Diálogos de celuloide – Baby Doll (Elia Kazan, 1956)

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BABY DOLL: Bueno, ya le dije a mi papito que no estaba todavía lista para casarme y mi papito le dijo a Archie Lee que no estaba lista y él le prometió a mi papito que esperaría a que yo estuviera lista.

SILVA: Entonces, ¿el matrimonio se pospuso?

BABY DOLL: No, la boda no. Nos casamos, mi papito nos dio en matrimonio.

SILVA: ¿Pero usted no dijo que Archie Lee esperaría?

BABY DOLL: Sí, después de la boda… esperó.

SILVA: ¿A qué?

BABY DOLL: A que yo estuviera lista para casarme.

SILVA: ¿Cuánto tuvo que esperar?

BABY DOLL: ¡Oh, todavía está esperando! Por supuesto, hicimos un trato de que… yo… bueno, quiero decir que le dije que estaría lista cuando cumpliera veinte años. Es decir, estuviera lista o no…

SILVA: ¿Es decir, mañana?

BABY DOLL: Ahá.

SILVA: Y usted está… ¿estará lista mañana?

BABY DOLL: Depende.

SILVA: ¿De qué?

BABY DOLL: De que nos devuelvan los muebles o… no creo.

SILVA: ¡¡¡Su marido suda más que nadie y ahora comprendo por qué!!!

Baby Doll. Elia Kazan, con guión de Tennessee Williams (1956).

Un clásico ejemplar: El beso de la muerte (Kiss of death, Henry Hathaway, 1947)

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Es obligado referirse en el comienzo de todo comentario sobre esta efectiva intriga negra dirigida por Henry Hathaway en 1947 a la espectacular interpretación que Richard Widmark hace de Tommy Udo, el psicópata asesino por encargo cuya magistral encarnación le valió una nominación al Óscar en su debut cinematográfico. El perfil interpretativo de Widmark es uno de esos personajes fundacionales que marcan la historia del cine: el asesino desequilibrado, desalmado, sanguinario, la más perfecta traslación al cine negro del criminal sádico, emulada millones de veces en películas de toda procedencia, estilo y calidad. Su histrionismo, su histerismo, su risita nerviosa cuando se ve ante la perspectiva de acabar con una vida o de provocar sufrimiento (solo apreciable en su justa medida si se disfruta la película en VOS) vale mil visionados y alimenta incontables imitaciones, guiños, tics, «inspiraciones» y «homenajes» en las décadas posteriores. Widmark se doctora en el mismo momento de su bautismo.

Pero la película es mucho más que la excelente y sobrecogedora aparición de Widmark-Tommy Udo. Concebida como producto de estudio (en este caso, la 20th Century Fox de Darryl F. Zanuck), la película es el prototipo de producto cinematográfico de los años 40, a medio camino entre el realismo imperante en la segunda mitad de la década (las cámaras salen a la calle, ruedan en aceras, escaparates, plazas y avenidas, penetran en los edificios, se internan en los callejones o pasean por los parques) y la construcción casi artesanal de decorados y argumento en tenso enfrentamiento directo y constante con la oficina del Código de Producción de Joseph Breen, es decir, con la censura. Escrita por un equipo de guionistas de primera clase, nada menos que Ben Hecht y el especialista en diálogos Charles Lederer con escenas adicionales terminadas por Philip Dunne, la película se basa en una historia de Eleazar Lipsky, jurista y escritor de origen judío con gran experiencia en los ambientes judiciales, policiales y políticos de Nueva York, que volcó sus experiencias en la historia de Nick Bianco (Victor Mature), un criminal de circunstancias que, arrepentido pero íntegro, se convierte en un soplón solamente cuando la vida de sus hijas pequeñas se ve amenazada.

Nick, junto a otros dos matones, atraca una joyería exclusiva situada en el piso 24 de un rascacielos. En la huida, herido por la policía, es capturado y, después de negarse ante el fiscal (Brian Donlevy) a delatar a sus compinches, es confinado en el penal de Sing Sing junto a Tommy Udo, un gañán encerrado por delitos violentos. Allí tiene conocimiento del suicidio de su esposa y del desamparo de sus hijas pequeñas, internadas en un orfanato. Es por eso que Nick cambia de idea y se apresta a hacer un trato con el fiscal para la delación de sus camaradas, a fin de obtener una libertad condicional que le permita hacerse cargo de sus hijas junto a Nettie (Coleen Gray), la joven que las cuidaba y de la que se ha enamorado. Nick delata a Pete Rizzo, que por lo visto mantenía una relación con su esposa, para que la policía pueda tirar del hilo y llegar a los demás. Pero sus compañeros de atraco no van a permanecer impasibles, y recurren precisamente a Udo para que acabe con Rizzo (de paso, lanza con gran placer a su madre, inmovilizada en una silla de ruedas, por las escaleras de casa en una secuencia que la censura luchó por suprimir y solo la convicción de Zanuck logró salvar) antes de liquidar a Bianco, que verá en prestar testimonio contra Udo la única manera de proteger a su familia.

El proyecto siempre se vio condicionado por la presión censora. Rechazado el primer guión porque se entendía que presentaba a unas fuerzas del orden incapaces de resolver un crimen sin el concurso de soplones y confidentes, la película navega continuamente entre el hecho criminal y la investigación policial y cierto comedimiento en la presentación del papel policial y judicial, así como un punto complaciente en las implicaciones sentimentales y sexuales de la trama. Así, Bianco solo se enamora de Nettie cuando se esposa se ha suicidado, pese a que Nettie cuidaba a sus hijas desde hacía mucho tiempo; por otro lado, la relación adúltera entre la esposa y Rizzo fue eliminada del montaje final (de estos personajes se habla con frecuencia, pero nunca aparecen), y el suicidio, uno de los peores pecados para el cine clásico, es aludido sin más, y las referencias a él y a la esposa desaparecen milagrosamente de la trama. Por otro lado, el fiscal que interpreta magníficamente Donlevy se erige en una figura comprensiva, paternalista, proclive a dar consejos de índole constructiva y humanista, partidario más de la rehabilitación y de la impartición de justicia que de la venganza violenta o el encono carcelario. Por otro lado, el papel del policía expeditivo y desprovisto de sentimientos, el sargento Cullen (Karl Malden), queda desdibujado, reducido, casi casi obviado. Igualmente, el personaje de Bianco queda mediatizado por el clima vivido en aquella segunda mitad de los 40 en torno a la caza de brujas de Joseph McCarthy, el fenómeno de la delación y la búsqueda por algunos de justas causas para entregarse a ella: Bianco, un tipo que se niega a «cantar» ante el fiscal por lealtad a sus compañeros a pesar de la pena de 20 años de cárcel (y, por tanto, sin ver a sus hijas) que se cierne sobre él, se convierte en delator por una justa causa, es decir, cuando la situación de sus hijas se vuelve precaria y sus antiguos cómplices amenazan su vida y la de los suyos. Continuar leyendo «Un clásico ejemplar: El beso de la muerte (Kiss of death, Henry Hathaway, 1947)»

Y John Ford dijo adiós: Siete mujeres (1966)

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El gran John Ford dio por finiquitada su carrera con una película que algunos juzgan pequeña. Y puede serlo, en cuanto a formato y puesta en escena. Pero no, desde luego, en trasfondo, en interpretaciones ni en lecturas. Por supuesto, aquellos que, equivocada y superficialmente, consideran a Ford un cineasta ultraconservador que raya con el fascismo, no tienen en cuenta su dos últimas películas, El gran combate / Otoño cheyenne (Cheyenne autumn, 1964) y esta que nos ocupa, Siete mujeres, que supone un cierre de cuentas y a la vez un compendio de lo mejor del cineasta americano más irlandés, o vivecersa.

La película huye deliberadamente de la contextualización histórica y geográfica de la trama. Se contenta con ubicarla en una zona indefinida del norte de China, cerca de la frontera mongola, y en el año de 1935. Poniendo en valor convenientemente estos datos, nos encontramos en un periodo muy convulso: los japoneses han creado un estado satélite en Manchuria y amenazan la costa china (la guerra estallará finalmente en 1937),  y en la propia China, la débil república surgida desde la abdicación de Pu-Yi, el último emperador (como nos recordó profusamente Bertolucci), tiene que vérselas tanto con el incipiente movimiento comunista como con el exacerbado nacionalismo militarista, mientras que las montañas y estepas del norte chino, más allá de la Gran Muralla, quedan en manos de señores de la guerra, bandas de jinetes que saquean, violan y matan a voluntad, y que gobiernan en sus territorios como caudillos absolutos matándose entre sí cuando surgen rivalidades. Uno de estos líderes es Tunga Khan (Mike Mazurki, uno de los borrachines y esbirros más carácterísticos del western en general y del de Ford en particular, detalle importante como se verá), un tipo tosco, borrachuzo, maleducado y bruto, que amenaza la pacífica existencia de las misiones religiosas que intentan paliar en la zona las escaseces materiales y espirituales de los ciudadanos chinos. La falta de concreción de Ford en el planteamiento de la película, lejos de constituir un ejercicio de dejación o relajación, sirve, imperfectamente quizá, a la creación de una atmósfera opresiva y amenazante: un peligro difuso, impredecible, indefinible, que pende como una espada de Damocles sobre la pacífica trayectoria diaria de un grupo de misioneras laicas norteamericanas en un entorno hostil y, cada vez de forma más evidente, también letal.

En la misión, dirigida por Agatha Andrews (Margaret Leighton, excepcional), se combina el trabajo material con la educación religiosa. En ella convive con algunos criados chinos y con sus colaboradores, Jane (Mildred Dunnock), la señorita Russell (Anna Lee, una de las fijas de Ford a lo largo de su carrera, y amiga personal), Charles Pather (Eddie Albert), el profesor de religión, su esposa Florrie (Betty Field, espléndidamente insoportable), que vive un embarazo tardío y muy peligroso, tanto por ese hecho mismo en sí como por la situación que rodea a la misión, y, sobre todo, con la joven Emma Clark (Sue Lyon, algo alejada, aunque no del todo, de sus carnales exhibiciones para Kubrick), atractiva muchacha por la que en seguida adivinamos que la señorita Andrews siente una inclinación «especial». En esta situación se produce la llegada del médico que largamente han esperado, tantas veces solicitado a los dirigentes de la congregación y tantas veces negado. Sólo que no es un doctor, sino una doctora, D. R. Cartwright (Anne Bancroft, absolutamente grandiosa). Es una mujer moderna e independiente, descreída y mundana, con un carácter fuerte y una sinceridad que chocan demasiado frontalmente con el ambiente tradicional y conservador que se respira en la misión. Eso, por no hablar de que la súbita fascinación que la joven Emma siente por la recién llegada, por su conocimiento del mundo y sus vivencias en las grandes ciudades, despierta inevitablemente los celos de su «protectora», la señorita Andrews.

La película se construye como un western básico, es decir, sobre la contraposición de contrarios, e incluso parcialmente la puesta en escena contribuye a esta identificación. Continuar leyendo «Y John Ford dijo adiós: Siete mujeres (1966)»