Nueva entrega de la sección de cine en el programa La Torre de Babel, de Aragón Radio, la radio pública de Aragón, en este caso dedicada a cine de suspense que toma como escenario el mundo del arte, y en particular, el mercado de obras de arte: El expreso de Chicago (Silver Streak, Arthur Hiller, 1976), El contrato del dibujante (The Draughtsman’s Contract, Peter Greenaway, 1982), La mejor oferta (La migliore offerta, Giuseppe Tornatore, 2013), The Square (Ruben Östlund, 2017), Una obra maestra (The Burnt Orange Heresy, Giuseppe Capotondi, 2019)…
Uno. Mick Jagger, que ha trabajado como actor para cineastas como Nicolas Roeg, Tony Richardson o Ivan Passer, interpreta a una especie de Godzilla (mucho más temible que el original nipón, y todavía más feo) en el clip de Love is strong.
Dos. Michel Gondry dirige a Patricia Arquette en el video de Like a rolling stone, versión de los Stones de la canción-madre de Bob Dylan.
Tres. El bueno de Jagger tira de falsete, y de más morritos que nunca, en Sweet thing, tema grabado en solitario, para intentar distanciarse del sonido del grupo, cosa chunga cuando tú eres la voz…
Cuatro. Junto a Lenny Kravitz (que también ha hecho sus pinitos como actor), más roquero y, por tanto, más innecesario Stones aparte, God gave me everything.
Resulta prácticamente imposible entender el fenónemo cinematográfico de Fitzcarraldo (1982) sin partir de la apasionada relación de amor, odio, locura y violencia existente entre su director, Werner Herzog, y el actor más reconocible y característico de su cine, el psicópata Klaus Kinski. Una historia de raíz psicológica o, como ya hemos apuntado, psicopática, que descansa tanto en las tendencias obsesivas del cineasta como en los ataques de demencia, más o menos controlados, más o menos impostados, del actor. Esta enfermiza dependencia mutua hace que, por un lado, Herzog abomine de las experiencias cinematográficas vividas junto a Kinski, mientras que, por otro, Kinski era siempre su primera opción en la confección de los repartos (excepto en Fitzcarraldo, para la que Jason Robards y el cantante Mick Jagger fueron las preferencias de Herzog que, una vez frustradas ambas, recurrió, con acierto, a su fetiche para confeccionar la que para sí mismo y para la gran mayoría de su público sigue siendo su mejor película). Esta ambivalencia, esta doble naturaleza de atracción y repulsión, es narrada por el propio Herzog, a través de las cinco películas compartidas por ambos, en su recomendable documental Mi enemigo íntimo.
Establecido este punto de partida para un visionado más enriquecedor y una más global comprensión de la temática y la narrativa de la película y de las implicaciones de su protagonista, Fitzcarraldo se presenta como una extraordinaria experiencia cinematográfica que aúna una gran belleza plástica en el retrato de los espacios naturales de la Amazonia peruana con un visceral relato de una aventura personal, de un loco empeño puesto en práctica en contra de los elementos, del tiempo, de la geografía y de la razón, comandada por un iluminado, una especie de visionario, capaz de contagiar su locura de forma entusiasta y de lo que ya no es tan frecuente, de la consecución de su sueño por encima de todas las dificultades. Pero si la relación real entre Herzog y Kinski permite señalar el punto inicial para el asentamiento de la historia que narra Fitzcarraldo, el propio desarrollo del rodaje imprime un valor añadido al significado de esta aventura: Herzog, como su personaje, convirtió su propia película en un empeño faraónico, en una lucha a vida o muerte contra todo y contra todos, debiendo afrontar durante el rodaje en la selva peruana todo tipo de dificultades, reveses y riesgos, incluidos la presencia de serpientes venenosas, los accidentes, las nubes de mosquitos, las lluvias torrenciales, los corrimientos de tierras y de barro que afectaron a los lugares del rodaje, así como la extremadamente dificultosa experiencia real, contada en la película con grandes dosis de realismo gracias a su puesta en práctica auténtica por parte del equipo de rodaje, de la traslación desde un río, montaña arriba y abajo, de un barco de vapor, hasta poder desembarcarlo en otro río paralelo.
A toda esta problemática, indisoluble de lo que debe ser la puesta en marcha de una filmación tan compleja, hubo que añadir los constantes ataques de locura de Kinski, su comportamiento anárquico e imprevisible, sus gritos, sus arranques violentos, sus agresiones a miembros del equipo, sus continuas amenazas de abandono del rodaje, el reto constante a la autoridad del director, todo un despliegue de inestabilidad mental que supo contagiar adecuadamente a su personaje, que, sin embargo, conserva un rasgo de ingenuidad y ternura que, desde luego, resultaba mucho más difícil encontrar en Klaus Kinski. Continuar leyendo «El arte frente a la naturaleza: Fitzcarraldo (1982)»→
Tradicionalmente, el cine, en su versión más comercialmente alimenticia, ha servido como vehículo de promoción de no pocas figuras musicales que, salvo contadas excepciones, jamás han conseguido lograr en el la pantalla el mismo grado de solvencia, calidad y reconocimiento que, presuntamente, han obtenido en sus carreras en la música. Frank Sinatra, Dean Martin o Bing Crosby, por citar tres casos excelsos, son excepciones muy excepcionales, valga la redundancia, pero lo habitual es que las películas «con cantante famoso» se parezcan más a los bodrios protagonizados por Elvis Presley o, en España, por Raphel, Rocío Dúrcal, El Dúo Dinámico, Manolo Escobar, Peret y compañía, o bien a excesos pop-psicodélicos como las apariciones cinematográficas de Mick Jagger o David Bowie en sus esplendorosas etapas de los 70.
Con el tiempo, en plena conmoción por la excesiva -y casi siempre perniciosa- influencia de los videoclips y de sus estéticas, carencias, vicios, abusos y perversiones en el lenguaje cinematográfico, el camino se ha tornado de ida y vuelta, y no pocas veces descubrimos a directores de cine a los mandos de videoclips de tal o cual grupo, de la misma forma que actores famosos o rostros conocidos se dejan caer por esas breves piezas promocionales de los discos de moda.
Así, Alan Rickman, espléndido actor británico conocido para el gran público por las sandeces de Harry Potter pero con una larga carrera en el cine, iniciada a finales de los 80 con su Hans Gruber de La jungla de cristal (Die hard, John McTienan, 1988), y que contiene títulos como Ciudadano Bob Roberts (Bob Roberts, Tim Robbins, 1992), Sentido y sensibilidad (Sense and sensibility, Ang Lee, 1995), Michael Collins (Neil Jordan, 1996), Love actually (Richard Curtis, 2003), El perfume: historia de un asesino (Das Parfum, Die Geschichte eines Mörders, Tom Tykwer, 2006), Sweeny Todd (Tim Burton, 2007) o Robin Hood, príncipe de los ladrones (Robin Hood: Prince of thieves, Kevin Reynolds, 1991), en la que compone un fenomenal sheriff de Nottingham que reúne en un solo personaje a todos los actores y caracterizaciones que le han dado vida en cada una de las anteriores versiones de esa historia, incluido el «malvado» tigre de la versión Disney… Especialmente memorables son sus duetos con Emma Thompson en la pantalla, actriz con la que ha repetido en varias ocasiones, y cuyo testimonio más desconocido es la oculta El beso de Judas (Judas kiss, Sebastian Gutierrez, 1999), en la que ambos encarnan a unos personajes que no tienen desperdicio, con un brillantísimo cruce de diálogos que rescata de la nada un rutinario y previsible thriller erótico.
Pues bien, Alan Rickman, en su mejor etapa profesional, aceptó acompañar a la vocalista y compositora de los escoceses Texas, Sharleen Spiteri, en el clip de In demand (2000), en el que se marcan un tango muy sui generis en una gasolinera…