acariciar ninguno, ¡y ni siquiera nombrar la palabra, que me parece un fantasma incómodo.

—En lo que respecta a su trabajo literario, a escribir sus historias, guiones y adaptaciones, siempre lo ha hecho en colaboración, ¿no es así?

—Es mi costumbre. Mi colaborador se sienta a la máquina y yo paseo y fumo mecánicamente, no conscientemente como cuando no ando metido en eso. Y la historia va saliendo. Cada cual tiene su sistema y éste no me da mal resultado.