Batiburrillo de la guerra Fría: La carta del Kremlin (The Kremlin Letter, John Huston, 1970)

The Kremlin Letter – film-authority.com

John Huston y Gladys Hill parten de una novela de espías de Noel Behn para crear un cóctel algo indigesto que bien pudiera servirse en el bar de un parque temático que tuviera como objeto recrear la Guerra Fría. Se toma un planteamiento próximo a las novelas y películas de James Bond: un agente norteamericano, Rone, «expulsado» de la Armada, es reclutado para una peligrosa misión dentro de la Unión Soviética, pero, además de recibir los pormenores de la encomienda y los gadgets que podrá utilizar para su desarrollo, antes debe, cual capítulo de Misión imposible, recorrer algunos lugares «paradisíacos» (México, San Francisco, Chicago…) para reclutar al equipo que debe trabajar con él tras el Telón de Acero (ninguno brilla especialmente por sus capacidades particulares, aparte de la experta en cajas fuertes (que resulta que a fin de cuentas no tiene que abrir ninguna…), salvo por lo que son, un proxeneta y entendido en drogas y adicciones de todo tipo, y un gay viejo verde). Se añaden unas gotas de John Le Carré, abandonando la espectacularidad y la acción de las historias de 007 para enfocar un relato más intimista, más preocupado por las emociones de los personajes y por los recovecos, apariencias, dobles juegos, traiciones y, finalmente, soledades, amarguras y decepciones de los espías implicados. Para darle cuerpo y amalgamarlo todo junto, se utiliza la fórmula de Alfred Hitchcock, el MacGuffin: la recuperación de un documento que, expedido irresponsablemente por el jefe máximo de una agencia de seguridad norteamericana, garantiza el apoyo de Estados Unidos a la Unión Soviética en cualquier operación que esta emprenda para neutralizar el programa nuclear chino (aparece un chino en la película, chivato y traficante de drogas, pero no se sabe cómo o por qué la carta termina en Pekín, o como dicen ahora los finolis y pijos idiomáticos, Beijing). Por último, el remate tomado de Graham Greene: uno de los misterios de la trama reside en el paradero de un antiguo agente, un mito llamado Sturdeman, cabeza de los espías de Occidente en el bloque comunista tras la Segunda Guerra Mundial, que todos dan por muerto pero sobre cuya desaparición planea la sombra de la duda y la incoherencia. Para camuflarlo todo y que parezca que lo que se cuenta tiene algún sentido, que los personajes están bien construidos, que la trama posee fluidez y consistencia, se añade el ingrediente maestro, el toque definitivo, un reparto de campanillas que haga que todo parezca más y mejor de lo que es: Richard Boone, Patrick O’Neal, Bibi Andersson, Max von Sydow, George Sanders, Orson Welles, Nigel Green, Dean Jagger, Lila Kedrova, Raf Vallone, Micheál MacLiammóir o el propio John Huston, entre otros.

Pero, a pesar de la macedonia de referencias, la película se construye a trozos, haciendo mejores algunas de sus partes separadas que el disparatado conjunto. Porque la labor fundamental, la localización del dirigente soviético que está en posesión de la carta y el pago de un soborno para su recuperación antes de que pueda hacerse pública y generar una crisis de imprevisibles consecuencias, se diluye en una considerablemente marciana espiral de maniobras e investigaciones absurdas, relatadas con todo lujo de detalles y una pomposidad supuestamente repleta de tensión, emoción y suspense que rara vez llega a algún sitio. En un primer momento, no queda claro cuáles son los graves hechos que se le imputan a Rone (Patrick O’Neal) para que el almirante que le comunica su expulsión de la Armada (John Huston) le eche semejante bronca. Tampoco se sabe qué agencia lo recluta, ni a quién sirven sus cabecillas (Dean Jagger y Richard Boone, con el cabello extrañamente teñido de rubio), los cuales parecen adjudicarle la misión pero que finalmente son los jefes del equipo que se desplaza a la Unión Soviética, quedando Rone, aparentemente imprescindible y cerebro del asunto, como simple secundario del montón. Los seudónimos de los agentes y del responsable de la agencia son más bien ridículos (Sweet Alice, «El salteador», etc.). No se sabe a qué viene la pelea de mujeres a la que Huston dedica tanta atención cuando Rone va a captar a The Whore (nombre muy significativo el del personaje de Nigel Green) a México; el ambiente gay de San Francisco en el que vive Warlock (George Sanders, presentado de manera impactante en su primera secuencia como travestido) es retratado de manera involuntariamente paródica (tanto como sucederá con el de Moscú más adelante en el metraje); el episodio de Chicago, cuando la chica experta en apertura de cajas fuertes (Barbara Parkins) debe sustituir a un padre ya acabado porque sufre de artritis en las manos (luego, repetimos, en ningún momento, ni la chica ni nadie, se verá en la tesitura de tener que abrir una caja fuerte), no tiene tres ni revés, pero además, cuando Rone debe «iniciarla» en el amor físico porque ella ha vivido siempre bajo el velo protector de su padre, no sabe lo que es el sexo y es posible que deba utilizarlo como herramienta en su labor de camuflaje, la historia alcanza cotas de imbecilidad realmente ofensivas para el espectador. Cosa que ocurre también cuando, para introducirse en la URSS y vivir en Moscú sin llamar la atención, no se les ocurre otra cosa que secuestrar a la familia del jefe del espionaje ruso en Estados Unidos, Protkin (Ronald Radd), y chantajearle para que este les ceda su vivienda moscovita del centro para utilizarlo como piso franco. Tampoco se entiende cómo infiltrándose en los ambientes de la prostitución, en el mundo gay y en el de los rateros y carteristas de Moscú van a localizar al alto cargo que posee la carta. No se sabe cómo ni por qué, si todos han entrado juntos en la URSS y comienzan a alojarse en el mismo piso, el de Protkin, al final terminan viviendo allí solo Ward (Boone) y Rone, mientras que los demás, sujetos a identidades falsas, deben buscarse el techo por su cuenta y volver al piso solo para comunicar el resultado de sus averiguaciones a «El gran mudo» (otro sobrenombre absurdo), un misterioso encapuchado (que no es otro que Rone, con el que han empezado su misión desde el principio y al que deben reconocer sin duda bajo la capucha), con el que deberán emplear una encriptada clave de chasquidos de dedos (en algún caso, hasta con guantes) antes de poder informar de viva voz. En el lado ruso, donde las luchas de poder entre agencias y sus responsables son tan encarnizadas como en la parte estadounidense, no se aclaran muy bien las implicaciones de la rivalidad entre Bresnavitch (Orson Welles) y el coronel Kosnov (Von Sydow) ni el papel de su esposa (Bibi Andersson), el contacto de Rone (que para ello se hace pasar por un prostituto georgiano…), en el asesinato del espía ruso, para el que también interpretó el papel de esposa, que llevó la carta desde Washington a Moscú y que pedía un millón de dólares para devolverla a los americanos.

La película es, por tanto, una confusa sucesión de sinsentidos y gratuidades contruida en forma de viñetas que, si bien por separado, en buena medida captan la atención de espectador a través de las puertas de intriga que abren a un desarrollo futuro (otras, sin embargo, como la pelea de las mexicanas, la del dormitorio entre Rone y la chica o la absurda pelea de Ward y Rone, que entre ellos se llaman, de forma bastante irritante, «sobrino» y «tío», respectivamente), no terminan de encajarse en un todo coherente y bien trabado. Solo la película engancha y parece coger tono y cuerpo cuando la misión es descubierta y sus miembros empiezan a ser perseguidos y capturados. Entonces cobra algo de vida, de tensión y de suspense, centrando el asunto en cómo los miembros del grupo lograrán escapar, si lo hacen, pero este prometedor giro se ven pronto arruinado cuando empiezan a ocurrir cosas fuera de cuadro que solo se cuentan de pasada en voz de alguno/s de los personajes, y también con la marcha de Ward a París, que no se sabe a qué viene, y su posterior regreso, momento en el que, por fin, se proporcionan todas las claves ocultas de los distintos misterios, de nuevo de oídas y confusa y desordenadamente, y que, a la postre, resultan no ser tan misteriosos, ni siquiera interesantes ni justificados.

En suma, se trata de una película poseedora de cierto brío narrativo, de una apariencia (presupuesto, puesta en escena, acción) que puede dar el pego, de una afmósfera general bien recreada y construida, que cuenta con algunas interpretaciones aceptables e incluso brillantes (Von Sydow, Welles, Boone, Kedrova…), con algunas secuencias de mérito (siempre y cuando se desconecten del resto del desarrollo dramático), bastante osada en sus continuas alusiones sexuales (no solo una espía en ciernes pide a uno más experimentado que la inicie sexualmente; no solo parte del argumento requiere aproximarse a los ambientes gays de San Francisco y de Moscú: el personaje de Bibi Andersson manifiesta un interés claro y apremiante por el sadomasoquismo, mientras que la hija de Protkin es secuestrada gracias a que es seducida por una agente americana, lo que incluye encuentros sexuales que son grabados clandestinamente y proyectados a su padre para lograr que les permita ocupar su piso moscovita) pero que falla estrepitosamente en la construcción del guion, en su coherencia y en la exposición clara, ordenada y coherente de la absurdamente retorcida trama, que termina siendo un guirigay estridente, caricaturesco, inverosímil e involuntariamente cómico, un absoluto desmadre no sujeto a ningún control dramático o narrativo que solo revela el profundo aburrimiento de John Huston por un proyecto que, a priori, con ese reparto, y producido por la 20th Century Fox, debía de haber sido, a todos los niveles, mucho más estimulante.

50º aniversario de El exorcista, la novela de William Peter Blatty, en La Torre de Babel de Aragón Radio

The Exorcist

Nueva entrega de la sección de cine en el programa La Torre de Babel, de Aragón Radio, la radio pública de Aragón, en este caso dedicada al 50º aniversario de la publicación de la novela El exorcista, de William Peter Blatty, llevada al cine dos años después por William Friedkin, con guion y producción del autor de la novela.

Inspirada en un hecho real sucedido en Maryland en 1949, conocido por William Peter Blatty durante su etapa como profesor en Georgetown, la película de Friedkin es un prodigio en el uso del lenguaje simbólico y en la sugerencia subliminal, hasta el punto de logra convertir una aparente historia de terror en una mucho más profunda reflexión sobre la crisis de fe de raíces edípicas que sufre su protagonista, el padre Karras (Jason Miller), a partir de la enfermedad y muerte de su madre. Éxito de ventas y de taquilla, supone un extraño caso de cine de autor con grandes dosis de autenticidad (la experiencia personal de Blatty en Georgetown, el pasado de Jason Miller en la carrera sacerdotal y su abandono debido a una crisis de fe, la participación, interpretando al padre Dyer, de William O’Malley, padre jesuita autor de más de cuarenta libros, que fue también asesor «técnico» de la película…) y, al mismo tiempo, de anticipación del fenómeno blockbuster de la década siguiente. Además de la participación de Mercedes McCambridge poniendo voz al demonio en un gran esfuerzo técnico modulado y amplificado por el consumo a espuertas de alcohol y de tabaco, y de la archiconocida música de Mike Oldfield, algunas anécdotas turbias ligan la película a cierta leyenda de «malditismo», como el incendio declarado en el set de rodaje, la supuesta bendición del plató por parte de un sacerdote para ahuyentar a los malos espíritus o las muertes prematuras de Linda Blair o de Jack MacGowran. Menos luctuosos pero tanto o más curiosos son los distintos avatares para la conformación final del reparto y la elección de director. Si Arthur Penn, Mike Nichols, el mismísimo Stanley Kubrick y Mark Rydell (que llegó a tener firmado un contrato con la Paramount) sonaron para encargarse de la adaptación cinematográfica, Marlon Brando, Jack Nicholson, Paul Newman o Stacy Keach (que llegó a estar contratado para el papel) fueron las preferencias del estudio para interpretar al padre Karras, mientras que Audrey Hepburn, Anne Bancroft, Jane Fonda o Shirley Maclaine estuvieron a punto de interpretar a la angustiada madre de Regan.

(desde el minuto 17:10)

Anatomía del colonialismo: Marchar o morir (March or Die, Dick Richards, 1977)

Un reparto de campanillas (Gene Hackman, Catherine Deneuve, Max Von Sydow, Ian Holm y… bueno, también Terence Hill, además de la música de Maurice Jarre) y una buena premisa de guion no son en absoluto garantía de un buen resultado final y la intención, en este caso, no es lo que cuenta. Esta película británica de 1977, coproducida y distribuida por Columbia, serio e infructuoso intento de emular la espectacularidad y la profundidad de anteriores superproducciones ubicadas en coordenadas similares, fracasa justamente en lo más importante en una obra de estas características, las relaciones entre texto y subtexto: mientras el primero intenta abarcar demasiado sin llegar a desarrollar nada por completo -una historia situada en la Legión Extranjera francesa al modo del clásico Beau Geste (la relación entre oficiales y tropa, la convivencia entre soldados de procedencia multinacional, la disciplina férrea y los combates en las arenas del desierto contra los rebeldes capitaneados por Abd el-Krim), el romanticismo de un amor prohibido o, como poco, dificultoso, el gusto por la aventura…-, el segundo (el empleo de los diversos recursos dramáticos y narrativos para ejemplificar en este caso concreto el mundo colonial que va del Congreso de Berlín de 1884-1885, que supuso el reparto de África entre las potencias coloniales europeas, a los procesos de descolonización que arrancaron tras la Segunda Guerra Mundial y continuaban en la época del rodaje e incluso se prolongaron después) resulta demasiado vago, tópico y superficial, y así la película no logra erigirse en ningún momento en parábola de un periodo histórico tan fundamental en la conformación del mundo actual y del tejido de relaciones económicas, sociales y culturales de la vida moderna.

El argumento enlaza el final de la Primera Guerra Mundial, en pleno proceso de repatriación de soldados y de prisioneros, con las cajas de reclutamiento para dotar de hombres a las fuerzas coloniales francesas en Marruecos y el África Occidental Francesa. Excombatientes franceses y foráneos, entre ellos muchos de entre los recientes enemigos alemanes, y no pocos convictos y condenados a presidio copan los trenes que se dirigen al sur, a los puertos de Marsella y Toulon, para embarcar hacia Tánger, Orán o Argel. En ese contexto, el Gobierno francés escoge al mayor Foster (Gene Hackman), un americano que tras abandonar el ejército de su país debido a un turbio asunto del pasado ejerce de comandante en la Legión Extranjera, para que escolte con una compañía de sus tropas a una expedición arqueológica que busca reabrir un yacimiento excavado en el desierto, perteneciente a la necrópolis de una antigua personalidad cuyo recuerdo nutre a su vez el discurso nacionalista, de corte casi mesiánico, de Abd el Krim (Ian Holm), que ha levantado a las distintas tribus del Rif contra los franceses y aspira a que se unan a él las del resto de Marruecos. A los reclutas de Foster se ha unido un ratero que huía de la policía, Marco Segrain (Terence Hill), y en el mismo barco viaja una enigmática mujer (Catherine Deneuve), hija de uno de los arquelógos asesinados por los rebeldes, que se dirige sola hacia el corazón del desierto. La hermosa rubia llama la atención tanto de Foster como de Segrain, y también del director de la expedición (Max Von Sydow). Continuar leyendo «Anatomía del colonialismo: Marchar o morir (March or Die, Dick Richards, 1977)»

Música para una banda sonora vital: Conan, el bárbaro (Conan the Barbarian, John Milius, 1982)

Dentro de la inmensa partitura compuesta por Basil Poledouris para esta épica fantasía medieval del políticamente incorrecto John Milius, destaca este hermoso tema, Teología/Civilización.

Mis escenas favoritas: Hannah y sus hermanas (Hannah and her sisters, Woody Allen, 1986)

Esta película, una de las cimas creativas de Woody Allen, contiene una de sus secuencias más famosas y reconfortantes, un toque (serio) de optimismo en la filmografía de un maestro que ha hecho del humor sobre el pesimismo una de sus señas de identidad.

Y esta, de propina:

Silencio atronador: Los comulgantes (Nattvardsgästerna, Ingmar Bergman, 1963)

Segundo capítulo de la «Trilogía del silencio de Dios» (empezada en Como en un espejoSåsom i en spegel-, 1961, y terminada con, precisamente, El silencioTystnaden-, 1963), la película se abre con la desasosegante y meticulosa secuencia de la celebración de la eucaristía durante una misa luterana en una humilde, y prácticamente vacía, parroquia rural. El pastor Ericsson (Gunnar Björnstrand) reparte con gesto y rostro escépticos la hostia consagrada y el vino entre unos asistentes aburridos, desganados, descreídos, triste público de un espectáculo hueco y rutinario (bostezos y miradas discretas que consultan sus relojes). La excepcional puesta en escena de Bergman, subrayada por la espléndida fotografía en blanco y negro de Sven Nykvist, y el hieratismo y el laconismo de los personajes conducen a la inexorable pesadez de la ausencia, a una atmósfera de desesperanza y agobiante presión espiritual que nace, precisamente, de ese silencio, de la revelación de que el Dios que a todos reúne allí, en realidad, no pasa de ser mera efigie adherida a las húmedas paredes de la iglesia. Esa humedad, el frío, la helada desolación de unas estancias desprovistas de calidez, de una austeridad desértica, se contagia a las relaciones humanas, ajenas a cualquier noción de empatía, de comunidad, de amor.

El centro de esa decadencia espiritual parece ser el alma de Ericsson, que ha perdido la fe después de la muerte de su esposa, abandonada por ese Dios en el que decía creer. El pastor ha perdido los dos mayores, tal vez únicos, alicientes de su vida, el amor y la fe, que se sostenían mutuamente. «Murió con ella», le dice el sacristán de la parroquia a Marta (Ingrid  Thulin), la maestra del pueblo que, secretamente, ansía convertirse en la nueva esposa del pastor. Sin embargo, Ericsson, muerto por dentro, asesinado su amor por el descubrimiento de la inutilidad de su fe, no vacila en rechazarla de manera impertinente, arisca, intolerable. Ya no hay nada en el corazón de Ericsson, ni siquiera la posibilidad de una regeneración emocional, su práctica de la religión se limita a la reproducción formal de un ritual, fórmula interiorizada y repetida que ya no significa nada. De ahí que cuando uno de sus feligreses, el atormentado Jonas (Max von Sydow), le pide consejo espiritual ante las amenazas de destrucción que sacuden el mundo debidas a la Guerra Fría, Ericsson apenas pueda reprimir la confesión de su fracaso, de la inutilidad de su ministerio, y que por tanto el desamparado Jonas, en la línea de Stefan Zweig, no encuentre más alternativa a sus sufrimientos que un suicidio que, sin fe, ya no es un pecado y deja sin efecto cualquier condena futura de su alma inexistente. Continuar leyendo «Silencio atronador: Los comulgantes (Nattvardsgästerna, Ingmar Bergman, 1963)»

La tienda de los horrores – Juez Dredd

Dentro del amplísimo catálogo de gilipuerteces cinematográficas debidas al estúpido empeño de lo peor de Hollywood en adaptar una y otra vez todos y cada uno de los cómics habidos y por haber, especialmente los más lamentables (la gran mayoría), destaca por méritos propios Juez Dredd, bodrio dirigido -o lo que sea- por un tal Danny Cannon en 1995 (autor de morralla televisiva del tipo que se inventa el indocumentado de J.J. Abrams), con el estelar protagonismo de Sylvester Stallone, probablemente uno de los cachos de carne con ojos engordada con clembuterol más impresentable que ha poblado nunca una pantalla (bueno, junto con el otro maniquí, el Chuacheneguer, por no hablar de petardos como Van Damme, Diesel o Segal). En esta porquería fílmica le acompañan, en la parte positiva (como en el Un, dos, tres), la bella de turno, Diane Lane (que poco trabajo debía de tener por entonces, porque hay que ver…), nada menos que Max von Sydow (suponemos que Ingmar Bergman estará retorciéndose en la tumba de culpa, remordimientos y comidas de tarro en la quq estará encerrado en el más allá), y el supuesto cómico Rob Schneider, mientras que en la parte negativa alternan Armand Assante, Joan Chen y Jürgen Prochnow. Vamos, lo que se dice un reparto de villanos de «nivel». Del nivel de esta mierda de película…

Bueno, al turrón: se supone que en el año 2139 después de Cristo (uno siempre se pregunta qué criterios se eligen para situar las paranoias futuristas en un año u otro: el mero capricho, una suma aleatoria, el número de la calle donde vive el guionista, los centímetros de órgano sexual masculino…; ¿qué más da el 2139 que el 2765, digo yo?) la cosa de la violencia, la captura de los delincuentes y la impartición de justicia se ha puesto chunga del quince porque hay malos malosos a tutiplén, las cárceles están abarrotadas y en las Megacities (original nombre para designar las grandes aglomeraciones urbanas en las que vive la inmensa mayoría de la población terrícola) la situación es un caos. Por eso hay una brigada especial de jueces-policías que imparte una especie de justicia instantánea: localizan al delincuente en pleno delito, le leen la lista de infracciones que están cometiendo, los detienen, les implantan la pena y los llevan a chirona directamente; eso, si no les dan matarile si se resisten… Vamos, lo que viene a ser fascismo puro, pero como la cosa viene de un cómic, pues a un montón de lerdos les gusta. El caso es que el Juez Dredd de las narices, el vómito andante de Stallone, está genéticamente perfeccionado, mata mejor que nadie y antes que nadie, es la leche en vinagre, el rey del mambo, una morcilla muscular embuchada en un uniforme tipo Power Ranger… Hasta que por culpa de un complot de los malos, su copia perversa, encerrada desde hace tiempo en la cárcel para que no haga pupita (Armand Assante), se evade y con ayuda de uno de los jefes del tinglado policial (Prochnow) tiende una trampa al amigo Frigo-Dredd para que lo encierren, a la vez que a su padrino (Sydow, que no se ha ganado un sueldo más vergonzoso en la vida) lo destierran fuera de la Megacity. Una de las de la brigada jurídico-policial (Lane, el busto parlante de ley en estas bazofias) se huele la tostada, y al final, a pesar de las reticencias naturales de estos guiones de tres al cuarto, ayudará al bueno y al amiguito gracioso que se fuga con él (Schneider) para vencer a los malos, incluida la novia china del villano (Joan Chen, famosa por Twin Peaks y nada más). Obviamente, al final la bella cual camella le plantificará el oportuno ósculo en el careto facial al acartonado de Dredd, que en el fondo es asexual perdido y le pone más su moto que la torda enfundada en licra…

Esta castaña pilonga no puede ocultar en su primer tercio y también en algunos aspectos puntuales de su desarrollo su carácter de plagio apenas disimulado de Blade Runner, naturalmente sin llegar a acercarse ni de lejos a nada de lo bueno que tiene la película de Ridley Scott: la puesta en escena, la estética de la ciudad futurista, su amalgama de razas y culturas, los vehículos voladores, la brigada policial, la fuga de los malos, la venganza, la persecución, el alegato pro-vida… Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Juez Dredd»

Música para una banda sonora vital – El exorcista

Un detalle en el que generalmente casi nadie repara en cuanto a El exorcista, la película de culto dirigida por William Friedkin en 1973. Su potente banda sonora aplicada a esta historia de posesiones demoníacas y redenciones espirituales también incluye entre sus músicas no sólo la conocida composición de Mike Oldfield, sino que también esconde un tema, a priori, sorprendente. En concreto, en la secuencia en la que el padre Karras (Jason Miller) se cita en un bar del campus de Georgetown con un compañero sacerdote para charlar de sus respectivos problemas de fe y angustia existencial, mientras lucha por llegar a su mesa con dos cervezas entre la gente que abarrota el local y después a lo largo de la conversación, suena el final de Ramblin’ man, el clásico de los Allman brothers.

La elección de esta canción, aunque sólo se escuche un breve fragmento, no parece en nada gratuita. Su título, la referencia al hombre enrevesado, laberíntico, confuso, no hace sino aludir directamente (un aspecto, el de lo subliminal, que está muy cuidado en los guiones de las mejores películas norteamericanas de siempre) al contenido de la compleja naturaleza interna del padre Karras, a sus dudas, sus crisis y su desorientación vital. Un aspecto capital para entender la evolución del personaje durante la película y el por qué del desenlace final en lo que a él atañe.

La tienda de los horrores – Robin Hood

Si es que no hay manera: Ridley Scott es sin duda el director que más veces ha aparecido en esta escalera; si no nos falla la memoria, en total, esta es la quinta vez, y sólo en una ocasión ha sido para bien. En el resto, sus trabajos tan correctos en lo formal (a veces) como vacíos y planos en cuanto a contenido han ido a engrosar las filas de esta gloriosa sección, y su Robin Hood, película de este mismo año (primera excepción a la tradición de este blog, que jamás habla de estrenos) ocupa un puesto de honor en ella por méritos propios. Vaya por delante que Robin Hood es un personaje de leyenda producto de la noche oscura de los tiempos y que, nacido al calor de las tradiciones populares de primavera del campo medieval inglés (como dejaremos bien constatado cuando hablemos de esa joya titulada Robin y Marian), diversos expertos, en un ejercicio más voluntarioso que eficaz, han pretendido colocar encajes históricos con personajes y contextos reales y comprobados históricamente, generalmente sin conseguir otra cosa que conjeturas e hipótesis imposibles de aseverar. Scott, por el contrario, huye de la leyenda y pretende presentar a Robin como un personaje de su tiempo inmerso en los acontecimientos políticos y militares, convenientemente tergiversados, de un pedacito de la Edad Media, en concreto, el paso del siglo XII al XIII, y lo consigue, es un decir, a través de una acumulación de absurdos y tonterías difícilmente igualable.

Robin (Russell Crowe) es un arquero cualquiera del ejército del rey Ricardo que asalta el castillo de un noble francés que se resiste a su autoridad. El hombre, que ejerce de trilero en sus ratos libres, se mete en una pelea con un gañán que por casualidad termina con el rey Ricardo por los suelos. Éste, admirado por el coraje de ambos, les invita a soltar un speech de lo más guay sobre las bondades y maldades de la campaña militar en marcha, y acaban en un cepo de prisioneros del que se evaden para darse con la noticia de la muerte del rey y con una emboscada en la que los malos, franceses por supuesto, matan a quienes llevan la corona inglesa a Londres para que se la ciña su sucesor, Juan. Los fugitivos se hacen pasar por la escolta y llegan a Inglaterra, pero Robin, tan bueno él, va a cumplir la promesa del jefe de escolta de llevar su espada a su padre (Von Sydow) y, una vez en su casa, llega a un pacto por el cual él se hará pasar por su hijo y por esposo de Marian (Cate Blanchett, demasiado crecidita para su papel, aquí de viuda y no de doncella) para que el nuevo rey no les quite sus tierras. Que mola un pegote.

Para que nadie piense que es que tenemos manía al bueno de Ridley, repasaremos sucintamente las virtudes más sobresalientes del filme: estupenda puesta en escena, enorme trabajo de producción para conseguir una ambientación magnífica, una excelente partitura musical que no huye de los modos y maneras de la propia época, un par de escenas bien construidas y mejor resueltas (porque Scott, a diferencia de su hermano Tony, no es un incompetente audiovisual), la belleza de algunas de las localizaciones escogidas para el rodaje, y dos personajes que por solidez e interpretación (Max Von Sydow y Eillen Atkins) dan algo de empaque a este desbarajuste. Además, cabe citar el mérito de director y guionistas que, a pesar de rebajar notablemente el contenido violento y peyorativo del protagonista, inicialmente presentado como forajido despiadado y cruel y con cada pase de vista, endulzado, edulcorado y metasexualizado, intenta dar un aire nuevo (que resulta ser viejo, como ya se dirá) al personaje de Ricardo Corazón de León, ni tan bueno, ni tan león, más bien tirando a hijoputa (senda abierta por Richard Lester y Richard Harris en el clásico mencionado anteriormente de 1976 y resuelto de manera más coherente y acertada). Y por último, y no es poco en los tiempos que corren, mucho menos si de Scott hablamos (defecto que sepulta Gladiator en la nada absoluta pese a su pretenciosidad formal), la borrachera de ordenador y efectos digitales esta vez es bastante discreta y no estropea los fotogramas. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Robin Hood»