Cine y monarquía británica en La Torre de Babel de Aragón Radio

Como resaca de los fastos por el funeral de Isabel II de Inglaterra y anticipo de la ceremonia de coronación de Carlos III, un repaso por el retrato que el cine, sobre todo británico y norteamericano, ha hecho de las principales figuras de la monarquía británica a lo largo de los siglos. Historia, grandes interpretaciones, buenos textos, elencos de lujo y el despliegue habitual de dirección artística propio del cine británico son las señas características de las películas que han reflejado los avatares históricos de sus monarcas más populares.

Buscando a Debra Winger (Searching for Debra Winger, Rosanna Arquette, 2002)

No ocurre siempre ni en todas partes, o al menos no del mismo modo, pero el cine tiene una irritante insistencia por amortizar actrices a medida que van cumpliendo años (por más que haya un buen puñado de casos en que sucede justamente al revés; son los años cumplidos los que traen el éxito cinematográfico a grandes actrices hasta entonces ignoradas o dedicadas al teatro o la televisión) y dejan de representar la imagen idealizada de juventud y atractivo sexual que se supone que atrae el interés del público (masculino y femenino) y la taquilla.

Con el pretexto de encontrar respuesta a la pregunta de por qué la exitosa Debra Winger abandonó su profesión de actriz cuando se encontraba en la cima de su carrera, Rosanna Arquette indaga en este documental por las razones por las que el cine abandona a tantas de sus actrices, por qué rechaza aprovechar su experiencia y su talento creando historias profundas y complejas que puedan estar protagonizadas por mujeres interesantes e inteligentes, por qué se desestiman tan a menudo perspectivas tan enriquecedoras y necesarias en aras de la infantilización masiva y de los clichés de la eterna juventud. El testimonio de actrices como Jane Fonda, Holly Hunter, Whoopi Golberg, Sharon Stone o Melanie Griffith, entre muchas otras, arroja luz sobre esta cuestión, así como acerca de lo difícil que resulta a menudo compaginar la vida familiar con la vorágine de la industria del cine, de los costes personales y profesionales que puede implicar la lucha por mantenerse a flote en ambos frentes.

La tienda de los horrores – Sobrevalorados

En esta secuencia de la fenomenal Manhattan (Woody Allen, 1979), Isaac (Allen), Mary (Diane Keaton), Yale (Michael Murphy) y Tracy (Mariel Hemingway) hablan de, entre otras muchas cosas, su particular lista de personajes sobrevalorados de la cultura de todos los tiempos y de la vida en general, entre los que incluyen ilustres nombres como Gustav Mahler o James Joyce.

Esto de la sobrevaloración tiene su aquel. No es un fenómeno nuevo, ni mucho menos. Pero en la sociedad actual, acosada más que nunca por el marketing y la publicidad, cuya única finalidad no es la defensa de la calidad de un producto ni la mejora del bienestar o de la felicidad de los seres humanos y de un próspero aumento de sus condiciones de vida, o una contribución a la cultura o a la creación y mantenimiento de un sistema de creencias, valores y concepciones, sino la venta a toda costa del producto y el incremento de los márgenes de beneficio de empresas, compañías y fortunas particulares que ya tienen el riñón bastante bien cubierto, lo de la sobrevaloración ha llegado a ser incluso por sí misma un hecho cultural en el que no hay límite ético alguno, cancha abierta para la manipulación, el fraude y el provecho económico con escaso mérito o incluso sin él.

En España, es algo tan cotidiano y habitual que no pocas figuras del cine, la música y el artisteo en general se ganan la vida más que bien gracias más a la publicidad y al uso que de su imagen hacen los medios de comunicación que por la calidad última de los trabajos que perpetran, hasta el punto de que son absorbidos por la cultura mediática oficial como tótems de lo bueno, de lo mejor, de las esencias patrias deseables. Tal es así, que en la música española llamada popular, por ejemplo, son mayoritarios, por no decir que tienen el monopolio casi casi en exclusiva (Alejandro Sanz, Miguel Bosé, la familia Flores, Estopa o adquisiciones trasatlánticas como Shakira o Paulina Rubio, puaj!!!, y un larguísimo etcétera). Y en el cine también hay unos cuantos.

A nuestro juicio, esto de la sobrevaloración se da de dos maneras: 1) aquellos mediocres cuyos trabajos van en general de lo discreto a lo lamentable pero que, no se sabe por qué pero quizá por eso mismo son absorbidos por la cultura «oficial», que los mima, los acoge, los subvenciona, les da incluso trabajo (TVE, la de carreras y cuentas corrientes que ha salvado…), los promociona gratuitamente con el dinero de todos y los erige en bandera de un modelo de cultura, de pensamiento, de trabajo o de estética deseables, no se sabe por qué o para quién, o aquellos que, tampoco se sabe por qué pero quizá a causa de todo lo expuesto, gozan del favor del público mayoritario, generalmente el menos reflexivo o exigente, gracias a la influencia de medios de comunicación de masas que simplemente repiten eslóganes, lugares comunes o se hacen eco de las notas de prensa de las agencias de publicidad, o también gracias a la «facilidad», pobreza o calidad pedestre, asumible y cutre de lo que ofrecen. Y 2) Aquellos elevados por el esnobismo cultural más exacerbado a la categoría de inmortales en el Olimpo de la trascendencia, aunque nadie sea capaz de aguantar sus películas o terminar sus libros, por causa de quienes, en el ánimo de parecer distintos a sus semejantes, oponen lo culto a lo popular para distinguirse, significarse, separarse de la masa, alimentar su ego, su autoestima, su necesidad de sentirse mejores, por encima de sus semejantes, del «populacho». Es decir, el «efecto gafapasta».

Para nosotros, lo culto y lo popular no son opuestos, sino solo matices, apellidos de un mismo fenómeno. Nos da igual Tarkovski que Groucho Marx, Alfred Hitchcock que Leslie Nielsen siempre que lo que ofrezcan sea producto del trabajo, de las ideas, del mérito, de una elaboración profesional con ánimo de aportar, de crecer, de mejorar, de avanzar. Todo esto sea dicho como pretexto, sin salir del cine, o saliendo de él, qué más da, para proponer nuestra particular lista -meramente orientativa, sin ánimo de compendio- de SOBREVALORADOS, a la que todos los escalones están invitados a proponer nuevos nombres para su inclusión permanente y vergonzosa en la galería de fotos de nuestra tienda de los horrores. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Sobrevalorados»

El fenómeno «emulación»: Cosas que hacer en Denver cuando estás muerto

El apoteósico desembarco de Quentin Tarantino en los años noventa gracias a su muy particular recuperación del cine negro con Reservoir dogs (1992), Pulp fiction (1994) y el guión de Amor a quemarropa (True romance, Tony Scott, 1993), y a su innegable talento para contar visualmente historias, si bien no demasiado originales, sí contadas desde un reciclaje muy personal, generó y sigue generando una legión de seguidores, imitadores y emuladores que, tanto por los temas escogidos como por la forma de presentarlos en la pantalla parecen seguir la estela del director de Tennessee, bastante venido a menos desde entonces, dicho sea de paso, hasta convertirse prácticamente hoy en una caricatura de sí mismo. Durante los años noventa especialmente la cantidad de películas de temática criminal que tratan intrigas más o menos rocambolescas protagonizadas por personajes grotescos (interpretados por actores populares y alguna que otra vieja gloria) con gran minuciosidad visual y en compañía de temas clásicos de la música popular, sin olvidar la ración obligada de lenguaje malsonante y violencia verbal y física (fórmula tampoco inventada por Tarantino pero sí muy bien rentabilizada) alcanzó cotas de repercusión crítica y popular impensables en la década anterior (la del cine de aventuras, de romance o de acción en su peor versión comercial). Una de esas réplicas del ‘fenómeno Tarantino’ es la irregular Cosas que hacer en Denver cuando estás muerto, dirigida por Gary Fleder en 1995.

Fleder, que no pasará a la historia por su filmografía, especializada en mediocridades criminales y en olvidables trabajos para televisión, se anota aquí su mejor punto gracias a, como se ha dicho, seguir la moda noventera de la imitación de los productos de éxito de Tarantino y también a su búsqueda de referentes en el cine negro clásico, en este caso filmes como Con las horas contadas (D.O.A., Rudolph Maté, 1950) -mejor olvidarse del remake de 1988 protagonizado por Dennis Quaid y Meg Ryan- o El reloj asesino (The big clock, John Farrow, 1948), si bien introduciendo sustanciales y novedosas variaciones en la historia de un individuo que, ante la perspectiva de una muerte inminente, intenta librarse de ella para después resignarse y cerrar sus asuntos en la Tierra antes de que le llegue la hora fatal. La película se sitúa en Denver, Colorado, una de esas impersonales ciudades norteamericanas erigidas en medio de ninguna parte gracias a su papel histórico como punto de referencia en las rutas del Oeste y que constituye una amalgama sin gusto ni gracia de edificios de cristal y cemento, asfalto, barrios residenciales, comercios, altos edificios de negocios y cientos de kilómetros de desierto alrededor. Jack Warden es Joe Heff, un hampón ya jubilado que se sienta en una populosa cafetería-heladería de Denver a contar historias de los viejos tiempos a quien está dispuesto a escuchar, siempre con un taco cada tres palabras y siempre haciendo hincapié en la violencia, el sexo y los cristianos pasaportados tan ricamente. Su presencia es en cierto modo el hilo que conecta el pasado con el presente, y también con la cierta manera en que ese presente se pueda interpretar y recordar en el futuro. Su voz en off, su aparición alrededor o cerca de los personajes principales que pululan de vez en cuando por el bar, como parte del decorado o como acompañamiento de la banda sonora de su inmediata desgracia es a la vez testimonio y agente narrador de una historia negra que en su comienzo, como casi todas, resulta trivial, pero cuyas intrincadas complicaciones acabarán siendo decisivas para todos. Así, en cierto momento en el que por la puerta del bar entra Jimmy «El Santo» (Andy Garcia) en busca de su acostumbrado batido, Joe Heff empieza a contar su historia.

Christopher Walken es «El Hombre del Plan», el mafioso de origen italiano que maneja el cotarro criminal en la ciudad, y que desde un accidente de coche que le costó la vida a su mujer está tetrapléjico en una silla de ruedas, rodeado de sus matones, en una mansión de lujo, atentido por una enfermera incompetente pero muy muy calentorra. De su matrimonio le queda un hijo bastante bobo y perturbado, Bernard (Michael Nicolosi), que hace algún tiempo -sin duda cuando comprobó el grado de imbecilidad y depravación al que podía llegar- fue abandonado por su novia del instituto, de la que sigue enamorado. Mientras tanto, se entretiene asaltando a niñas de escuela durante el recreo, lo que le lleva al calabozo cada dos por tres, teniendo que ir su padre al rescate. Cuando «El Hombre del Plan» tiene noticia de que la ex novia de Bernard vuelve a Denver con su prometido para presentarlo a la familia y organizar su boda, aprovechando que Jimmy «El Santo» le debe algún favor del pasado, el gangster decide pedirle con las debidamente convincentes amenazas y coacciones que «haga algo» para que el joven se dé la vuelta y Bernard pueda tener una nueva oportunidad con la muchacha. Jimmy, apodado «El Santo» por su apariencia comedida y elegante y por su temperamento conciliador, tranquilo y apacible que no le impide, no obstante, vivir y salir adelante en el clima de corrupción de los bajos fondos de la ciudad, no tiene más remedio que acceder, y reúne a un equipo de antiguos socios, el depresivo Piezas (Christopher Lloyd), que trabaja de proyeccionista en un cine porno y cuyas manos sufren una enfermedad degenerativa que le corroe los dedos, Franchise (William Forsythe), hombre pausado y leal que intenta abandonar el mundo del crimen y llevar la prosperidad a su familia, Viento Fácil (Bill Nunn), competente «hombre para todo» bien conectado con las bandas de traficantes negros de la ciudad, y Bill «El Crítico» (Treat Williams), una especie de psicópata demente, violento y alucinado, febril y permanentemente enchufado a la testosterona, que pone la fuerza bruta en el grupo. Todos juntos diseñan un plan para interceptar al joven en la carretera y obligarle a dar la vuelta. Sin embargo, algo sale mal, muy mal, y El Hombre del Plan, que no puede permitirse ni la deslealtad ni la incompetencia, especialmente si hace daño a su hijo Bernard o si supone un incumplimiento de la palabra dada, contrata a un asesino infalible, Mr. Shhh (Steve Buscemi), para liquidar al grupo en venganza por una misión fallida.

El principal problema de la película está en el protagonista, Jimmy «El Santo». Resulta difícil de creer que un tipo subsista en el submundo del hampa sin haberse manchado las manos de sangre y conservando una bondad y una solidez de valores y principios impropia del ambiente en que se mueve y de los tipos con los que trata. Su drama personal consiste en liberarse del clima criminal en el que vive, marcharse de Denver, especialmente tras enamorarse de Dagney (Gabrielle Anwar) y proteger y sacar de la mala vida a una joven prostituta toxicómana, Lucinda (Fairuza Balk), que está enamoriscada de él. El personaje, así dibujado, encaja difícilmente en la figura del tipo que se mueve en los asuntos turbios del crimen local, y su perfil de protagonista positivo encuentra en el espectador el problema de su identificación con las cosas que se cuentan de su pasado, de su vida y hazañas, sin que el punto de inflexión, el momento de cambio personal, si es que lo hubo, el antes y el después, quede suficientemente explicado en ese pasado, y pobremente justificado en el presente. Continuar leyendo «El fenómeno «emulación»: Cosas que hacer en Denver cuando estás muerto»

Mis escenas favoritas – Locos por el sexo…

Uno de los experimentos más divertidos en el planeta cine es imaginar delirantes propuestas de intertextualidad cinematográfica, esto es, qué resultaría de juntar de manera disparatada personajes o situaciones de películas diametralmente opuestas o imposibles de relacionar a priori y que sin embargo andan conectadas por algún fleco argumental subterráneo.

Por ejemplo, ¿qué pasaría si uniéramos en una comida a la joven Sally que interpreta Meg Ryan en Cuando Harry encontró a Sally, dirigida por Rob Reiner en 1989, y al Doctor Bernardo que incorpora John Carradine en Todo lo que siempre quiso saber sobre el sexo y no se atrevió a preguntar, película de Woody Allen de 1972? Una finge orgasmos durante la comida; el otro aprovecha el segundo plato para emitir incendiarios discursos sexológicos…

Magia, amor, humor y ternura a la vuelta de la esquina: El bazar de las sorpresas

bazar

Esta es la historia de «Matuschek & Compañía», del señor Matuschek y de las personas que trabajan para él. Su bazar está a la vuelta de la esquina de la calle Andrassy. En la calle Balta, en Budapest, Hungría.

Aunque este seductor cuento de almas infelices bien pudiera transcurrir en otras coordenadas temporales y geográficas igualmente propensas a las fábulas de anhelos insatisfechos y corazones hambrientos, la atención del mundo se concentra por un instante, de puntillas, casi sin hacer ruido, a través de ese microscopio de emociones que es el cine, que nos invita, cogidos de la mano, mecidos por una voz cálida y amable que cita el texto que abre este artículo, a colocarnos ante un sencillo, modesto, pero encantador y coqueto escaparate de, como dice la canción, seres imperfectos, soledades compartidas, ideales desmesurados y amores a escondidas, de sentimientos expuestos a la espera de alguien que sepa apreciar su calidad pagando su precio hace mucho tiempo rebajado, en un pequeño pero próspero comercio de marroquinería y artículos de importación de la vieja capital húngara en un momento, 1939, en que Europa está a punto de perder la inocencia, si es que alguna vez la tuvo o creyó haberse fabricado una memoria a medida que la hiciera olvidarse por completo y por siempre de sí misma. Así, llevados del brazo, con el susurro de la promesa de un amor a un tiempo sencillo y épico, legendario y corriente, mágico y cotidiano, nos situamos en la esquina de las calles Andrassy y Balta del viejo Budapest a la temprana hora matutina en la que los empleados de Hugo Matuschek van concentrándose ante la luna de la tienda a la espera de la irrupción del taxi que traslada al gran hombre mientras comentan las noticias del primer periódico del día, se cuentan los avatares acaecidos la tarde anterior en sus quehaceres privados, lamentan la nueva enfermedad de la esposa del señor Pirovitch, esperan el relato de Kralik sobre la cena de la noche anterior en casa del jefe, o hacen buenos propósitos para la jornada en curso, aunque algunos de ellos, de reojo, a la vez preocupados y ansiosos, aguardan la llegada del coche para ser ellos quienes, por una vez antes que el señor Vadas, tengan el privilegio de abrirle la puerta a Matuschek y mostrar su abnegación por la empresa y su inquebrantable adhesión a la persona de su dueño en forma de un servilismo extremo que les vuelva visibles a sus ojos, que les proporcione un momento de notoriedad que abogue por su compromiso en el negocio antes de subsumirse en el anónimo marasmo cotidiano de clientes, proveedores, trastiendas, caja registradora, horas de teléfono, cuentas y tratos, antes de que Matuschek se encierre en un despacho al que sólo Kralik, su ojito derecho, parece tener acceso libre e ilimitado.

Así, con unas breves, soberbias, delicadas pinceladas, con unos diálogos agudos, ágiles, rápidos, certeros, se nos presenta el pequeño universo humano que va a deleitarnos apenas hora y media. Pirovitch (Felix Bressart, un fijo en las más recordadas películas de Lubitsch), es un hombre de mediana edad, algo triste y desencantado, hecho a una rutina familiar plácida y tranquila, que se deja llevar por una vida sin sobresaltos, sin alicientes, y que encuentra en su esposa e hijos todo lo que anhela de la vida, un frágil y quizá timorato y cobarde pero también cómodo equilibrio vital que no desea ver perturbado, ni por su suegra ni por el tío con el que odia compartir veladas ni tampoco por culpa de un trabajo que necesita conservar a toda costa ante la imposibilidad de poder ser aceptado en otro sitio, de ahí que desee refugiarse en ese mismo anonimato laboral que otros rehuyen, escondiéndose o haciendo mutis por el foro cada vez que Matuschek busca un empleado al que pedir consejo u opinión si no tiene a Kralik a mano, y que hace que, precisamente sea él el objeto de los malos humores del dueño del lugar cuando una sombra se cruza por su cabeza. Flora (Sara Haden) es una mujer madura que, adivinamos, probablemente perdió el tren del amor hace mucho tiempo, por mala suerte o porque no tuvo coraje para comprar el billete, y pasa sus días en compañía de su anciana madre. En el trabajo es tan eficiente como silenciosa y discreta, es el talento contable que hay tras el diario cierre de caja, su tardío momento de gloria cotidiano, pero no nos cuesta imaginarla en la intimidad de su hogar, suspirando por las oportunidades perdidas. Ilona (Inez Courtney) también hace gala de timidez y discreción ante Matuschek, aunque no vacila en opinar abiertamente, criticar o colgar sambenitos si es menester cuando el jefe no está delante, buscando en la aceptación de sus compañeros el trato afectivo diario del que quizá está privada al llegar a casa. Ferencz Vadas (Joseph Schildkraut, magistral en su difícil componenda de ser el rostro antipático en un metraje repleto de afabilidad) no busca ser querido o respetado por nadie más que no sea el señor Matuschek, y no por aprecio o simpatía personales, sino por su acentuado egoísmo: no duda en meter cizaña, en conspirar o en dar la vuelta o sacar punta a comentarios de sus colegas con tal de tener algún chascarrillo que vender al gran jefe que le permita así ganar puntos en su ranking de lealtades. Rastrero, ruin, vil y despreciable, utiliza la hipocresía y la falsedad como armas de conducta ante todos con tal de lograr su único propósito, su propia prosperidad. Adulador, soberbio, egocéntrico, mezquino y despreocupado por otra cosa que no sea él mismo, sin límite ético alguno a la hora de conseguir lo que quiere, en el fondo es el caso más lamentable de Matuschek y Compañía, porque sólo hay algo peor que el hecho de que la persona amada no corresponda a nuestros sentimientos: no tener uno mismo alguien a quien amar, o mucho peor, carecer de la capacidad para hacerlo. Pepi (William Tracy), el chico de los recados destinado a convertirse en el eficiente dependiente conocido como señor Katona, es un golfo amable, simpático. Viene del hambre, y de ella ha salido con mucho y buen trabajo, pero también con grandes sufrimientos y amarguras, aprendiendo de la vida en las calles con sus buenas dosis de cara dura, continuas triquiñuelas, y, probablemente, con algún leve quebrantamiento de la ley. No hay maldad en su corazón, sólo la alegría de vivir a toda costa, ganas de disfrutar por anticipado de una felicidad de la que se ve acreedor como justo depositario de ella, que siente segura, una mera cuestión de tiempo, pero a diferencia de Vadas, no en exclusiva, sino como uno más que pueda compartirla con otros al mismo tiempo que la recibe de los demás. Hugo Matuschek (Frank Morgan) es un patriarca, ejerce de padre de familia de su comercio. Pese a llevar veintidós años casado con Emma, no tiene hijos, de ahí que el negocio lo sea todo para él y se relacione con sus empleados como un padre entre bienintencionado y cascarrabias, quisquilloso y de buen corazón, siempre absorbido por las cuentas, atento con los caprichos monetarios de su esposa y, aunque él forjó su fama y fortuna de la nada, a su avanzada edad está ya necesitado de un apoyo en quien confiar para superar las limitaciones de su indecisión ante los nuevos tiempos. Su reputación de hombre de negocios próspero no está a la altura de la realidad: probablemente sin el apoyo de Kralik todo fuera distinto. Alfred Kralik (espléndido, maravilloso James Stewart, toda una estrella ya por aquel entonces, en una de sus mejores encarnaciones de hombre ordinario, común, cotidiano) es un héroe anónimo de firmes convicciones morales, de conquistas pequeñas y, no obstante, decisivas, que persigue un ideal tan recto como sencillo, la felicidad. Lleva nueve años en Matuschek y Compañía, desde que era un aprendiz como Pepi, le ha dedicado a la tienda toda su vida, y conoce los entresijos del negocio tanto y tan bien como el propio Hugo Matuschek, o quizá más y mejor, dado que a él no le cuesta ir adaptándose a los nuevos tiempos. Una vez convertido en encargado, sin embargo, la vida le sabe a poco, necesita abrirse a nuevas experiencias que han permanecido ajenas a él mientras ha necesitado invertir todo su tiempo en hacerse con una posición. Ahora siente la llamada de la poesía, de la música, de la vida, busca enriquecer su existencia antes de seguir los pasos de Pirovitch y llegar tarde a casi todo. Buscando alguna oferta de venta de enciclopedias de segunda mano ha encontrado un anuncio en el que una joven con inquietudes culturales busca interlocutor epistolar con quien intercambiar ideas filosóficas. Apartado de correos 237 de Budapest. Inmejorable para empezar. Con lo que no cuenta es con pasar de la cultura al amor, un terreno nuevo y resbaladizo para Alfred. Continuar leyendo «Magia, amor, humor y ternura a la vuelta de la esquina: El bazar de las sorpresas»

Las mujeres y el cine: Buscando a Debra Winger

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La obra maestra de Michael Powell y Emeric Pressburger Las zapatillas rojas (1948) es el pretexto que la actriz Rosanna Arquette utilizó como motivo de su película documental Searching for Debra Winger (2001), además de su experiencia vital y las propias reflexiones acerca de qué puede mover a una actriz de éxito en la cúspide de su carrera a abandonar el cine de forma definitiva. El documental, que por España había pasado de largo, como casi todos, fue recuperado por La2 de Televisión Española en la madrugada del pasado domingo 16 de diciembre, y su importante e impactante contenido, unido al aluvión de despiadados ataques y críticas vertidos contra Jodie Foster por el sector más reaccionario de Hollywood tras haber proclamado públicamente su condición de lesbiana, nos ha oligado a dedicarle un apartado inaplazable a esta película.
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La tienda de los horrores: Tienes un e-mail

El cartel dice: «la mejor comedia romántica del año». Debió ser un mal año 1998 para ser considerada la mejor en nada. Sorprendentemente bien acogida por la crítica, esta almibarada comedieta podría ser el ejemplo principal de un futurible libro que pudiera titularse «Cómo el Hollywood moderno puede tomar un clásico magnífico y destrozarlo en cinco fáciles pasos». Este remake de The shop around the corner (El bazar de las sorpresas, de 1939), del maestro Ernst Lubitsch, carece de todo lo maravilloso de aquella legendaria cinta y recubre la historia de un barniz romanticón, baboso y blandorro insoportable. Continuar leyendo «La tienda de los horrores: Tienes un e-mail»