Dilapidando una buena intención: El exorcismo de Emily Rose (The Exorcism of Emily Rose, Scott Derrickson, 2005)

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Extraño híbrido de truculenta película de terror y melodrama de juicios, esta película de Scott Derrickson (acreditado además como coguionista), teóricamente basada en hechos reales, desaprovecha una buena idea de origen al entregarse a los tópicos y los lugares comunes de uno y otro género. Celebrada en su día entre la crítica española por su elegancia formal, por las interpretaciones de los protagonistas y por la nutrida documentación manejada para escribir y dar solidez al guión, la historia falla, sin embargo, en lo más importante, la representación del combate, no de los hombres de Dios contra el demonio, sino del mundo de las ideas, las pruebas, los hechos concretos, la construcción racional de una realidad, frente al espíritu, la fe, lo desconocido, lo oculto, la irracionalidad, aquellos territorios que la experiencia, la ciencia, los cincos sentidos, no llegan a alcanzar y que, por tanto, consideramos imposibles, irreales, terreno abonado para la fantasía o la locura. La premisa, de entrada, es más que estimulante: un sacerdote católico, el padre Moore (Tom Wilkinson), es detenido y procesado por la muerte de la joven Emily Rose (Jennifer Carpenter) durante la celebración de un ritual de exorcismo. Las maquinarias policial y judicial se ponen en marcha, pero, en paralelo, el padre Moore advierte a su exitosa abogada defensora, Erin Bruner (Laura Linney), que acaba de ganar un importante y mediático caso y es además una atea convencida, del desencadenamiento de las fuerzas del bien y del mal que libran una batalla a su alrededor. Decidida a plantear la defensa en torno a la «lógica» argumental de quien cree en ese enfrentamiento ascestral, en el juicio, a la manera del clásico La herencia del viento (Inherit the Wind, Stanley Kramer, 1960), se dan dos posturas, la del fiscal (Campbell Scott), un creyente convencido que, no obstante, se ciñe a la cuestión de la culpabilidad material y, por tanto, a la responsabilidad del sacerdote en el abandono por la niña de sus tratamientos médicos y su consiguiente fallecimiento, y la de la defensora, que, en el plano de las creencias compartidas por la muchacha y el cura, pretende exponer al jurado los acontecimientos interpretados desde la fe y el tratamiento espiritual de los males de la joven, para los cuales la medicina tradicional no proporcionaba, en opinión de ambos, solución alguna. El interesante, a priori, debate entre ambas perspectivas (la médica y la legal, por un lado; la espiritual y «mágica», por otro) deviene, sin embargo, en fracaso total al renunciar el guión a penetrar en las cuestiones, paradojas y contradicciones de más enjundia -la presunta existencia, el poder y la influencia de esferas de la realidad que no resultan perceptibles por los sentidos, que exceden sus capacidades o que no son controlables por ellos, pero que supuestamente están presentes en nuestras vidas desde el principio de los tiempos y son determinantes en nuestra cotidianidad- y ceder a los efectismos de ambos géneros.

Así, el segmento judicial queda reducido a algunos de los clichés más recurrentes del género: abogada triunfadora y ansiosa de notoriedad y ascenso social, que ha dejado de lado su vida personal para dedicarse en cuerpo y alma a labrar su carrera, asume el caso bajo la promesa de ser reconocida socia de la firma para la que trabaja; con poca ética y menos escrúpulos, utiliza todos los medios y argumentos a su alcance para construir la defensa, incluso por encima de los deseos de su defendido; no obstante, las dudas y los extraños fenómenos que empiezan a condicionar su trabajo en el caso, aderezados con la oportuna recuperación de un episodio de su pasado que ahora rememora en clave espiritual, comienzan a quebrantar la solidez de sus creencias y termina por abrazar todo aquello de lo que hasta ahora había renegado al tiempo que sus esquemas mentales se abren a otra forma de crecimiento personal. El juicio, además, transcurre por los lugares habituales, entre protestas, dramáticos testimonios, tensos interrogatorios, discursos ante el jurado, paseos por la sala mientras se lanzan preguntas al aire, advertencias de la juez, testigos sorpresa y testimonios salvadores que a última hora se ven truncados, suspense en la lectura del veredicto y el sorpresivo giro final metido con calzador… En el otro apartado, la presentación de la supuesta posesión diabólica, pronto se abandona el terreno de la ambigüedad (la dicotomía entre los problemas psicológicos graves o la injerencia sobrenatural) y del suspense de la extraña fenomenología inicial para volcarse en una progresiva degeneración efectista que alcanza su máxima cota en el exorcismo propiamente dicho, en la explotación morbosa, sanguinolenta y sensacionalista del tremendismo. A partir de la irrupción de este aspecto en la trama, el guión, como el pulso narrativo, se muestra vacilante y caprichoso, da la impresión de que puede pasar cualquier cosa a conveniencia, no de lo que tal vez pudiera pedir la historia, sino por antojo de quien la maneja. Continuar leyendo «Dilapidando una buena intención: El exorcismo de Emily Rose (The Exorcism of Emily Rose, Scott Derrickson, 2005)»

La noche y Paul Schrader: Posibilidad de escape

En la ya extensa y muy irregular trayectoria de Paul Schrader como guionista y director de cine si algo ha quedado claro es que domina plenamente la noche, su fauna, su flora y sus escenarios y ambientes, sus reglas y sus peajes. En Light sleeper (mucho más hermoso y evocador su título original que su traducción española) Paul Schrader se recrea de nuevo en los ecosistemas que domina a través de la figura de John Le Tour (espléndido, como casi siempre, Willem Dafoe), un camello que trabaja para Ann (Susan Sarandon), una traficante de lujo cuyo entorno de trabajo no son los descampados, los sucios callejones y los tugurios de mala muerte de los suburbios, sino los apartamentos de los barrios buenos, los hoteles caros y las discotecas y restaurantes de prestigio donde se cita su clientela habitual, profesionales liberales, abogados, periodistas, músicos y artistas con dinero fácil de obtener a cambio de una dosis que les permita continuar siendo clientes preferentes. John ya no es el joven enganchado de años atrás; es un hombre prudente y reflexivo hecho a imagen y semejanza de su jefa, nada que ver con una ostentosa e irracional drogadicta, sino una mujer cerebral, consciente de su lugar en el mundo y de cómo y por qué ha llegado a él, y también del momento de retirarse. Por eso John debe pensar en su futuro, porque Ann cierra el negocio y ha de buscarse una nueva ocupación. Sin embargo, esas preocupaciones quedan en segundo plano cuando, por casualidad, John se reencuentra con Marianne (Dana Delany), su ex esposa, con la que vivió una etapa de largos años de extrema adicción, quemando su dinero y su salud, destrozando su vida. John se encuentra plenamente rehabilitado y, una vez que deje su oficio, no tendrá más remedio que incorporarse a una vida normal, alejado del tráfico. Marianne aparentemente está desenganchada, pero siempre fue más débil de carácter y de ánimo. Quizá el reencuentro suponga una nueva oportunidad para ellos…

Schrader construye un espléndido guión sobre un expendedor de muerte con crisis de conciencia. Plenamente sabedor de cuáles son los efectos de sus acciones, eso no le impide en determinados momentos erigirse en guardián protector o en consejero paciente de aquellos de sus clientes que se encuentran en horas más bajas. Recuerda de dónde vino y a los extremos a los que llegó, y le horroriza pensar en que él pueda estar proporcionando el mismo destino a un número incontable de personas. Sin embargo, es su modo de vida, trabajar para Ann le ha generado estabilidad, seguridad, un presente cómodo y tranquilo y un futuro lleno de posibilidades, siempre y cuando se mantenga alejado de esas drogas que con la aparición de Marianne han vuelto a adquirir protagonismo para él en lo personal. Marianne se convierte en la clave de ese nuevo futuro que debe encarar, en la posibilidad de retornar al estado previo al que les condujo al desastre diez años atrás, ese favor de vuelta a empezar que la vida concede muy pocas veces, pero por el que tendrá que luchar mucho más de lo que cree.

La película refleja tanto la esclavitud de la adicción como examina la relación de fidelidad y lealtad personal entre Ann y John. Resulta complicado en el Hollywood moderno encontrar en la pantalla una relación madura e inteligente entre un hombre y una mujer a la que se dedique un mínimo de atención y que no sea de parentesco, sentimental o sexual. En el caso de Ann y John, se trata de amistad sincera, de agradecimiento y sostenimiento mutuos, de complicidad, de identificación el uno en el otro, de confianza absoluta. Quizá también de atracción, de un amor que no ha llegado a nacer, a consolidarse, que se ha quedado encerrado en los cánones de lo platónico. Como revela la última secuencia de la película, en la que ambos conversan en la sala de visitas de una prisión, ni siquiera se han acostado juntos una sola vez, y sin embargo, la intimidad de que disfrutan es mucho mayor, más sólida, más auténtica, que parejas o matrimonios que llevan durmiendo juntos décadas. Tras Ann se adivina un pasado duro, difícil, y en su nueva vida, producto de los miles de dólares que ha ganado con la droga, se vislumbra una especie de recompensa o más bien de compensación por una época mucho más larga y menos feliz para ella que debió atravesar en algún momento. A John todavía va a costarle mucho más llegar a ese estado, y en su camino sólo Ann estará allí para acompañarle, aunque sea a distancia.

La noche, reflejando sus luces en el parabrisas de los coches o introduciéndose por los amplios ventanales de los lujosos apartamentos, es igualmente protagonista. Es el adecuado escenario para toda una serie de personajes sombríos, lúgubres, consumidos por una voluntad ajena, la de las drogas, que puede más que la suya, que acentúa su egoísmo, su terquedad, sus obsesiones, la caída en la tentación, vampiros de la noche que se chupan la sangre a sí mismos. Marianne es uno de ellos, y John encontrará en la venganza la fuerza para romper con su pasado y renacer de sus propias cenizas. Continuar leyendo «La noche y Paul Schrader: Posibilidad de escape»

Música para una banda sonora vital – Family man

Family Man, bienintencionada y navideña película de Brett Ratner, irrelevante director de mediocres cintas de acción e intriga (El dragón rojo) y comedietas ligeras (la saga Hora punta, El dinero es lo primero), incluso de películas que contienen ambos aspectos, y que será el responsable de la nueva versión de Conan que comentábamos hace poco, es la azucarada alegoría de un tiburón de las finanzas (Nicolas Cage, en otra infumable interpretación) que, tras un incidente en Nochebuena, despierta en una vida virtual en la que sus trajes caros y Wall Street han sido sustituidos por una existencia sencilla y humilde como vendedor de neumáticos y un matrimonio feliz con una antigua novia (Téa Leoni) a la que dejó para concentrarse en su carrera de economista. Claro está, el hombre se dará cuenta de lo vacía que es su vida de ricachón sin escrúpulos y abrirá el corazón al amor y a la fraternidad…

Esta mezcla del Cuento de Navidad de Dickens y ¡Qué bello es vivir! de Frank Capra en malo, cuenta con una banda sonora de nombres tan ilustres o populares como Luciano Pavarotti y, en otro plano, Morcheeba, U2, Chris Isaak, The Delfonics, Seal y ¡¡¡¡MOCEDADES!!!! Sí amigos y amigas, con Eres tú, de 1973, compuesta por Juan Carlos Calderón, uno de los clásicos de Eurovisión (elegida hace poco entre las diez mejores canciones de toda la historia del festival, algo tampoco tan complicado viendo lo que suele ser el susodicho festival…) y una de las canciones españolas más populares y versionadas a nivel mundial, junto con El concierto de Aranjuez de Joaquín Rodrigo, Macarena de Los del Río, el Himno a la alegría de Miguel Ríos y, por encima de todo, la musiquita de los móviles Nokia, obra del compositor y guitarrista clásico español Francisco Tárrega. La canción no sólo estuvo durante meses en la famosa lista Billboard, en la que llegó a ocupar el puesto número nueve (de cien), sino que vendió más de un millón de copias en Estados Unidos (algo absolutamente marciano para una canción en español, todavía más en los años setenta) y ha sido versionada decenas y decenas de veces en idiomas como inglés, francés, alemán, italiano, sueco y danés, entre otros.

En la banda sonora también To be with you, clásico moderno de los melenudos Mr. Big. Todo un poco moñas, sí, pero para poner música a una película con un contenido tan blandito hay que echar mano de estas cosas…

La tienda de los horrores – La joven del agua

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Oh la la! Oh, mon dieu! Dice M. Night Shyamalan que esta historia surgió a raíz de un cuento infantil que cada noche iba improvisando para sus nenas: pobres criaturas inocentes; me pregunto si ya han ingresado en un frenopático… La joven del agua es el mayor fiasco rodado hasta la fecha por este director norteamericano de origen indio (indio de India), un señor con innegable talento visual y narrativo que aquí, no obstante, la cagó bien cagada. Improvisando para sus niñas le salió una película que parece construida a base de improvisaciones y golpes de capricho del momento. Valga un pequeño resumen de su argumento como aviso para navegantes:

Cleveland (Paul Giamatti, aprovechando su estrellato a raíz de Entre copas, del cual ya anda bajándose a pasos agigantados), es el encargado de una urbanización de modestos apartamentos (pero con piscina, que conste, que hay clases incluso entre los pobres o humildes) de Filadelfia, ciudad famosa por su queso de untar, que un buen día se encuentra con una ninfa en la piscina; más bien se trata de una narf, una criatura de una antigua leyenda china (más bien cuento chino, a pesar de lo cual la narf en cuestión no tiene ojos rasgados y es pelirroja y con pecas, como sabemos, la apariencia habitual del personal por allá). Esta narf resulta que es la Madre de todas las Narfs, que diría el difunto Sadam Hussein, la elegida que debe volver a su mundo para esto y aquello y no sé qué más. El caso, y aquí empieza lo realmente delirante, es que su regreso al mundo, que tiene que realizarse a través de la susodicha piscina, está amenazado por unos lobos recubiertos de césped (cuyo nombre no me atrevo a intentar reproducir), malos, malísimos, que campan a sus anchas por la urbanización, mientras que la esperanza de la china no-china descansa en unos monos (cuyo nombre ídem de ídem) o algo parecido tan perversos que se comieron a sus padres el día que nacieron, que van a llegar un día de éstos, y que son enemigos mortales de los lobos de césped, en los que ansían probar sus colmillos. Asimismo, los únicos que pueden ayudarla a volver al mundo del agua, son a su vez otras extraordinarias criaturas que, y poco a poco es Cleveland quien irá encajando las piezas, resultan ser en realidad algunos de los vecinos del edificio en carne mortal, atención a los nombres: el intérprete, que en principio es un apasionado de los crucigramas hasta que en realidad se dan cuenta de que no es él sino su hijo pequeño, capaz de interpretar la leyenda en las cajas de cereales, el guardián, papel que se atribuye Cleveland hasta que se da cuenta de que no es él sino un jovenzano musculitos y rapero del vecindario, y el gremio, por el cual son tomados los drogatas del bloque hasta que alguien cae en que son las cinco hijas, a cual más oronda, de unos vecinos, más una hispana y una china para completar las siete que preceptúa la leyenda.
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Música para una banda sonora vital – Al límite (R.E.M.)

Esta película, protagonizada por Nicolas Cage y Patricia Arquette, en la que Martin Scorsese nos introduce en la desasosegante historia de los sanitarios noctunos que recorren en sus ambulancias las calles de Nueva York, cuenta, como siempre en su cine, con una magnífica banda sonora de temas instrumentales compuestos por el grandísimo Elmer Bernstein y además con una buena colección de clásicos antiguos y recientes del pop y el rock. Una de las grandes sorpresas musicales de la película es la inclusión de este temazo de R.E.M., What’s the frequency, Kenneth?, de su álbum Monster.

Y de propina, de entre la enorme cantidad de temas fantásticos de este grupo, escogemos como bis The one I love. De todos modos R.E.M. seguro que van a aparecer más veces por aquí.