El auténtico terror rojo: El viyi (Viy, Georgi Kropachyov y Konstantin Yershov, 1967)

 

Resulta de lo más reconfortante en estos tiempos de hipertrofia narrativa de contenido moroso y banal encontrarse con películas que cuentan tanto en tan poco metraje (78 minutos). A decir verdad, El viyi son en realidad dos películas que transcurren paralelas y relacionadas a partir de un tronco común, la fiel adaptación de un relato de Nikolái Gógol que aúna costumbrismo y terror, con el protagonismo difuso y remoto de una popular criatura demoníaca del folclore rural ucraniano, que ya sirviera de base para La máscara del demonio (La maschera del demonio, Mario Bava, 1960). Dos líneas argumentales centradas en un personaje, el seminarista Khoma (Leonid Kuravlyov), estudiante de filosofía en la academia teológica de Kiev, y en su ambigüedad respecto a la fe, tema que constituye el nexo y núcleo principal de las historias. Durante un permiso vacacional, Khoma y dos compañeros, un estudiante de retórica y otro de teología, los tres más amigos de la juerga que del estudio, retornan a casa, pero se extravían en la oscuridad durante el gozoso viaje de regreso. Necesitados de alojamiento durante la noche, van a parar a la casa de una anciana que en primer término se niega a darles cobijo, puesto que es una casa pequeña y no hay sitio, pero que después accede a acomodarles: el retórico duerme en el interior de la choza, el teólogo en un armario vacío y el filósofo en un pesebre del pajar. Es justamente Khoma quien, en plena noche, recibe la visita de la anciana, pero lo que interpreta inicial y erróneamente como un grotesco juego de seducción por parte de una mujer decrépita y amojamada, se revela como una escalofriante e impensable realidad: se trata de una bruja que utiliza a Khoma para una de sus diabólicas ceremonias, que incluye un vuelo nocturno por los contornos con el estudiante haciendo de escoba humana. Solo a través de el recitado de cánticos, salmos y fórmulas de exorcismo, Khoma logra librarse de la bruja, pero tras el aterrizaje, defendiéndose de ella a golpes y dejándola malherida, el seminarista comprueba consternado cómo el cuerpo de la anciana se transforma en la hermosa fisonomía de una apetitosa joven.

El planteamiento fusiona así, como en el cuento original, el costumbrismo local con el relato fantástico y de terror. El carácter frívolo de Khoma y sus compañeros, la vida en el seminario, con el horror diabólico, contado, eso sí, desde cierto sentido del humor y no sin voluntad ciertamente paródica. Esa duplicidad temática y la ambigüedad de tono continúan el resto del metraje. De nuevo en el seminario, Khoma es llamado por el director, que le informa de que la hija de unos ricos cosacos que fue hallada en el campo, casi muerta, después de ser agredida a golpes, requiere sus servicios para su consuelo espiritual mientras agoniza. El estudiante se sorprende y sospecha de que pueda tratarse de la misma muchacha, la bruja rejuvenecida, pero pese a sus esfuerzos por escaquearse de la compañía de los aldeanos borrachines con los que debe hacer el viaje, llega a destino para comprobar que la joven ha muerto, y que la ayuda espiritual se transforma en la obligación, aderezada con el soborno de mil rublos prometidos por el padre, de velar el cadáver y rezar por su alma durante tres noches seguidas como marca la tradición. No solo se confirman sus intuiciones sobre la identidad de la fallecida, sino que los lugareños le narran truculentas historias sobre brujas que beben sangre, cortan el pelo de las mujeres para utilizarlo en rituales extraños, e incluso montan a jóvenes desprevenidos como si fueran escobas… Los episodios de la vida diaria de la aldea se alternan así con las tres noches de duelo, a cada una más terrible que la anterior, en las que Khoma, solo en la vieja iglesia medio derruida junto al ataúd descubierto de la muerta, rodeado de velas, no tiene más remedio que defenderse de sus miedos echando mano de su débil conocimiento de la doctrina y la liturgia, y encomendándose a Dios como mejor le da a entender, si bien nada evita que cada noche viva una serie de experiencias horripilantes que lo marcarán con una huella indeleble.

La película lleva el sello del experto soviético en efecto especiales Aleksandr Ptushko. Y aunque se circunscribe al más estricto realismo en su presentación de la vida en el seminario, en el campo y en la aldea, en el interior de la iglesia va conformándose progresivamente como un teatro del horror. Un increscendo nocturno en tres capítulos que alcanza su eclosión, desde los primeros actos de la bruja vampiro hasta los fantasmas, los espectros y los demonios que surgen de las paredes y que alcanzan el paroxismo cuando la bruja invoca al viyi, la mayor y más peligrosa de entre todas las diabólicas criaturas de su reino de las tinieblas. Aunque en lo formal la película se resiente de algunos efectos demasiado obvios (exteriores que no pueden pasar por interiores, círculos de tiza previamente marcados en el suelo para que Khoma pueda trazar su área de protección, pantallas de cristal que separa al seminarista de la bruja, el ataúd volador…) y también del, a fin de cuentas, no tan temible aspecto del viyi en cuestión (que resulta no ser para tanto, desde luego físicamente, y cuyo papel supuestamente decisivo y tremebundo queda bastante reducido a un capítulo mínimo aunque trascendental), donde se eleva es en su acompañamiento, el catálogo de diablos, fantasmas y bestias varias del más allá que progresivamente circulan por la iglesia, van llenando la pantalla y actúan a modo de séquito demoníaco en el impresionante escenario de una iglesia ortodoxa venida a menos, con su particular iconografía repleta de huevos peligrosos y oscuridades entre los resplandores de las velas.

Bajo su capa de película de aventuras entretenidas, pintorescas y aterradoras, la película despliega una capa de lecturas implícitas que conectan lo aparente con lo oculto, y que van desde la situación social de aquellos que, sin desarrollar un particular sentimiento de fe, se acogen al estamento religioso como medio de encontrar una profesión y garantizar su supervivencia y, como resultado, plantea, aunque desde una perspectiva ligera y poco solemne, problemas asociados a la culpa y al remordimiento, tanto por la responsabilidad derivada de los propios actos cuando afectan a terceros, como de la lealtad y la sinceridad debidas a uno mismo. Porque lo que Gógol y la película sugieren es que no hay mayor demonio, ni más terrible, ni más autodestructivo, que aquel que cada uno arrastra consigo.

El poder de la puesta en escena: La máscara del demonio (La maschera del demonio, Mario Bava, 1960)

Esculpiendo el tiempo: La máscara del demonio (La maschera del demonio,  1960) de Mario Bava.

Dos son las grandes virtudes de esta, la primera película de Mario Bava como director (en solitario): el diseño de producción y el trabajo de fotografía (a cargo del propio Bava) y de escenografía, y el descubrimiento de Barbara Steele, que de inmediato pasó a ser algo parecido a una musa de las películas de horror de bajo presupuesto a ambos lados del Atlántico (además de alguna que otra participación en películas de otra enjundia, como su trabajo con Federico Fellini en Fellini, ocho y medio). En este caso, la historia, algo tópica, parte de un relato de Nikolái Gógol, El viyi, para entrelazar brujería y vampirismo en una remota zona oriental de Europa: a finales de la Edad Media, en un aislado territorio entre Moldavia y Rusia, los miembros de una secta religiosa de carácter guerrero e inquisitorial condenan a una pareja, la princesa Katia Vajda (Barbara Steele) y su amante Igor Javutich (Arturo Dominici), acusados de brujería, a ser ajusticiados mediante la colocación de una máscara metálica que, dotada de púas en su interior, perfora el rostro del condenado y lo hace desangrarse hasta morir. Como brujos que son, su sepultura no puede ser ordinaria. Enterrada en la cripta del castillo familiar, la bruja dormirá por toda la eternidad bajo el peso de la pesada cruz de piedra que corona su lápida. O así es hasta que dos siglos después, por accidente, o más bien por torpeza, los doctores Kruvajan (Andrea Checchi) y Gorobec (John Richardson), de paso hacia un congreso médico que se celebra en Moscú, deciden acortar viaje transitando por aquellos páramos y entran en la cripta a fisgonear después de que su carroza sufre una avería en una rueda. Sin proponérselo, e intentando zafarse de un muciélago que le agrede, Kruvajan golpea la cruz y la hace caer, y la herida sangrante de su mano vierte algunas gotas sobre el cadáver de la bruja, fórmula secreta e ignorada para que esta, y con ella su amante Javutich, puedan volver a la vida… La bruja y Javutich, que regresa de la tumba convertido en vampiro, si es que no lo era ya antes, tienen un plan: revivir a la antigua princesa Vajda en la carne y los huesos de la actual, la joven Asa (de nuevo, Barbara Steele), para renovar así su rostro y la lozanía de su juventud y continuar con sus poco deportivas fechorías. Agredido por Javutich el príncipe Vajda (Ivo Garrani), padre de la joven y apetecible Katia, el mustio doctor Kruvajan, alojado en una posada cercana, se desplaza al castillo para atenderle sin saber que está cayendo en las redes del vampiro, lo cual a su vez lleva allí también al doctor Gorobec. Entre los muros, en los salones vacíos y los pasillos oscuros del castillo es donde se entablará la lucha entre el bien y el mal con la máscara como amenaza última y letal.

La maschera del demonio (1960)

Hasta aquí, nada nuevo, una historia clásica de brujería con malvada revivida que deriva en una doble vertiente, la del vampirismo según la plantilla del Drácula mil veces adaptado y la de la invocación/posesión demoníaca, con algún toque de monstruo de Frankenstein (o sea, nada que no ocurra en cualquier cena de empresa). Sin embargo, como tantas veces en el cine, la cuestión no radica en el qué, sino en el cómo, y es ahí donde Bava despliega sus mejores cualidades como cineasta. Hacerse cargo de la dirección y de la fotografía al unísono le permiten concentrar la capacidad de diseñar el conjunto de la puesta en escena con un doble fin. Por un lado, conseguir dotar a la película de cierta autenticidad, ayudada por un excelente trabajo con los decorados. Al margen del cartón piedra y de los maquillajes «agresivos» de la serie B, Bava busca, como las películas contemporáneas de la Hammer británica, cierto «realismo tétrico» fundamentado en una rigurosa ambientación que deriva de un completo y minucioso proceso de documentación, tanto en arquitectura como en mobiliario y vestuario, siempre, eso sí, dentro del gótico de terror europeo oriental, pero en especial en lo referente a espacios, artilugios y objetos relacionados con la magia, la brujería, el ocultismo y lo misterioso, relativos tanto a lo medieval como al siglo XIX, materias en las que Bava es algo más que un iniciado, y que se completan con el uso del tiempo atmosférico y la recreación turbia y tormentosa del paisaje del páramo. Este conocimiento y su aplicación se complementan, en segundo lugar, con la precisión en el diseño de los encuadres y de la iluminación, con la efectividad de la planificación y la elegancia, sobriedad y suavidad de los movimientos de cámara que recorren los amplios y abigarrados decorados, llenos de mobiliario, estatuas, cuadros y otros elementos, en particular en el tratamiento creciente del amenazante suspense y de las secuencias de clímax, y sobre todo, con el empleo imaginativo de los resortes de tensión a lo largo de los ochenta y pocos minutos de metraje. Lo previsible del guion, ciertos lugares comunes trasladados a los diálogos, el estatismo de algunas escenas bastante menos dinámicas, algunos efectismos innecesarios y la gratuidad caprichosa de la parte «feliz» de la conclusión no menoscaban el brillante acabado formal del filme.

La maschera del demonio (1960)

Construida a partir de un prólogo, situado en la Edad Media, posteriormente continuado con la narración lineal de lo que sucede dos siglos después, la película constituye un triunfo de la forma sobre el fondo, de un gran trabajo de cámara y planificación puestos al servicio de un argumento mediocre, sin sorpresas ni giros. Prácticamente cada encuadre es una joya de la composición de planos, tanto en el equilibrio de las formas y de la colocación de los personajes como del uso de la luz y de las sombras o la utilización de los vanos de las puertas y ventanas como marco suplementario que haga más atosigante la irrespirable atmósfera que preside la narración, o en el diseño de los movimientos de la cámara por el decorado, el uso del zoom o del plano detalle. Este dominio del claroscuro y del paso de zonas iluminadas a la más absoluta penumbra antes de volver de nuevo a la luz dentro de un mismo movimiento de cámara es lo que confiere a la imagen esa textura tan rica como inquietante, esa atmósfera desasosegante y absorbente de tensión palpable que acompaña al progresivo desquiciamiento de los personajes. Este aspecto, las interpretaciones, supone otro punto flaco de una película en la que el plano técnico supera por mucho al dramático, aunque en las secuencias, digamos, no terroríficas (los encuentros sociales, las escenas de Gorobec y la princesa), resultan un tanto saturadas de luz y más monótonas y convencionales, además de que las actuaciones sean también cuestionables. Es una película más de planos y de suaves y lánguidos movimientos de cámara que de montaje (la primera aparición de la princesa en la loma que domina el cementerio, acompañada de sus perros, por ejemplo; las secuencias dentro de la cripta, tan sugestivas en cuanto a ambientación como ridícula, involuntaria y patéticamente cómica resulta la del ataque del murciélago que desencadena el drama), que funciona más cuando se mantiene tan fría como sus horrendas criaturas de ultratumba que cuando aspira a ser truculenta, o peor, sentimental. Película más de atmósfera que de sustos, supone el inicio de la reputada (no siempre con fundamento) carrera de Mario Bava, que, junto a los albores de la trayectoria de Jesús Franco, mantuvieron vivo el pulso del cine de terror en el sur de Europa durante los años sesenta.

Decadencia Hammer, terror y morbo: The vampire lovers (Roy Ward Baker, 1970)

En 1970, la mítica productora británica Hammer, célebre sobre todo por sus películas de terror, en especial por sus cintas de Drácula protagonizadas por Christopher Lee y sus horrores de toda condición con Peter Cushing en el reparto, había iniciado ya su imparable decadencia. Los nuevos aires del género, consistentes en rebozar de descarado erotismo y sangre a chorros las evoluciones de vampiros, brujos, monstruos y demás criaturas de la noche, insuflaron un último estertor de vida a un género que iba a renovarse casi por completo en el nuevo Hollywood de los años setenta. Mientras tanto en Europa, al hilo del giallo italiano de Mario Bava y Darío Argento y del cine de Jesús Franco, terror, vampirismo y sexo, desde siempre relacionados, actuaban en explícita conjunción para despertar el miedo y el deseo a partes iguales, y conformar un puzle de sensaciones opuestas pero íntimamente conectadas con las que compensar la falta de garra (aunque no de mordiente, valga el chiste malo…) de una manera de producir películas de terror que se anunciaba ya agotada.

The vampire lovers, cuya traducción en España ha ido variando en función de los temores de la censura (Las amantes del vampiro es el título más extendido y aceptado, aunque por el argumento y el tipo de sensualidad imperante cabe más bien hablar de Las amantes vampiras) está protagonizada por Ingrid Pitt, musa del erotismo terrorífico, o del terror erótico, que interpreta a una apetitosa jovencita descendiente de una vieja familia, los Karnstein, que en el Ducado de Estiria, en Austria, se dedica a seducir, amar y después desangrar a las no menos jóvenes y apetitosas hijas de los ricos hacendados de los contornos. En sus maniobras erótico-vampirizantes no vacila, si sirve a sus intereses, en encamarse con la institutriz de una de ellas o con el mayordomo, al que también exprime como un gorrino. La cuestión es poder seguir con sus tejemanejes vampírico-sexuales sin mayores contratiempos, y sacándole todo el jugo, del tipo que sea, a sus ocasionales amantes.

Además de Ingrid Pitt, caras conocidas y reconocidas del cine británico de la época y también algunas de sus inminentes promesas tienen mayor o menor protagonismo en el relato. A las sinuosas chicas de la partida (Kate O’Mara, Madeline Smith, Pippa Steel, Dawn Addams y Janet Key) se unen los veteranos Peter Cushing (en un pequeño aunque significativo papel), George Cole o el clásico Douglas Wilmer (recientemente fallecido y que diera vida también a otro clásico, Sherlock Holmes) en una breve pero decisiva intervención, el carismático Ferdy Mayne, que pocos años antes había interpretado justamente a un trasunto del conde Drácula a las órdenes de Roman Polanksi en El baile de los vampiros, y Jon Finch, que después iba a protagonizar la versión de Macbeth del propio Polanski o Frenesí para Alfred Hitchcock. Todos ellos participan de una trama en la que, como es costumbre en la Hammer (en coproducción en esta ocasión con la American International Pictures), la labor de ambientación constituye su mejor baza. Con una meticulosa construcción de decorados y una adecuada atmósfera de tinieblas, peligros y amenazas (antiguos cementerios, oscuras criptas, bosques hostiles, corredores en penumbra, dormitorios de ventanas abiertas, noches neblinosas…) se crea el necesario clima para una historia en la que también adquieren importancia los vaporosos y semitransparentes vestidos de las actrices, adecuadamente cortos o largos según la parte del cuerpo que adornen, cubran o deban descubrir. En esta ocasión, sin embargo, y dado el agotamiento de la fórmula narrativa habitual en este tipo de películas, el guion está presidido por el tópico, el lugar común, la falta de frescura y de renovación en las ideas: de nuevo una herencia diabólica entre los descendientes de una antigua familia, otra vez la alarma renacida entre los habitantes de la zona, los ajos, los crucifijos y los colmillos, y de nuevo un grupo de intrépidos hombres de bien dispuestos a acabar de una vez por todas con las demoníacas criaturas clavándoles la estaca (con más connotaciones sexuales que nunca) en pleno escote. Continuar leyendo «Decadencia Hammer, terror y morbo: The vampire lovers (Roy Ward Baker, 1970)»

Esos locos maravillosos (I): Tenebre (Dario Argento, 1982)

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Conviene no tomarse demasiado en serio el giallo (en italiano ‘amarillo’, nombre tomado de las cubiertas de unas populares novelas de bolsillo de los años treinta), ese subgénero italiano del cine de terror que combina thriller, erotismo, violencia morbosa y psicoanálisis de baratillo. Su única oportunidad de disfrute depende de la capacidad del espectador para abstraerse de las inconsistencias narrativas y las caprichosas incoherencias argumentales que suelen contener esta clase de películas, y de su voluntad para centrarse en la vocación de autoparodia que preside las más celebradas de ellas. Así, la ironía, el humor negro, la celebración del absurdo más retorcido, de la recreación en el sensacionalismo más bochornoso y delirante, constituyen los mayores alicientes (junto con las carcajadas más o menos intencionadamente buscadas) para el visionado voluntario de esta familia de filmes de la factoría de Mario Bava, Dario Argento o sus derivados ibéricos del egomaníaco Paul Naschy o del infatigable Jesús Franco.

La trama (es un decir) de Tenebre, uno de los máximos clásicos del subgénero, presenta a Peter Neal (Anthony Franciosa), un famoso escritor americano de novelas de intriga y asesinatos, que vuela a Roma desde Nueva York (acude al aeropuerto… ¡¡¡en bicicleta!!!, siguiendo al coche que porta su equipaje) para la promoción de su última novela (su título coincide con el de la película). Una vez allí, comienzan a cometerse sangrientos crímenes inspirados directamente en las páginas escritas por Paul, quien en su hotel no deja de recibir anónimos con extractos de frases y párrafos de su libro. Los detectives Germani (Giuliano Gemma) y Altieri (Carola Stagnaro) andan de inmediato tras la pista del asesino, pero las muertes sucesivas hacen que Paul se encargue personalmente de desenmascararle con ayuda de un becario de su editorial italiana (Christian Borromeo), un misterio en el que se ven involucrados el editor (John Saxon), un famoso presentador televisivo (John Steiner) y un montón de mujeres macizas (Mirella D’Angelo, Veronica Lario, Ania Perioni, Lara Wendel…).

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Porque una de las señas de identidad del giallo es la inclusión en el reparto de actrices de buen ver que, oportunamente ligeras de ropa, sean víctimas preferentes para criminales y psicópatas de todo pelaje. El erotismo, uno de los motores principales de este tipo de películas, a menudo próximas en cuanto a estética, atmósferas y precariedades presupuestarias al cine erótico o directamente pornográfico (de hecho, directores como Jesús Franco saltaron indistintamente de uno a otro), salpica constantemente Tenebre hasta el punto de que el denominador común a todos los crímenes cometidos en la persona de mujeres no es otro que su estado de semidesnudez, su disposición a tener sexo o el hecho de haberlo tenido recientemente. Continuar leyendo «Esos locos maravillosos (I): Tenebre (Dario Argento, 1982)»

La tienda de los horrores – Escalofrío (Carlos Puerto, 1978)

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Pues sí, un escalofrío en toda regla es lo que te sube por la espalda y te sacude los bajos cuando te pones a ver una película y te aparece este fulano, el «profesor» Fernando Jiménez del Oso, para soltarte un prólogo, absolutamente banal, gratuito y, por tanto, prescindible, sobre la duplicidad en la naturaleza y el pulso entre contrarios, mientras se adorna la cosa con música satánica y unas cuantas estampas demoníacas, pinturas de Goya y grabados de La Biblia y La divina comedia incluidas, en ese lenguaje pseudocientífico empleado por los «investigadores de lo oculto», los «estudiosos de lo paranormal». Pasado el bochorno de semejante espectáculo, la cosa entra en materia. Y lo hace a lo bestia: el prólogo continúa con una ceremonia satanista en la cual, una especie de fraile calvorota y barbado se beneficia a una joven apetitosa y virginal ante un altar demoníaco y rodeado de tipos disfrazados con túnicas como él, y la cosa dura hasta que un puñal brillante y curvilíneo aparece donde corresponde… Pero esto es solo el principio. Incoherente y que nada tiene que ver con los personajes de la película, pero un principio al fin y al cabo.

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Pues eso: Andrés y Ana (José María Guillén y Marian Karr) una joven pareja que espera su primer hijo (luego nos enteramos de que tras varios intentos fallidos), se aburren en casa durante un puente. Como todas sus parejas de amigos han salido de la ciudad, están solos y no tienen mejor plan que sacar a pasear (ojo, en coche) a su pastor alemán, Blaky (no consta su nombre en el reparto; eso sí, sus ladridos se conservan en versión original). Parados en un semáforo, son interpelados por el conductor del coche de al lado, Bruno (Ángel Aranda), que reconoce en Andrés a un antiguo compañero de colegio, aunque a este Bruno no le suena de nada. Con Bruno va su esposa, Berta (Sandra Alberti), y ambos, dado que no tienen plan, les invitan a su casa para tomar un poco de vino, comer queso y escuchar música (planazo). La choza resulta ser una antigua casona de campo apartada del casco urbano, y la merienda deriva pronto en una conversación sobre el ocultismo, el más allá y el diablo. Vamos, lo normal en unos casi desconocidos mientras comen queso y beben vino (seguro que era cabezón y de garrafa). Algunos «pequeños» detalles (la fotografía de grupo del colegio, claramente manipulada; el hecho de que Ana sorprende a Berta comiendo carne cruda como si fuera un perro; lo dicho, detallitos) ponen en guardia a la pareja, pero aceptan hacer la ouija igualmente porque entonces no había videoconsolas y no estaban por el intercambio de parejas… aún. El demonio anuncia la próxima muerte de Bruno de un disparo en la cabeza, y también el amor secreto de Ana por Juan, el hermano de Andrés… El perro se pierde por el jardín, se avecina una tormenta, la luz se va y los truenos lo iluminan todo, llueve, cae la noche, misteriosos personajes acechan la casa, y extraños fenómenos a medio camino entre lo terrorífico y lo erótico comienzan a producirse…

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A pesar de lo risible que resulta hoy, en su momento, 1978, la película tuvo una gran acogida comercial por parte del público español. Tal vez se deba a que sus escasos ochenta minutos de metraje supone una amalgama de temas y motivos del cine de terror de importación que gozaba de más éxito por aquellos años, especialmente La semilla del diablo (Rosemary’s baby, Roman Polanski, 1968) y, en menor medida, El exorcista (The exorcist, William Friedkin, 1973), sin olvidar las ‘magnas’ aportaciones europeas a la cosa del cine satánico producto de las factorías Bava, Argento o Jess Franco. Así, los personajes se conducen de manera irracional, incoherente, a golpe de efecto de guion (y, lo que es más grave, no solo los que están locos o satanizados, sino también los «normales»), el argumento consiste en un continuo sube y baja de caprichos narrativos cuya única finalidad parece ser el mantenimiento de una atmósfera de amenaza, misterio y horror en abierta combinación con el erotismo softcore, orgía y escenas de violación (hetero y lésbica, para que no falte de nada) incluidas. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Escalofrío (Carlos Puerto, 1978)»

La tienda de los horrores – Los ojos de Julia

Para arrancárselos. Los ojos, digo. Viendo estas cosas, uno se pregunta cuál es el futuro real del cine español, y más propiamente, si quienes insisten en denominarlo de manera ilusoria como «industria», intentan realmente otra cosa diferente a lo que parece ser únicamente la imitación de lo peor de las fórmulas foráneas que pretenden alimentar algo que, si bien a los promotores y productores de cine les interesa mucho (y con razón), esto es, la taquilla, no es menos cierto que al público no le interesa nada. O, mejor dicho, no le interesaba, hasta que el argumento de la recaudación se convirtió en un elemento publicitario más que, sin añadir (ni restar, es cierto) valor objetivamente a la calidad última de un filme, contribuye al engañabobos generalizado en torno a la confusión entre éxito, rentabilidad, calidad y gusto personal, ese totum revolutum que conduce indefectiblemente al hundimiento progresivo de la calidad de las películas y, por tanto, a la imposibilidad de que esa «industria» llegue a existir de verdad alguna vez fuera del marketing interesado de unos pocos y del analfabetismo audiovisual de buena parte del público. Igualmente, cabe preguntarse por el papel de las Escuelas de Cine y por el tipo de formación de sus estudiantes, cuando la máxima aspiración de aquellos que se licencian con honores parece consistir básicamente en hacer las Américas como directores de usar y tirar con películas de imitación y subgéneros agotados y meramente alimenticios para la taquilla (infectados por virus, zombis, thrillers baratos de sobremesa, etc.), o bien quedarse en España a emular a sus compañeros emigrados con amplias dosis de caspa hispánica y un eterno quiero y no puedo con productos acabados antes de ser filmados.

Es el caso de Los ojos de Julia, pseudothriller de sustos y sobresaltos tan vulgar como innecesario y que, no obstante, gracias a la consabida fórmula de «cine anunciado en los telediarios» ha conseguido una notable rentabilidad que algunos insisten en confundir con calidad. La cosa más lugares comunes no puede tener: Julia (Belén Rueda, cuya presencia en el cine sigue sin tener explicación comprensible, artísticamente hablando), retorna a su lugar de origen junto a su marido (Lluís Homar, notable actor convertido aquí en comparsa razonable de una historia desquiciada) para visitar a su hermana (gemela, pero con otra peluca) que, la pobre, sufre una extraña enfermedad ocular de carácter degenerativo (sin que expliquen en ningún momento cuál es) pero también genético, dado que la propia Julia está aquejada de la misma. Cuando llegan allí, resulta que la mujer se ha colgado del techo del sótano como un chorizo en proceso de curado. Aunque, eso sí, el público, que no está ciego, o eso parece, ya ha visto en el prólogo al comienzo de la historia, que de suicidio, nada. Desde ese momento, Julia, empecinada en demostrar que tras la muerte de su hermana hay tomate, que no es un suicidio como todos creen (en particular, el Pepito Grillo de su marido), comienza una aventura de indagación, sustos, sobresaltos, más sustos, lugares oscuros, más sustos, oscuridad, más sustos, etc., etc., más sustos, más etc., constantemente subrayados por la banda sonora que advierte al público de cuándo se acercan. Julia, que a medida que avanza la investigación, amenaza con volverse loca perdida, padece además la desaparición inexplicable de su marido, la cual tampoco le importa mucho, dados los pocos minutos de película que sufre por tal evento. La cosa es que, a medida que se va quedando cegata perdida y precisa de las mismas intervenciones quirúrgicas que necesitaba su hermana, es ayudada por un enfermero-cuidador la mar de cariñoso y atento que en ningún, en ningún, en ningún momento el espectador llega a pensar (nótese la ironía) que es el mismo mozo que estuvo en el ajo del suicidio de su hermana y que, claro está, se encuentra opositando a psicópata en sus ratos libres, eso sí, con madre permisiva de por medio.

Tal despropósito narrativo, mera coartada para la deposición salteada de sustos más bien esperados y de lo más predecibles, acusa en todo momento de un defecto capital: incapaz de apostar directamente por la línea de la parodia, la película aspira con notable torpeza a tomarse demasiado en serio a sí misma, Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Los ojos de Julia»