Diálogos de celuloide (Casino, Martin Scorsese, 1995)

 

«¿Qué íbamos a pintar en medio de un desierto? La única razón es el dinero. Ese es el resultado final de las luces de neón y las ofertas de las agencias de viajes, de todo el champán, de las suites de hotel gratis, de las fulanas y el alcohol. Todo está organizado solo para que nosotros nos llevemos su dinero. Somos los únicos que ganamos, los jugadores no tienen ninguna posibilidad».

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«Sabes, creo que tienes una imagen equivocada de mí, y lo menos que puedo hacer es explicarte exactamente cómo funciono. Por ejemplo, mañana me levantaré pronto y me daré un paseíto hasta tu banco. Luego entraré a verte y… si no tienes preparado mi dinero, delante de tus propios empleados te abriré tu puta cabeza. Y cuando cumpla mi condena y salga de la cárcel, con suerte, tú estarás saliendo del coma. ¿Y qué haré yo? Te volveré a romper tu puta cabeza. Porque yo soy idiota, y a mí lo de la cárcel me la suda. A eso me dedico, así funciono yo».

(guion de Martin Scorsese y Nicholas Pileggi, a partir de la novela de este)

El Padrino, 50º aniversario, en La Torre de Babel de Aragón Radio

Nueva entrega de la sección de cine en el programa La Torre de Babel, de Aragón Radio, la radio pública de Aragón, en este caso dedicada a celebrar el 50º aniversario del estreno de una de las mayores grandes obras maestras que ha dado el arte cinematográfico en toda su historia: génesis del proyecto, búsqueda de un director, elaboración del reparto, dificultades de rodaje, repercusión y anecdotarios varios.

Mis escenas favoritas: El Padrino (The Godfather, Francis F. Coppola, 1972)

Acaban de cumplirse cincuenta años de su estreno y sigue fresca como una lechuga. Obra maestra que encadena una tras otra secuencias magníficas de claves y tonos muy distintos, como en este caso, de la violencia muda y solemne a la cotidianidad de cocinar para un grupo de esbirros con la famosa receta que Clemenza (Richard Castellano) explica a Michael Corleone (Al Pacino). Dieta mediterránea.

Mis escenas favoritas: Uno de los nuestros (GoodFellas, Martin Scorsese, 1976)

Por más complejo y laborioso que pueda resultar el diseño y la ejecución del más elaborado de los planos secuencia, hay que reconocer que su efecto en pantalla, no pocas veces parcial o completamente desapercibido en toda su dimensión para el espectador, es una de las más palmarias manifestaciones de eso que suele llamarse la «magia del cine». Muchos de ellos, además de ser marca de fábrica de un buen puñado de directores, suelen incluirse en las antologías de las mejores secuencias de cine. Pueden, como en este caso, girar en torno a momentos no demasiado importantes o decisivos en el argumento de una película, pero su fin es funcionar a otro nivel, el del estilo visual, el del símbolo y la metáfora o el del ritmo que quiere otorgarse a un filme poseedor de eso que denominamos «mirada». Así ocurre con este plano secuencia de esta magnífica película de Scorsese, una de las más grandes de su filmografía, que marca el ascenso de su protagonista y la entrada de su chica y futura esposa a esa atractiva y cómoda vida que si ella supiera que viene del crimen organizado rechazaría horrorizada pero que, finalmente, aun con sus sospechas y su posterior aceptación, la seduce. Es decir, la hace cómplice, la corrompe.

Mis escenas favoritas: El padrino. Parte 2 (The Godfather: Part II, Francis Ford Coppola, 1974)

Algunos acusan a Coppola de haber glorificado a la mafia a través de su trilogía de El padrino, en particular en sus dos primeras entregas, sin reparar que lo que Coppola hace realmente es glorificar el cine. Si la primera parte parecía insuperable, Coppola se destapó, el mismo año que estrenó la magistral La conversación, con esta nueva visión, corregida y aumentada, hacia delante y hacia atrás, de las aventuras de la familia Corleone en Sicilia y Estados Unidos. Esta secuencia da una idea bastante aproximada del sentido último de la magna obra de Coppola, la de un padre de familia (tanto Vito como Michael Corleone) que desesperadamente, contra el tiempo y contra todas las formidables fuerzas en su contra, intenta reconducir a los suyos hacia la legalidad para convertirse en una familia respetable. Esfuerzos que, sin embargo, tanto desde su llegada a América como varias décadas después, se ven imposibilitados porque el ambiente que les rodea es tan putrefacto, corrupto y malévolo como ellos mismos, e igualmente indignos de respeto. El crimen no ya es una opción, sino el único medio del que disponen para garantizarse el paraíso americano, que a su vez se nutre de ellos. Probablemente, eso es lo que no gusta a los críticos con el tratamiento que Coppola hace de la mafia (que nunca se nombra como tal en la trilogía), que ligue su vigencia y su destino al del propio bienestar estadounidense, idea básica que esta escena pone sobre la mesa con brillantez e inteligencia.

Música para una banda sonora vital: Il divo (Paolo Sorrentino, 2008)

Si en España estaba el Trío La la la, que acompañó a Massiel en su triunfo en Eurovisión, en Alemania estaba el Trio, a secas, cuyo mayor éxito fue este Da Da Da ich lieb Dich nicht, Du liebst mich nicht, con el que Paolo Sorrentino cierra su colosal retrato de Giulio Andreotti, personaje central de la política italiana prácticamente en todas sus grandes vicisitudes tras la Segunda Guerra Mundial. Brutal radiografía de un personaje que antepone la política, su política -es decir, él mismo-, a cualquier otra circunstancia vital o pública, se trata sin duda de la mejor película de su director y uno de los más elocuentes y profundos retratos de eso que se llama «animal político», con sus pocas luces y sus inmensas y turbias sombras.

Dieta (política) mediterránea: Suburra (Stefano Sollima, 2015)

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El thriller vinculado a las implicaciones de la corrupción política es casi un subgénero de la cinematografía italiana. La propia conformación del mapa político del país (en particular, la hegemonía de décadas de Democracia Cristiana y sus pactos con el Partido Comunista), el convulso funcionamiento de su plano institucional y de los mecanismos internos de los partidos (desde la Segunda Guerra Mundial el país sale a más de un Gobierno por año de promedio), la existencia del Estado Vaticano, eje de poder económico, político e incluso espiritual de primer orden con ilimitada capacidad de influencia dentro y fuera de Italia, en el centro de su capital, Roma, y la omnipresencia de las mafias (Camorra, Cosa Nostra, ‘Ndrangueta) y el crimen organizado proveniente de países del Este, alimentan un enfoque de su cine especialmente profuso en los años setenta y primeros ochenta, y que ocasionalmente sigue ofreciendo títulos a medida que el panorama va complicándose con la irrupción de sucesivos interlocutores políticos (Berlusconi, el Movimiento Cinco Estrellas, la ultraderecha…) y la constante aparición de nuevos factores de inestabilidad (crisis económica, inmigración, relaciones con la UE…). Suburra bebe tanto de las fuentes de aquel cine político italiano (de autores como Rosi, Petri, Bellochio, Pontecorvo, Zurlini, Damiani, Ferrara…) como de sus reelaboraciones más vinculadas a la actualidad del momento -en particular, de Il Divo (Paolo Sorrentino, 2008) y Gomorra (Matteo Garrone, 2008)-.

Partiendo de un caso tipo -las relaciones que, en torno a un gran proyecto inmobiliario en el puerto de Ostia, se establecen entre políticos, mafiosos, delincuencia local e incluso miembros de las altas esferas de la Santa Sede-, la película aspira a hacer un caleidoscopio de las distintas perspectivas y situaciones que genera un movimiento especulativo de estas características, alentado desde los intereses particulares de quienes emplean los partidos políticos y las instituciones como vehículos de negocio y con la ayuda y la participación activa del crimen organizado, que termina afectando de una u otra manera al elemento de base de cualquier sociedad, el ciudadano honrado que cumple con sus obligaciones y paga sus impuestos. En este contexto, la muerte de una prostituta en la orgía que un parlamentario celebra con su amante en un hotel de Roma, naturalmente a espaldas de su mujer, levanta una auténtica tormenta perfecta de extorsión, manipulación, violencia y crímenes encadenados en el que confluyen la necesaria ocultación del cadáver, el desarrollo de un proyecto de ley urbanístico cuya aprobación es ansiada por los cazadores de comisiones, las mafias del sur y los despachos vaticanos, y las luchas de poder entre clanes criminales. Venganzas sangrientas, sexo a raudales, negocios sucios, amenazas, política barriobajera, excursiones a los bajos fondos, chantajes, mucho plomo e incluso el secuestro de un niño son los ingredientes de un guiso cada vez más indigesto y peligroso para todos.

Sin las florituras formales y los alambiques visuales de Sorrentino, apostando por una mixtura de sobriedad y desbarre, la película parte de una estructura inicial de rompecabezas cuyas piezas, poco a poco (en ocasiones, demasiado), van encajándose, para constituir una intrincada combinación de relaciones y deseos incompatibles dirigida a un inevitable estallido violento. Irregular en cuanto a ritmo, algo morosa en su comienzo, tan vertiginosa como estática en distintas fases de su desarrollo, la narración, estructurada por capítulos titulados con la fecha y el número de días que faltan para el episodio de conclusión, que denomina como «Apocalipsis», Continuar leyendo «Dieta (política) mediterránea: Suburra (Stefano Sollima, 2015)»

De mafias y pifias: El Don ha muerto (The Don is dead (Beautiful but deadly), Richard Fleischer, 1973)

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Cualquier éxito abrumador en el cine de Hollywood conlleva un doble efecto: por un lado, las secuelas, a veces interminables, que terminan por desustanciar y desvirtuar la idea original (lo mismo que ocurre con las series de televisión y sus inacabables temporadas continuadas hasta la extenuación); por otro, el fenómeno emulación. El Don ha muerto (The Don is dead (Beautiful but deadly), Richard Fleischer, 1973) fue la respuesta de Universal al clamoroso triunfo que Paramount se había anotado con El padrino de Francis F. Coppola, cuya segunda parte estaba por entonces en proceso de producción. Y, más que respuesta, fue todo un caso de imitación, como suele ocurrir, tremendamente fallida a pesar de encontrarse a los mandos un cineasta muy competente y estimable, consumado especialista en estos géneros de la intriga, la acción y el crimen organizado.

El guion, escrito a varios pares de manos a partir de una novela de Marvin H. Albert, que también intervino en la cocción, contiene demasiados puntos en común con la obra de Mario Puzo, pero nada sublimados, alejados por completo del aroma shakespeariano, de violenta tragedia en lucha contra el destino, que Coppola le impuso; muy al contrario, Fleischer busca y se recrea en la violencia, parece que el mayor de sus intereses ha sido diseñar y coreografiar las secuencias en las que los distintos miembros de las familias mafiosas enfrentadas son liquidados con todo derroche de plomo, sangre y cacharrería. El punto de partida es la muerte (natural) del jefe de una de las tres familias, los Regalbuto, que manejan el cotarro de los negocios ilegales de una ciudad norteamericana no identificada. Reunida en Las Vegas la comisión nacional creada por la Mafia para la gestión común del crimen organizado en el país, se acuerda que el territorio de los Regalbuto se reparta entre las otras dos familias, los DiMorra, encabezados por su patriarca, Angelo (Anthony Quinn), gran amigo del difunto y casi padrino de su único heredero, Frank (Robert Forster), y los Bernardo, que al tener a su cabecilla en prisión son dirigidos por su consigliere, Luigi Orlando (Charles Cioffi), que a su vez se deja influir demasiado por sus ambiciones y sus apetencias, en especial si tienen que ver con María (Jo Anne Meredith), una antigua prostituta a la que ha convertido en su amante. Los hermanos Fargo, Tony (Frederic Forrest) y Vince (Al Lettieri) aprovechan la ocasión para obtener el permiso de la comisión para establecerse por su cuenta, aunque al servicio de las otras familias en aquello en lo que necesiten, y Frank obtiene la promesa de, a la muerte de Angelo DiMorra, que no tiene esposa ni hijos, heredar sus antiguos territorios y todo lo que pertenece al viejo Angelo. No obstante, Luigi Orlando tiene sus propias intenciones ocultas: mientras su jefe, Jimmy Bernardo, sigue en prisión, idea un plan para azuzar a los DiMorra contra Frank y los Fargo, y de este modo quedarse con toda la ciudad.

Nos encontramos, por tanto, ante el consabido pastel mafioso lleno de encerronas, tiroteos, muertes violentas, coacciones, extorsiones y traición, en el que dos ramas del crimen organizado luchan encarnizadamente en busca de la extinción del adversario mientras un tercero mira y trata de aprovechar la situación. No obstante, el guion, por un lado, descuida el papel y la presencia de las autoridades políticas, judiciales y policiales de la ciudad (la policía aparece tangencialmente, como parte del paisaje urbano o en forma del sonido de las sirenas), y del papel hostil, arbitral, cómplice o antagónico que podrían representar para los distintos bandos mafiosos, o del carácter determinante que podrían tener para la resolución de la guerra de bandas. Por otro, abusa de tópicos y situaciones ya vistos en la película de Coppola, c Continuar leyendo «De mafias y pifias: El Don ha muerto (The Don is dead (Beautiful but deadly), Richard Fleischer, 1973)»

Cuando Banco y Mafia son sinónimos: Gigantes de plata (Silver bears, Ivan Passer, 1978)

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La banca y el crimen organizado siempre han gozado de buenas relaciones mutuas. Podría decirse lo mismo de la banca con el crimen, a secas. Esta buena sintonía no sólo ha generado inmensas fortunas particulares, sino que incluso ha ayudado a la creación de estados, al mantenimiento de anacrónicas colonias en el Caribe o a la buena reputación de determinados países, considerados paraísos de la opulencia, cuya extraordinaria riqueza y envidiable prosperidad se basa sobre todo en el secreto bancario. Y ya se sabe que cuando se recurre al secreto es porque hay mucho que tapar. No se trata de una delincuencia cualquiera, por tanto, sino de organizaciones criminales legitimadas por leyes nacionales e internacionales fabricadas a su medida. Nadie con sentido común negaría esto, y menos en estos tiempos. Pero hace ya décadas, quizá de manera algo involuntaria, el checo Ivan Passer dejó un testimonio bastante burlón de esta circunstancia en su extraña, recomendable y poco conocida Gigantes de plata (Silver bears, 1978), producción británica protagonizada por Michael Caine cuyo título original alude, dentro del mismo juego de sarcasmos que plantea, tanto a uno de los máximos premios del Festival de Berlín como a un aspecto esencial de su trama.

Construida como una comedia ligera e irónica sobre las conexiones entre la Mafia, los mercados bursátiles, la especulación económica, los bancos, las inversiones opacas y la atmósfera de estafa, engaño y manipulación sobre la que operan todos estos factores, la cinta da inicio con el dilema de un cabecilla del sindicato del crimen que controla los casinos de Las Vegas (Martin Balsam), que necesita blanquear sus enormes ganancias ilegales. La solución más prudente de cara a las autoridades norteamericanas es colocarlas en un banco suizo, pero todos ellos, temerosos de la reacción del gobierno americano, rechazan esa posibilidad. ¿Solución? Comprar su propio banco suizo y hacer con él lo que le plazca. Una vez elegida la víctima, un pequeño banco semidesconocido, envía a su agente, Doc Fletcher (Michael Caine) para hacerse cargo de él, gestionarlo y camuflar así el dinero mafioso. Para ello cuenta con la ayuda de un estrafalario príncipe italiano (divertidísimo Louis Jourdan), de un matón experto en falsificar dólares, y del inútil hijo del mafioso (el televisivo Jay Leno, con una pinta para echarle de comer aparte), ansioso por demostrar a su padre su capacidad para ocuparse de asuntos de importancia. Sin embargo, pronto la maniobra pone a Fletcher y los suyos ante un caramelo mucho más tentador: la posibilidad de prestar dinero a los propietarios de una mina de plata en Irán (David Warner y la francesa Stéphane Audran) y convertirse con ello en dueños de una porción muy importante de los beneficios del comercio de esa plata. Eso despierta la ambición de un codicioso empresario británico, dueño de varias explotaciones de ese mineral, que convence a un banco inglés para que compre el banco suizo y así adueñarse indirectamente de la mina iraní. Puesto sobre aviso, Fletcher descubre todo el plan a través de la mujer del comisionado del banco enviado para negociar, una americana extravagante, ingenua y bastante borrica (Cybill Shepherd), a la que seduce con facilidad.

La película transita con un tono amable, fluido y ácido por distintas localizaciones internacionales (Suiza, Las Vegas, Londres, Irán…) y se construye como una cinta de atracos sin atraco, en la que las complejas labores de diseño y ejecución de un plan son sustituidas por el juego del ratón y el gato entre individuos que, con la intención de poner la menor cantidad de dinero posible para sus negocios (y si es falso, mejor), pretenden hacerse con la mayor parte de la fortuna de los demás, y que para ello no reparan en embustes, maniobras subterráneas, estafas, timos y dobles juegos. Continuar leyendo «Cuando Banco y Mafia son sinónimos: Gigantes de plata (Silver bears, Ivan Passer, 1978)»