Caminos inescrutables: Nube de sangre (Edge of Doom, Mark Robson, 1950)

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Los caminos del señor son inescrutables, dice la cita popular a partir del versículo bíblico («Oh, profundidad de las riquezas y de la sabiduría y del conocimiento de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios e inescrutables sus caminos!», Romanos 11:33); justamente lo mismo ocurre con los caminos del crimen. El joven Martin Lynn (Farley Granger) lo comprueba de primera mano en este drama con ribetes de cine negro que gira en torno a la idea del juicio divino, la expiación de los pecados, la misericordia y la posibilidad de redención. El muchacho es humilde y trabajador, solo vive para su madre enferma, para la chica que le gusta (Mala Powers) y para su trabajo como repartidor en una floristería, pero su destino no es vivir tranquilo. En un barrio desfavorecido en el que demasiadas personas (como sus vecinos de abajo, el golfo de Mr. Craig -Paul Stewart- y su chica, estereotipada mujer fatal, Irene -Adele Jergens-) y demasiadas cosas contribuyen a diluir el filo de la ley y aproximan la caída en desgracia, la vida cotidiana de Martin no tarda en torcerse. La razón, la grave enfermedad de su madre y el inevitable desenlace. Resentido por la muerte de su padre años atrás, por la desatención recibida por parte de su confesor, y conmovido por la vida de esfuerzos, privaciones y sacrificios que su madre, fervorosa creyente, tuvo que afrontar durante décadas para lograr sacarle a él adelante y apartarle del mal camino, Martin se convence de que ha acumulado suficientes méritos ante la Iglesia católica, que ya hizo caso omiso de sus necesidades cuando su padre falleció, para que esta se avenga a sufragar parte del gran funeral que el chico desea ofrecerle como homenaje cuando llegue la hora. Sin embargo, cuando esta se presenta, las exiguas capacidades económicas de la empobrecida parroquia que dirige el padre Kirkman (Harold Vermilyea) dificultan mucho la ayuda, algo que a Martin le cuesta aceptar hasta el punto de que pierde el dominio de sí mismo, esgrime un pesado crucifijo y cruza el límite del que su madre le protegió toda su vida…

En este punto, y siempre sobre los cánones formales del noir de la época, la historia, escrita por Philip Yordan, Charles Brackett y Ben Hecht, discurre en paralelo entre dos miradas, dos investigaciones, dos juicios. En primer lugar, la óptica policial, la persecución legal, la indagación detectivesca encabezada por el teniente Mandel (Robert Keith), que debe conducir al descubrimiento del culpable, su detención, juicio y condena, una condena indudablemente severa dadas las agravantes de alevosía y nocturnidad. Por otro lado, la perspectiva moral de un religioso, el padre Roth (Dana Andrews), el nuevo ayudante del padre Kirkman en la parroquia, cuyo olfato le pone acertadamente tras la pista del pecador, y que intenta comprender sus circunstancias personales, el entorno en que nació y se crió, las dificultades familiares que superó, los remordimientos que le atenazan y la pesada losa que representan las estrecheces de su presente y de su futuro, que condicionan y asfixian su día a día. Su objetivo no es justificar su crimen o exculparle ante los ojos vendados de la justicia, sino penetrar en su conciencia, remover sus sentimientos y lograr que confiese sus pecados a fin de obtener el perdón de Dios y, hasta donde la ley lo permita, la comprensión y benevolencia de los policías y los jueces. Así, la película transcurre por una doble vertiente criminal y espiritual, dos líneas que convergen y se separan y, como en el elemento clave que resuelve el argumento, la confusión de dos identidades, se confunden y se funden en una sola para ofrecer a Martin una segunda oportunidad, un renacimiento, una ocasión para la redención que pasa por reconocer sus pecados, pagar por ellos, expiar sus culpas y abrirse a la nueva vida plena que el reto de perdonarse a sí mismo puede proporcionarle.

Al margen de la investigación policial, la verdadera batalla se libra, por tanto, en la conciencia de Martin, que no es en absoluto un criminal sino un ser castigado por unas difíciles condiciones de vida, una biografía accidentada y un presente en el que se ve acosado por todo tipo de tormentos, sobre todo, los más duros, los interiores. La muerte de su madre, la soledad sobrevenida, el crimen cometido, las dudas del futuro con la mujer que ama, la pérdida de su empleo… La incomprensión de su situación por parte de todos (el padre Kirkman, su jefe en la floristería, los vecinos que solo buscan aprovecharse de él y limpiarle el poco dinero del que dispone), el peso de la fatalidad (aludida en el título original de la cinta, mucho más adecuado que el español), la angustia ante la incapacidad de encontrar una salida, nublan su buen juicio y amenazan con llevarle a un desenlace irreversible. Es ahí donde el padre Roth ejerce su presión y vuelca su influencia, ahí radica el clímax del drama. El registro de sombras y luces, de oscuridad y penumbras del cine negro, oportuna alusión visual al torbellino de contradicciones, pensamientos deprimentes y oscuros augurios que pueblan la mente del protagonista, se enriquece con una perspectiva social que muestra la vida en precario de Martin y sus convecinos, y también con las liturgias, el ceremonial y el marco formal, siempre entre lo austero y lo siniestro, aquí carente de grandiosidad (se trata de una parroquia modesta), de los ambientes católicos.

En el aspecto interpretativo destacan Farley Granger, un actor muy limitado en sus capacidades que quizá nunca ha estado mejor que en su personaje de joven atormentado, Paul Stewart, que siempre convence en sus papeles de tipos con dobleces y relajada moralidad, y Dana Andrews en el único personaje de la película que quizá no vive atenazado por alguna clase de miedo, a los otros o a sí mismo, el único, tal vez, que por sentirse en la compañía permanente de Dios, encuentra la manera de enfrentarse a todo, de encararlo todo. Aunque, como él mismo explica en el largo flashback en que consiste la película, probablemente fuera la historia del pobre Martin la que lograra ese efecto en él. Contada con un ritmo seco y preciso, poblada de diálogos duros y lacónicos sobre temas de enjundia como la ira, la culpa, el odio, el amor, el rencor y el perdón, situada en ambientes sórdidos y amenazantes que son trasunto de la azorada sensibilidad del joven protagonista y que al mismo tiempo permiten adivinar la tutela o supervisión divina (a través del ojo de la cámara, de los ángulos y perspectivas) en lo que está aconteciendo, la película ilustra el concepto que el padre Roth maneja de Dios y de la fe como campo de pruebas en el que encontrar el propio camino (no en vano, es él quien narra la historia). Un camino que puede ser un valle de lágrimas, pero que indudablemente conduce a la perfección, al conocimiento y reconocimiento de uno mismo cuando se encuentra la vía de la aceptación (una forma algo tramposa de referirse a la resignación, esto es, a la sumisión), o que depara el castigo más cruel cuando no hay propósito de enmienda o se recrea y reafirma uno en el error (el desenlace del personaje de Paul Stewart, víctima final del «milagro negativo» que actúa como contrapunto del «milagro positivo» del que Martin es beneficiario inicial, cambiando así sus posiciones). Y es que quizá la idea de Dios, la efectividad de la fe, no consistan en otra cosa que en estar a bien con la propia conciencia, en vivir sin cuentas pendientes, sin remordimientos, en una paz interior que resulte del propio convencimiento de estar haciendo lo moralmente correcto. O al menos, ese es el tipo de mensaje que interesaba difundir en el Hollywood de la época conforme al Código Hays, y que obliga a desplazar la película, a pesar de sus vínculos formales, de la senda del cine negro a la del drama criminal: aquí no triunfa el fatum; por encima de la fatalidad hay un poder superior, que es el de Dios, y que en su exposición formal se asemeja, y no poco, a los finales felices (en este caso, dentro de lo que cabe) de la Meca del Cine. Porque, para milagros, los de Hollywood.

De cine y literatura, de elefantes y de surf

GRANDES AMORES, GRANDES PASIONES: DEBORAH KERR Y PETER VIERTEL

Las de su salón eran, en expresión de Billy Wilder, las mejores butacas de California. John Huston, citado por el Comité de Actividades Antiamericanas durante la época macarthista para ser interrogado, entre otras cosas, respecto a lo que allí ocurría, declaró que se trataba de una de las personas más hospitalarias y generosas que había conocido.

El hogar de Salomea Steuermann, Salka Viertel, en el 165 de Mabery Road, Santa Mónica, fue centro de acogida y encuentro de exiliados europeos, gente del cine e intelectuales de paso por Hollywood durante el ascenso del nazismo y la Segunda Guerra Mundial, algo así como lo que la mansión de Charles Chaplin (The House of Spain, en palabras de Scott Fitzgerald) supuso para los españoles que acudieron a la llamada de los grandes estudios para rodar talkies (las versiones de las películas en otros idiomas, práctica previa a la instauración del doblaje). Greta Garbo, Marlene Dietrich, Thomas Mann, Bertolt Brecht, Aldous Huxley, André Malraux, Sergei M. Eisenstein, Billy Wilder, Sam Spiegel, Christopher Isherwood, Irwin Shaw, John Huston, James Agee, Katharine Hepburn, Norman Mailer… Todos ellos frecuentaron las tertulias dominicales en casa de los Viertel y se deshicieron en elogios cantando las alabanzas de su anfitriona, auténtica alma máter de aquella burbuja cultural surgida junto a las soleadas playas californianas.

Berthold y Salka Viertel se instalaron en Hollywood atraídos nada menos que por B. P. Schulberg, entonces dueño de la Paramount, padre de Budd Schulberg, periodista y escritor célebre por ser autor del reportaje y la novela que dieron origen a La ley del silencio (Elia Kazan, 1954) y por ser la última persona que estuvo a solas con Robert Kennedy antes de su asesinato en 1968, y cuñado del agente de actores e intérprete Sam Jaffe, conocido por sus personajes en Gunga Din (George Stevens, 1939) o La jungla de asfalto (John Huston, 1950). Los Viertel formaron parte aquella oleada de profesionales y de intelectuales centroeuropeos que irrumpió en Hollywood en aquellos años, que tanto harían por el cine americano y que tan decisivos resultarían en el tránsito del mudo al sonoro. Ambos eran oriundos del Imperio austrohúngaro y pertenecientes al mundo de la cultura, la literatura, el teatro y el cine, Berthold como poeta y director cinematográfico y teatral, y Salka como actriz y guionista. Hija de un abogado judío, crecida en un ambiente acomodado, políglota y culto, Salka Steuermann comenzó su carrera de actriz a los 21 años, en 1910, y en Berlín, Viena, Dresde o Praga se codeó con Max Reinhardt, Bertolt Brecht, Oskar Kokoschka, Rainer Maria Rilke, Franz Kafka o su futuro marido, Berthold Viertel. Tras su llegada a Hollywood en 1928, Berthold trabajó para Paramount, Fox y Warner Bros. adaptando para el público alemán películas en lengua inglesa y colaborando con el maestro F. W. Murnau en los guiones de algunos de sus proyectos en América, como Los cuatro diablos (1928) y El pan nuestro de cada día (1930), antes de iniciar su propia carrera en Hollywood como director con un puñado de películas de las que la más estimables son las últimas, producidas en el Reino Unido, en especial Rhodes el conquistador (1936), epopeya protagonizada por Walter Huston (padre del guionista y director John Huston) sobre el famoso colonizador de África del Sur. Por su parte, Salka Viertel coescribió varios guiones y actuó en algunas películas (en general, talkies para el público alemán) como Anna Christie, adaptación de la obra de Eugene O’Neill en la que intervino junto a Greta Garbo. Precisamente, en 1931 fue Salka Viertel quien le presentó a Garbo a la escritora Mercedes de Acosta, con la que mantuvo una larga y accidentada relación sentimental. Continuar leyendo «De cine y literatura, de elefantes y de surf»

Hablemos de sexo: La cabaña (The little hut, Mark Robson, 1957)

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Cada situación tiene su propia moral; la cuestión es encontrársela. Con una cita de Alicia en el país de las maravillas que viene a decir más o menos esto mismo, en clara advertencia más para los censores, para que no se sorprendieran demasiado ni juzgaran erróneamente y, por tanto, con severidad, las intenciones del film, que para el espectador, al que todo se le presenta de manera blanca y aparentemente inocua, comienza esta rareza del habitualmente serio y trascendente Mark Robson, una pequeña comedia de 84 minutos que, basada en la forzosa convivencia de tres personajes en una isla desierta, asombra por su abierto y osado tratamiento en pantalla y para todos los públicos de cuestiones como las necesidades sexuales, el adulterio, la infidelidad y, sobre todo, el apetito sexual.

Basada en una obra de André Roussin convertida en guión por Nancy Mitford y F. Hugh Herbert, Mark Robson nos presenta una historia que en sus coordenadas iniciales se inscribe dentro de la comedia británica de situación: un pastor protestante (el gran Finlay Currie) y su esposa (Jean Cadell) llegan de Australia para visitar a su hijo Henry (David Niven), funcionario del Foreing Office (Ministerio de Asuntos Exteriores) británico, en su complicada sede de Londres (tan enorme y llena de pasillos, dependencias, despachos, alas, bloques, anexos, recovecos y sótanos que hasta los conserjes se pierden en él) para descubrir que, en contra de lo que él les había dicho, sigue enamorado de Susan (Ava Gardner), una antigua novia que terminó casándose, seis años atrás, con su mejor amigo, sir Philip Ashlow (Stewart Granger). No sólo lamentan que su hijo siga anclado en el pasado, sino que se escandalizan cuando se dan cuenta de que durante las largas ausencias y desatenciones de Philip por razón de sus múltiples negocios, Henry se convierte en soporte, acompañante, compañero, confidente, casi se diría que también en mascota, que palía la soledad de Susan en la vida social londinense, si bien la cosa nunca va más allá de las infructuosas esperanzas de Henry en revertir el hecho consumado de que está felizmente casada y muy enamorada de su marido. Susan, por una vez, logra que Philip renuncie a un viaje comercial a Brasil para escaparse con ella en un romántico crucero en su yate privado, pero Philip, más proclive al sentido práctico que a las cosas románticas, lo convierte en un viaje en grupo en compañía de algunos buenos amigos, entre ellos, Henry. Cuando, a causa de una tormenta, el yate zozobra, sus pasajeros abandonan el barco, y Philip, Susan y Henry comparten (también con el perro de Philip, un pastor alemán) bote de salvamento hasta una isla desierta en la que, forzosamente, van a tener que convivir. Y ahí empieza la verdadera película.

Porque, huyendo de las connotaciones dramáticas y aventureras de la situación, la película pronto plantea su dilema central. Philip, además de un aristócrata y hombre de negocios, es un fenómeno en la lucha por la supervivencia, y no tarda en organizar un perfecto sistema que les permite vivir con cierta holgura y comodidad, sin siquiera perder la compostura de su clase (hasta para cenar visten la ropa de gala con que les sorprendió la tormenta en el yate), en dos cabañas, una de dos plazas para el matrimonio, una más pequeña para Henry. Philip, además, soluciona la cuestión de la alimentación, ocupándose de la caza, la pesca, y la selección de los vegetales que se pueden comer. Philip, que también se ocupa de la exploración de la isla y diseña una torre de vigilancia desde la que observar la posible aparición de buques en el horizonte, tiene planes y respuestas para todo, a diferencia de Henry, que es un pato mareado que ni siquiera conserva los zapatos (para no herirse los pies tiene que pedirle prestados los suyos a Philip, sin acordarse de devolvérselos demasiado a menudo, estupenda metáfora argumental de la base narrativa del film), hasta el punto de que se hace difícilmente soportable su actitud razonable, práctica, casi se diría que satisfecha con las oportunidades que la solitaria vida en la isla le brinda como estímulo para su ingenio. Esto, hasta que Henry plantea la cuestión crucial: dos hombres y una mujer en una isla, y uno de los dos hombres, que también siente la llamada de la naturaleza, también necesita por eso mismo una mujer para sofocar sus instintos. Solución propuesta: compartir a Susan. Así, tal cual. Continuar leyendo «Hablemos de sexo: La cabaña (The little hut, Mark Robson, 1957)»

La magia del terror: La mujer pantera (Cat people, 1942)

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Es extraño, los gatos siempre se dan cuenta si hay algo que no está bien en una persona (la dueña de la tienda de animales de Cat people, 1942).

El cuarteto formado por el productor de origen ucraniano Val Lewton (de verdadero nombre Vladimir Leventon, sobrino de la gran actriz del cine mudo Alla Nazimova), el director Jacques Tourneur, y los montadores y futuros directores Robert Wise y Mark Robson (a veces con la colaboración del guionista Curt Siodmak, el hermano del director, Robert), creó para la productora RKO toda una serie de obras maestras del cine de terror caracterizadas por unos argumentos siempre ligados a una intriga sobrenatural de aires góticos, horror sobrecogedor y romance truncado. La mujer pantera, junto con Yo anduve con un zombi (I walked with a zombie, 1943) y El hombre leopardo (The leopard man, 1943), es la mejor y, por encima de ellas, la más popular, ejemplo a su vez de las notas características de las películas de miedo de este periodo: atmósferas misteriosas captadas con sutil elegancia y turbios juegos de luces y sombras, mágica capacidad para sugerir inquietud y romanticismo, y un clima intranquilo que bajo su equívoca placidez apenas esconde el torbellino de confusión psicológica e incertidumbre vital de unos personajes abocados a luchar por su vida frente a  unos fenómenos que escapan a su comprensión, a la ley natural y a la de los hombres.

La fuerza de la película radica en la ambigüedad de su protagonista, Irena Dubrovna (magnífica Simone Simon, inolvidable en su personaje, traslación al plano femenino de la simpática monstruosidad que, en lo masculino, fue capaz de despertar Boris Karloff como el monstruo de Frankenstein para James Whale), una joven dulce y atractiva de origen serbio en la que se fija Ollie Reed (Kent Smith), mientras ella está dibujando una pantera negra en el zoológico. El súbito idilio desemboca en matrimonio, pero Ollie no tarda en captar que algo no va bien: ella se muestra fría, distante, como abstraída, y su obsesión por los grandes felinos parece aumentar en la misma medida que el desinterés por su nuevo esposo. Ni siquiera el gatito que él lleva a casa sirve para contentar o contener esa fijación obsesiva ni para despertar unos instintos más tiernos que la lleven a ser más cariñosa con su marido, hasta que la verdad estalla en toda su crudeza y Ollie asiste al imposible espectáculo de una leyenda tenebrosa que cobra vida.

La película se maneja de forma excepcional sobre la duplicidad de personajes y situaciones. Asentada sobre un triángulo romántico formado por Irena, Ollie y Alice (Jane Randolph), la compañera de trabajo de él que le ama secretamente (o no tanto), es la doble caracterización de cada personaje lo que amplía y enriquece la polivalencia del drama. ¿Es Irena una mujer reprimida sexualmente cuyos miedos le impiden consumar su matrimonio, como defiende su psiquiatra (Tom Comway)? ¿O es que quizá tiene demasiada fe en el cuento de viejas de su aldea natal que habla de que la lujuria, la ira, los celos o cualquier otra pasión exacerbada puede despertar el espíritu maligno que la habita y que cobra la forma de una pantera asesina? Continuar leyendo «La magia del terror: La mujer pantera (Cat people, 1942)»

Vidas de película – Val Lewton

Vladimir Leventon nació el 7 de mayo de 1904 en Yalta (Ucrania), ciudad que pasaría a la posteridad cuatro décadas más tarde por ser uno de los lugares de encuentro de Stalin, Roosevelt y Churchill en su labor de estrategia contra Hitler.

Sobrino de la estrella de teatro y del cine mudo Alla Nazimova (quien le sugirió el cambio de nombre), junto a su madre y su hermana se afincó en Estados Unidos a partir de 1909. Curtido en Nueva York como periodista y escritor de relatos y novelas (al parecer manejaba una amplia gama de pseudónimos a través de los cuales ocultar una prolífica producción de obras y títulos en los más variopintos géneros), su salto a Hollywood se produjo, como en tantos otros casos, de la mano de David O. Selznick, que se lo llevó a California para trabajar como guionista y montador, a menudo bajo el nombre de Carlos Keith. Durante este tiempo, no solo colaboró con Selznick para llevar a Estados Unidos a Ingrid Bergman o Alfred Hitchcock, sino que también colaboró en la supervisión de guiones de obras maestras tales como Historia de dos ciudades (A tale of two cities, Jack Conway, 1935) o Lo que el viento se llevó (Gone with the wind, Victor Fleming, 1939). Sin embargo, la falta de libertad bajo las órdenes de Selznick y las ansias de crear productos propios sin tutelas ni decisiones superiores le llevaron a aceptar la oferta de RKO para convertirse en supervisor de la producción de su serie B.

En esta faceta destacaría irreversiblemente, derivando en un fenomenal productor de películas de terror, intriga y misterio con presupuestos limitados, y tutelando los trabajos de directores como Mark Robson, Jacques Tourneur o Robert Wise. En títulos como La mujer pantera (Cat people, 1942), Yo anduve con un zombi (I walked with a zombie, 1943) o El hombre leopardo (The leopard man, 1943), Lewton dejó clara su capacidad como creador de atmósferas sugerentes, opresivas, absorbentes e incómodas, que en sus películas tenían más importancia que los giros de guión forzados o la exposición gratuita del morbo o de la violencia desagradable.

Además de esta excepcional tripleta de filmes de serie B, Lewton produjo también para Mark Robson La séptima víctima (The seventh victim), El barco fantasma (The ghost ship), ambas de 1943, La isla de los muertos (Isle of the dead, 1945) o Bedlam (1946), estas dos últimas con Boris Karloff. Con Karloff y Robert Wise, montador de algunas de sus mejores obras, también produciría El ladrón de cadáveres (The body snatcher, 1945). Wise dirigiría también la continuación de una de las mejores obras de Lewton, La maldición de la mujer pantera (The curse of the cat people, 1944), y, el mismo año, el bélico de época Mademoiselle Fifi. Tras esta fértil época en la producción, Lewton dejaría la RKO y trabajaría en estudios como Universal o Columbia.

Val Lewton falleció el 14 de marzo de 1951, a punto de cumplir 47 años, tras un ataque cardíaco.

Diario Aragonés: The fighter

Título original: The fighter
Año: 2010
Nacionalidad: Estados Unidos
Dirección: David O. Russell
Guión: Scott Silver, Paul Tamasy y Eric Johnson
Música: Michael Brook
Fotografía: Hoyte Van Hoytema
Reparto: Mark Wahlberg, Christian Bale, Melissa Leo, Amy Adams, Robert Wahlberg, Jenna Lamia, Jack McGee
Duración: 115 minutos

Sinopsis: Historia real de los hermanastros Dicky Eklund y Micky Ward. El primero es una vieja gloria local del boxeo que peleó una vez contra Sugar Ray Robinson. El segundo intenta que la decadente vida de Dicky, sumido en la delincuencia y las drogas, y los egoísmos de su madre y hermanas no le perjudiquen en su propia carrera como boxeador. Junto a Dicky y el resto de su familia y amigos, y de la mano de su novia Charlene, Micky alcanzará el reconocimiento mundial a mediados de los ochenta gracias a sus memorables combates con Arturo Gotti.

Comentario: A estas alturas es muy complicado que una película situada en el mundillo del boxeo resulte innovadora, que logre eludir lugares comunes, tópicos y caracteres convertidos en clichés: una vida difícil, una oportunidad de salir de un barrio deprimido, el entorno de violencia y delincuencia, las relaciones con el entrenador, el antagonismo entre la vida sentimental y la profesional, la gloria y la decadencia… The fighter no lo consigue, aunque sí constituye el mayor acierto de David O. Russell hasta la fecha. El director apuesta por los entresijos de la vida personal del futuro campeón Micky Ward (Mark Wahlberg, más solvente de lo habitual) y de sus complicadas relaciones con su hermanastro Dicky (sobresaliente Christian Bale), su madre (espléndida Melissa Leo), su novia Charlene (Amy Adams), sus siete hermanas, ayudantes, preparadores físicos, etc., por delante de la presunta épica y brutal espectacularidad del boxeo, acercándose más al deprimente mundo de El luchador (The wrestler, Darren Aronofsky, 2008) –de hecho Aronofsky es productor ejecutivo de The fighter– que a los retratos de ascenso y caída de Kirk Douglas en El ídolo de barro (Champion, Mark Robson, 1949) o de Robert De Niro-Jake LaMotta en Toro Salvaje (Raging Bull, Martin Scorsese, 1980) [continuar leyendo]

Parábola del ascenso y la caída: El ídolo de barro

El boxeo es el ¿deporte? idóneo para representar cinematográficamente el tan manido tema del éxito repentino y transmutador de personalidades y ambiciones seguido del consiguiente fracaso desolador o incluso redentor que devuelva a la víctima protagonista a su inicial estado de sencillez y honestidad originales. Infinidad de veces hemos visto esta historia retratada en la pantalla, en decenas de ocasiones hemos asistido a las crónicas de perdedores en que suelen consistir los filmes sobre boxeo o que utilizan éste como hilo conductor de la acción, pero por más que veamos la misma historia contada una y otra vez y seamos capaces de vislumbrar diáfanamente por dónde van a ir los tiros (o los puños), realmente resulta difícil encontrar un tema que sirva mejor como metáfora de lo que significa el auge y la caída del ser humano, y de los vicios y peligros que conlleva la primera o de las enseñanzas que nos obsequia la segunda. En 1949, el cineasta Mark Robson, irregular director con una dilatada carrera que se extendería a lo largo de cuatro décadas y en cuya filmografía destacan títulos como Los puentes de Toko-Ri (1955), Más dura será la caída (1956), El premio (1963) o El coronel Von Ryan (1965), volvió sobre el mismo tema con Champion, titulada en España El ídolo de barro, alegoría de la hegemonía y la derrota de un boxeador vencido por un juego mucho más fuerte que él.

Midge y Connie (Kirk Douglas y Arthur Kennedy, ambos nominados al Oscar por sus papeles, el primero como actor protagonista y el segundo como mejor actor de reparto) son dos hermanos que viajan hacia California para convertirse en copropietarios de un local de comidas en una carretera. Viajan como polizones en un tren de ganado o haciendo auto-stop, y en una de esas ocasiones son recogidos por el boxeador Johnny Dunne, que viaja con su chica, Grace, quienes convencen a Midge para que participe en una velada amateur con la que ganar unos cuantos dólares. Midge pierde, pero Tommy, un manager que anda por allí, ve en él posibilidades como púgil. Midge se niega, pero al encontrarse con que su supuesta propiedad no fue más que una estafa y tras un affaire con la hija del dueño del local por el cual es forzado a casarse con la chica (Ruth Roman), vuelve, con la desaprobación de su hermano, que, enamorado de su cuñada espera que su hermano permanezca junto a ella como es su deber de esposo, al mundo del boxeo para ponerse bajo las órdenes de Tommy. Midge poco a poco va aprendiendo y ganando combates y, cuando llega el turno de enfrentarse a Johnny Dunne, ante el desplante al que le somete Grace, lo machaca y acaba con su carrera. La fama de la fortaleza y la violencia de Midge le proporcionará buenos combates, y no tardará en ascender en el escalafón y acercarse a la pelea por el título. Sin embargo, la mafia, que ha apostado mucho dinero en favor de su contrincante, le ordenará que pierda el combate con la promesa de un éxito seguro la próxima vez que se encuentre en trance semejante. El orgullo personal, la ambición de Midge y la atracción por una mujer, sumado al olvido al que ha sometido a su esposa y a su hermano, le colocan en una difícil posición en la que incluso prescinde de Tommy, el hombre que lo ha convertido en boxeador de éxito. Continuar leyendo «Parábola del ascenso y la caída: El ídolo de barro»