Batiburrillo de la guerra Fría: La carta del Kremlin (The Kremlin Letter, John Huston, 1970)

The Kremlin Letter – film-authority.com

John Huston y Gladys Hill parten de una novela de espías de Noel Behn para crear un cóctel algo indigesto que bien pudiera servirse en el bar de un parque temático que tuviera como objeto recrear la Guerra Fría. Se toma un planteamiento próximo a las novelas y películas de James Bond: un agente norteamericano, Rone, «expulsado» de la Armada, es reclutado para una peligrosa misión dentro de la Unión Soviética, pero, además de recibir los pormenores de la encomienda y los gadgets que podrá utilizar para su desarrollo, antes debe, cual capítulo de Misión imposible, recorrer algunos lugares «paradisíacos» (México, San Francisco, Chicago…) para reclutar al equipo que debe trabajar con él tras el Telón de Acero (ninguno brilla especialmente por sus capacidades particulares, aparte de la experta en cajas fuertes (que resulta que a fin de cuentas no tiene que abrir ninguna…), salvo por lo que son, un proxeneta y entendido en drogas y adicciones de todo tipo, y un gay viejo verde). Se añaden unas gotas de John Le Carré, abandonando la espectacularidad y la acción de las historias de 007 para enfocar un relato más intimista, más preocupado por las emociones de los personajes y por los recovecos, apariencias, dobles juegos, traiciones y, finalmente, soledades, amarguras y decepciones de los espías implicados. Para darle cuerpo y amalgamarlo todo junto, se utiliza la fórmula de Alfred Hitchcock, el MacGuffin: la recuperación de un documento que, expedido irresponsablemente por el jefe máximo de una agencia de seguridad norteamericana, garantiza el apoyo de Estados Unidos a la Unión Soviética en cualquier operación que esta emprenda para neutralizar el programa nuclear chino (aparece un chino en la película, chivato y traficante de drogas, pero no se sabe cómo o por qué la carta termina en Pekín, o como dicen ahora los finolis y pijos idiomáticos, Beijing). Por último, el remate tomado de Graham Greene: uno de los misterios de la trama reside en el paradero de un antiguo agente, un mito llamado Sturdeman, cabeza de los espías de Occidente en el bloque comunista tras la Segunda Guerra Mundial, que todos dan por muerto pero sobre cuya desaparición planea la sombra de la duda y la incoherencia. Para camuflarlo todo y que parezca que lo que se cuenta tiene algún sentido, que los personajes están bien construidos, que la trama posee fluidez y consistencia, se añade el ingrediente maestro, el toque definitivo, un reparto de campanillas que haga que todo parezca más y mejor de lo que es: Richard Boone, Patrick O’Neal, Bibi Andersson, Max von Sydow, George Sanders, Orson Welles, Nigel Green, Dean Jagger, Lila Kedrova, Raf Vallone, Micheál MacLiammóir o el propio John Huston, entre otros.

Pero, a pesar de la macedonia de referencias, la película se construye a trozos, haciendo mejores algunas de sus partes separadas que el disparatado conjunto. Porque la labor fundamental, la localización del dirigente soviético que está en posesión de la carta y el pago de un soborno para su recuperación antes de que pueda hacerse pública y generar una crisis de imprevisibles consecuencias, se diluye en una considerablemente marciana espiral de maniobras e investigaciones absurdas, relatadas con todo lujo de detalles y una pomposidad supuestamente repleta de tensión, emoción y suspense que rara vez llega a algún sitio. En un primer momento, no queda claro cuáles son los graves hechos que se le imputan a Rone (Patrick O’Neal) para que el almirante que le comunica su expulsión de la Armada (John Huston) le eche semejante bronca. Tampoco se sabe qué agencia lo recluta, ni a quién sirven sus cabecillas (Dean Jagger y Richard Boone, con el cabello extrañamente teñido de rubio), los cuales parecen adjudicarle la misión pero que finalmente son los jefes del equipo que se desplaza a la Unión Soviética, quedando Rone, aparentemente imprescindible y cerebro del asunto, como simple secundario del montón. Los seudónimos de los agentes y del responsable de la agencia son más bien ridículos (Sweet Alice, «El salteador», etc.). No se sabe a qué viene la pelea de mujeres a la que Huston dedica tanta atención cuando Rone va a captar a The Whore (nombre muy significativo el del personaje de Nigel Green) a México; el ambiente gay de San Francisco en el que vive Warlock (George Sanders, presentado de manera impactante en su primera secuencia como travestido) es retratado de manera involuntariamente paródica (tanto como sucederá con el de Moscú más adelante en el metraje); el episodio de Chicago, cuando la chica experta en apertura de cajas fuertes (Barbara Parkins) debe sustituir a un padre ya acabado porque sufre de artritis en las manos (luego, repetimos, en ningún momento, ni la chica ni nadie, se verá en la tesitura de tener que abrir una caja fuerte), no tiene tres ni revés, pero además, cuando Rone debe «iniciarla» en el amor físico porque ella ha vivido siempre bajo el velo protector de su padre, no sabe lo que es el sexo y es posible que deba utilizarlo como herramienta en su labor de camuflaje, la historia alcanza cotas de imbecilidad realmente ofensivas para el espectador. Cosa que ocurre también cuando, para introducirse en la URSS y vivir en Moscú sin llamar la atención, no se les ocurre otra cosa que secuestrar a la familia del jefe del espionaje ruso en Estados Unidos, Protkin (Ronald Radd), y chantajearle para que este les ceda su vivienda moscovita del centro para utilizarlo como piso franco. Tampoco se entiende cómo infiltrándose en los ambientes de la prostitución, en el mundo gay y en el de los rateros y carteristas de Moscú van a localizar al alto cargo que posee la carta. No se sabe cómo ni por qué, si todos han entrado juntos en la URSS y comienzan a alojarse en el mismo piso, el de Protkin, al final terminan viviendo allí solo Ward (Boone) y Rone, mientras que los demás, sujetos a identidades falsas, deben buscarse el techo por su cuenta y volver al piso solo para comunicar el resultado de sus averiguaciones a «El gran mudo» (otro sobrenombre absurdo), un misterioso encapuchado (que no es otro que Rone, con el que han empezado su misión desde el principio y al que deben reconocer sin duda bajo la capucha), con el que deberán emplear una encriptada clave de chasquidos de dedos (en algún caso, hasta con guantes) antes de poder informar de viva voz. En el lado ruso, donde las luchas de poder entre agencias y sus responsables son tan encarnizadas como en la parte estadounidense, no se aclaran muy bien las implicaciones de la rivalidad entre Bresnavitch (Orson Welles) y el coronel Kosnov (Von Sydow) ni el papel de su esposa (Bibi Andersson), el contacto de Rone (que para ello se hace pasar por un prostituto georgiano…), en el asesinato del espía ruso, para el que también interpretó el papel de esposa, que llevó la carta desde Washington a Moscú y que pedía un millón de dólares para devolverla a los americanos.

La película es, por tanto, una confusa sucesión de sinsentidos y gratuidades contruida en forma de viñetas que, si bien por separado, en buena medida captan la atención de espectador a través de las puertas de intriga que abren a un desarrollo futuro (otras, sin embargo, como la pelea de las mexicanas, la del dormitorio entre Rone y la chica o la absurda pelea de Ward y Rone, que entre ellos se llaman, de forma bastante irritante, «sobrino» y «tío», respectivamente), no terminan de encajarse en un todo coherente y bien trabado. Solo la película engancha y parece coger tono y cuerpo cuando la misión es descubierta y sus miembros empiezan a ser perseguidos y capturados. Entonces cobra algo de vida, de tensión y de suspense, centrando el asunto en cómo los miembros del grupo lograrán escapar, si lo hacen, pero este prometedor giro se ven pronto arruinado cuando empiezan a ocurrir cosas fuera de cuadro que solo se cuentan de pasada en voz de alguno/s de los personajes, y también con la marcha de Ward a París, que no se sabe a qué viene, y su posterior regreso, momento en el que, por fin, se proporcionan todas las claves ocultas de los distintos misterios, de nuevo de oídas y confusa y desordenadamente, y que, a la postre, resultan no ser tan misteriosos, ni siquiera interesantes ni justificados.

En suma, se trata de una película poseedora de cierto brío narrativo, de una apariencia (presupuesto, puesta en escena, acción) que puede dar el pego, de una afmósfera general bien recreada y construida, que cuenta con algunas interpretaciones aceptables e incluso brillantes (Von Sydow, Welles, Boone, Kedrova…), con algunas secuencias de mérito (siempre y cuando se desconecten del resto del desarrollo dramático), bastante osada en sus continuas alusiones sexuales (no solo una espía en ciernes pide a uno más experimentado que la inicie sexualmente; no solo parte del argumento requiere aproximarse a los ambientes gays de San Francisco y de Moscú: el personaje de Bibi Andersson manifiesta un interés claro y apremiante por el sadomasoquismo, mientras que la hija de Protkin es secuestrada gracias a que es seducida por una agente americana, lo que incluye encuentros sexuales que son grabados clandestinamente y proyectados a su padre para lograr que les permita ocupar su piso moscovita) pero que falla estrepitosamente en la construcción del guion, en su coherencia y en la exposición clara, ordenada y coherente de la absurdamente retorcida trama, que termina siendo un guirigay estridente, caricaturesco, inverosímil e involuntariamente cómico, un absoluto desmadre no sujeto a ningún control dramático o narrativo que solo revela el profundo aburrimiento de John Huston por un proyecto que, a priori, con ese reparto, y producido por la 20th Century Fox, debía de haber sido, a todos los niveles, mucho más estimulante.

Matar al mensajero: Correo diplomático (Diplomatic Courier, Henry Hathaway, 1952)

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El motor de este típico thriller de espionaje de la posguerra mundial es un MacGuffin clásico. Mike Kells (Tyrone Power) es un agente del servicio secreto norteamericano (no se emplea en la película el término C. I. A., fundada en 1947, ni el de su antecesor, la O. S. S.) que trabaja como correo; sus misiones suelen consistir en recoger material o documentación en Europa y transportarlo hasta las oficinas centrales en los Estados Unidos. Su nuevo encargo, aparentemente igual de banal que todos los demás, consiste en volar a Salzburgo para encontrarse con Sam Carew (James Millican), un antiguo compañero de la guerra, destacado ahora en Rumanía, y recibir de él unos informes cruciales sobre los inminentes planes de expansión europea de los soviéticos, para seguidamente llevarlos a Washington. El cumplimiento de su tarea lo aparta de la atractiva y ardiente mujer que acaba de conocer en el avión de París, Joan Ross (Patricia Neal), la viuda de un diplomático americano que piensa invertir los próximos meses en un tour por Europa, pero todo carece de importancia cuando Carew es asesinado en el tren y el material se pierde. Mike continúa el viaje tras la pista de Janine (Hildegard Knef), la misteriosa rubia que viajaba con Sam, mientras es perseguido por los esbirros de los rusos. Sus pasos le llevan a Trieste, donde se propone encontrar los informes secretos con ayuda de un policía militar (Karl Malden), al tiempo que se reencuentra con Joan…

La película es una gozada de ritmo y acción, pasan muchas cosas y se suceden multitud de escenarios y localizaciones en sus apenas noventa y cuatro minutos. Con aires de clásicos como El tercer hombre (The Third Man, Carol Reed, 1949), se elige la ciudad italiana de Trieste, próxima al Telón de Acero, como epicentro de un misterio tan difuso como unos planes secretos de invasión rusa, de los que no se aporta ningún detalle, mientras que son las relaciones de Mike con Joan y Janine y los encuentros y desencuentros con aliados y rivales los que alimentan el progreso dramático. Con algunas secuencias notables (la persecución por el teatro romano; el cabaret y el simpático y nada gratuito número de travestismo, que luego tendrá su incidencia en la trama…), la historia se beneficia de un buen reparto y de unas interpretaciones eficaces al servicio del género de que se trata, sin más alardes de los necesarios, concisas y directas al grano. Las idas y venidas de los personajes en torno a los documentos desaparecidos (aunque el misterio que rodea a estos se resuelva con el manido recurso al cliché del microfilm, y con un desarrollo ya muy visto), los sucesivos giros argumentales, la desconfianza sembrada en la duplicidad de ciertos personajes (las tintas se cargan sobre todo, precisamente, en Janine, que parece jugar a dos barajas), y la aportación de dos inesperados secundarios sin acreditar (Charles Bronson como uno de los matones rusos; Lee Marvin como un sargento americano), proporcionan un disfrute discreto pero eficaz, una película que bebe de los ambientes sórdidos y lúgubres de las ciudades medio derruidas por la guerra, de esa Europa añeja que se abre súbitamente a la modernidad tras más de un lustro de tinieblas. Continuar leyendo «Matar al mensajero: Correo diplomático (Diplomatic Courier, Henry Hathaway, 1952)»

Alfred Hitchcock presenta: Sabotaje (Saboteur, 1942)

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Esta producción de 1942, parte de la contribución del cineasta Alfred Hitchcock al esfuerzo propagandístico de los aliados en el marco de la Segunda Guerra Mundial, en este caso dentro de las coordenadas del frente doméstico, puede considerarse la hermana pobre de una trilogía que compondría junto a 39 escalones (The 39 steps, 1935) y Con la muerte en los talones (North by Northwest, 1959). Al igual que ellas, Sabotaje cuenta con el protagonismo de un inocente, un hombre ordinario, común y corriente, dedicado a sus quehaceres habituales (en este caso es un obrero en una fábrica de aviones de combate), repentinamente inmerso en una situación límite en la que es perseguido tanto por un grupo organizado de espías como por las fuerzas de la ley que lo consideran un saboteador al servicio de los países del Eje. Barry Kane (Robert Cummings), que ha visto morir a su mejor amigo entre las llamas de un incendio provocado por un supuesto agente extranjero camuflado en la identidad de otro obrero llamado Fry (Norman Lloyd), es considerado culpable por las autoridades norteamericanas, y como tal es perseguido durante una huida en la que intenta desenmascarar a los verdaderos responsables, una organización oculta, compuesta por personas respetables, de intachable reputación, que maniobra en la sombra en favor de los intereses de los enemigos de Estados Unidos. En su periplo recibe la ayuda, primero a regañadientes, luego coronada por el amor, de Pat (Priscilla Lane), junto a la que sortea todo tipo de peligros.

El argumento posee todas las líneas básicas del modelo hitchcockiano para este tipo de producciones: el falso culpable, el papel amenazante de la policía, los villanos con glamour que se desenvuelven entre confortables ranchos y lujosas mansiones en las que ofrecen suntuosas recepciones para invitados importantes, el azar como detonante de la tensión y la intriga, el amor como trasfondo irónico de una trama seria (una vez más, las esposas que la policía coloca a Barry sirven de metáfora visual y socarrona a la relación entre él y Pat, su inicial desencuentro y su progresiva atracción, que colapsa en amor y que promete un matrimonio considerado como una cárcel… para él), un carrusel de persecuciones, suplantaciones, equívocos y enfrentamientos dialécticos con mayor o menos ingenio que lleva a los protagonistas de costa a costa y, por fin, el desenlace en un entorno grandioso, monumental, perfectamente reconocible, en esta ocasión en lo alto de la Estatua de la Libertad. Todo ello sin abandonar, claro está, los giros inverosímiles (que al bueno de Hitch le traían sin cuidado) y el comportamiento algo ilógico de un buen número de personajes que asisten a Barry en su huida (el conductor del camión, los freaks del circo en ruta…) porque su presunta simpatía puede más que su posible condición de saboteador a sueldo del enemigo, sin descuidar tampoco el humor (los anuncios en la carretera que parecen anunciar los siguientes pasos en el futuro inmediato de Barry), y ofreciendo algunas muestras impagables de creatividad visual propia del genio británico. Así, toda la conclusión, con la recreación en estudio de la cabeza de la Estatua de la Libertad, o algunos momentos especialmente brillantes como la caída del protagonista desde el puente, el instante en que el incendio devora a su mejor amigo, la secuencia, plena de tensión y violencia física, de la botadura del barco y el detonador de la bomba que debe hundirlo (a todas luces, eso sí, insuficiente dada la escasa dimensión de la explosión, lo que hace pensar en unos saboteadores un poco chapuceros), el fantástico pasaje de la persecución y el tiroteo dentro del cine, con la silueta de Fry dibujándose negra en la pantalla y el humo de los disparos elevándose en el resplandor plateado de la proyección…

Capítulo aparte merece la relación, tratada como siempre en modo sarcástico, entre Barry y Pat. Una vez más unidos por unas esposas, el relato amoroso posee tanta importancia o más que la trama criminal que la película ofrece en primer término, hasta el punto en que no se sabe si este argumento principal no es de algún modo un pretexto, si no un subrayado simbólico, Continuar leyendo «Alfred Hitchcock presenta: Sabotaje (Saboteur, 1942)»

Alfred Hitchcock presenta – Matrimonio original (Mr. and Mrs. Smith, 1941)

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Puede decirse que Matrimonio original (Mr. and Mrs. Smith, 1941) es un regalo que Alfred Hitchcock hizo a su adorada Carole Lombard. Más allá de los típicos y tópicos comentarios y habladurías sobre la relación entre el cineasta británico y las rubias protagonistas de sus películas, lo cierto es que los Hitchcock y el matrimonio formado por Clark Gable y Carole Lombard eran buenos amigos, amigos íntimos, compartían cenas y encuentros, fantaseaban sobre proyectos y hacían planes que casi nunca llegaron a ningún sitio. La muerte prematura de Lombard en accidente aéreo cuando viajaba a lo largo de todo el país recaudando fondos para la contienda con la venta de bonos de guerra no sólo traumatizó a Gable de por vida, sino que apenó sinceramente a los Hitchcock, que le tenían gran afecto.

Fruto de ese afecto fue el hecho de que Hitchcock se atreviera con un registro que no encajaba a priori en sus intereses como director de cine. De Matrimonio original se dicen generalmente dos grandes inexactitudes: en primer lugar, que es la única comedia que dirigió Hitchcock, lo cual, viendo su filmografía, es rotundamente falso (no pocos momentos en sus películas, y no pocas películas en sí, destilan una fina ironía, un humor negro, una vocación autoparódica que no es ajena en ningún caso a la comedia); por otro lado, que Hitch abandona por una vez los cánones del suspense de los que se erigió en maestro por derecho propio, cosa que también es errónea: es posible que el guión de Norman Krasna, basado en un relato propio, no circule por las temáticas de suspense criminal o de terror (real o psicológico), o de intriga de espionaje, en las que el director inglés se movía como pez (gordo) en el agua, pero no es menos cierto que la película se zambulle de lleno en la otra clase de suspense, tan importante o más que la aparentemente superficial en todas sus narraciones, que le interesa, y que no es otro que el suspense romántico, el «qué pasará» con la pareja protagonista. En Hitchcock el amor, el romance, forman parte del suspense tanto como el asesinato, la huida, el chantaje o la traición. De este modo, Hitchcock construye su «única comedia romántica» del mismo modo y con las mismas herramientas que sus cintas de suspense, ofreciendo información al espectador que los personajes no saben, colocando misterios y secretos a lo largo los 95 minutos de metraje, y moviéndose continuamente alrededor de un MacGuffin principal (un insignificante error burocrático) como vehículo para la historia que quiere contar, que no es otra que el primer mandamiento de la screwball-comedy, uno de los géneros americanos por antonomasia: el «recasamiento» de una pareja protagonista que se encuentra separada.

La inteligencia de Hitchcock hace, sin embargo, que en su película no se limite a abordar esta cuestión de modo simbólico, esbozado, aludido veladamente, como ocurre a menudo en productos similares de aquella época, sino que la refleje de modo literal: el fogoso y apasionado matrimonio formado por Ann y David Smith (Carole Lombard y Robert Montgomery) es fogoso y apasionado, pero no un matrimonio. Debido a un error en la tramitación de la licencia (el estado de Idaho) y en la elección del lugar escogido para la boda (un enclave junto a un río que administrativamente pertenece al estado de Nevada), el matrimonio carece de valor legal, por lo que técnicamente han estado viviendo tres años en concubinato. Continuar leyendo «Alfred Hitchcock presenta – Matrimonio original (Mr. and Mrs. Smith, 1941)»

A 23 pasos de Baker Street: más -o menos- cerca de Alfred Hitchcock

Resultaba imperdonable que en dos años y medio de escalera no hubiera asomado por aquí el gran Henry Hathaway, director de un buen puñado de clásicos inmortales como Tres lanceros bengalíes, La jungla en llamas, Rommel, Niágara, El jardín del diablo, El fabuloso mundo del circo, Los cuatro hijos de Katie Elder, El póker de la muerte o Valor de ley. Un director de estudio de gran oficio y una forma casi artesanal de entender el cine que en 1956 se apuntó al suspense que tan buenos réditos estaba dejando en las taquillas al aire del enorme éxito comercial del cine de Alfred Hitchcock y aunó la moda del momento con la memoria de uno de los más populares detectives de novela, el Sherlock Holmes de Conan Doyle, para crear esta excelente intriga psicológica que contiene todos los elementos del género y los combina a la perfección.

Situando pues la historia geográficamente muy cerquita de la memorable residencia de Holmes y Watson, Hathaway nos presenta a Philip Hanon (el, para quien escribe, siempre insulso Van Johnson), un dramaturgo norteamericano instalado en Londres desde que perdiera la vista tiempo atrás. Vive encerrado en su lujoso piso, con su secretario Bob (memorable Cecil Parker, irónico y mordaz), y pasa el tiempo grabando en un magnetófono las nuevas obras que Bob le pasa al papel. Philip se encuentra resentido con la vida por culpa de su fatalidad e intenta disimular su ceguera ante todo el mundo, a la vez que pretende olvidar todo aquello que le recuerda el pasado en el que podía ver. Por eso, cuando le visita su antigua secretaria y posterior prometida (Vera Miles, en la cima de su éxito tras actuar aquel mismo año en Centauros del desierto), el mal humor y los nervios le llevan a olvidar las penas a su pub habitual, donde, a través de los débiles ventanales de un reservado, escucha cómo dos personas elaboran lo que parece ser un plan criminal. Sin rasgos físicos que puedan ayudarle a identificar a los interlocutores y con unas débiles pistas captadas a través de una máquina tragaperras que alguien no dejaba de hacer funcionar, vuelve a casa, graba los retazos de conversación que recuerda en su magnetófono y comienza una labor de investigación con ayuda de su ex novia y de su secretario mientras la policía, escéptica y también sin indicios reales a los que agarrarse, intenta disuadirle. Sin embargo, cuando algunas cosas empiezan a no encajar, y más aún cuando ve su propia vida amenazada, Philip no tiene ya duda de que va por el buen camino.

Encontramos por tanto una mezcla de una historia de suspense, un débil MacGuffin tan etéreo, impreciso y abstracto como un plan escuchado a medias del que no se sabe autores ni objetivo, con un romance retomado tras haber sido roto en pleno auge años atrás. Así, el desarrollo de la investigación, la averiguación de los hechos, va paralela a la reconstrucción del afecto y la confianza entre los antiguos amantes, mientras que la nota de ironía y humor la pone el secretario y algún que otro personaje secundario con sus comentarios mordientes. Y como no puede ser menos contando con un protagonista invidente, se aprovecha esta circunstancia, de manera un tanto tópica ya a estas alturas, para la construcción entre penumbras y oscuridades de la escena final en la que investigador y culpable se las «ven» en el mismo terreno en un duelo con las luces apagadas. Si añadimos además la localización en plena City londinense y el aprovechamiento como decorado de los exteriores monumentales de la ciudad y también sus particulares características climatológicas, en especial la lluvia y la niebla, obtenemos una película que sigue la senda del mejor suspense inaugurada por Alfred Hitchcock mientras que, por otro lado, conecta la historia con la tradición detectivesca británica, tanto en el fondo como en la forma, de la era victoriana.

Entre los aspectos negativos, cabe mencionar dos: la ausencia de carisma en los villanos, interpretados por actores de segunda fila que, además de que no llegan a cobrar la importancia que mereciera una atención minuciosa por el espectador, apenas ocupan minutos relevantes dentro del metraje, que incorporan a unos personajes a los que se muestra siempre a distancia y sin que el espectador posea claves suficientes para ir por delante de los investigadores y poseer así información que les haga partícipes de la historia en mayor medida, y por otro lado, el poco acierto en recrear al dramaturgo ciego por parte de Van Johnson, especialmente en las escenas que transcurren en lugares en los que el personaje no habría de desenvolverse con habilidad, sin que quepa la coartada de la ayuda o la compañía de quienes se hallan con él. Pero donde más se percibe esta falta de elaboración del personaje es precisamente en las escenas cotidianas, en las situaciones normales, donde Johnson, simplemente, sólo es ciego porque se recuerda constantemente que es ciego.

Con todo, pequeñas debilidades que no consiguen empañar el magnífico guión y la gran dirección de Hathaway, así como el interés de una historia que bien merece con el paso del tiempo situarse entre los más reconocidos y celebrados filmes de suspense de la época clásica del cine, con perdón de Sir Alfred.

Intriga política de capa y espada: El maestro de esgrima

El maestro de esgrima

Una amiga muy querida tuvo a bien, como dice Adela de Otero (Assumpta Serna) en un momento de la película, hacerme «el mejor requiebro que he me han hecho nunca»: según esta amiga, mientras veía por vez primera la adaptación a la pantalla por parte de Pedro Olea de la que, a juicio de un servidor, es la mejor novela de Arturo Pérez-Reverte, dando como resultado, según este mismo servidor, la mejor película de entre las basadas en un libro suyo (y no, no me estoy olvidando de Alatriste), esta amiga, digo, que si no recuerdo mal no había leído el libro, no podía evitar ver llamativas y sorprendentes similitudes entre el protagonista, Jaime de Astarloa (Omero Antonutti), y mi propia persona humana masculina singular. Y no es que a uno le agrade especialmente que lo asimilen a un antiguo galán italiano setentón que hace películas en España de vez en cuando (aunque compartamos el mismo volumen de flequillo), sino que la cosa se ve desde otra perspectiva si pensamos en la caracterización del personaje.

Madrid, 1868. La política anda convulsa, pues se dice que el general Prim, catalán de Reus, astuto político y temerario, valiente y competente militar, héroe de una de las campañas africanas del decadente imperialismo español y exiliado en Londres por sus ideas excesivamente «democráticas», está conspirando para regresar a España y ponerse al frente de un movimiento revolucionario que aparte del trono a la pizpireta y casquivana Isabel II. Eso, si es que no ha vuelto ya y se encuentra de incógnito convenciendo a los indecisos o sobornando a quien se deje con tal de abrirse camino hacia el gobierno… El que sería líder de la llamada Gloriosa, posteriormente presidente del Consejo de Ministros y, por último, uno de los más ilustres de entre los célebres políticos asesinados en el siglo XIX español, es el detonante en la sombra de una intriga que amenaza la paz de Jaime de Astarloa, el mejor maestro de esgrima de la Villa y Corte. A Astarloa, incapaz de imaginar siquiera que los entresijos de la vida pública del país puedan afectar en lo más mínimo a su rutinaria y compartimentada vida, esos juegos políticos no le interesan más allá del entretenimiento que le proporciona la tertulia de la tarde con sus escasos amigos, Carreño, Romero o Agapito Cárceles (Miguel Rellán), apasionado, radical y fanático intrigante. Astarloa vive de ensoñaciones y de recuerdos, de memorias de un tiempo en el que las palabras tenían peso, valor, y la mayor razón para desenvainar la espada era un lance de honor, una traición de amor o amistad, la ruptura de la palabra dada o la insolencia o descortesía con una dama. Permanece ajeno a la velocidad de un mundo de ferrocarril y pólvora, de capitalismo y distancias cada vez más cortas, en el que poco empiezan a importar los antiguos valores de la nobleza, de la aristocracia desmoronada reconvertida en banca regida por tipos de interés, de políticas que son pretextos para que unos pocos puedan turnarse en el ejercicio arbitrario y partidista del poder, y de religiones que se venden al mejor postor para no perder su cuota del suyo. Astarloa vive en tiempo pasado, empecinado en seguir enseñando esgrima en un mundo que tira de pistola, de fusil, de cañón, convencido (con razón) de que éstas son armas más rápidas, efectivas, devastadoras, pero innobles, tramposas, que vuelven al hombre un cobarde, ruin y mezquino, que puede matar a distancia o por la espalda sin pasar por el obligatorio trance, para el honor y la dignidad, de mirar a los ojos a aquel al que se está matando, sintiendo su aliento, su calor corporal, o viendo el pánico, el dolor o la súplica implícitos en su expresión. Así, mientras recuerda sus días de aprendiz en París y evoca un amor pasado cuya desgraciada conclusión le obligó a volver a Madrid, pasa sus días entre sus clases impartidas a los pocos románticos que todavía practican la esgrima o la imponen como disciplina formativa a sus nietos, sus encuentros con amigos en el café, y la redacción de un tratado de esgrima cuyo colofón ha de ser la estocada maestra, aquélla imposible de prever y de parar, la estocada infalible, definitiva, siempre victoriosa, y en cuya búsqueda lleva meditando toda su vida, intentando continuar una labor que su maestro jamás pudo culminar. Sin embargo, dos hechos van a ir tejiendo levemente una tela de araña alrededor de esta vida de nostalgias: por un lado, Luis de Ayala (Joaquim de Almeida), un marqués, alumno de Astarloa, pendenciero y mujeriego, que anda metido en política, le pide que custodie unas cartas de suma importancia que sólo puede confiarle a al único hombre honorable que conoce, y por otro, y sobre todo, la irrupción de Adela de Otero, joven atractiva de oscuro pasado y enigmática belleza que, consumada esgrimista, convence al maestro para que le enseñe la famosa estocada de doscientos escudos para cuyo aprendizaje alumnos de toda Europa llegaban antaño a Madrid para ser recibidos por Astarloa.
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