Mis escenas favoritas: Charada (Charade, Stanley Donen, 1963)

Un Hitchcock sin Hitchcock. Stanley Donen siguió la plantilla del director británico para esta comedia de intriga repleta de eso que llaman glamur (que no se sabe qué es) y que gira en torno a un asesinato y a la desaparición de un dinero. Con Cary Grant y Audrey Hepburn el estilo y la elegancia están asegurados, incluso en las situaciones más insospechadas…

Con D, de cine: El día más largo (The Longest Day, Ken Annakin, Andrew Marton, Bernhard Wicki, 1962)

Los largos sollozos del otoño hieren mi corazon con monotona languidez (Paul Verlaine).

Estos versos sirvieron de mensaje cifrado a los aliados para advertir a la Resistencia europea de que se avecinaba el momento que llevaban un lustro esperando, del principio del fin de la Segunda Guerra Mundial, de la sangría que llevaba devastando Europa desde 1914 e incluso antes. Casi novecientos años después de que Guillermo el Conquistador cruzara el Canal de la Mancha con sus normandos y robara Inglaterra a los sajones, y apenas cuatro años después de que Hitler fracasara en esa misma invasión como habían fracasado antes Felipe II o Napoleón Bonaparte, tuvo lugar la operación militar más formidable de toda la Historia de la Humanidad: el traslado, esta vez haciendo el camino a la inversa, de más de tres millones de soldados y cientos de millones de toneladas de material en unas cuatro mil embarcaciones de todo tipo y con el apoyo de más de once mil aviones de combate, cientos de submarinos e incontables combatientes anónimos tras las líneas alemanas de la costa. El desembarco de Normandía, la operación Overlord, cuyo posible fracaso había sido ya asumido por escrito por los oficiales que la diseñaron (encabezados por Eisenhower, Montgomery o Patton, entre otros) en unas cartas ya firmadas que jamás vieron la luz hasta décadas más tarde, constituye un hecho de los más trascendentales de nuestra historia moderna. Primero, por la ubicación, ya que entre otros lugares para efectuar la operación entraban las costas españolas, con el fin de desalojar ya de paso a Franco (curiosamente, fue Stalin quien se opuso por razones estratégicas y de urgencia, salvándole así el culo al dictador anticomunista), y además, porque los hechos que propició pusieron las bases de las modificaciones en el mapa de Europa que siguieron produciéndose durante décadas hasta convertirlo en el que conocemos hoy.

En 1962, el productor-estrella Darryl F. Zanuck, una de las piedras angulares del cine clásico americano, casi una leyenda, decidió llevar a la pantalla el novelón de Cornelius Ryan, adaptado por el propio autor, con una tripleta a los mandos de la dirección (Ken Annakin, Andrew Marton y Bernhard Wicki), para recrear de manera monumental y con un reparto de lujo hasta el mínimo detalle del desarrollo de la invasión de Europa el 6 de junio de 1944, el principio del fin del poder de los nazis en el continente. Con los épicos acordes de la pomposa música de ecos militares de Maurice Jarre (debidamente respaldada por los primeros instantes de la Quinta Sinfonía de Beethoven, tres puntos y una raya que en código trelegráfico identifican el signo de la victoria) y una maravillosa fotografía en blanco y negro ganadora del Premio de la Academia, la película recoge los largos prolegómenos de la invasión y las primeras horas de las tropas aliadas combatiendo en las playas de Normandía. Película de factura colectiva, adolece por tanto de una enorme falta de personalidad y se acoge al poder de lo narrado, apela continuamente a la épica y busca constantemente la trascendencia de frases de guión y encuadres superlativos, como forma de contrarrestar la frialdad y la distancia de una historia demasiado grande incluso para tres horas de metraje, pero que no puede ser contada de otra forma.

Con todas las carencias apuntadas en orden a su carácter impersonal, la película no carece de grandes momentos y de imágenes imperecederas. Continuar leyendo «Con D, de cine: El día más largo (The Longest Day, Ken Annakin, Andrew Marton, Bernhard Wicki, 1962)»

Música para una banda sonora vital: Charada (Charade, Stanley Donen, 1963)

Brillante composición del gran Henry Mancini para este clásico de suspense dirigido en clave hitchcockiana por Stanley Donen, con Cary Grant y Audrey Hepburn destilando química, acompañados por otros grandes nombres como Walter Matthau, James Coburn, George Kennedy o Mel Ferrer.

Tierra quemada en el amor y en la guerra: Guerra y paz (War and peace, King Vidor, 1956)

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La invasión napoleónica de Rusia y el proceso paralelo de crecimiento y maduración de una muchacha de buena familia, la dulce y generosa Nathasa Rostova. Resulta más fácil resumir en una frase el esqueleto argumental de la monumental obra de Tolstoi que trasladarla a la pantalla, aun utilizando para ello tres horas y cuarto de metraje. Aunque King Vidor salió más que airoso de un desafío artístico y técnico harto complicado, no obtuvo el favor del público en la taquilla, lo cual, unido a los inmensos costes de producción, supuso un fuerte contratiempo en la carrera de un director que venía de la edad de los pioneros y que sólo rodaría una película más. Producida por Dino de Laurentiis y concebida como una de las más grandes superproducciones cinematográficas de la era de las superproducciones cinematográficas que trataba de imponerse por aplastamiento al incipiente reinado doméstico de la televisión, la película pretendía atesorarlo todo: una fuente literaria de prestigio, un guión en el que intervinieron más de media docena de escritores (entre ellos Irwin Shaw, Mario Camerini o el propio Vidor), un director consagrado cuya carrera hundía sus raíces en la etapa muda del cine, un operador de fotografía de primer nivel (Jack Cardiff), un compositor reputadísimo (Nino Rota), y un reparto de grandes figuras del cine norteamericano y europeo que pudiera atraer al público a las pantallas, con Audrey Hepburn, Henry Fonda, Mel Ferrer, Vittorio Gassman, Herbert Lom, Anita Ekberg, Oskar Homolka, Jeremy Brett o John Mills. Hoy en día, el paciente visionado de la película tiene premio, descubrir un catálogo de exquisitas interpretaciones enmarcadas por una fotografía excepcional.

Vidor capta la esencia de la obra de Tolstoi contraponiendo acertadamente, a través de los personajes de Pierre Bezukhov (Fonda) y el príncipe Andrei Bolkonsky (Ferrer), la doble naturaleza del argumento: ambos mantienen una estrecha relación con Natasha y se ven involucrados, cada uno a su manera, en los excepcionales acontecimientos que sacuden la vida de su país: Pierre es un hombre pacifista e ilustrado, que ve en Napoleón el libertador democrático de Europa antes de desengañarse cuando contempla la batalla de Borodino y el comportamiento de las tropas francesas en las zonas ocupadas; Andrei, que ha perdido a su esposa en el parto de su hijo, es un militar y diplomático que, salvado de morir por los médicos de Napoleón, lucha en una guerra militarmente perdida con la abnegación de un país capaz de arrasar sus propias ciudades y cultivos para no dejar nada valioso en manos del enemigo. El polo alrededor del que gira todo es, por supuesto, Natasha (Audrey Hepburn), la muchacha que descubre al mismo tiempo el amor y la guerra, que abre la película asistiendo a un desfile con la ilusión y la traviesa impaciencia de una niña, y la termina como la mujer de la casa, tomando las primeras decisiones para la reconstrucción en ella de su vida familiar.

El amor y la guerra marchan en paralelo. Los desengaños románticos, de Pierre hacia su mujer (Anita Ekberg), de Natasha hacia Kuragin (Gassman), de Andrei hacia Natasha…, tienen su paralelo en lo político, con Pierre renegando de su antigua admiración por Napoleón (como sucediera igualmente con figuras históricas de la talla de Beethoven, por ejemplo), e incluso en lo militar, con un país avergonzado de un ejército que huye ante el avance francés, que no entiende la estrategia emprendida por el viejo mariscal Kutuzov (Oskar Homolka), paciencia y tiempo, que es la que finalmente conducirá a las armas rusas a la victoria. Continuar leyendo «Tierra quemada en el amor y en la guerra: Guerra y paz (War and peace, King Vidor, 1956)»

La tienda de los horrores – El nórdico

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No, este fotograma no es de Obélix contra los indios, película que nos acabamos de inventar, sino de uno de los peores engendros imaginables, un truño de categoría, un zurullo fílmico no potable tan increíblemente nefasto que merece una detenida glosa. ¿Cómo es posible filmar algo tan malo y de manera además tan pretenciosa que no sirve ni siquiera como parodia involuntaria? Viendo la filmografía del director, Charles B. Pierce, especializado en… cagarros, no es de extrañar. Éste pertenece a 1978, y debe su producción al matrimonio compuesto por Farrah Fawcett, uno de la famosa Los Ángeles de Charlie, por entonces en plena cresta de la ola, y Lee Majors, El hombre de los seis millones de dólares, actor justito justito, tan justito, que no sabemos si se le puede llamar actor. Este subproducto, concebido para «mayor gloria» y «lucimiento» de Majors, no se puede creer si no se ve. Lo decimos muy a menudo, pero todas y cada una de las veces es una incuestionable verdad: es de lo peorcito que ha pasado por esta sección. Deja absolutamente perplejo; es capaz tanto de espantar al cinéfilo intrépido como de remover las carcajadas desde el bajo vientre. El catálogo de despropósitos es tal que es preciso resumir mucho para no escribir una serie de posts sobre esto.

Comencemos por el rigor histórico. Un preludio informativo nos advierte de que los vikingos (que nunca llevaron cascos con cuernos a pesar de la imaginería que gasta la película, de plástico por cierto) fueron un poderoso pueblo que conquistó Europa. ¿Mande? Ciertas son sus correrías por las costas y ríos de medio continente, desde el Sena al Volga, desde Escocia a Sicilia, pero llamar a eso conquistar todo el continente es un poco fuerte, ¿no? En fin, el caso es que el heroico Thorvald, un príncipe vikingo, se embarca junto a un grupo de feroces guerreros (que incluye un africano) en busca de su padre, el rey Eurich, en dirección a Norteamérica, ya que se perdió en una expedición anterior. Tras una agitada navegación (hay sardinas que salpican el agua con más salero que los responsables de efectos especiales de esta película) llegan a las costas de lo que hoy es Canadá (aunque en Canadá, especialmente en Terranova y el Labrador, no creemos que abunden las playas de arenas blancas y batidas, los mares coralinos y las palmeras en la orilla…), y se topan con la hostilidad de los nativos, que le cosen el culo a flechas a uno de los vikingos, que la palma de hemorragia trasera. Después de bautizar aquellas tierras como Vinland tras encontrarse unos racimos de uvas, la peña vikinga viaja río arriba en busca de sus predecesores que, habiendo sido capturados años atrás, viven cegados y esclavizados en la dura tarea de moler harina para que los indios hagan tortas… Un oportuno y chapucero flashback nos cuenta cómo el grupo anterior de guerreros nórdicos fue en principio agasajado por los indios, y más tarde traicionado, vencido y sometido. Los guerreros de Thorvald liberan a los esclavos tras unas peleas cutres cutres con armaduras y espadas de plástico, y el héroe se reencuentra con su padre. Pero la cosa no termina ahí, porque los indios, malos malosos excepto una joven virginal que, tras ayudar a liberar a Eurich, escapa con los vikingos hacia su barco, les persiguen hasta la misma orilla con un trote cochinero más propio de hooligans jevitrones greñudos y maquillados que de apolíneos nativos americanos. El combate final sobre las arenas de la playa no tiene desperdicio. Qué horror…

La película es mala, mala. Pero requetemala. No sólo brilla por su ausencia cualquier ejercicio de ambientación mínimamente digno, sino que las localizaciones no pueden ser más inadecuadas. Un Canadá tropical viene complementado por una dirección artística, pésima no, lo siguiente. A las armas de pega, el barquito vikingo de cartón que más parece una carroza para el Orgullo Gay llena de locazas con trenzas y faldita, las barbas y pelucas postizas de algunos guerreros, y los indios uniformados de pieles y mocasines todos iguales, hay que añadir un ritmo penoso, un tratamiento lamentable de las batallas, sin tensión, emoción, pericia técnica, especialmente en los duelos hombre a hombre que, entre las armaduras de corcho y la sobreabundancia de pelo y pieles, más recuerdan a una parodia de hombres prehistóricos sacudiéndose que a otra cosa. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – El nórdico»

El día más largo: momento crucial de nuestro presente

Los largos sollozos del otoño hieren mi corazon con monotona languidez (Paul Verlaine).

Estos versos sirvieron de mensaje cifrado a los aliados para advertir a la Resistencia europea de que se avecinaba el momento que llevaban un lustro esperando, del principio del fin de la Segunda Guerra Mundial, de la sangría que llevaba devastando Europa desde 1914 e incluso antes. Casi novecientos años después de que Guillermo el Conquistador cruzara el Canal de la Mancha con sus normandos y robara Inglaterra a los sajones, y apenas cuatro años después de que Hitler fracasara en esa misma invasión como habían fracasado antes Felipe II o Napoleón Bonaparte, tuvo lugar la operación militar más formidable de toda la Historia de la Humanidad: el traslado, esta vez haciendo el camino a la inversa, de más de tres millones de soldados y cientos de millones de toneladas de material en unas cuatro mil embarcaciones de todo tipo y con el apoyo de más de once mil aviones de combate, cientos de submarinos e incontables combatientes anónimos tras las líneas alemanas de la costa. El desembarco de Normandía, la operación Overlord, cuyo posible fracaso había sido ya asumido por escrito por los oficiales que la diseñaron (encabezados por Eisenhower, Montgomery o Patton, entre otros) en unas cartas ya firmadas que jamás vieron la luz hasta décadas más tarde, constituye un hecho de los más trascendentales de nuestra historia moderna. Primero, por la ubicación, ya que entre otros lugares para efectuar la operación entraban las costas españolas, con el fin de desalojar ya de paso a Franco (pero, curiosamente, fue Stalin quien se opuso por razones estratégicas y de urgencia, salvándole así el culo al dictador anticomunista), y además, porque los hechos que propició pusieron las bases de las modificaciones en el mapa de Europa que siguieron produciéndose durante décadas hasta convertirlo en el que conocemos hoy.

En 1962, el productor-estrella Darryl F. Zanuck, una de las piedras angulares del cine clásico americano, casi una leyenda, decidió llevar a la pantalla el novelón de Cornelius Ryan, adaptado por el propio autor, con una tripleta a los mandos de la dirección (Ken Annakin, Andrew Marton y Bernhard Wicki), para recrear de manera monumental y con un reparto de lujo hasta el mínimo detalle del desarrollo de la invasión de Europa el 6 de junio de 1944, el principio del fin del poder de los nazis en el continente. Con los épicos acordes de la pomposa música de ecos militares de Maurice Jarre (debidamente respaldada por los primeros instantes de la Quinta Sinfonía de Beethoven, tres puntos y una raya que en código trelegráfico identifican el signo de la victoria) y una maravillosa fotografía en blanco y negro ganadora del Premio de la Academia, la película recoge los largos prolegómenos de la invasión y las primeras horas de las tropas aliadas combatiendo en las playas de Normandía. Película de factura colectiva, adolece por tanto de una enorme falta de personalidad y se acoge al poder de lo narrado, apela continuamente a la épica y busca constantemente la trascendencia de frases de guión y encuadres superlativos, como forma de contrarrestar la frialdad y la distancia de una historia demasiado grande incluso para tres horas de metraje y que no puede ser contada de otra forma.

Con todas las carencias apuntadas en orden a su carácter impersonal, la película no carece de grandes momentos y de imágenes imperecederas. Continuar leyendo «El día más largo: momento crucial de nuestro presente»

Mis escenas favoritas – Scaramouche

Obra maestra, a pesar de los leotardos, del cine de aventuras dirigida en 1952 por George Sidney, Scaramouche cuenta la historia del espadachín más célebre de la Francia del XVIII, un héroe escondido bajo la máscara de un saltimbanqui de un teatro ambulante que ayuda a un amigo a escapar de los esbirros del rey que lo acusan de sedición. Magnífica, irónica, vibrante aventura de enorme belleza visual y con unos duelos a espada que son tan complejos como las grandes coreografías del musical.

Como curiosidad, la novela de Rafael Sabatini tiene una versión cinematográfica española filmada en 1963 por Antonio Isasi-Isasmendi, nada que ver con el clásico protagonizado por Stewart Granger, Eleanor Parker, Janet Leigh y Mel Ferrer. Cine de aventuras en estado puro. Memoria sentimental para cualquier cinéfilo.

Diálogos de celuloide – Scaramouche

scaramouche

Lenore, novia mía, mi belleza. ¿Qué he hecho yo para merecerte?

Hasta ahora muy poco, pero tengo muchas esperanzas.

Rosas…

Dan suerte a los enamorados.

¿En serio? Qué pena que se marchiten tan rápido…

Éstas no se marchitarán, amada mía.

¡Diamantes!

Pensé en tus ojos y fui a comprarlos.

¿Sólo en mis ojos? Qué dulce. Haré que comiences a pensar en todo mi ser…

Scaramouche. George Sidney (1952).