Pues dicen que Sean Connery ha preferido retirarse del cine, incluso rechazando participar, oferta petrodólarmillonaria de por medio, en la última de Indiana Jones, porque anda un poco gagá. A la vista de cómo eligió sus proyectos en los últimos tiempos, primero no nos hubiera sorprendido demasiado que aceptara participar en la nueva entrega del héroe del látigo, y segundo, parece que los rumores insistentes de que al mejor James Bond de todos los tiempos (al menos hasta la llegada de Daniel Craig) le flojean los circuitos, no van desencaminados. Porque si no es así no cabe en la cabeza que quisiera participar voluntariamente y sin intervención de sustancia psicotrópica alguna en este bodrio de 2003 dirigido por un tal Stephen Norrington (el director de Blade, por si hacían falta más datos para encuadrarlo entre la canallesca) y basado en los delirantes cómics de Alan Moore y Kevin O’Neill en lo que es una nueva incursión del cine en el mundo de los tebeos que no dejó satisfecho a casi nadie, como suele suceder.
¿Puede imaginarse trama más absurda? El Imperio Británico (una panda de hijos de la Gran Bretaña, como todos sabemos), que, como decían en La vida de Brian con respecto a Roma, en cuestión de imperios es el número uno, resulta que está «acongojado» porque una oscura y extraña sociedad secreta está intentando llevar a cabo sus planes diabólicos para dominar el mundo mundial. O sea, perversos total, total. Los british están cagados, presos del pánico, mordiéndose distintas extremidades, incluso unos a otros, nerviosos perdidos porque ni toda la flota de la Royal Navy, los fusileros de Su Majestad, los regimientos de casacas rojas ni los batallones de borrachos a lo largo y ancho de las islas bastan para hacer frente a amenaza tan chunga. Y como con el ejército más poderoso y más presente en el planeta hasta entonces no pueden hacer frente al reto (me refiero al ejército de borrachos británicos), al Primer Ministro, que debía tener una cogorza de campeonato (y que se decía, se lo montaba con la oronda reina Victoria, la cual, más que dominar el mundo lo que le gustaba era dominar al primero que pasaba, aquí te pillo, aquí te mato, con su voluminosa y exigente anatomía, acumulando colonia tras colonia para una Emperatriz aficionada a montar, pero no a montar caballos…), se le ocurre la feliz idea de reunir a los tipos más renombrados del Imperio por entonces (todos de ficción, por cierto) para que, a modo de Equipo A de la era victoriana, se enfrenten a los malosos para desfazer el entuerto. Una patochada integral, vamos.
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