Monstruos y dioses en Villa Diodati

Cada vez sentía mayor desprecio por las tesis de la moderna filosofía natural. Qué distinto sería si los científicos se dedicaran a la búsqueda de los secretos de la inmortalidad y del poder; aquellas metas, aunque sin valor real, estaban llenas de grandeza.

Mary Shelley

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Gonzalo Suárez, rara avis del cine español, cineasta, narrador, dramaturgo, periodista, poeta y antiguo ojeador de fichajes del club de fútbol Internazionale de Milán se aproxima en Remando al viento (1988) a la realidad histórica de personajes como Lord Byron, John Polidori, la pareja formada por Percy Bhysse Shelley y su esposa Mary o el filósofo William Godwin para narrar con grandes dosis de lirismo e imaginación literaria la génesis de una de las grandes novelas góticas, una de las más populares e icónicas creaciones literarias de todos los tiempos, Frankenstein. Con enfoque realmente fantasioso examina el proceso creativo desde la mágica perspectiva de una obra literaria que cobra vida hasta el punto de influir decisivamente en los destinos de quienes han asistido a su nacimiento o colaborado en él. De este modo la historia, surgida del reto lanzado por Byron a la luz de las velas durante una veraniega noche de tormenta en Villa Diodati, la casa cerca de Ginebra donde el poeta se encontraba en 1816, de escribir el más estremecedor cuento de terror, se toma como punto de unión del trágico destino de todos los personajes involucrados en la forja de la narración en la que un moderno Prometeo debía desafiar nuevamente a los dioses.

Después de Waterloo y el confinamiento de Bonaparte en Santa Elena, finalizado el Congreso de Viena que reordenó las fronteras del continente y perdonó la vida a Francia, Europa se ve inmersa en una turbulenta época de cambios sociales y políticos. Se intenta profundizar en los conceptos democráticos insinuados en la Revolución, comienzan a sentarse las bases de las reivindicaciones obreras que marcarán las revoluciones que salpicarán el siglo y empiezan a despertar las conciencias nacionales que, a través de un romanticismo exacerbado y dogmático, tantos desastres traerán en un futuro no muy lejano. Al mismo tiempo Schiller, Byron, Goethe y algunos otros destronan a Goldoni como mejor autor de su tiempo y el Romanticismo se encuentra en pleno apogeo. Las estampas de castillos abandonados, de ruinas, de cementerios desolados y sombríos, los ideales y los amores que pueden llevar a un suicidio temprano, a la muerte como ascenso hacia la ansiada libertad total, la crítica a los privilegiados, especialmente a la Iglesia, la ruptura de las convenciones sociales y, sobre todo, el teatro y la poesía que sirven de vehículo a estos pensamientos se alternan con la preocupación por los acontecimientos políticos europeos, como la forja por parte de Inglaterra de un inmenso imperio colonial, los levantamientos liberales en España contra el absolutismo de Fernando VII o los primeros conatos independentistas de Grecia frente al poder otomano.

En este marco se desarrolla la historia, inspirada en hechos reales pero con gran derroche de imaginación, que relata las jornadas que estos personajes compartieron en Villa Diodati durante la visita que Percy Bysshe Shelley (Valentine Pelka), Mary (Lizzy McInnerny) y su hermana Clara (Elizabeth Hurley, antes de recauchutarse) realizaron a Lord Byron (Hugh Grant) en su retiro suizo. El estupendo vestuario (incluso en cuanto a las rarezas estéticas de Byron), la escenografía, las magníficas localizaciones naturales y los exteriores escogidos dotan a esta película de un magnetismo misterioso, repleto de poesía y al mismo tiempo cercano a la puesta en escena teatral. Las secuencias rodadas en exteriores profundizan en la estética romántica como forma de mostrar las firmes convicciones ideales de quienes pertenecían a esta corriente: los planos de la barca bogando en el lago a la luz de la luna, el mágico jardín de la casa, iluminado o en penumbra, el castillo al que se dirigen Byron y Shelley cuando sufren la tempestad, las anchas playas de fina arena y los mares embravecidos, los acantilados sometidos a fuertes vientos, la campiña italiana de prados verdes bajo la lluvia, ese clérigo vestido de ricas ropas, apoltronado en una góndola que surca los canales venecianos sobre aguas grises, entre edificios sucios y bajo puentes comidos por la humedad, que se deja llevar hacia el palacio de inmenso patio enlosado para oficiar de correo entre Byron, que retoza en ese instante con una dama casada, y el marido de ésta, que aguarda el dinero que el poeta está dispuesto a pagar como indulgencia por el disfrute obtenido de su esposa, labor diplomática para la que tan ilustre mensajero resulta de lo más apropiado.

En el frío verano de 1816 (conocido como el año sin verano), una noche de tormenta, de esas que en Villa Diodati transcurren leyendo poesía a la luz de una vela o jugando una partida de billar, Shelley, Byron, Polidori (José Luis Gómez), Mary y Clara se entretienen leyendo y contando historias de fantasmas en un entorno lúgubre, de viento, lluvia, truenos, relámpagos y sombras de perfiles sinuosos que se proyectan en las paredes débilmente iluminadas. De esta reunión histórica nació El vampiro, de John Polidori y por supuesto, Frankenstein o el moderno Prometeo, cuyo título hace referencia al Prometeo liberado de Shelley, y a su vez al clásico Prometeo encadenado atribuido a Esquilo.

Contada a modo de flashback por una solitaria Mary, pasajera de un barco que surca aguas árticas en busca de la Criatura que ella misma ha creado (remedando así el principio y final de la obra literaria, que Mary Shelley situaba en las heladas superficies polares), la película realiza el seguimiento de las vidas de estos personajes que coincidieron aquella mágica noche y los desgraciados avatares que les sucedieron a ellos y a quienes los rodearon. Para ello utiliza como vehículo al monstruo, la Criatura (José Carlos Rivas) ideada por Mary Shelley, el Prometeo (al que erróneamente suele identificarse como Frankenstein, olvidando que éste es el nombre de su creador, con toda probabilidad el verdadero monstruo) cuyas espectrales apariciones tienen lugar siempre como anuncio de la catástrofe que está a punto de sobrevenir. Polidori contempla a la horrible Criatura antes de poner fin a su vida. Más tarde, tras la muerte en Londres de Godwin y de la hermana menor de Mary y Clara, la Criatura visita al hijo de los Shelley (en una escena inspiradísima que rememora la famosa secuencia de la película de James Whale de 1931) y a la hija de Byron y Clara, internada en una escuela religiosa, justo antes de morir prematuramente. Igualmente, aparecerá en la playa antes de que Shelley se haga a la mar en la travesía que le costará la vida, y su presencia amenaza a Byron, que tras la sugerente escena de la incineración del cadáver de Shelley en la playa mientras se recita La serpiente, formula propósito de ir a luchar por la libertad de Grecia, donde encontrará la muerte en Missolonghi. Las apariciones de la Criatura se rubrican además con frases de diálogo apenas susurradas que recuperan palabras dichas por los propios personajes en momentos anteriores del guión con las que parecían estar presagiando sin darse cuenta su propio desgraciado final. De este modo se nos muestra la Criatura no como un espectro o una presencia ajena a los personajes sino como proyección de su propia alma que cobra vida, como un reflejo del lado oscuro de cada uno de ellos en el espejo de un futuro fatal resumido en la frase “Tu respiración es mi respiración”.

Una banda sonora maravillosamente escogida en la que la música de Mozart o la magnífica Fantasía sobre un tema de Thomas Tallis de Ralph Vaughan Williams es puerta de entrada al inquietante mundo de sueños, ilusiones, amores y pesadillas de los personajes acompaña unas imágenes emocionantes, lúgubres, majestuosas y de admirable factura filmadas en espléndidas localizaciones fotografiadas con gran belleza formal y sutil sensibilidad. El guión, impregnado de influencias literarias, que ensambla con gran pulso narrativo historia y literatura, realidad, ficción e imaginación, intenta acercarse al mito literario a través de una interpretación fantasiosa del contexto real en que fue concebida la obra más que al monstruo de cicatrices y tornillos que encarnara Boris Karloff en el clásico cinematográfico de 1931 que homenajea Bill Condon en su estupenda Dioses y monstruos (Gods and Monsters, 1998).

Con un estupendo título difícil de igualar, recrea de forma libre los últimos días del olvidado cineasta James Whale, autor de grandes hitos del género de terror como El Doctor Frankenstein (Frankenstein, 1931), El hombre invisible (The Invisible Man, 1933) o La novia de Frankenstein (The Bride of Frankenstein, 1935), y también de clásicos más convencionales como Magnolia (Show Boat, 1936). Según la película, Whale, acosado por una enfermedad cerebral degenerativa, habría sufrido un deterioro progresivo de sus facultades mentales hasta el punto de creerse rodeado de las criaturas de ficción que creó en el pasado, en una especie de delirio relativamente común entre actores y cineastas por el cual en sus postreros momentos se sentirían poseídos, acosados o acompañados por los personajes que interpretaron o crearon, al estilo de Bela Lugosi, que cerca de su muerte sólo vivía de noche, vestía su traje de vampiro, dormía en un ataúd e incluso ordenó que se le amortajase con su famosa capa, o Johnny Weissmüller, que ya anciano insistía en vestir el taparrabos de Tarzán y emitir su famoso grito, el mismo fenómeno del que Billy Wilder echó mano a la hora de retratar la extravagante personalidad de Norma Desmond en Sunset Boulevard (El crepúsculo de los dioses, 1950).

El vehículo de Bill Condon para presentar los problemas de Whale es Clayton, interpretado de manera bastante más efectiva de lo que cabía esperar por el insípido Brendan Fraser, muy solvente en la piel del joven viril, impulsivo y un tanto simplón que se contrata como jardinero en casa del anciano cineasta. Whale (magistral Ian McKellen), conocido homosexual de la época dorada de Hollywood, abandonado por su amante y aburrido de aprovecharse de insustanciales y bobos jovencitos que sólo buscan historias morbosas sobre el pasado, se siente atraído por el joven Clayton, al que convence para que pose como modelo de sus eróticos retratos masculinos. Pero la atracción, al principio física, es también de otra índole. En Clayton, aunque no se hace patente para el espectador hasta bien entrada la película, Whale ve la encarnación de su monstruo, inventado ciertamente por Mary Shelley, pero al que él dio la estética, la personalidad, el marchamo mítico definitivo.

Clayton, desconocedor al principio de las tendencias sexuales de su patrono, acepta actuar como modelo para sus dibujos y tras el tiempo y las charlas compartidos empieza a sentir respeto y admiración hacia ese viejo encogido en su sillón de mimbre cuyo humor destila cierta amargura. Se abre aquí una doble vía en sus relaciones. En sus encuentros flota una atmósfera de atracción-repulsión sexual: Whale es para Clayton todo lo que rechaza, un monstruo que desempeña un papel opuesto en su concepción de lo correcto en las relaciones íntimas, la más estricta heterosexualidad, a poder ser, a rienda suelta y sin ataduras, de ahí que busque desfogarse con la primera desconocida que encuentra cuando la camarera del bar y amante ocasional (Lolita Davidovich) le da plantón, una forma radical de afirmar su condición sexual frente a los continuos devaneos e insinuaciones de Whale. Por el contrario, para el director Clayton es todo lo que él deseó en su pasado, inalcanzable ya cuando está a punto de dejar el mundo. Este callado lenguaje da pie a una segunda clave en su relación, un extraño juego de confesiones, de verdades a medias y de antiguos complejos que salen a la luz fruto de la confianza algo recelosa que surge entre ambos. En ese intercambio, cada vez más profundo e inquietante, la vida de Whale irá siendo objeto principal de las charlas y su realidad, su historia repleta de dioses y monstruos se mostrará a Clayton como mucho más compleja de lo que hubiera imaginado. Este nivel de su relación converge con la verdadera historia de Whale, el adaptador a la pantalla de la famosa novela de Mary Shelley, el creador de la criatura. Un hombre que juega a ser Dios, que inventa a un monstruo a su imagen y semejanza, que es él mismo y que por tanto niega su condición de Dios, una reinterpretación del moderno Prometeo, el hombre que quiso desafiar a los dioses, imitarlos, sentarse entre ellos, y que como castigo a su soberbia fue reducido a la categoría de monstruo, condenado a ser eternamente devorado por un águila hasta que Zeus se apiadó de él y envió a Heracles, el musculado Clayton, para liberarle.

La película trata también de la estéril y eterna discusión entre lo bueno y lo malo, de su asimilación con lo aceptado o no aceptado, de la duda ante si una objetividad es posible. Clayton, avanzando en el conocimiento del anciano director, se encontrará con que es una criatura frágil, física y anímicamente (“ojalá fuera el hombre invisible”, se lamenta) que sólo merece su compasión y su piedad. Sabrá que en su pasado hay muchas experiencias negativas que acabaron por hundirle en la desesperación y que su anonimato fue una opción que él mismo escogió a raíz de un desengaño amoroso con un actor. La evolución de Clayton con respecto a Whale queda plasmada en la escena en que, muy cambiado (su efigie no recuerda ya aquí al monstruo), acompañado de su mujer y su hijo, emulará al monstruo bajo la lluvia. Así da vida nuevamente a la creación de Whale, que no es otra cosa que un reflejo de la intolerancia, la incomprensión.

La relación de ambos llega finalmente al extremo más íntimo posible, el juego de la vida y la muerte. Al igual que en la novela y la cinta clásica, una tormenta nocturna desencadena una tempestad interior y se suceden las tomas en las que se alternan paralelamente imágenes de Clayton, con una apariencia casi monstruosa, y de la Criatura, creando así un híbrido de realidad y ficción que no es más que la angustia interior que amenaza a Whale desde su reprimida infancia, y que volcó en el esbozo a lápiz que hizo del verdadero monstruo, el rechazo, la marginación, el odio, allá por los años treinta, en el trozo de papel que, enmarcado, sigue presidiendo su escritorio como, en recuerdo del maestro Goya, monstruo nacido del sueño de su razón.

Condon ofrece una espléndida recreación de los últimos días de vida de James Whale, una obra maestra acerca del dolor, una epopeya sobre la implacable e invencible soledad, sobre el fracaso en la búsqueda del amor, donde Ian McKellen obsequia un verdadero recital interpretativo y en la que Brendan Fraser logra su mejor actuación hasta la fecha como joven inmaduro y dubitativo. El mayor mérito no obstante lo adquiere un fantástico guión, premio de la Academia, en el que se logra atrapar y combinar perfectamente la profundidad y las dudas de la novela de Mary Shelley con la cinta clásica de James Whale y las propias vivencias de éste para crear un potente drama que no deja indiferente, un clásico imperecedero.

200 años del Frankenstein de Mary Shelley

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El pasado 1 de enero, Frankenstein, de Mary Shelley, cumplió 200 años.

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Monstruos y dioses en Villa Diodati

Cada vez sentía mayor desprecio por las tesis de la moderna filosofía natural. Qué distinto sería si los científicos se dedicaran a la búsqueda de los secretos de la inmortalidad y del poder; aquellas metas, aunque sin valor real, estaban llenas de grandeza.

(Mary Shelley)

Gonzalo Suárez, rara avis del cine español, cineasta, narrador, dramaturgo, periodista, poeta y antiguo ojeador de fichajes del club de fútbol Internazionale de Milán se aproxima en Remando al viento (1988) a la realidad histórica de personajes como Lord Byron, John Polidori, la pareja formada por Percy Bhysse Shelley y su esposa Mary o el filósofo William Godwin para narrar con grandes dosis de lirismo e imaginación literaria la génesis de una de las grandes novelas góticas, una de las más populares e icónicas creaciones literarias de todos los tiempos, Frankenstein. Con enfoque realmente fantasioso examina el proceso creativo desde la mágica perspectiva de una obra literaria que cobra vida hasta el punto de influir decisivamente en los destinos de quienes han asistido a su nacimiento o colaborado en él. De este modo la historia, surgida del reto lanzado por Byron a la luz de las velas durante una veraniega noche de tormenta en Villa Diodati, la casa cerca de Ginebra donde el poeta se encontraba en 1816, de escribir el más estremecedor cuento de terror, se toma como punto de unión del trágico destino de todos los personajes involucrados en la forja de la narración en la que un moderno Prometeo debía desafiar nuevamente a los dioses.

Después de Waterloo y el confinamiento de Bonaparte en Santa Elena, finalizado el Congreso de Viena que reordenó las fronteras del continente y perdonó la vida a Francia, Europa se ve inmersa en una turbulenta época de cambios sociales y políticos. Se intenta profundizar en los conceptos democráticos insinuados en la Revolución, comienzan a sentarse las bases de las reivindicaciones obreras que marcarán las revoluciones que salpicarán el siglo y empiezan a despertar las conciencias nacionales que, a través de un romanticismo exacerbado y dogmático, tantos desastres traerán en un futuro no muy lejano. Al mismo tiempo Schiller, Byron, Goethe y algunos otros destronan a Goldoni como mejor autor de su tiempo y el Romanticismo se encuentra en pleno apogeo. Las estampas de castillos abandonados, de ruinas, de cementerios desolados y sombríos, los ideales y los amores que pueden llevar a un suicidio temprano, a la muerte como ascenso hacia la ansiada libertad total, la crítica a los privilegiados, especialmente a la Iglesia, la ruptura de las convenciones sociales y, sobre todo, el teatro y la poesía que sirven de vehículo a estos pensamientos se alternan con la preocupación por los acontecimientos políticos europeos, como la forja por parte de Inglaterra de un inmenso imperio colonial, los levantamientos liberales en España contra el absolutismo de Fernando VII o los primeros conatos independentistas de Grecia frente al poder otomano.

En este marco se desarrolla la historia, inspirada en hechos reales pero con gran derroche de imaginación, que relata las jornadas que estos personajes compartieron en Villa Diodati durante la visita que Percy Bysshe Shelley (Valentine Pelka), Mary (Lizzy McInnerny) y su hermana Clara (Elizabeth Hurley, antes de recauchutarse) realizaron a Lord Byron (Hugh Grant) en su retiro suizo. El estupendo vestuario (incluso en cuanto a las rarezas estéticas de Byron), la escenografía, las magníficas localizaciones naturales y los exteriores escogidos dotan a esta película de un magnetismo misterioso, repleto de poesía y al mismo tiempo cercano a la puesta en escena teatral. Las secuencias rodadas en exteriores profundizan en la estética romántica como forma de mostrar las firmes convicciones ideales de quienes pertenecían a esta corriente: los planos de la barca bogando en el lago a la luz de la luna, el mágico jardín de la casa, iluminado o en penumbra, el castillo al que se dirigen Byron y Shelley cuando sufren la tempestad, las anchas playas de fina arena y los mares embravecidos, los acantilados sometidos a fuertes vientos, la campiña italiana de prados verdes bajo la lluvia, ese clérigo vestido de ricas ropas, apoltronado en una góndola que surca los canales venecianos sobre aguas grises, entre edificios sucios y bajo puentes comidos por la humedad, que se deja llevar hacia el palacio de inmenso patio enlosado para oficiar de correo entre Byron, que retoza en ese instante con una dama casada, y el marido de ésta, que aguarda el dinero que el poeta está dispuesto a pagar como indulgencia por el disfrute obtenido de su esposa, labor diplomática para la que tan ilustre mensajero resulta de lo más apropiado.

En el frío verano de 1816 (conocido como el año sin verano), una noche de tormenta, de esas que en Villa Diodati transcurren leyendo poesía a la luz de una vela o jugando una partida de billar, Shelley, Byron, Polidori (José Luis Gómez), Mary y Clara se entretienen leyendo y contando historias de fantasmas en un entorno lúgubre, de viento, lluvia, truenos, relámpagos y sombras de perfiles sinuosos que se proyectan en las paredes débilmente iluminadas. De esta reunión histórica nació El vampiro, de John Polidori y por supuesto, Frankenstein o el moderno Prometeo, cuyo título hace referencia al Prometeo liberado de Shelley, y a su vez al clásico Prometeo encadenado atribuido a Esquilo.

Contada a modo de flashback por una solitaria Mary, pasajera de un barco que surca aguas árticas en busca de la Criatura que ella misma ha creado (remedando así el principio y final de la obra literaria, que Mary Shelley situaba en las heladas superficies polares), la película realiza el seguimiento de las vidas de estos personajes que coincidieron aquella mágica noche y los desgraciados avatares que les sucedieron a ellos y a quienes los rodearon. Para ello utiliza como vehículo al monstruo, la Criatura (José Carlos Rivas) ideada por Mary Shelley, el Prometeo (al que erróneamente suele identificarse como Frankenstein, olvidando que éste es el nombre de su creador, con toda probabilidad el verdadero monstruo) cuyas espectrales apariciones tienen lugar siempre como anuncio de la catástrofe que está a punto de sobrevenir. Polidori contempla a la horrible Criatura antes de poner fin a su vida. Más tarde, tras la muerte en Londres de Godwin y de la hermana menor de Mary y Clara, la Criatura visita al hijo de los Shelley (en una escena inspiradísima que rememora la famosa secuencia de la película de James Whale de 1931) y a la hija de Byron y Clara, internada en una escuela religiosa, justo antes de morir prematuramente. Igualmente, aparecerá en la playa antes de que Shelley se haga a la mar en la travesía que le costará la vida, y su presencia amenaza a Byron, que tras la sugerente escena de la incineración del cadáver de Shelley en la playa mientras se recita La serpiente, formula propósito de ir a luchar por la libertad de Grecia, donde encontrará la muerte en Missolonghi. Las apariciones de la Criatura se rubrican además con frases de diálogo apenas susurradas que recuperan palabras dichas por los propios personajes en momentos anteriores del guión con las que parecían estar presagiando sin darse cuenta su propio desgraciado final. De este modo se nos muestra la Criatura no como un espectro o una presencia ajena a los personajes sino como proyección de su propia alma que cobra vida, como un reflejo del lado oscuro de cada uno de ellos en el espejo de un futuro fatal resumido en la frase “Tu respiración es mi respiración”.

Una banda sonora maravillosamente escogida en la que la música de Mozart o la magnífica Fantasía sobre un tema de Thomas Tallis de Ralph Vaughan Williams es puerta de entrada al inquietante mundo de sueños, ilusiones, amores y pesadillas de los personajes acompaña unas imágenes emocionantes, lúgubres, majestuosas y de admirable factura filmadas en espléndidas localizaciones fotografiadas con gran belleza formal y sutil sensibilidad. El guión, impregnado de influencias literarias, que ensambla con gran pulso narrativo historia y literatura, realidad, ficción e imaginación, intenta acercarse al mito literario a través de una interpretación fantasiosa del contexto real en que fue concebida la obra más que al monstruo de cicatrices y tornillos que encarnara Boris Karloff en el clásico cinematográfico de 1931 que homenajea Bill Condon en su estupenda Dioses y monstruos (Gods and monsters, 1998).

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Con un estupendo título difícil de igualar, recrea de forma libre los últimos días del olvidado cineasta James Whale, autor de grandes hitos del género de terror como El Doctor Frankenstein (Frankenstein, 1931), El hombre invisible (The invisible man, 1933) o La novia de Frankenstein (The bride of Frankenstein, 1935), y también de clásicos más convencionales como Magnolia (Show boat, 1936). Según la película, Whale, acosado por una enfermedad cerebral degenerativa, habría sufrido un deterioro progresivo de sus facultades mentales hasta el punto de creerse rodeado de las criaturas de ficción que creó en el pasado, en una especie de delirio relativamente común entre actores y cineastas por el cual en sus postreros momentos se sentirían poseídos, acosados o acompañados por los personajes que interpretaron o crearon, al estilo de Bela Lugosi, que cerca de su muerte sólo vivía de noche, vestía su traje de vampiro, dormía en un ataúd e incluso ordenó que se le amortajase con su famosa capa, o Johnny Weissmüller, que ya anciano insistía en vestir el taparrabos de Tarzán y emitir su famoso grito, el mismo fenómeno del que Billy Wilder echó mano a la hora de retratar la extravagante personalidad de Norma Desmond en Sunset Boulevard (El crepúsculo de los dioses, 1950).

El vehículo de Bill Condon para presentar los problemas de Whale es Clayton, interpretado de manera bastante más efectiva de lo que cabía esperar por el insípido Brendan Fraser, muy solvente en la piel del joven viril, impulsivo y un tanto simplón que se contrata como jardinero en casa del anciano cineasta. Whale (magistral Ian McKellen), conocido homosexual de la época dorada de Hollywood, abandonado por su amante y aburrido de aprovecharse de insustanciales y bobos jovencitos que sólo buscan historias morbosas sobre el pasado, se siente atraído por el joven Clayton, al que convence para que pose como modelo de sus eróticos retratos masculinos. Pero la atracción, al principio física, es también de otra índole. En Clayton, aunque no se hace patente para el espectador hasta bien entrada la película, Whale ve la encarnación de su monstruo, inventado ciertamente por Mary Shelley, pero al que él dio la estética, la personalidad, el marchamo mítico definitivo.

Clayton, desconocedor al principio de las tendencias sexuales de su patrono, acepta actuar como modelo para sus dibujos y tras el tiempo y las charlas compartidos empieza a sentir respeto y admiración hacia ese viejo encogido en su sillón de mimbre cuyo humor destila cierta amargura. Se abre aquí una doble vía en sus relaciones. En sus encuentros flota una atmósfera de atracción-repulsión sexual: Whale es para Clayton todo lo que rechaza, un monstruo que desempeña un papel opuesto en su concepción de lo correcto en las relaciones íntimas, la más estricta heterosexualidad, a poder ser, a rienda suelta y sin ataduras, de ahí que busque desfogarse con la primera desconocida que encuentra cuando la camarera del bar y amante ocasional (Lolita Davidovich) le da plantón, una forma radical de afirmar su condición sexual frente a los continuos devaneos e insinuaciones de Whale. Por el contrario, para el director Clayton es todo lo que él deseó en su pasado, inalcanzable ya cuando está a punto de dejar el mundo. Este callado lenguaje da pie a una segunda clave en su relación, un extraño juego de confesiones, de verdades a medias y de antiguos complejos que salen a la luz fruto de la confianza algo recelosa que surge entre ambos. En ese intercambio, cada vez más profundo e inquietante, la vida de Whale irá siendo objeto principal de las charlas y su realidad, su historia repleta de dioses y monstruos se mostrará a Clayton como mucho más compleja de lo que hubiera imaginado. Este nivel de su relación converge con la verdadera historia de Whale, el adaptador a la pantalla de la famosa novela de Mary Shelley, el creador de la criatura. Un hombre que juega a ser Dios, que inventa a un monstruo a su imagen y semejanza, que es él mismo y que por tanto niega su condición de Dios, una reinterpretación del moderno Prometeo, el hombre que quiso desafiar a los dioses, imitarlos, sentarse entre ellos, y que como castigo a su soberbia fue reducido a la categoría de monstruo, condenado a ser eternamente devorado por un águila hasta que Zeus se apiadó de él y envió a Heracles, el musculado Clayton, para liberarle.

La película trata también de la estéril y eterna discusión entre lo bueno y lo malo, de su asimilación con lo aceptado o no aceptado, de la duda ante si una objetividad es posible. Clayton, avanzando en el conocimiento del anciano director, se encontrará con que es una criatura frágil, física y anímicamente (“ojalá fuera el hombre invisible”, se lamenta) que sólo merece su compasión y su piedad. Sabrá que en su pasado hay muchas experiencias negativas que acabaron por hundirle en la desesperación y que su anonimato fue una opción que él mismo escogió a raíz de un desengaño amoroso con un actor. La evolución de Clayton con respecto a Whale queda plasmada en la escena en que, muy cambiado (su efigie no recuerda ya aquí al monstruo), acompañado de su mujer y su hijo, emulará al monstruo bajo la lluvia. Así da vida nuevamente a la creación de Whale, que no es otra cosa que un reflejo de la intolerancia, la incomprensión.

La relación de ambos llega finalmente al extremo más íntimo posible, el juego de la vida y la muerte. Al igual que en la novela y la cinta clásica, una tormenta nocturna desencadena una tempestad interior y se suceden las tomas en las que se alternan paralelamente imágenes de Clayton, con una apariencia casi monstruosa, y de la Criatura, creando así un híbrido de realidad y ficción que no es más que la angustia interior que amenaza a Whale desde su reprimida infancia, y que volcó en el esbozo a lápiz que hizo del verdadero monstruo, el rechazo, la marginación, el odio, allá por los años treinta, en el trozo de papel que, enmarcado, sigue presidiendo su escritorio como, en recuerdo del maestro Goya, monstruo nacido del sueño de su razón.

Condon ofrece una espléndida recreación de los últimos días de vida de James Whale, una obra maestra acerca del dolor, una epopeya sobre la implacable e invencible soledad, sobre el fracaso en la búsqueda del amor, donde Ian McKellen obsequia un verdadero recital interpretativo y en la que Brendan Fraser logra su mejor actuación hasta la fecha como joven inmaduro y dubitativo. El mayor mérito no obstante lo adquiere un fantástico guión, premio de la Academia, en el que se logra atrapar y combinar perfectamente la profundidad y las dudas de la novela de Mary Shelley con la cinta clásica de James Whale y las propias vivencias de éste para crear un potente drama que no deja indiferente, un clásico imperecedero.

(de mi libro 39estaciones. De viaje entre el cine y la vida. Zaragoza, Eclipsados, 2011)

El progreso del sonoro: El hombre y el monstruo (Dr. Jekyll and Mr. Hyde, Rouben Mamoulian, 1931)

El hombre y el monstruo

El desarrollo del cine dotado de sonido tiene en El hombre y el monstruo (Dr. Jekyll and Mr. Hyde, 1931) un hito fundamental. Más allá de constituirse como uno de los puntales clásicos del cine de terror, lanzado por la siempre sofisticada Metro-Goldwyn-Mayer en directa competencia con los solventes productos del género con que la Universal estaba copando el naciente mercado de este tipo de productos, y dejando a un lado el hecho de que el invariablemente complicado Rouben Mamoulian se adjudicara así la mejor adaptación que la inmortal obra de Stevenson ha tenido en la gran pantalla, la película supone una revolucionaria conjunción de elementos audiovisuales que conforman un metraje dinámico, de inagotable imaginación estética y experimentación formal, sin duda a la altura de la gran película alemana del género estrenada el mismo año, la célebre M, de Fritz Lang.

No es la trama, por conocida, sino la forma, la cuestión principal. Sabido es que la novela de Stevenson, y todas las versiones cinematográficas de ella desde esta de Mamoulian, contribuye junto al Frankenstein de Mary Shelley a la instauración del tema del «científico loco», en este caso a través de un médico (Fredric March) que afirma la posibilidad de separar, mediante la ingestión de una fórmula química, la doble naturaleza moral, positiva y negativa, del ser humano, de manera que resulte posible aislar y erradicar los comportamientos negativos. Lugar común es también que en la historia, en la película, y en las demás películas, en el fondo este argumento crucial adquiere la forma de una tensión erótica entre dos mujeres que suponen dos estilos de vida (y dos formas de concebir el sexo) de signo opuesto: la prometida, Muriel (Rose Hobart), la hija de un prestigioso militar retirado (Haliwell Hobbes), supone emparentar con una familia tradicional de la buena sociedad, formar un hogar y adscribirse a los ritmos y esquemas de la vida aristocrática; en cambio, la cabaretera (y/o prostituta) Ivy Pearson (Miriam Hopkins) encarna la libertad (o el libertinaje), una vida alternativa, alejada de convenciones y ataduras sociales, de compromisos y compartimentos estancos, en la que no existe la rendición de cuentas. Una vida, la primera, es la vida de día; la segunda, la «otra», es la vida de noche, clandestina, oculta a los ojos de la sociedad que juzga y premia o castiga. Esta historia de terror que se erige igualmente en tratado sobre hipocresía social cuenta con una ventaja añadida: al haberse concebido, filmado y estrenado antes de la entrada en vigor del llamado Código Hays, el mecanismo autorregulador (en cristiano: censura) establecido por los estudios, la película no se corta al retratar dos extremos, una doble presencia soterrada, latente. La primera, la violencia apenas contenida bajo el paraguas del aparente orden social; la segunda, el erotismo insinuado de manera algo más que velada a través del prometido que «no puede aguantar más» y desea casarse cuanto antes, o de su lado «oscuro», el que desde la primera noche busca cometer el pecado máximo, el mayor quebrantamiento de la ley que rige durante las horas del día, la satisfacción de sus instintos más bajos convirtiéndose en amante de Ivy, una joven a la que Jekyll desea en el momento en que la conoce, pero a la que rechaza cuando ella se le ofrece por razones que no tienen nada que ver con el deseo, sino con los convencionalismos sociales.

Esta capacidad de sintetizar terror, sexo y crítica social viene complementada y magistralmente subrayada por la forma cinematográfica empleada por Mamoulian. Continuar leyendo «El progreso del sonoro: El hombre y el monstruo (Dr. Jekyll and Mr. Hyde, Rouben Mamoulian, 1931)»

La tienda de los horrores – Drácula contra Frankenstein (Jesús Franco, 1971)

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Concebida como particular homenaje de Jesús Franco a los terrores que en su juventud le inspiraran las cintas de horror de la Universal, haciendo acopio de atmósferas, motivos, entornos y personajes y pasándolos por el filtro del erotismo y de sus obsesivas aproximaciones al concepto de dominación, Drácula contra Frankenstein (1971) apenas supera la categoría de engendro infumable. Desconcertante, caótica, incoherente, caprichosa, gratuita, la película, producto de alguna clase de antojo de carácter intestinal, obvia cualquier idea de lógica narrativa o de respeto a sus fuentes de inspiración, ya sean literarias o cinéfilas, para conformar un artefacto amorfo, arrítmico, con escasos diálogos, que pretende envolver e impresionar con una sucesión de estampas vampírico-terroríficas y un catálogo de excesos sanguíneo-sexuales (metafóricamente hablando), pero que no cubre los mínimos exigibles de dignidad y decencia que permitirían considerar como cine de miedo una obra que supone más bien una involuntaria ridiculización del género, una caricaturización inconsciente de sus máximos puntales.

1. La premisa es delirante: después de unos cuantos episodios en los que Drácula (el suizo Howard Vernon, un clásico del cine de Jesús Franco) y sus acólitas vampiras de buen ver (que no se sabe quiénes son ni de dónde salen) chupan la sangre a unas cuantas buenas mozas del pueblo, el doctor Seward (el primer personaje literario cuya esencia se salta Franco a la torera, interpretado por Alberto Dalbés) se llega al castillo de Drácula como Pedro por su casa, localiza la cripta, el ataúd, y le clava una estaca (estaquita, más bien) que reduce al monstruo a la categoría de murciélago raso. Pero claro, Seward no cuenta con que el doctor Frankenstein (¡) llega hasta allí para resucitar al conde gracias a una transfusión de sangre procedente de una cantante de cabaret (¡¡) que ha secuestrado Morpho (el inefable Luis Barboo), su secuaz. Ya puestos, Frankenstein (Dennis Price), que se ha hecho acompañar por su famoso monstruo (posiblemente la recreación más patética que ha visto el cine de la criatura de Mary Shelley), toma una decisión: junto a Drácula, las vampiras, el monstruo (Fernando Bilbao), Morpho y el Hombre Lobo (Brandy), que pasaba por allí, decide crear un ejército del mal para dominar el mundo. Toma ya.

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2. Este espectacular cagarro se construye sobre la habitual precariedad de medios del cine de Jesús Franco (repetición de tomas de transición, lo cutre del acabado, el poco talento para aprovechar las escasas escenografías disponibles, los lamentables efectos especiales -esos murciélagos voladores cuyos cables se ven claramente, por no hablar del maquillaje, con las cicatrices del monstruo pintadas con rotulador rojo…), sin ninguna intención de seguir un hilo narrativo medio normal, con un carrusel de imágenes sensacionalistas que mezclan terror y erotismo (apariciones súbitas de rostros terribles en la ventana, succiones de sangre que semejan coitos o violaciones, insinuaciones de lesbianismo entre la vampira y su víctima, etc.), que se pasan por el bajo vientre los referentes literarios que utiliza de forma bastarda, y con un guion que camina hacia el más absoluto despropósito con situaciones inverosímiles, personajes risibles y comportamientos inexplicables que sirven para desmantelar los planes del maléfico doctor. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Drácula contra Frankenstein (Jesús Franco, 1971)»

El terror como producto sociológico: Universal horror (Kevin Brownlow, 1998)

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El cine de terror ha gozado de sus mejores momentos siempre como reflejo de un estado sociológico determinado. Al igual que el cine negro clásico no habría podido concebirse en la forma en que hoy lo conocemos sin el efecto que los horrores conocidos durante la Segunda Guerra Mundial tuvieron en los norteamericanos y extranjeros asimilados a Hollywood que la vivieron de cerca ni sin los traumas ligados a las dificultades de readaptación de los ex combatientes a la vida civil, el cine terror en sus diversas formas, el de zombis, por ejemplo, ha disfrutado de sus más prestigiosas y mejores épocas como resultado de conmociones colectivas previas o contemporáneas, como al principio de los años treinta, efecto colateral de los desastres provocados por el crack del veintinueve (con títulos que van desde La legión de los hombres sin almaWhite zombie-, Victor Halperin, 1932, a Yo anduve con un zombiI walked with a zombie-, Jacques Tourneur, 1943), o como plasmación de la ebullición ideológica y social de los años sesenta en Estados Unidos (La noche de los muertos vivientesNight of the living dead-, George A. Romero, estrenada nada menos que en pleno y convulso 68). Los estudios Universal fueron los que con más talento y originalidad capitalizaron este renacido interés por el mundo del terror, legando a la posteridad una imprescindible colección de títulos que no sólo suponen las más altas cimas del género a lo largo de la historia del cine, sino que se han convertido en iconos universales (nunca mejor dicho) que han llegado a menudo a condicionar, como poco estéticamente, pero incluso mucho más allá, los recuerdos y evocaciones que el público ha hecho de aquellos personajes e historias basados en originales literarios que, después de pasar por el filtro del cine, ya no han vuelto a ser lo que fueron, que siempre serán como el cine los dibujó.

El espléndido documental de Kevin Brownlow, Universal horror producción británica de 1998, recorre todo este magnífico periodo de terror cinematográfico desde principios de los años treinta a mediados o finales de los cuarenta, deteniéndose en los antecedentes literarios (Bram Stoker, Mary Shelley, Lord Byron, Edgar Allan Poe, Gaston Leroux, H.G. Wells, etc., etc.), cinematográficos (Rupert Julian y Lon Chaney, Robert Wiene, F. W. Murnau, Fritz Lang, etc., etc.) y sociológicos (el impacto que supusieron los desastres de la Primera Guerra Mundial y el descubrimiento de la muerte violenta de militares e inocentes a gran escala, o incluso los avances médicos que posibilitaron la supervivencia de heridos que en cualquier otro momento histórico previo habrían muerto y que ahora mostraban abiertamente malformaciones, mutilaciones, taras, etc., ante el indisimulado morbo de cierto público) que desembocaron en un interés y una aceptación sin precedentes por las películas de horror, por lo gótico, lo grotesco, lo extraño y extravagante. Igualmente, el documental aborda las figuras de Carl Laemmle, Carl Laemmle Jr. e Irving Thalberg, los valedores industriales de esta nueva corriente, así como por los productos más conocidos y trascendentales del momento, los personajes más importantes (el Golem, Drácula, Frankenstein, el Hombre Lobo, el Hombre Invisible, el Doctor Jeckyll, Mr. Hyde, King Kong, entre muchos otros), los actores que los interpretaron (Lon Chaney, Bela Lugosi, Boris Karloff, Claude Rains, Fredric March, Elsa Lanchester, etc. etc.) y los directores que los hicieron inmortales (Tod Browning, James Whale, Robert y Curt Siodmak, Rouben Mamoulian…), a menudo con testimonios de «primera mano» de hijos, nietos y demás amigos y parientes de los implicados en el cine de aquellos tiempos, o de veteranos actores y escritores (como el caso de Ray Bradbury) fallecido hace unos 2 años, que relatan sus experiencias vitales como espectadores impresionados por aquel cine.

Con un buen ritmo narrativo que logra mantener el interés durante la hora y media de metraje, y con abundancia de imágenes ilustrativas de los argumentos expositivos, tanto de secuencias clave de los propios clásicos cinematográficos que recupera como de material fotográfico de archivo, que recogen la vida en los estudios, los rodajes, la labor de maquillaje, los trabajos de ambientación y puesta en escena, la creación de efectos especiales, o incluso de simpáticas apariciones de actores caracterizados como monstruos en interacción con el personal técnico o los compañeros de reparto (especialmente algunas cómicas apariciones de Karloff, con su maquillaje verde, intentado estrangular a alguien o, sencillamente, tomándose un café), el documental se detiene especialmente en señalar los orígenes literarios de muchas de estas creaciones (incluso a través de secuencias de películas de tema literario referidas a esos momentos, como el film mudo que representa la noche en Villa Diodati en la que Byron y Shelley dieron a luz El vampiro y Frankenstein), Continuar leyendo «El terror como producto sociológico: Universal horror (Kevin Brownlow, 1998)»

El viejo zorro ha llegado a la ciudad: El mayor y la menor (1942)

Mi querido amigo Francisco Machuca, propietario de ese lugar indispensable para el cine y la literatura en la red que es El tiempo ganado, es sobrino de Billy Wilder por parte de cine. Somos amigos virtuales desde hace varios años, empezamos prácticamente a la vez en esto de los blogs, allá por 2007; hemos sido amigos reales, en carne mortal, desde no mucho tiempo después (tiempo ganado, por supuesto), pero no ha sido hasta hace nada, un par de semanas, que hemos descubierto nuestro parentesco por afinidad.

Resulta que, rebuscando en nuestros respectivos árboles genealógicos sentimentales, hemos dado con un tatarabuelo común: Oscar Wilde. A partir de ahí, las ramas familiares se separan, aunque no del todo. Corren paralelas, en el tiempo y en el espacio, hasta reencontrarse en ese 2007 no tan lejano. Porque si después de Oscar Wilde la línea parental de Paco Machuca le lleva desde sus tíos abuelos Buster Keaton y Ernst Lubitsch hasta sus tíos Jacques Tati y Billy Wilder, la de quien escribe, en su rama británica, va desde el monstruo de Frankenstein de Mary Shelley hasta Alfred Hitchcock, y en su variante bastarda germanoamericana, alcanza hasta Groucho Marx y su hijastro Woody Allen. De modo que su tío por parte de cine, Billy Wilder, y mis tío y sobrino por parte de cine, Groucho Marx y Woody Allen, son primos hermanos entre sí. Lo cual, echando cuentas, hace que Paco y un servidor seamos compinches, cómplices, conmilitones, porque nos da la gana.

Y como es así, y como ambos somos la prueba de la veracidad de la teoría de los vasos comunicantes, mi hermano (Dios dijo hermanos pero no primos) publica en mi casa como si fuera yo, porque es su casa tanto como mía, y con el agradecimiento por su impagable compañía y sabiduría, de la de la vida y de la otra, a uno y otro lado de la red. Va por usted, maestro.

¡CHAMPÁN PARA TODOS!

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El mayor y la menor (1942), supuso la primera película norteamericana de Billy Wilder y la segunda de su filmografía, ocho años después de la primera. En realidad trataba de solucionar su frustración como guionista para la Paramount, ya que no tenía capacidad para intervenir en los rodajes, sobre todo a raíz de sus colaboraciones con el director Mitchell Leisen, con el que no compartía precisamente una gran amistad. Según las palabras de Wilder: «Debíamos entregar once páginas todos los jueves, en papel amarillo. Once páginas. Por qué once, no lo sé. Y luego, el guión. No se nos permitía estar en el plató. Se suponía que debíamos estar arriba, en el cuarto piso, escribiendo el guión. Así que nos echaban, ¡y Leisen era el peor!». De hecho la paciencia de Wilder se fue acabando con incidentes como el ocurrido durante el rodaje de Si no amaneciera (1941), en donde el actor Charles Boyer convenció a Leisen para eliminar un diálogo -¡con una cucaracha!- que gustaba mucho a Wilder y a su compañero, Charles Brackett. Indignados, eliminaron de los dos minutos finales de la película todos los diálogos de Boyer. Una venganza de guionista que, sin embargo, no estaba a la altura del poder que podría obtener controlando sus proyectos como director.

La Paramount accedió a los deseos del que estimaban gran guionista (a mi juicio, Wilder es el mejor guionista de la Historia del Cine) en espera de que su película fuera un fracaso y de que Wilder volviera al cuarto piso. El cineasta era consciente de esto «así que hice una película comercial, lo más comercial que he hecho nunca. Una chica de veintiséis años que finge tener catorce. Una Lolita antes de tiempo». La película fue El mayor y la menor, y, así, efectivamente, aunque retratada desde un punto de vista burlón, Wilder se adelantaba en diez años al escritor Nabokov y su célebre Lolita sin que nadie se apercibiera de las poco políticamente correctas interpretaciones que se pueden extraer de la película. Para tratarse de un debutante en Hollywood, Wilder tuvo la suerte de contar para el reparto con una estrella de la talla de Ginger Rogers, gracias en parte a que compartían el mismo agente, Leland Hayward, que en aquellos momentos ejercía de amante de la actriz. La Rogers se encontraba en pleno apogeo de su carrera tras recoger el mismo año su primer y único Oscar por Espejismo de amor (1940), de Sam Wood. Precisamente el primer plano de El mayor y la menor, y por ende, de la carrera norteamericana de Wilder, sería protagonizado por Ginger Rogers caminando por una calle neoyorquina. El cineasta guardaría un buen recuerdo de ella aunque nunca volverían a trabajar juntos.

La acompaña el galés Ray Milland, por aquel tiempo acostumbrado a protagonizar comedias pese a que tenía más fama de galán que de buen actor, algo que Wilder hizo cuestionar a todos tres años después al concederle el papel de su vida: el del patético aspirante a escritor alcoholizado Don Birnam en Días sin huella (1945). Como anécdota cabe destacar que el papel de la madre de la protagonista, que aparece brevemente en los momentos finales de la película, sería encarnado por la mismísima madre de Ginger Rogers, Lela E. Rogers, sustituyendo a la actriz inicialmente prevista, Spring Byington.

El rodaje transcurrió entre marzo y mayo de 1942, fechas, por tanto, posteriores a la entrada de lleno de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial como respuesta al ataque japonés a la base naval de Pearl Harbor el 7 de diciembre de 1941. Sin embargo, la acción de la película se ambienta en un periodo inmediatamente anterior al inicio del conflicto, durante la preparación de los militares ante una eventual entrada en la guerra. Por lo tanto un periodo de añoranza en donde todavía se podría soñar con la paz y donde resultaba más coherente esta farsa creada, en parte, para entretener a las tropas. El guión no rehúye, sin embargo, el conflicto y no duda en incluir una frase propagandística en la escena final, cuando Susan, ya desvelada su identidad real en la estación de tren, dice que ella espera a un oficial que «va a la guerra para que en este país no pase lo que pasó en Francia». De hecho el final responde a la coyuntura bélica al bendecir los matrimonios rápidos entre soldados y abnegadas prometidas, connotando dicho acto con apropiados valores románticos.

Destaca una curiosa anécdota (en Wilder todo son anécdotas) que el propio genio confirmó en su libro-entrevista con el también cineasta Cameron Crowe: cada vez que el director daba una toma por válida lo celebraba exclamando «¡Champán para todos!» Una costumbre que Wilder solo utilizaría en esta su primera película, tal vez embriagado por su nueva faceta profesional.

Francisco Machuca

Miedo concentrado en pequeñas dosis: El caserón de las sombras

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Aquí tenemos a Boris Karloff, todo un gentleman en su vida personal que, sin embargo, gustaba de aterrar a féminas de toda clase y condición en la pantalla, a punto de hincarle, suponemos que el diente, a la rubia Gloria Stuart (centenaria actriz que, por ejemplo, todavía se dejó ver en la abominable Titanic de James Cameron, en 1997). Karloff es, desde luego, la mayor atracción inicial de El caserón de las sombras (The old dark house, 1932), película dirigida por James Whale justo después de apuntarse su gran, inmortal éxito con El doctor Frankenstein (Frankenstein, 1931). Precisamente, la cinta se inicia con un letrero de advertencia, no en la línea del mensaje de la película anterior, en la que se ponía sobre aviso al espectador acerca del tremebundo horror que iba a presenciar, sino, en este caso, para eliminar especulaciones sobre la identidad del actor que había encarnado al monstruo ideado por Mary Shelley en la precedente producción de Whale. En los créditos de reparto de El doctor Frankenstein,  la identidad de la criatura quedaba camuflada bajo unos interrogantes que, a la vista del revuelo levantado, James Whale quiso cortar por lo sano mediante un mensaje al comienzo de El caserón de las sombras, que acabara así con todas las dudas. Pero Karloff, con todo lo que lo rodeaba en aquel momento, es sólo la máxima atracción inicial del film; en cuanto comienza el metraje, no obstante, comprobamos que no es ni mucho menos la única, ni siquiera la más importante.

Nos encontramos en una noche de perros en una zona rural de Gales. Una terrible tormenta, con gran aparato de truenos, relámpagos y lluvia torrencial, provoca que el matrimonio formado por Philip y Margaret Waverton (Raymond Massey y Gloria Stuart) y el sarcástico vividor Mr. Penderel (Melvyn Douglas), se extravíen durante su viaje en coche, no sabemos desde dónde ni hacia dónde… Perdidos, desesperados y hambrientos, además de temerosos por los corrimientos de tierras y las inundaciones que amenazan su tránsito por carreteras y caminos (lo cual no impide a Penderel arrancarse con unos cuantos versos de una popular canción relativa a la lluvia, nada menos que Singin’ in the rain, veinte años antes del famoso número musical de Gene Kelly), los viajeros llegan a un tenebroso caserón en el que son recibidos por el arisco Morgan (Karloff), el criado mudo de una pareja de ancianos hermanos en los que pronto sospechan un extraño comportamiento, Horace y Rebecca Femm (Ernest Thesiger y Eva Moore). Horace es un viejo pusilánime, débil y miedoso; ella es un torbellino, malencarada, antipática, vulgar, gritona y sorda como una tapia. Pero la mezcla, a pesar de que se avengan a acogerlos durante la noche e incluso a ofrecerles algo de comer, resulta más que inquietante a los viajeros, poco a poco sugestionados por el tétrico ambiente en el que se encuetran, y amenazados por la siniestra presencia del criado, que además de ser mudo se maneja con unos modales poco prometedores. La posterior llegada de otra pareja de viajeros, Sir William Porterhouse (Charles Laughton) y su amante, una corista llamada Gladys (Lillian Bond), es el pistoletazo de salida para la espiral de miedos, amenazas, violencia y riesgo para la vida de los viajeros que tiene mucho que ver con los misterios que acechan en los pisos superiores de la casa, perdidos en la oscuridad y el silencio, pero desde los que llegan angustiosos gritos y ruidos tan sospechosos como inquietantes, y que tienen que ver con el apergaminado padre de los hermanos, ya centenario, que está enclaustrado en su habitación, la muerte años atrás de una de sus hermanas, que sufrío una larga y terrible enfermedad, y también con la mención a un oscuro personaje, Saul, el otro hermano de la pareja.

Lo más destacado, de entrada, de la película, además de la presencia de Karloff como un cuasi-hombre lobo barbado y gruñón, es la atmósfera creada por Whale, típica de los productos de Universal por aquellos años, y en la misma línea sombría y funesta de Frankenstein. Los elementos típicos del género (tormenta, aislamiento, caserón de tenebrosas dependencias, los juegos de luces de velas y candelabros y el reflejo de las sombras en las paredes, presencias amenazantes, secretos que esconden un riesgo directo para la vida si se destapan…) se entremezclan con los guiños humorísticos, la ironía y el sarcasmo que caracteriza los personajes de Penderel y Poterhouse, con dos grandes como Douglas y Laughton en su salsa, disfrutando con sus personajes desenvueltos y lenguaraces pero de lo más opuestos: vividor empobrecido uno, millonario heredero el otro. Continuar leyendo «Miedo concentrado en pequeñas dosis: El caserón de las sombras»