Siempre es bueno recuperar los alegres calypsos de Robert Mitchum, te hacen ver la vida de otro color, incluso cuando, como en estos últimos meses, pintan bastos. Mitchum te arregla el día con sus canciones como te apaña las noches con sus películas. En este caso, Mama, Looka Boo Boo, toma ya.
Etiqueta: musica
Música para una banda sonora vital: Robert Mitchum
Aquí somos muy de Robert Mitchum, el gran cachondo del cine clásico de Hollywood. Ahora que parece que el verano ya ha venido para quedarse, lo celebramos echando mano de uno de los «clásicos» de este fenomenal actor y excelso intérprete de música tropical, Jean & Dinah. Temazo.
DÉCIMO ANIVERSARIO DEL BLOG 39ESCALONES
Esta casa cumple 10 años. En todo este tiempo:
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Como resultado de la actividad del blog, quien escribe ha publicado un libro, escrito una novela (inédita, ¡¡señores editores!!) y está escribiendo otra; ha redactado decenas de artículos y otros textos para media docena larga de medios digitales y publicaciones en papel; ha participado en seis programas de radio y uno de televisión, ha organizado, presentado o participado en múltiples ciclos, coloquios y proyecciones, tanto en Zaragoza como en otras ciudades, ha presentado una docena de libros de otros autores y respondido innumerables consultas a través del correo electrónico del blog.
Nada, sin embargo, proporciona tanta satisfacción como las amistades, reales y virtuales, hechas y consolidadas durante este tiempo.
Por todo ello, queridos escalones, os doy las gracias.
Esta historia empezó el 3 de abril de 2007 con una entrada que no tenía que ver con el cine, sino con la música, la Sinfonía número 9, «Del Nuevo Mundo», de Antonin Dvořák. Recuperamos aquel primer escalón, con agradecimiento a quienes han hecho posible que un humilde proyecto unipersonal haya llegado tan lejos, a tantos lugares y a tantas personas, y con la esperanza, y el deseo, de seguir descubrimiendo nuevos mundos.
Música para una banda sonora vital – Los intocables de Eliot Ness (The untouchables, Brian De Palma, 1987)
Vesti la giubba, una de las más famosas arias operísticas, perteneciente a la ópera I Pagliacci de Ruggero Leoncavallo, es uno de los motivos musicales más recurrentes en películas y series de televisión de toda clase, época, condición y procedencia.
En la película de De Palma, Al Capone (Robert De Niro) es informado del asesinato de Jim Malone (Sean Connery), cometido por orden suya, mientras asiste a una representación desde su palco de la Ópera de Chicago y suena precisamente el más célebre fragmento del aria (las lágrimas de Capone-De Niro, conmovido por el dramatismo de la situación, se convierten en una sonrisa histérica), aquí interpretada por Plácido Domingo en un montaje dirigido por el cineasta italiano Franco Zeffirelli.
Música para una banda sonora vital – El hombre que sabía demasiado (The man who knew too much, Alfred Hitchcock, 1956)
Música para una banda sonora vital – Tom Petty
Hasta casi ochenta títulos cinematográficos y televisivos cuentan en su banda sonora con canciones de Tom Petty, con o sin su grupo, los Heartbreakers. Su música ha acompañado las andanzas de Homer Simpson, Hannibal Lecter o Jerry Maguire, entre muchísimos otros.
Nos quedamos con uno de sus clásicos (el clip es otro cantar…), The Waiting, que aparece en un capítulo de la serie The Simpsons.
El trompetista (Young man with a horn, Michael Curtiz, 1950): una morena, una rubia, y un tonto de capirote
Aquí tenemos a un joven Kirk Douglas mostrándole su aparato (la trompeta en este caso, aunque intentó por todos los medios enseñarle mucho más, como tenía por costumbre, por otra parte, hacer con casi todas sus compañeras de reparto y, en general, con toda fémina de buen ver que se pusiera a tiro) a la pavisosa de Doris Day, que ya por entonces hacía méritos para encasillarse en el papel de mojigata cursi con tendencia a los gorgoritos y a la sonrisa ‘profident’ que la consagró para los restos, en una fotografía promocional de El trompetista (Young man with a horn, Michael Curtiz, 1950), drama interesante pero fallido que tiene como protagonista central a un muchacho que pasa de una infancia desgraciada y solitaria a tocar la trompeta en algunos de los locales con más clase de Nueva York.
El principal defecto de construcción del film reside, no obstante, en la música, y a dos niveles diferentes. En primer lugar, porque la cuestión musical queda reducida a un mero pretexto argumental; el jazz, lejos de adquirir un papel esencial en el desarrollo de la trama, no es más que un elemento más de la puesta en escena, un aditivo decorativo que reviste el arquetípico objeto de la acción: Rick Martin, un joven pobre, con una infancia triste (sus padres fallecen prematuramente y él se cría en el desestructurado y caótico hogar de su hermana) encuentra en la música, en particular en la trompeta, la vía para huir de su presente y aspirar a una vida con la que sólo puede soñar; convertido, ya talludito (Kirk Douglas) en un virtuoso del instrumento (seguimos hablando de la trompeta) gracias a las enseñanzas de un maestro negro, Art Hazzard (Juano Hernandez), echará a perder su carrera y su futuro cuando se enamora de la mujer equivocada, Amy North (Lauren Bacall), e intenta paliar los sinsabores que le produce con la ingestión masiva de alcohol. La amistad de Jo Jordan (Doris Day), en realidad enamorada de él, no le sirve para reconducir la situación, y el sueño de su vida, encontrar la nota que nadie ha logrado hacer sonar antes, la melodía añorada que sólo existe en el dibujo difuso e inaprensible de su mente, se le escapa para siempre… Es decir, nos encontramos con una historia típica de ambición, ascenso, desengaño, traición, frustración y redención, con la música como simple escenario. Por otro lado, los números musicales que el director regala a Doris Day para el lucimiento de sus cualidades vocales no hacen sino interrumpir el desarrollo dramático de la acción, entrecortando sin necesidad una historia en la que los músicos y el jazz deberían contar con la mayor cuota de protagonismo.
No todo son errores, desde luego. El planteamiento, la narración en flashback de toda la historia por parte del personaje de Willie ‘Smoke’ Willoughby (Hoagy Carmichael), pianista al que Rick conoce en su primer trabajo como trompetista para una orquesta (en el ball-room ‘Aragon’, por cierto), que queda limitado a abrir y cerrar el film, evitando la reiteración del recurso a la voz en off, resulta un acierto, y las interpretaciones, tanto de Douglas como de Bacall, son voluntariosas e intensas. A pesar de ello, Continuar leyendo «El trompetista (Young man with a horn, Michael Curtiz, 1950): una morena, una rubia, y un tonto de capirote»
Historias de la radio – El concierto
Comentario sobre la película francesa de 2009 dirigida por el rumano Radu Mihaileanu, en la que se mezcla la música de algunos de los más importantes compositores rusos con la comedia disparatada y la sátira política sobre el comunismo y la caída del Muro de Berlín.
La tienda de los horrores – Bailar en la oscuridad
Para el escritor Javier Marías, inspirador de esta entrada gracias a su descacharrante artículo Insomnio de cine (2000).
Que Lars von Trier es gilipollas perdido es algo que se viene comentando hace días por los mentideros estos de las películas. Él mismo no lo niega sino que, habiéndolo confirmado de palabra motu proprio en no pocas ocasiones, no le duelen prendas en mostrarse tal cual es incluso en las ruedas de prensa promocionales de las películas que acaban de recibir ovaciones y elogios (ya se sabe, su estúpido discurso en Cannes sobre su particular comprensión de los comportamientos de Hitler). Hasta ese momento, sin embargo, a un montón de juntaletras y no pocos críticos de buena fe impresionables con cada reinvención de la rueda, Von Trier les parecía la panacea de la rebelión y de la provocación tras la cámara, el culmen de la intelectualidad y de una refrescante y necesaria nueva mirada cinematográfica (el tal Dogma, que, salvo excepciones contadas, ha producido películas que parecen resultado de largas horas de orgía etílica), haciendo caso omiso de sus pretenciosos y casi siempre huecos juegos pseudosesudos y de sus artes promocionales basadas en la ofensa, la controversia y la polémica gratuitas, hasta que la falla ha ardido del todo y el amigo Lars ha terminado retratándose como un pretencioso director sin más con una carrera llena de altibajos, con películas excelentes (Dogville, El jefe de todo esto, Rompiendo las olas), mediocres (Europa, Los idiotas) o directamente espantosas, entre las que destaca por encima de todas este celebrado engendro llamado Bailar en la oscuridad (2000).
Lo que llama la atención es que semejante plaste haya logrado tal corriente de admiración casi unánime entre críticos, aficionados y público en general tratándose de una casi ridícula traslación a imágenes de un guión todavía más ridículo. Y más aún que en Cannes, donde hoy no le darían ni las buenas tardes, le regalaran nada menos que la Palma de Oro en la edición que probablemente más barata se ha vendido, por no mencionar el premio a la mejor ¿actriz? para su horripilante protagonista, la pseudocantante Björk, que cansada de sus perpetraciones musicales decidió aprovechar la oportunidad de trasladar su abominable presencia a la pantalla. La película (que, como viene siendo habitual en Von Trier y su productora, Zentropa, aspira al título de coproducción más superpoblada de la historia, pues forman parte de ella productores de Dinamarca, Alemania, Holanda, Italia, Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Suecia, Finlandia, Islandia y Noruega; casi la ONU…), por más premiada que esté y más elogios que reciba, desprende por sí misma lo que es, una musicalización (si es que a lo suyo, obra de la susodicha islandesa, se le puede llamar música) de una historia que asume uno por uno todos los pestilentes postulados del culebrón más ramplón y del folletín decimonónico de más baja estofa concebible: sin escatimar azúcar, lágrimas y cursilerías varias, Von Trier nos acerca a la historia de Selma (la pedorra de Björk, una de las ¿artistas? más incomprensiblemente sobrevaloradas de todos los tiempos), una inmigrante checa en Estados Unidos que malvive en un régimen de semiesclavitud en una fábrica. Como tal caracterización es poca desgracia, la muchacha es madre soltera y además padece una extraña enfermedad ocular degenerativa y hereditaria (sin que en ningún momento digan cuál es) que la está dejando ciega. Pero este cúmulo de desgracias contrarresta su mala fortuna siendo un cacho de pan: más buena, más dulce, más amorosa, más pava, no puede ser. Más bien pavisosa, con esa congelada sonrisa como si permanentemente se regocijara de una ventosidad expulsada sin que nadie se haya dado cuenta. El primer problema de la película radica precisamente ahí: mientras que todos los personajes la adoran por su bondad, al otro lado de la pantalla sólo se ve a una idiota suprema, a un ser bobo, meloncio, consciente de manera autocomplaciente de su propia bondad y, por tanto, falsa, soberbia, engreída, presuntuosa, una Teresa de Calcuta de andar por casa, de cartón piedra.
Si ahí terminaran las incongruencias y los caprichos narrativos, el pecado se quedaría a medias. Para continuar con la estructura telenovelera, resulta que su nene, que padece de la misma enfermedad ocular que ella y que no desempeña ningún otro papel en la película que ser una coartada emocional sin protagonismo alguno más que de manera tangencial (ni la propia Selma, como señala Marías, le hace ni puto caso), precisa de una operación cuyos costes ella sola no puede afrontar sin realizar enormes sacrificios y pasar por grandes privaciones, guardando cada céntimo y cada dólar que puede en el calcetín destinado a la intervención quirúrgica. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Bailar en la oscuridad»
Música para una banda sonora vital – Tres años de 39escalones
Hoy el blog 39escalones cumple tres años, que no es poco para esto de la blogosfera. Son muchos y buenos los amigos, de la cinefilia o fuera de ella, que hemos hecho merced a esta experiencia, todavía más las cosas que hemos descubierto y aprendido gracias a ellos. El reconocimiento y homenaje que merecen no puede describirse con palabras sin que éstas parezcan fórmulas ya gastadas o políticamente correctas, incapaces de describir todo el sentimiento y la emoción que produce haber conocido, en persona o no, a tanta y tan buena gente, y haber compartido tantas y tan buenas cosas con ellos.
Nada mejor por tanto que echar mano de un clásico, More than a feeling, de Boston, que además aparece en el bodrio estrenado este año titulado Los hombres que miraban fijamente a las cabras, para, dejando a un lado semejante truño, agradecer a todos los escalones, muchos más de 39, afortunadamente, su presencia y su amistad, virtuales o no.