Cultura del linchamiento: Incidente en Ox-Bow (The Ox-Bow Incident, William A. Wellman, 1942)

Película crucial en la historia del western como género cinematográfico, esta magnífica obra de William A. Wellman recoge el testigo de La diligencia (Stagecoach, John Ford, 1939) y demuestra definitivamente que el western es una clave idónea, con su inherente carga de épica, lirismo y mitología, como contenedor que asume y resume todos los temas y tipos de la narrativa humana, desde la que abordar hondas cuestiones de valor universal, fuera del espacio y del tiempo. En este caso lo hace a partir una de las líneas temáticas básicas del género, la progresiva sustitución de la ley de la fuerza por el imperio de la ley como base de la convivencia en los nuevos territorios incorporados a la civilización, y lo hace en un momento, la Segunda Guerra Mundial, en que esta lucha entre principios opuestos tiene lugar de manera global, y en un país, los Estados Unidos, que ya desde mediados de los años treinta y hasta la década de los cincuenta, con el paréntesis de la guerra y la necesidad de congraciarse con el aliado soviético, venía interpretando de manera laxa y demasiado abierta la letra de la ley en su afán por destapar y expurgar elementos comunistas de ámbitos como el político y el artístico. Nacida como una película de bajo presupuesto, Wellman conseguirá hacer de la necesidad virtud, y crear una obra maestra de extraña atmósfera asfixiante y enrarecida, tanto en la puesta en escena de interiores como por la brevedad y concentración del metraje (apenas poco más de setenta minutos), pero de ritmo frenético y de gran riqueza y complejidad, tanto de personajes como de planteamientos.

El carácter alegórico de la historia no puede quedar más patente ya desde el inicio: en 1885, a un pueblo de Nevada cuyo sheriff, es decir, la ley, se encuentra ausente de la ciudad, llega la noticia de que uno de los más importantes rancheros de la zona ha sido asaltado y asesinado, y su ganado, robado. Ante la falta de una autoridad que pueda encauzar legalmente el asunto, el populacho toma las riendas de la situación y, azuzado por elementos discutibles de la sociedad civil como Tetley (Frank Conroy), antiguo mayor confederado, y Ma Grier (Jane Darwell), ganadera rencorosa y despiadada, jaleados por el grupo habitual de rufianes y borrachos de taberna y apoyados por vaqueros de paso como Gil Carter (Henry Fonda) y su compañero Art Croft (Harry Morgan), se disponen a perseguir y colgar a los asesinos. Solo dos voces se levantan en contra de la histeria colectiva y de los efluvios criminales de la turba; una, la de un humilde tendero (Harry Davenport), otra, la un predicador negro (Leigh Whipper) que quizá es quien mejor comprende lo que está sucediendo, dado que en el pasado presenció el linchamiento arbitrario de su propio hermano. Con todo, el grupo de persecución sale en busca de los supuestos asesinos y cree encontrarlos en las personas de tres forasteros acampados en los alrededores: Donald Martin (Dana Andrews), padre de familia que aspira a consolidar su propio rancho, y sus dos acompañantes, Juan Martínez (Anthony Quinn), un trotamundos mexicano que sobrevive en el Oeste haciendo de todo un poco (sin hacerle ascos al otro lado de la ley, si hay necesidad y ocasión), y un anciano débil y casi senil (Francis Ford, el ilustre hermano de John Ford) al que la súbita crisis amenaza con terminar de perturbar sin remedio. Aunque los tres proclaman a gritos su inocencia y aportan explicaciones y coartadas que a la chusma no le interesan ni está en disposición de comprobar, el tribunal sumario declara su culpabilidad y la pena que les corresponde, el ahorcamiento en el árbol más próximo. Es el momento en que Gil, que hasta entonces parecía otro camorrista más, tan aburrido por la falta de actividad y la rutina del peón que busca trabajo e indiferente por la suerte de los acusados, comprende lo que está pasando y se enfrenta a sus hasta ahora compañeros poniéndose del lado de los tres desgraciados, en un antecedente de lo que otro personaje de Fonda hará quince años más tarde, en otro contexto pero no muy alejado de este, en Doce hombres sin piedad (12 Angry Men, Sidney Lumet, 1957).

Escrita por Lamar Trotti (nominado al Oscar al mejor guion) a partir de una novela de Walter Van Tilburg Clark, la película apunta así a uno a de los pilares fundamentales del western como género, la progresiva mutación en la concepción de la ley desde los primeros tiempos de la llegada a los territorios del Oeste a su paulatina integración en la vida civil y política de los Estados Unidos, desde los espacios abiertos a los colonos hasta la conformación de ciudades, condados y estados que debían garantizar la aplicación de la ley y la defensa de los derechos y libertades de los ciudadanos, y de cómo ciertas ideas de justicia, casi siempre equiparada a la de venganza, y los hombres que las encarnan debían apartarse, dejar paso a los nuevos tiempos o, simplemente, ser excluidos de la vida pública, bien por su retiro o bien por la aplicación de la ley a sus actos contrarios a esta. El dramatismo y la lección moral que, no obstante estar en pleno vigor el Código de Producción (o Código Hays), se extrae de la película, y que permitió un final pesimista en el que la ley pierde frente a la barbarie, proviene de la fuerza de las interpretaciones, de la angustia de una tensa y dura situación exprimida hasta el límite de lo aceptable, y de una decisión de producción (tomada por Darryl F. Zanuck, magnate de la 20th Century-Fox) que, en busca de rebajar costes lo máximo posible en un tiempo de crisis, obligó a rodar toda la película en el estudio, incluidas abundantes tomas de exteriores realizadas en interiores decorados a tal efecto, lo que, aunque privó a la cinta de los grandes paisajes típicos del western y de mayores posibilidades de acción (tiroteos, cabalgadas, cruces de ríos, persecuciones en promontorios, etc., etc.), la dotó, sin embargo, gracias a esos espacios limitados y casi fantasmales que le proporcionan cierto aire de producción de serie B, de una intensidad y concentración dramática mucho mayor, casi teatral, permitiendo que los diálogos y las brillantes interpretaciones dominen sobre los aspectos de acción y de violencia tan afines al género, y alcanzando su devastador doble clímax cuando Gil lee en voz alta delante de todos la carta que el personaje de Andrews ha escrito a su esposa y que genera gran conmoción y vergüenza en el grupo, al tiempo que este, por fin, conoce de viva voz por el sheriff, ya de vuelta, la verdad sobre lo acontecido a su vecino y la verdadera identidad de los asaltantes.

Una película dura y sin concesiones que, lejos de perder vigencia, en la actualidad adquiere nuevos matices y lecturas a partir de la desfiguración de conceptos como democracia, justicia o imperio de la ley resultantes de la ligereza de criterio y de la falta de reflexión que preside la interacción a través de redes sociales, así como de la abundancia de apresurados juicios mediáticos de carácter sensacionalista y tanto o menos rigurosos que condicionan el tratamiento de cuestiones políticas o sociales a raíz de la desesperada búsqueda de audiencia por los medios de comunicación, y que, en ambos casos, son equiparables a linchamientos públicos y a carnaza para que el populacho sacie su ansia de morbo y de sangre justiciera. Si bien las formas son menos bárbaras, el fondo es idéntico, lo que permite a películas tan antiguas como esta o el clásico Furia (Fury, Fritz Lang, 1936) mantener intacto todo el poder de su mensaje de denuncia.

El trompetista (Young man with a horn, Michael Curtiz, 1950): una morena, una rubia, y un tonto de capirote

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Aquí tenemos a un joven Kirk Douglas mostrándole su aparato (la trompeta en este caso, aunque intentó por todos los medios enseñarle mucho más, como tenía por costumbre, por otra parte, hacer con casi todas sus compañeras de reparto y, en general, con toda fémina de buen ver que se pusiera a tiro) a la pavisosa de Doris Day, que ya por entonces hacía méritos para encasillarse en el papel de mojigata cursi con tendencia a los gorgoritos y a la sonrisa ‘profident’ que la consagró para los restos, en una fotografía promocional de El trompetista (Young man with a horn, Michael Curtiz, 1950), drama interesante pero fallido que tiene como protagonista central a un muchacho que pasa de una infancia desgraciada y solitaria a tocar la trompeta en algunos de los locales con más clase de Nueva York.

El principal defecto de construcción del film reside, no obstante, en la música, y a dos niveles diferentes. En primer lugar, porque la cuestión musical queda reducida a un mero pretexto argumental; el jazz, lejos de adquirir un papel esencial en el desarrollo de la trama, no es más que un elemento más de la puesta en escena, un aditivo decorativo que reviste el arquetípico objeto de la acción: Rick Martin, un joven pobre, con una infancia triste (sus padres fallecen prematuramente y él se cría en el desestructurado y caótico hogar de su hermana) encuentra en la música, en particular en la trompeta, la vía para huir de su presente y aspirar a una vida con la que sólo puede soñar; convertido, ya talludito (Kirk Douglas) en un virtuoso del instrumento (seguimos hablando de la trompeta) gracias a las enseñanzas de un maestro negro, Art Hazzard (Juano Hernandez), echará a perder su carrera y su futuro cuando se enamora de la mujer equivocada, Amy North (Lauren Bacall), e intenta paliar los sinsabores que le produce con la ingestión masiva de alcohol. La amistad de Jo Jordan (Doris Day), en realidad enamorada de él, no le sirve para reconducir la situación, y el sueño de su vida, encontrar la nota que nadie ha logrado hacer sonar antes, la melodía añorada que sólo existe en el dibujo difuso e inaprensible de su mente, se le escapa para siempre… Es decir, nos encontramos con una historia típica de ambición, ascenso, desengaño, traición, frustración y redención, con la música como simple escenario. Por otro lado, los números musicales que el director regala a Doris Day para el lucimiento de sus cualidades vocales no hacen sino interrumpir el desarrollo dramático de la acción, entrecortando sin necesidad una historia en la que los músicos y el jazz deberían contar con la mayor cuota de protagonismo.

No todo son errores, desde luego. El planteamiento, la narración en flashback de toda la historia por parte del personaje de Willie ‘Smoke’ Willoughby (Hoagy Carmichael), pianista al que Rick conoce en su primer trabajo como trompetista para una orquesta (en el ball-room ‘Aragon’, por cierto), que queda  limitado a abrir y cerrar el film, evitando la reiteración del recurso a la voz en off, resulta un acierto, y las interpretaciones, tanto de Douglas como de Bacall, son voluntariosas e intensas. A pesar de ello, Continuar leyendo «El trompetista (Young man with a horn, Michael Curtiz, 1950): una morena, una rubia, y un tonto de capirote»

Dos grandes (II): El gran Flamarion

Aquí tenemos nada menos que a Erich von Stroheim emulando a una especie de Billy el Niño de etiqueta en esta semidesconocida película negra dirigida por el gran Anthony Mann en 1945, basada en una historia de la austriaca Vicki Baum (la autora de Gran Hotel, la novela que inspiró la gran triunfadora de los Oscar de 1932 dirigida por Edmund Goulding), y que cuenta además en su reparto con Mary Beth Hughes, una de las actrices con peor suerte de Hollywood, y al gran Dan Duryea, rostro frecuente en el ciclo dorado del cine negro norteamericano y también del futuro cine de Mann (Winchester 73, de 1950, por ejemplo) y cuya filmografía y calidad en sus interpretaciones bien merece reconocimiento y atención en los anales, recopilatorios, artículos, listas y demás literatura especializada en el cine clásico.

La película, de una brevísima duración (apenas 75 minutos) está construida sobre la base de un flashback casi total. México, 1936: en un teatro de variedades especializado en atracciones y vodevil actúan varios artistas ambulantes, payasos, acróbatas, magos, cantantes y bailarinas, entre otros. Durante uno de los números se escucha entre bastidores el grito agónico de una mujer y, seguidamente, el eco de unos disparos estalla en la platea. Los murmullos, el nerviosismo devienen en psicosis y, mientras el público intenta huir desesperadamente del lugar en el que creen que se acaba de cometer un crimen, tras el escenario el descubrimiento del cadáver de una mujer corre paralelo a la huida del asesino, que corre a ocultarse en las alturas del telón y los decorados. Sin embargo, cuando el teatro ha sido desalojado y está acordonado y ocupado por la policía, que intenta cercar al asesino, éste cae sobre el escenario y es encontrado por uno de los miembros de la compañía. Moribundo, agonizante, el asesino relata el por qué de su crimen.

Nos encontramos con una película negra de estructura clásica, si bien en un entorno poco frecuente como escenario principal (no tanto en relación con los muchos personajes, sobre todo femeninos, que aparecen en el cine negro provenientes de ese marco), el mundo de las variedades, la revista y el vodevil. Sin embargo, los personajes y las relaciones establecidas entre ellos son de manual: El gran Flamarion (Von Stroheim) es un artista de las armas, su número consiste en representar una escena de celos junto a sus dos ayudantes (Mary Beth Hughes y Dan Duryea), que en la «realidad» son matrimonio. Se supone que Flamarion interpreta a un marido celoso y vengativo que vuelve a casa y halla a su esposa en brazos de su amante, a los cuales tirotea sin descanso haciendo blanco en distintas partes de su vestimenta y complementos, así como en el decorado que los circunda. Se trata de un número de gran mérito y precisión que levanta pasiones entre el público dada la extraordinaria puntería y habilidad de Flamarion, que nunca falla. Las relaciones del grupo fuera del escenario son, sin embargo, muy frías y distantes. Para Flamarion sus ayudantes son objetos tan imprescindibles como las armas, pero no les presta ni la atención ni los cuidados que dedica a éstas. Al Wallace (Duryea) permanece casi siempre en estado de embriaguez, mientras que su esposa Connie, siempre sola y relegada a un segundo plano por el interés de su marido por la bebida, busca la atención masculina en otra parte. Y, claro está, la encuentra en un acróbata del que se encapricha y que no tarda en corresponderle. En este punto empiezan a rodar los engranajes del cine negro. Connie, buscando una forma de librarse de su marido, la encuentra con facilidad. Nadie pondría objeciones ni investigaría si en el escenario, por accidente, Flamarion equivocara el tiro y acabara con su ayudante, un notorio borracho del que no habría extrañado que cometiera un fallo de colocación o actuación durante la representación. Pero para eso, el artista tendría que dispararle a conciencia y simular el error, y por ello es necesario conseguir lo único que podría convencerle de algo así: seducirlo. Eso no resultará tan fácil, porque Flamarion es un ladrillo, un pedazo de hielo como no hay otro, inalterable, insobornable, que ni sonríe ni alterna con nadie. Pero la mujer fatal del cine negro es mucha mujer, y no tardará el pistolero en caer en sus redes y someterse a sus planes… Continuar leyendo «Dos grandes (II): El gran Flamarion»