Alegoría alemana: El tambor de hojalata (Die Blechtrommel, Volker Schlöndorff, 1979)

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Coproducción franco-germano-polaco-yugoslava, El tambor de hojalata sigue conmocionando y perturbando al espectador en la misma medida que el año de su estreno, 1979. Volker Schlöndorff asume, junto a Franz Seitz y al coguionista de la segunda etapa francesa de Luis Buñuel, Jean-Claude Carrière, la inmensa y compleja tarea de llevar a la pantalla la novela de Günter Grass, que colabora desde el principio con los guionistas supervisando y reescribiendo los diálogos, para conformar uno de los filmes alemanes más importantes del periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial. De esto, precisamente, de la ascensión del nazismo, de la guerra y del subsiguiente desastre es sobre lo que reflexiona esta esplendorosa fantasía que funciona como una alegoría acerca de cómo los planteamientos infantiles, populacheros y banales pueden calar en una sociedad deseosa de evadirse de su propia realidad hasta llevarla el desastre.

El vehículo para mostrarnos la caída de la sociedad alemana en el vacío mental y moral del nazismo es Oskar Metzerath (David Bennent), un niño nacido durante los años veinte del pasado siglo en el seno de una familia alemana del corredor de Danzig, zona de la antigua Prusia anexionada a Polonia y supervisada internacionalmente tras la derrota del Reich en la Primera Guerra Mundial. Allí conviven alemanes y polacos, juntos pero no revueltos, acumulando rencores y odios. Pero Oskar no es un niño cualquiera: es un adulto omnisciente encerrado en el cuerpo de un niño por voluntad propia. Al cumplir los tres años y recibir como regalo un tambor de hojalata, toma la decisión de no crecer más. Desde ese momento, y utilizando el tambor como primordial medio de comunicación con su entorno, Oskar se convierte en crítico observador del comportamiento adulto, que entiende sometido a toda clase de pasiones, cuanto más bajas mejor, y casi siempre tiranizado por pulsiones sexuales generadoras de conflictos. No es la única arma de Oskar en sus difíciles relaciones con el ecosistema en que vive: en una ocasión en que intentan arrebatarle el tambor descubre que sus gritos agudos son capaces de romper los cristales (en su propia casa, en la consulta del médico, incluso en las vidrieras de la catedral); esto se convertirá en su forma de exteriorizar sus sentimientos cada vez que Oskar viva una decepción, una amenaza o sienta la punzada del deseo.

Con Oskar como testigo de las aventuras de su madre (Angela Winkler), que vive una especie de triángulo amoroso junto a su marido (Mario Adorf) y a su amor de juventud, el primo Jan (Daniel Olbrychski), la película retrata con tintes absurdos y surrealistas la irrupción del nazismo y la transformación de los valores y las prioridades de los alemanes (la sustitución, por ejemplo, del retrato de Beethoven por el de Hitler en el salón familiar; la compra de la radio para escuchar los discursos del Führer; el vecino trompetista amenazado por interpretar La internacional). De este modo, la historia de los personajes se ve jalonada por los sucesivos progresos de la imposición del nazismo y de los episodios ligados al desarrollo de la guerra, marcando como un metrónomo el ritmo de vida de los protagonistas. En particular, el fragmento más emotivo lo protagoniza el cantante y actor francés de origen armenio Charles Aznavour, Continuar leyendo «Alegoría alemana: El tambor de hojalata (Die Blechtrommel, Volker Schlöndorff, 1979)»

Resurrección y muerte de Norma Desmond: Fedora (Billy Wilder, 1978)

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Si podemos considerar a Wendell Ambruster Jr., el personaje de Jack Lemmon en Avanti! (Billy Wilder, 1972) -como José Luis Garci, nos negamos a llamarla ¿Qué ocurrió entre mi padre y tu madre?– la evolución envejecida y amargada de su previo C. C. Baxter de El apartamento (The apartment, Billy Wilder, 1960), tanto o más cabe proyectar en el director y productor independiente Barry ‘Dutch’ Detweiler que William Holden interpreta en Fedora las vicisitudes de su «antepasado», el guionista Joe Gillis que él mismo encarnaba en El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950). No se trata solamente de una similitud de rasgos físicos o de una proximidad de líneas argumentales y narrativas; como en el caso de las mencionadas tragicomedias, llamémoslas para entendernos románticas, entre las desgraciadas aventuras de Norma Desmond y Fedora, así como entre los personajes que las rodean y que de algún modo han condicionado sus vidas, existe un hilo conductor (además de algún guiño explícito, como la alusión de Dutch a la cama en forma de góndola que también aparecía en la mansión de Norma Desmond) que permite considerarlas parientes directas, un territorio común, una extensión cinematográfica natural. En el caso de Fedora, a ello contribuye igualmente un guión construido y estructurado a partir de unos parámetros asentados con éxito en su modelo previo.

Partimos, como en su antecedente, de un suceso trágico: la célebre y enigmática Fedora, una retirada actriz de la etapa clásica del cine que había retornado a la pantalla ante una gran expectación, se suicida arrojándose al paso de un tren en una estación próxima a París. En la concurrida capilla ardiente, donde se nos presenta a los personajes principales del drama, y a través del arruinado director y productor independiente Detweiler, se abre, al modo de La condesa descalza (The barefoot comtessa, Joseph L. Mankiewicz, 1954), el flashback que echa a rodar la historia, y que constituye el prometedor y mejor pasaje de la película. Dutch (William Holden) viaja a la isla griega de Corfú para intentar que Fedora (Marthe Keller) acepte trabajar en una de sus películas; de hecho, la participación de Fedora es prácticamente la única posibilidad que Dutch ve de encontrar financiación, y de ello depende su supervivencia en el cine. Dutch cuenta con las dificultades de llegar hasta la actriz, una mujer conocida por su hermetismo, su comportamiento caprichoso, huidizo e impredecible, su secretismo y su sometimiento a las personas que la rodean, una misteriosa condesa polaca (Hildegard Knef), una asistente personal demasiado estricta (Frances Sternhagen), el oscuro y ambiguo doctor Vando (José Ferrer)  y el chófer-guardaespaldas de la condesa, el fortachón Kritos (Gottfried John). No obstante, su insistencia y la búsqueda de imaginativos métodos para acercarse a Fedora dan sus frutos, y así se introduce en su angustioso, decadente y tormentoso universo personal.

Fedora vive en el pasado. Físicamente, porque parece atesorar el misterio de la eterna juventud. Mentalmente, porque algo no funciona bien en su personalidad, hay algo que la ata fatal, delirantemente a su antigua gloria como intérprete. Dutch descubre un personaje atormentado, encarcelado en la vida que sus acompañantes han diseñado para ella, casi prisionera en aquella villa de un islote medio perdido, rodeada de muros, verjas y perros guardianes, escoltada las veinticuatro horas, una vida de pastillas, tratamientos y correas. Dutch también vislumbra su inestabilidad: es un ser de extraño comportamiento, inestable, desquiciado, tremendamente desgastado por dentro en contraposición a la juventud que mantiene por fuera, y a la que no parece ser ajena la polémica reputación del doctor Vando como genetista. Dutch pasa a proponerse no sólo salvarse a sí mismo como director y productor, sino también a Fedora como actriz y como ser humano, recuperarla para el cine, pero también para la vida. Un empeño en el que las formidables fuerzas que se oponen a él, y los terribles problemas de Fedora, amenazan con hacerle perderlo todo. Cerrado el flashback, y en una capilla ardiente ya vacía de público, los distintos personajes se dan cita para dibujar el desarrollo y la conclusión del drama, más inquietante que sorprendente, tremendamente triste y desesperado.

Un Billy Wilder que ha fracasado en sus últimas películas americanas regresa a Europa para, con capital franco-alemán, intérpretes de perfil bajo (incluido Holden, ya en retirada) y producida por su coguionista I. A. L. Diamond, volver sobre sus propios pasos como cineasta y ofrecer una nueva crónica sobre el poder destructivo que Hollywood puede tener en las criaturas que él mismo fabrica. Continuar leyendo «Resurrección y muerte de Norma Desmond: Fedora (Billy Wilder, 1978)»

Diálogos de celuloide – El pacto de Berlín (The Holcroft covenant, John Frankenheimer, 1985)

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– Conduzca. Yo le diré exactamente dónde vamos.

– ¿Cómo dice?

– Eso es el volante. ¡Adelante!

– No sé conducir.

– ¿Cómo que no sabe conducir? Todo el mundo conduce.

– No si eres de Nueva York. Allí es inútil. El tráfico es terrible y no hay dónde aparcar.

– ¿Se da cuenta de que está poniendo en peligro nuestras vidas por su incompetencia? ¡Salga!

– Tengo un amigo que tiene una casa de campo que se supone que está a una hora de la calle 42. ¡Es mentira! Lo único que está a una hora de la calle 42 es la calle 43.

The Holcroft covenant. John Frankenheimer (1985).