Sueños rotos: Revolutionary Road (Sam Mendes, 2008)

Sin duda los promotores de la serie televisiva Mad men, tan original como la gran mayoría de las series del reciente boom del formato (es decir, prácticamente nada), tomaron muy buena nota de todo lo que ocurre, y de cómo se cuenta, en esta película de Sam Mendes, probablemente la más solvente (si nos olvidamos de la novela original de Richard Yates, mucho más corrosiva y amarga que la película) de una filmografía que contiene títulos sobrevalorados (American Beauty, 1999), alguno además bastante tramposo (Camino a la perdición, 2002), y un par de aparatosas pero huecas aproximaciones al universo de James Bond que, en ambos casos, han estado a punto de llevar a la bancarrota a la MGM. A diferencia de lo que suele resaltarse en las críticas, la virtud de esta película no es tanto que radiografíe con más o menos talento, meticulosidad y oportunidad los agridulces recovecos del amor y la decadencia de la vida de pareja, sino más bien su acertado reflejo del espejismo del sueño americano del orden tradicional burgués en el marco del consumismo perfecto propio de la era Eisenhower, recuperado por Reagan en los 80 y prolongado hasta hoy por el puritanismo omnipresente, la publicidad y las políticas neoliberales. Así, asistimos al desmoronamiento de una pareja como resultado de su toma de conciencia de la realidad, de su comprensión del engaño en el que han caído una vez superadas las vanas promesas de un mundo de diseño cuyas dulces expectativas nunca pueden cumplirse porque nunca existieron.

Para ello, nada mejor que escoger como protagonista a la pareja del truño romanticoide por excelencia de los últimos lustros, Titanic (James Cameron, 1997) y deconstruir su empalagosa historia de amor (y asesinato) en el marco de la América de los 50. Frank (Leonardo DiCaprio, que por una vez consigue no parecer estúpido ni contagiar su estupidez a sus personajes) y April (gran Kate Winslet, como casi siempre), son la pareja ideal (guapos, soñadores, con grandes proyectos vitales producto de la cultura del esfuerzo y la vocación) que se conoce en un momento ideal, en una fiesta de jóvenes despreocupados, entre melodías de swing y noches estrelladas de edificios iluminados y fuegos artificiales… Por supuesto, se encandilan nada más verse, se enrollan y se casan, y van a vivir al típico barrio residencial, más allá de las casas baratas, faltaba más, que dibuja una vida familiar de ensueño: casita enorme con jardín, garaje y pista asfaltada para que el coche pueda entrar sin estropear la leve colina de césped que conduce a la puerta. Tanta perfección formal a duras penas llega a tapar la frustración de una vida malgastada: la de ella confinada en el hogar y la familia (la parejita, como mandan los cánones burgueses), en las labores de ama de casa y en el fracaso de su antigua pretensión de convertirse en actriz teatral; la de él, recluido en un trabajo que odia, seguidor de los pasos de su padre como oficinista de una firma de electrodomésticos de Nueva York, ciudad a la que debe desplazarse cada mañana en coche y tren de cercanías, pululando por vagones, los andenes y las aceras de la Gran Manzana entre otros miles de maridos derrotados y frustrados como él. A punto de perder la juventud, cada uno se defiende como puede de su fracaso: ella, soñando con una vida nueva en París; él, cepillándose a las nuevas y jóvenes secretarias que se incorporan a su oficina. Así las cosas, la voz de su conciencia termina siendo John (magistral Michael Shannon, lo mejor del reparto), que acaba de salir del psiquiátrico al que fue condenado por haber violentado a su esposa e hijo del matrimonio Givings (Richard Easton y Kathy Bates), amigos de la pareja protagonista desde que ella, agente inmobiliaria, les diera a conocer su nueva casa. Frank y April Wheeler son a los ojos de todos la pareja modélica, que para eso son guapos y disfrutan de más y mejores comodidades materiales que sus vecinos, sobre todo más que los Campbell, cuyo miembro masculino de la pareja, Shep (David Harbour) intenta evadirse de su mediocridad deseando a April más que nada. Continuar leyendo «Sueños rotos: Revolutionary Road (Sam Mendes, 2008)»

La tienda de los horrores – Suave como visón

Desde Con la muerte en los talones (North by Northwest, Alfred Hitchcock, 1959), la estrella de Cary Grant fue apagándose poco a poco. Tras veinticinco años en lo más alto del panorama de Hollywood caracterizando una y otra vez al galán de galanes por antonomasia, la inexorable huella de la edad dificultaba ya su identificación por parte del público con los atractivos, aventureros, alocados y descacharrantes personajes de sus screwball de juventud y de los elegantes y heroicos caballeros de su madurez, al mismo tiempo que afectaba a la verosimilitud de ciertas actitudes y comportamientos de sus caracteres en la pantalla. Esta autoconciencia de que su indiscutible hueco en el cine del sistema de estudios empezaba a faltarle llevó a Grant a un espaciamiento cada vez mayor de sus apariciones en películas durante los años sesenta, hasta un retiro prematuro que le libró de tener que reinventarse en la vejez, como hicieron muchos otros intérpretes del periodo clásico, exiliándose en proyectos menores de cine de catástrofes o en series de televisión de bajo perfil durante los setenta. La lenta pero súbita caída de Grant tuvo celebrados repuntes, como Página en blanco (The grass is greener, 1960) o Charada (Charade, 1963), ambas dirigidas por Stanley Donen, pero otros de sus trabajos dejaron a las claras que su época en el cine había pasado, si bien resultando siempre la presencia y la interpretación de Cary Grant lo mejor de ellos: es el caso de Apartamento para tres (Walk don’t run, Charles Walters, 1966) o esta Suave como visón (That touch of mink, Delbert Mann, 1962).

De muy muy decepcionante puede calificarse esta presunta comedia de leve temática sexual protagonizada por Grant y una Doris Day rebozada y regocijada en la etapa más insoportable de su carrera. Como de costumbre, Doris Day interpreta a una provinciana reprimida, timorata y palurda cuyo principal -y único- proyecto de felicidad es encontrar al amor de su vida, fundar un hogar y procrear montones de hijos. Por este orden, por supuesto, porque de sexo, hasta que pasen por la vicaría, nada de nada. No se trata de una excentricidad aislada, porque Cathy, el personaje que interpreta Doris Day, vive en un apartamento de Nueva York alquilado a medias con Connie (Autrey Meadows), otra que tal baila. Juntas viven en algo así como en una eterna edad del pavo, como si a su ya más que madurez -la actriz era ya cuarentona- compartieran todavía acampada en el colegio, cuarto en el instituto o residencia en la universidad. Todo cambia cuando un día de lluvia el cochazo de un millonario elegante y apuesto, Philip Shayne (Cary Grant, obviamente) salpica de barro el abrigo de Cathy cuando se dirige a una entrevista de trabajo. Por supuesto, esto no es más que el principio de una historia que, transitando por distintos marcos de lujo y distinción, consiste en las distintas maniobras de Philip para desvirgar a la rubia y en la resistencia y maquinación de la mujer para conseguir que el ricachón trague con la ceremonia matrimonial como peaje imprescindible para acceder a ello. Por supuesto, este planteamiento encierra un concepto retrógado de las relaciones humanas en todos los sentidos, así como una trampa argumental, ya que, en el fondo, el comportamiento de Cathy es casi casi prostitución, pero el guión de Stanley Shapiro consigue convenientemente almibararlo todo de sentimentalismo barato y comedia hueca a fin de quitarle tremendismo y de convertir el puro sexo en historia de amor de algodón de azúcar.

Delbert Mann se apunta uno de los tantos más bajos de su carrera, nada que ver con Marty (1955) ni con Mesas separadas (Separate tables, 1958), y el trabajo de Stanley Shapiro resulta muy inferior incluso al realizado en otras presuntas comedias irritantes de Doris Day también escritas por él, como Confidencias a medianoche (Pillow talk, Michael Gordon, 1959) o Pijama para dos (Lover come back, Delbert Mann, 1961). Tampoco es el punto más alto de la carrera de Doris, aunque su punto más alto no destaque tampoco demasiado por encima de su trabajo en esta cinta, y, desde luego, el trabajo de Cary Grant, por más que consiga dotar, como no puede ser de otra manera, a su personaje de su característico carisma personal y su elegancia innata, termina abundando casi en la auto parodia habitual de sus últimos trabajos en la pantalla, muy lejos del lugar de honor que la historia del cine le deberá siempre. La película resulta fallida en casi todas sus líneas, resultando con diferencia lo más notorio, para mal, el hecho de que un sesentón Cary Grant y una cuarentona resulten tan profundamente ridículos perdiendo el tiempo en una trama de aire más propio de la adolescencia en torno a las incertidumbres coitales. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Suave como visón»