Una parada en la caída: Open range (2003)

¿Qué pudo pasarle a Kevin Costner en la primera mitad de los noventa? Consagrado como director gracias a los previsibles premios recibidos por Bailando con lobos (Dancing with wolves, 1990), asimilado como uno de los galanes con mayor tirón en taquilla más allá de la calidad del producto en que apareciera, convertido tanto en actor de películas de acción y aventura con poca chicha como también en protagonista de películas con más pretensiones y calidad (Un mundo perfecto, Clint Eastwood, 1993) y, siguiendo la línea de los clásicos, fervoroso amante del western hasta el punto de empeñar lo que no tenía en hacerse un nombre entre los legendarios directores del género, de repente, casi de un día para otro, cae en desgracia (algo, el ascenso meteórico y la subsiguiente caída fulgurante, por otra parte, tan común en el Holllywood de siempre) por culpa de sus megalómanos y fallidos proyectos como productor, guionista y director, y se ve abocado a peliculitas del montón, a thrillers de baratillo o dramas lacrimógenos de corto alcance, o como secundario «de lujo» en otras cintas en las que otros galanes e intérpretes lo han adelantado por la derecha. Su ruina económica y cinematográfica como actor y creador tiene una de sus más sonoras excepciones en este fabuloso western, Open range, dirigido y protagonizado por Costner en 2003.

Y es un western estupendo a pesar de sus evidentes carencias. Con unos mimbres muy limitados, incluso pobres, Costner, con guión de Craig Storper basado en una novela de Lauran Paine, crea una película-espectáculo del Oeste que, aunque no ofrezca novedades formales ni narrativas apreciables, bebe directamente de los cánones más clásicos del género, los sigue a pies juntillas, y los hace desembocar en una extraordinaria eclosión final cuyo visionado ya hace que valga la pena acercarse a esta aventura de ganaderos, villanos y venganza. Un antiguo pistolero de tormentoso pasado, Charlie Waite (Costner), ayuda a Boss Spearman (Robert Duvall) a conducir ganado por las fértiles tierras de la frontera hasta llegar a Harmonville, una localidad dominada por un despiadado ranchero, Denton Baxter (Michael Gambon), a cuyo servicio trabaja el corrupto sheriff local (James Russo). Cuando los dos peones de Boss (Abraham Benrubi y Diego Luna) sufren de distinta manera el acoso de los hombres de Baxter, y aunque intentan por todos los medios seguir su camino pacíficamente, a Charlie y a Boss no les queda más remedio que tomar las armas y tomarse la justicia por su mano. Mientras tanto, Charlie se siente atraído por Sue Barlow (Annette Bening), la enfermera del médico local a la que toma por su esposa, que está atendiendo a uno de los chicos que se encuentra al borde de la muerte.

Nada nuevo, por tanto, pero muy bien contado. Lo más sobresaliente de la cinta es la labor de dirección de Costner. Durante los preliminares, Costner se mueve con ritmo pausado, preciosista, casi lírico, gracias a la fotografía de James Muro y a la sensible y envolvente partitura de Michael Kamen, por la belleza y la espectacularidad de los paisajes abiertos del fértil Oeste de Montana y Wyoming, componiendo largos planos abiertos de extensos horizontes dominadas por las colinas y las praderas de aire limpio y verdes pastos, en contraste con lo que más adelante significará el claustrofóbico y amenazante entorno de una ciudad hostil, en especial de sus espacios cerrados (salones y tabernas, despachos, oficinas y tiendas). Esta sobresaliente dirección, sostenida en un magnífico trabajo de cámara, obtiene su culminación en el previsible y esperado tiroteo final, absolutamente prodigioso, merecedor de los mejores calificativos en un género consustancial a la historia del propio cine, muy dilatado por tanto en el tiempo y muy saturado de historias buenas, mejores y peores. Costner se apunta a la línea del western «sucio» marca Leone o Sam Peckinpah, realista, esto es, con tipos de pelos largos, dientes sucios, camisas arrugadas y pantalones remendados, de calles embarradas, olor a boñiga y pequeñas e irregulares ciudades de madera trazadas de manera vacilante en llanuras abandonadas. Costner maneja adecuadamente la tensión creciente del clima de enfrentamiento, carga las tintas de forma un tanto maniquea en la relación entre los protagonistas positivos y sus villanos oponentes, y compone un final glorioso, una de las mejores y más realistas y creíbles (tanto por las armas utilizadas, la estética y la forma del enfrentamiento, el sonido de los disparos, las heridas recibidas…) muestras de un tiroteo en el lejano Oeste comparable a los mejores momentos violentos del cine de Ford, Peckinpah o Leone, estremecedoramente emotivo, brutalmente salvaje. El tono solemne, casi fúnebre, de la segunda mitad del film, notablemente manejado por Costner, contribuye decisivamente a construir un western esquemático, fiel a las líneas maestras del género, pero muy visible y con un final emocionante. Continuar leyendo «Una parada en la caída: Open range (2003)»

Diario Aragonés: El discurso del rey

Primer artículo resultante de la colaboración de este blog con Diario Aragonés.



Título original:
The King’s speech
Año: 2010
Nacionalidad: Reino Unido / Australia
Dirección: Tom Hooper
Guión: David Seidler
Música: Alexandre Desplat
Fotografía: Danny Cohen
Reparto: Colin Firth, Helena Bonham Carter, Geoffrey Rush, Guy Pierce, Michael Gambon, Timothy Spall, Derek Jacobi
Duración: 118 minutos

Sinopsis: Tras la abdicación de Eduardo VIII de Inglaterra, su hermano menor accede al trono con el nombre de Jorge VI. Su tartamudez le obliga a buscar la ayuda de un excéntrico logopeda que, a través de métodos poco ortodoxos, intenta conseguir que el monarca recupere lo antes posible una dicción correcta, máxime en un momento histórico en que es de crucial importancia el efecto que las palabras del rey puedan tener en la población británica, cuando en el horizonte se cierne la amenaza de Hitler y el fantasma de una guerra de exterminio.

Comentario: Resulta de lo más estimulante encontrarse de vez en cuando en las carteleras con una sólida película británica en la que refugiarse de la epidemia de cintas de animación, de superhéroes, de salvadores del mundo, de comedias románticas de cuarentones que interpretan a treintañeros que se comportan como quinceañeros y de pirotecnias de cristal, chapa y pintura que acaparan el panorama de estrenos en los últimos lustros [continuar leyendo].

Gosford Park: el mejor Robert Altman

gosford

De vez en cuando los cineastas veteranos, aquellos que durante sus largas carreras se han anotado importantes aciertos y algún que otro tropiezo, que ya peinan canas, de los que apenas se espera ya nada aparte de fórmulas repetidas o el rodaje de una misma película año tras año, ocasión tras ocasión, se desmarcan con auténticas joyas que dejan a todo el mundo boquiabierto y convierten la famosa expresión «quien tuvo, retuvo» en algo más que un refrán. Así ha sido el caso de Woody Allen con Match Point, de Sidney Lumet con la reciente Antes de que el diablo sepa que has muerto, o como fue en 2001 con esta maravilla de Robert Altman.

Y Altman, creador irregular donde los haya, vulgar hasta decir basta cuando filmaba vulgaridades, sublime cuando se ponía a hacer cine, nos regaló una obra excelente, a priori sin elementos especialmente sorprendentes, pero con un resultado soberbio. Porque ni narrativa ni estilísticamente ofrece algo que no hayamos visto antes, pero la factura final, el altísimo nivel de las interpretaciones, el cuidado en la puesta en escena y la magnífica labor de dirección hacen de esta película un placer de 137 minutos. Cuando comienza Gosford Park, uno sabe instantáneamente que se está asomando a cine de muchos kilates.

La acción se sitúa en la mansión propiedad de Sir William y Sylvia McCordle en el noviembre de 1932, en la cual va a tener lugar un aristocrático fin de semana de caza al que está invitado los más granado de la alta sociedad de los contornos y algún ilustre invitado extranjero. El marco es incomparable, valga la frase hecha: un paisaje hermosísimo, unos bosques tupidos, un cielo azul casi transparente, larguísimos campos y praderas por los que galopar o enviar a los perros tras un venado, una enorme mansión repleta de lujos, amplias estancias, salones, bibliotecas, salas de baile y de billar, comedores kilométricos y dormitorios lujosos y aptos para escaramuzas nocturas con captura de prisioneros incluida. Continuar leyendo «Gosford Park: el mejor Robert Altman»

Cine en serie – El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante

CINE PARA CHUPARSE LOS DEDOS (VIII)

El desorbitado Peter Greenaway ideó en 1989 esta inclasificable película que en tono de drama y comedia negra gira alrededor de la gastronomía, el amor y el erotismo, elementos que interaccionan, se confunden, se disuelven unos en otros hasta solaparse. Como puede verse en la foto superior, Greenaway vuelve a situar sus imprevisibles cuentos morales en escenarios de una excesiva atmósfera operística, grandes puestas en escena por las que deambulan los personajes, creando cuadros cromatísticos de texturas cercanas a Rembrandt, pintor favorito del autor (sobre el que ha divagado ya múltiples veces en el cine, como en la reciente La ronda de noche), componiendo grandes contrastes de grandes luces con oscuridades totales, colores fuertes y enormes luminarias, con los personajes como elemento central, a veces superpuestos, conectados, agrupados como si constituyeran a su vez un ente complejo compuesto de partes autónomas, superpuestos, confundidos, con los magnos decorados por los que transitan.

Con un uso simbólico de los colores que puede calificarse como sencillamente genial y que evidencia el gusto de Greenaway por la pintura, nos cuenta la historia de Richard (excepcional Michael Gambon en su creación de un repulsivo y odioso ser humano), crítico gastronómico de juicios contundentes e irrevocables, de criterio severo, de actitud autoritaria, displicente, desdeñosa, que además de desempeñar su oficio de crítico con formas más propias de un grupo de mafiosos (extorsión, intimidación, amenazas, violencia, cierres provocados) es además dueño de un exquisito y exclusivo restaurante francés (de nombre, sin embargo, Le Hollandais, nuevo guiño de Greenaway a Rembrandt). Allí Richard disfruta mortificando al personal de la casa, a sus compinches que ejercen de matones si es menester (entre ellos un vomitón Tim Roth), pero sobre todo a su esposa, Georgina (Helen Mirren), cuyas intimidades (reales o deliberadamente distorsionadas para humillarla) no cesa de compartir con sus esbirros si mueven a la hilaridad o fomentan la adhesión de sus camaradas al líder. Ella, sin embargo, busca huir de él junto a otro comensal, un hombre tímido y solitario que se sienta en una esquina del restaurante, con el que intercambia miradas apenas disimuladas, y con el que en sus habituales coincidencias en cenas inicia una tórrida historia de amor y sexo entre fogones, platos a medio hacer, ingredientes en bruto, salsas, pucheros, vapor y aromas apetitosos.
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