ÍTACA desaparecida: Viaje a citera (Taxidi sta Kythira, Theo Angelopoulos, 1984)

The Art of the Cinema - screening of "Voyage to Cythera"

La reinterpretación que Theo Angelopoulos hace del retorno de Odiseo a Ítaca en clave amarga y desencantada tiene al menos tres ángulos de aproximación. En primer lugar, el más evidente, el tangible, el práctico. Después de más de treinta años en la Unión Soviética, el viejo comunista Spyros (Manos Katrakis) obtiene un permiso de unos días para poder regresar a Grecia, su país natal, para visitar su hogar y reencontrarse con los suyos. No obstante, su noción de «los suyos» poco o nada tiene que ver con la memoria que conserva de ellos. No lo son ni su abandonada mujer, Katerina (Dora Volanaki), que ha pasado esas tres décadas largas sin su marido, ni tampoco sus hijos, Alexandros (Giulio Brogi) y Voula (Mairi Hronopoulou), ya maduros, que le son extraños, casi unos completos desconocidos. Los lugares que transita le resultan igualmente ajenos: ni en la casa familiar en la ciudad, en la que le han preparado un encuentro con parientes y antiguos amigos y en la que Spyros apenas puede permanecer unos minutos, ni la casa en el pueblo, solo mínimamente habitable, ni los campos ni las montañas en los que desplegó su actividad guerrillera frente a los nazis, ahora vendidos por lotes por los aldeanos empobrecidos que encuentran una solución a su futuro en la próxima construcción de una estación-balneario. El desarraigo de Spyros se manifiesta en este punto en una doble vertiente: por un lado, sus intentos de continuar a su modo la lucha guerrillera contra un poder agresor y, para más inri, capitalista, chocan con la falta de entendimiento y de compromiso de sus vecinos y antiguos camaradas, que hoy se pliegan, por necesidad, por supervivencia, al dictado del interés y del mercado (hasta el punto de que ven en Spyros no al antiguo héroe antinazi, sino un obstáculo a la consecución de los deseos que debe eliminarse por cualquier medio, incluida la extorsión y la intimidación); en consecuencia, esa oposición militante, de palabra y de obra, genera una respuesta agresiva por parte de aquellos que ven cuestionadas sus decisiones por ese viejo guerrero comunista medio iluminado o medio gagá, y es la burocracia (casi tan eficaz como la comunista) la que encuentra la forma de castigo: Spyros no es griego ni soviético, no lo quieren en su país de nacimiento ni en el de adopción. Spyros es un apátrida que, como tal, no puede permancer en suelo griego una vez vencido su permiso. Solo puede quedarse, isla de sí mismo, varado en una plataforma en aguas internacionales junto a su único apoyo, Katerina, que ha redescubierto a su desvanecido marido en esa anciana nueva versión resistente.

En segundo lugar, Spyros es la metáfora de una Grecia que mira hacia su pasado reciente desde la perspectiva desarrollista de los años ochenta. Del prólogo de la cinta, situado durante la ocupación nazi, al colofón en ese puerto industrial donde amarran toda clase de barcos de cualquier procedencia pero el viejo combatiente no tiene lugar, Spyros es la encarnación de un conflicto de Grecia consigo misma, del país dividido entre comunistas y monárquicos posterior a la Segunda Guerra Mundial, que por el cálculo de las grandes potencias vencedoras cayó del lado de Occidente (a cambio de que Yugoslavia cayera del lado comunista) y que Stalin (cumpliendo su palabra) abandonó a los designios de Churchill. Dentro de esa esfera durante décadas, Spyros encuentra un país en el que el comunismo de los grupos guerrilleros montañeses es solo un vestigio de recuerdo y está tan deshilachado como las nubes que se acumulan en las cumbres. Lo que prima en la Grecia de hoy (de 1984) son las posibilidades de negocio, el desarrollo, el tráfico económico, la especulación y la construcción de grandes espacios de ocio y disfrute que van a resultar inaccesibles para la economía de quienes suministran las tierras apuntándose a esa gran operación inmobiliaria. Los antiguos aliados, los camaradas, hoy son parte del sistema, adversarios de Spyros, algunos incluso enemigos, por más que el afecto y el reconocimiento con los viejos compañeros de trinchera nunca se haya perdido del todo.

Por último, a través de la profesión de Alexandros, cineasta, la película ofrece una interpretación, una visión íntima, de las relaciones entre cine y realidad. La propia experiencia personal de Alexandros y de su padre, convertida en inspiración para una película, se entremezcla con la fabricación de una ficción, los puntos de vista resultan coincidentes, equívocos, superpuestos. ¿Lo que vemos es la realidad de Spyros, Katerina, Alexandros y Voula o se trata de la película dirigida por Alexandros sobre su familia que, a su vez, es parte de la película que dirige Angelopoulos? Recuerdo, memoria, historia y cine, cuatro puntos cardinales de la misma construcción de una gran ficción donde no existen verdades sino ángulos de percepción, que son también aquellos en torno a los cuales se despliega la narrativa de Angelopoulos.

La riqueza de esta mirada honda y poliédrica se combina con la languidez y la cadencia del estilo del director griego. Tomas largas, ritmo pausado, suaves y elegantes movimientos de cámara sobre grandes espacios abiertos de la montaña o del mar, o complicadas coreografías casi imperceptibles en toda su complejidad desarrolladas en espacios cerrados con un buen número de personajes, con la cámara aproximándose o alejándose, o moviéndose a su alrededor. Las ricas metáforas visuales (la casa semiabandonada, la choza incenciada, el empleo de la niebla en las cumbres y de los cielos nublados y encapotados, la plataforma marítima con Spyros y Katerina sosteniéndose uno al otro y perdiéndose en la bruma, el hijo siguiendo a ese anciano que se parece tanto a ese padre cuyo barco todavía no ha llegado… ¿o sí?) conforman un lenguaje de un realismo poético-crítico que combina la elegancia formal con una realidad no demasiado amable, apartada de toda belleza que no sea la de la naturaleza, con sonidos apagados, con un uso muy limitado de la música pero ocasionales estallidos de alegría y euforia, aunque siempre algo desganadas (esa, para el espectador español, chocante aparición de El relicario en la fiesta de marineros del puerto). Angelopoulos enlaza así tiempo presente, pasado reciente y epopeya para reescribir el mito de Odiseo, y Spyros, como el héroe griego, retorna a un hogar que ya no es su hogar, a una Grecia que no es su Grecia, que ya no es su país. Spyros, como Odiseo, tan apátrida como él, ha perdido la batalla del tiempo y, como resultado, la de su espacio, y su destino no puede ser otro que vagar eternamente por el mar entre las brumas del mito y la leyenda, como otros héros míticos, entre las estrellas, las constelaciones y las nebulosas que acompañan los créditos iniciales de la película.