Emulando a Wilder: Aventura en Roma (The Pigeon That Took Rome, Melville Shavelson, 1962)

Melville Shavelson se hace un Juan Palomo y produce, escribe (adaptando la novela de Donald Downes) y dirige esta comedia en el marco de los prolegómenos de la liberación de Roma por los aliados durante la Segunda Guerra Mundial. Con Mussolini destituido, los alemanes ocupando la mitad del país y las tropas aliadas atascadas en Anzio y Montecassino, el alto mando decide enviar a dos de sus soldados como infiltrados tras las líneas alemanas para que informen de la situación de la ciudad, del clima que se respira, del estado y la ubicación de las defensas y de cualquier otra circunstancia que pueda servir a la pronta entrada en la ciudad. Los elegidos, el capitán MacDougall (Charlton Heston), responsable de una compañía bregada en el combate, y su ayudante, el sargento Angelico (Harry Guardino), soldado italoamericano que conoce la lengua. Disfrazados de sacerdotes (especialmente grotesco el aspecto de Heston), entran en contacto con lo que ellos esperan que sea una compañía de partisanos, que en realidad se limita a Ciccio Massimo (Salvatore Baccaloni), a su hijo pequeño, Livio (Marietto), y a un viejo revólver de tambor. Escabulléndose como pueden, entran en contacto con la célula de la resistencia que se reúne en el Vaticano, compuesta por monseñor O’Toole (Arthur Shields), el conde Danesi (Vadim Wolkonsky) y los hijos de este. Lo inseguro del lugar obliga a los americanos a esconderse en casa de Ciccio, donde vive con sus hijas, Antonella (Elsa Martinelli) y Rosalba (Gabriella Pallotta), embarazada de un paracaidista americano que fue capturado y muerto por los alemanes. La comedia se orienta desde aquí hacia dos polos distintos que terminan por converger. En primer lugar, la guerra en sí misma, que se parodia y se ridiculiza en diversas situaciones y a través de ciertos diálogos (particularmente entre Heston y Brian Donlevy, que hace una colaboración especial interpretando al coronel que le da las órdenes), si bien derivan progresivamente hacia el discurso antibelicista más plano y moralista. En segundo término, la comedia romántica que, a partir del antagonismo inicial entre Antonella y MacDougall, se plantea a dos bandas: la necesaria búsqueda de un marido para Rosalba antes de que se note su embarazo, puesto para el que Antonella piensa inmediatamente en Angelico, y la paulatina inclinación de MacDougall por Antonella, que sin embargo ejerce de chica de compañía para los oficiales alemanes. Ambos extremos quedan aderezados con las pinceladas de humor costumbrista que toma los tópicos italianos y de lo italiano como vehículos para la comedia. El punto en que estos aspectos confluyen, las palomas mensajeras que los espías reciben y que deben servirles para comunicar sus noticias a sus mandos en el sur; fiable medio de transmisión de información cifrada, el mayor riesgo que corren no es su interceptación por los alemanes, sino la falta de alimentos con los que la familia de Ciccio debe agasajar a su familia en su tradicional comida anual.

La película busca mantener desde el inicio (la zumbona música de Alessandro Cicognini, la voz en off y la moviola hacia atrás) un tono desanfadado y bufonesco, no siempre logrado, en el que Heston, en un registro totalmente impropio en su carrera, aunque con algunos momentos simpáticos, no termina de desenvolverse con comodidad (pese a lo cual obtuvo una nominación como mejor actor de comedia o musical en los Globos de Oro). El contraste lo representan ese discurso antibelicista, que va desplazando paulatinamente la representación humorística del ejército y de sus operaciones, y el sentimentalismo que impregna poco a poco las relaciones amorosas de las dos parejas. En este punto, la que forman Angelico y Rosalba recibe menos atención por parte del guion y se desarrolla de manera tal vez en exceso acelerada y, por tanto, algo vaga, máxime teniendo en cuenta la importancia del hecho que condiciona la consolidación de su romance, y que Angelico, en principio, desconoce. En el caso de Antonella y MacDougall, ese antagonismo de origen, cuyas razones por parte de Antonella se desconocen durante buena parte del metraje (solo se revelan y explican, al menos en parte, hacia el tramo final), deriva en atracción mutua y en romance con altibajos, pero carece de garra para explotar a fondo todas las posibilidades de una relación entre personajes de temperamentos y objetivos contrapuestos (cabe resaltar la interpretación de Elsa Martinelli, sin duda la mejor de la película), y de idiosincrasias personales y culturales muy diversas (sin embargo, el Sindicato de Guionistas nominó el guion en la categoría de mejor comedia), así como de situaciones concretas con potencial vitriólico (el beso entre ambos mientras Heston viste como sacerdote) que se desaprovechan por la insistencia en el prisma romántico más convencional. Por otra parte, la relación de mando y subordinado entre MacDougall y Angelico, complementada por su diferente procedencia cultural y estracción social, bien planteada en su primer encuentro en el barro, se desatiende prácticamente por entero en cuanto comienza su misión como espías en Roma. El de las palomas, sostenido durante la parte central del metraje, constituye el mejor gag de la película, bien construido y presentado, que además de fundir costumbrismo, romance humorístico y sátira antibelicista en un solo concepto, también funciona como motor de desarrollo de la historia en la segunda mitad de la película y supone además la clave del desenlace, que redondea con ingenio la idea cómica de base sobre la que se cimenta la trama. A pesar de todo, cierta indefinición en la adecuada combinación de tonos e intereses tan diversos lastran, al menos en parte, el conjunto, que queda muy por debajo de lo que podrían dar de sí los temas que apunta, como si la contención de Heston, demasiado envarado, sin conseguir desmelenarse, soltarse, salirse de su personaje de una pieza para entregarse al humor físico y dar chispa a su personaje, se contagiara al resto de la película. Uno de sus momentos más simpáticos, tal vez sea el chiste autorreferencial que vincula su personaje con Los diez mandamientos (The Ten Commandments, Cecil B. DeMille, 1956). El más conseguido, su entrada en el cuartel general de los alemanes, donde sorpresivamente se encuentra con Antonella en su faceta de chica de alterne (totalmente marginada en la película, sin desarrollo alguno en la trama, tal vez para evitar introducirse en complicaciones morales) y la forma en que, tras conseguirlos, pierde los planos de las defensas alemanas.

En resumen, se trata de un guion que discurre de manera efectiva, aunque no del todo eficaz ni, desde luego, eficiente, por temas y formas que bien podrían adjudicarse a Billy Wilder en dupla con cualquiera de sus escritores colaboradores, pero que se ve privado de la acidez, la causticidad y la malicia del cineasta vienés en un planteamiento que le iría como anillo al dedo (soldados en territorio enemigo, los difraces de cura, el romance a cuatro manos, el sexo ilícito, la boda de circunstancias, la interacción de las chicas italianas con los oficiales nazis, el ingenio de los romanos para intentar salir adelante en la ocupación, los dobles sentidos sexuales…), y que Shavelson no consigue desarrollar con fluidez hasta sus últimas consecuencias. Más airoso sale del aspecto formal, en el que se zambulle desde una acertada reconstrucción «neorrealista» de la acción que fue recompensada con la única nominación de la película a los Oscar, en la categoría de mejor dirección artística para una película en blanco y negro. A pesar de ello, se trata de una cinta que parte de una buena idea de fondo, que acierta en el planteamiento, que se deja llevar de manera en exceso convencional en el desarrollo, que contiene un puñado de aciertos narrativos y formales, que concluye sin sorpresas y de manera satisfactoria, pero que adolece del ingrediente que más falta y mejor favor podría hacerle: una pizca, muy gruesa, de locura.

La suave caída en la tragedia: El jardín de los Finzi-Contini (Il giardino dei Finzi-Contini, Vittorio De Sica, 1970)

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La pervivencia de esta película del por entonces resucitado Vittorio De Sica probablemente no se deba tanto al estilo y a la estética del filme, que distan no poco de la maestría, como a la potencia dramática de su historia anclada en la memoria colectiva y a la vigencia de la novela de Giorgio Bassani en que se basa, adaptada nada menos que por hasta ocho guionistas (o incluso más, entre acreditados y no acreditados) entre los que se encuentran el propio De Sica, Valerio Zurlini o Cesare Zavattini. Aplaudido retorno a la relevancia internacional para De Sica, que nunca había dejado de hacer cine pero cuya obra se había alejado irremisiblemente de la calidad de sus primeros títulos neorrealistas, la cinta aborda la progresiva caída en desgracia de los judíos italianos durante el régimen fascista desde la historia de una familia de Ferrara que se desarrolla de 1938 a 1943, logrando una efectiva conjunción de retrato político y drama personal que hizo fortuna en una época en la que el público había redescubierto su interés por las películas histórico-políticas revestidas de tonos y formas del cine de arte y ensayo.

La profunda emotividad del drama surge del contraste entre la dictadura de Mussolini y la entrada de Italia en la Segunda Guerra Mundial bajo supervisión, dirección y, finalmente, ocupación alemanas, que se ciernen como una sombra de amenaza sobre la tranquila vida de los personajes y el plácido discurrir de esta, entre la incredulidad y la ingenua fe en el triunfo final de la razón y la sensatez. En un ambiente de alta burguesía algo más que acomodada, una familia de la aristocracia financiera judía, acaudalada, liberal, respetada e influyente, la única incertidumbre vital, mientras Italia se desangra dentro y fuera del país, en asesinatos y torturas políticos o en bombardeos y batallas en el Mediterráneo y el norte de África, consiste en la frustración de los deseos amorosos (y sexuales) no correspondidos que subyace bajo esa eterna primavera de disfrute ocioso, deportivo (ajedrez, tenis, excursiones ciclistas…) y campestre que experimentan unos jóvenes que viven en hermosa plenitud, en una atmósfera de total opulencia para los sentidos (jóvenes que, en algunos casos, son sospechosamente cercanos a los parámetros físicos arios). Porque, al igual que Mussolini no logra satisfacer sus ansias de gloria imperialista ni sus opositores consiguen derribar el gobierno fascista, la muchachada aparentemente alegre y despreocupada rumia bajo las sonrisas y la cómoda ligereza en la que transcurren sus vidas el desencanto por la insatisfacción: ninguno de ellos ve correspondidos sus sentimientos por las personas que aman. Pequeños dramas personales que para ellos no lo son en absoluto, por más que estén a punto de descubrir y de aprender que se trata de gotas insignificantes en el inmenso océano de una tragedia que amenaza con sumergirlos para siempre con el manotazo de una gigantesca ola imparable. En este punto, lo más reseñable de la dirección de De Sica es su aproximación a los inquietos rostros de los protagonistas (en particular Dominique Sanda y Helmut Berger), que muestran delicadamente, bajo su aparente perfección apolínea y el glamur, la belleza y la elegancia de sus gestos y sus movimientos, la inquietud, el nerviosismo, la decepción, la tristeza furtiva de una derrota (individual, como preludio de la colectiva), insignificante ante lo que se les viene encima, pero, en su ignorancia, devastadora para ellos.

La película se mueve así, mientras los tonos verdes y luminosos se van tornando oscuros y ocres y la liviandad narrativa se hace cada vez más enrarecida e inquietante, del drama personal y privado a la tragedia social y pública que atrapa a los personajes casi sin enterarse, cuando ya es demasiado tarde y la pesadilla no es un incierto futuro sino un presente letal. La película narra en paralelo la lenta percepción y toma de conciencia de la opresión fascista y de las crecientes tendencias racistas del país y el súbito proceso por el que el romanticismo exacerbado de hasta entonces se vuelve súbitamente irrelevante, absurdo, ridículo, el espejismo propio de un jardín cerrado, aislado del mundo y congelado en el tiempo de una adolescencia perpetua, en el que las cuitas amorosas, tan idealizadas como frívolas, derivan, tras un despertar traumático, en una desoladora pesadilla de horror y abismos. En cierto modo, las experiencias de estos jóvenes de familias judías no dejan de expresar, como el reflejo en un espejo invertido, la secuencia de acontecimientos que afectó a sus perseguidores y verdugos, a todos los creyentes en esa rutilante y eterna nueva Roma imperial prometida que se dieron de bruces ante el terrible espectáculo de la guerra real, de las penurias, las privaciones, la destrucción, la derrota y la muerte (magnífica metáfora la escena de la manifestación callejera, con los jóvenes corredores animados por los «camisas negras»). Como la sociedad italiana, estas familias judías despliegan dos estrategias diferentes y contrarias para adaptarse a la adversidad que les rodea. La primera es pragmática, el colaboracionismo dócil, en la esperanza de que la sumisión vaya acompañada de la invisibilidad; la otra opta por mantener con dignidad y discreción la independencia de criterio y la vocación liberal y antiautoritaria, con el riesgo de que resulte más llamativa y provocadora para el poder. Cada una de ellas tiene costes y beneficios, pero el precio a pagar en términos de autoestima, amor propio y equilibrio personal es lo que termina por dilapidar ese paraíso de inconsciencia y banalidad en el que han vivido hasta entonces, hasta su despertar adulto a fuerza de disparos y bombas. Lo suyo no es un proceso de maduración, sino el sobresalto inmediato tras comprender, de golpe, el sentido de la vida oculto tras su tragedia.

Títeres de cachiporra: Abajo el telón (Cradle Will Rock, Tim Robbins, 1999)

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En mi país la gente sabe que el gobierno realiza detenciones ilegales, sin derecho a abogado, permitiendo la tortura… La gente lo sabe, pero lo llaman con otro nombre: intervención coercitiva.

Tim Robbins

La pareja que antaño formaban Susan Sarandon y Tim Robbins pertenece al grupo de ciudadanos norteamericanos dotados de cierta autonomía intelectual que manifiestan un continuo cuestionamiento de la política interior y exterior de los Estados Unidos, país que dice ser el más poderoso del mundo y la primera y más cualificada democracia del planeta, a través de una constante demanda de libertad y derechos reales fundamentados en la seguridad social, la abolición de la pena de muerte, la desmilitarización, la extensión de derechos o una economía más social. En ocasiones, ambos han escogido en su trabajo personajes que les permitan mostrar las desigualdades y las profundas contradicciones de la sociedad americana; otras veces son ellos mismos los que diseñado productos a la medida del objeto de su denuncia. Es el caso de Abajo el telón (Cradle Will Rock, 1999), dirigida por Robbins e interpretada, entre otros, por Sarandon. En plena era necocon en cuanto a revisión e incluso retroceso de libertades, Robbins se acerca a un fragmento no muy conocido de la historia norteamericana, en particular, de los mandatos del santificado presidente Roosevelt en los años treinta. Se ha hablado, escrito y filmado mucho acerca de la “caza de brujas” de Joseph McCarthy en los cuarenta y cincuenta pero apenas se recuerda que en la segunda mitad de los treinta hubo un precedente que llenó de sospechas, persecuciones y ostracismos el mundo del espectáculo.

En 1936 las noticias sobre la guerra de España y la inminente contienda europea circulan por los ámbitos intelectuales del país, que no dudan de que como democracia tendrán que intervenir tarde o temprano contra el fascismo. Muy diferente es la opinión del poder económico y parte del poder político, que permiten la amplia implantación de un partido nazi norteamericano y la presencia de un importante lobby germanófilo formado entre otros por la familia Bush, cuna de presidentes, o la saga de los Kennedy, a cuyo joven John Fitzgerald hubo que inventarle a toda máquina un expediente de héroe de guerra en el frente del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial para acallar bocas y conciencias durante su carrera política. El país se encuentra saliendo de la crisis del 29 gracias al New Deal que, entre muchas otras cosas, incluye el Programa de Teatro Federal, un plan consistente en la subvención de montajes teatrales por todo el país con un doble objetivo, evitar o compensar el apático pesimismo del pueblo proporcionándole distracción y de paso dar trabajo a la innumerable cohorte de actores, técnicos, decoradores, carpinteros, bailarines, cantantes, autores y demás profesionales sin trabajo desde la caída de la bolsa y la casi total desaparición de la cultura del ocio. Son muchas las obras que se ponen en marcha y muchas las compañías que surgen, como el Mercury Theatre de Orson Welles, que representa una versión de Macbeth ambientada en el Caribe y con actores negros, y también la obra Craddle Will Rock, cuyo protagonista es un sindicalista enfrentado a la corrupción política. La película comienza en este momento, cuando desde el poder se inocula la sospecha de que hay elementos comunistas infiltrados en el Programa de Teatro Federal y se crean comisiones de diputados y senadores que interrogan, persiguen, denuncian y condenan a todo individuo susceptible de ser de izquierdas.

Hank Azaria interpreta al autor judío Mark Blitzstein, que con su joven esposa fallecida y el dramaturgo Bertolt Brecht como musas, crea un musical en el que un líder sindicalista se enfrenta y derrota a los grandes magnates económicos no sin antes convertirse en mártir. La obra, una vez que el autor se hace pasar por homosexual para evitar ser tildado de comunista, recibe la subvención del Programa de Teatro Federal, cuyos responsables es ese momento están siendo interrogados. A pesar de todo, el montaje sigue adelante y el productor consigue que la dirija uno de los mayores nuevos talentos de Broadway, un prometedor joven llamado Orson Welles (Angus MacFadyen). Construida como película coral, con un amplio número de personajes cuyas peripecias terminan por converger en dos grupos opuestos, en el mosaico que pinta Robbins hay de todo: parados que se simulan técnicos para obtener un empleo (Emily Watson), actores italianos enfrentados a los fascistas dentro de su propia familia (John Turturro), anticomunistas que no vacilan en denunciar a sus compañeros a cambio de trabajo (Bill Murray, Joan Cusack), aristócratas bienintencionadas que se ponen de parte de los obreros (Vanessa Redgrave), políticos incultos que toman al dramaturgo isabelino Christopher Marlowe por un peligroso comunista, ricos industriales que prestan apoyo económico a los fascistas (Philip Baker Hall) a cambio de obras de arte confiscadas a judíos y trasladadas ilegalmente gracias a la mediación de la embajadora de Mussolini (Sarandon)… Especialmente atractiva es la relación entre Nelson Rockefeller (John Cusack) y Diego Rivera (Rubén Blades), a quien contrata para pintar un fresco en el vestíbulo del Rockefeller Centre. Rivera pinta lo que lleva dentro, un mural revolucionario de lo más izquierdoso con Marx y Lenin presidiendo una pared plagada de alegorías sobre la decadencia de una cultura occidental, podrida a causa del capitalismo exacerbado. Cusack termina por despedirle y deshacer la obra a golpe de mazo. Ahí plantea Robbins el tema del artista mercenario (lo expresa el personaje de Rivera: “¿Tengo que pintar lo que él quiera porque recibo su dinero?”). La película incluso apunta de manera sutil una premonición, el primer contacto entre Orson Welles y William Randolph Hearst, el todopoderoso magnate de la prensa que será objetivo de Welles en la genial Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941). Continuar leyendo «Títeres de cachiporra: Abajo el telón (Cradle Will Rock, Tim Robbins, 1999)»

Una ruta biográfica: Roma (Federico Fellini, 1972)

Hermosísimas estampas romanas de palacios, fuentes, callejuelas y plazas, mientras suenan las campanas a la intensa luz del mediodía, o en silencio y en penumbra, en la plena soledad y quietud de la noche. Turistas que desembarcan de sus coloridos autocares y se apelotonan en los principales parques y monumentos romanos. Interminables fiestas y verbenas por las que desfila lo más elegante y lo más grotesco de la sociedad romana. Hippies que salpican las escalinatas de la Plaza de España o que se arremolinan alrededor de las fuentes para llenar las noches de música y calor humano. Conversaciones sobre el paso del tiempo, la vejez, el sentido de la vida… ¿Paolo Sorrentino y La gran belleza (La grande bellezza, 2013)? No: Federico Fellini. El maestro de Rímini inspiró a Sorrentino por partida triple –La gran belleza = La dolce vita (1961) + Satyricon (1969) + Roma (1972)-, en particular a través de este paseo personal y biográfico por la Ciudad Eterna a caballo entre la memoria, el documental, la nostalgia y el recuerdo, entre los sueños, la magia y la realidad desnuda, con un tema musical (excepcional, obra de Nino Rota) repetido con distintos arreglos como hilo conductor, y con la mirada tras la lente del director de fotografía Giuseppe Rotunno.

Fellini recorre para ello la historia de la ciudad desde una perspectiva personal. La Roma de los Césares, la de los Papas y la proclamada por Mussolini como Tercera Roma se dan la mano con la Roma de Fellini (que bautiza así la película), la que él conoció y en la que vivió desde su llegada para trabajar como viñetista, dibujante e ilustrador en plena Segunda Guerra Mundial. Desde la distancia de provincias (sus primeros recuerdos de la ciudad se remontan a una piedra de la carretera que marcaba la distancia hasta la capital y a las enseñanzas escolares, exaltadas por la propaganda fascista, sobre las glorias de la Roma imperial, en especial, el paso del Rubicón por César y su muerte a traición) al momento del rodaje, comienzos de los años setenta, Fellini presenta su particular guía de viajes romana, envuelta en la belleza de su condición de museo vivo al aire libre y en la espontaneidad anárquica e irritante de su diario caos vital. Un paseo personal en el que no faltan las cenas al aire libre, las visitas a los burdeles (la abundancia de soldados de permiso, el trabajo en cadena, las redadas y los locales reservados a las máximas autoridades civiles, militares y quién sabe qué más…), las verbenas populares y la observación subrepticia de las costumbres del pueblo llano y de la aristocracia arruinada. Construida sobre fragmentos que recrean escenas concretas, la mirada de Fellini se extiende sobre las autopistas que dan acceso a la ciudad, con esos flancos en los que se amontonan las áreas de servicio abandonadas o las fábricas desmanteladas, convertidas en amasijo de cemento y hierro, o por el interior de los ricos y decadentes palacios de las familias venidas a menos, de una opulencia ajada y trasnochada, en una síntesis de caricia amable y retrato crítico aunque sardónicamente benevolente.

La película atesora un puñado de momentos inolvidables y de imágenes cautivadoras: en lo más alto del podio, el episodio en el que, durante las obras de construcción de una nueva línea de metro, los obreros localizan una antigua casa romana decorada con hermosísimas pinturas perfectamente conservadas. El deambular de los periodistas y de los obreros por los anegados túneles subterráneos, observados por rostros y miradas de miles de años de edad y su súbita degradación al entrar en contacto con el oxígeno del exterior se cuentan entre los momentos más hermosos y sublimes del cine de los setenta, una manera eficaz y líricamente evocadora de sugerir la fugacidad de la vida y del peso de la huella de la historia. Otros frescos son más vitalistas y humanos, están dedicados a la observación de la fauna romana: así, las comidas populares, las verbenas y los festejos callejeros, con sus tipos humanos y el mosaico de sus relaciones, siempre con el amor y el sexo como protagonistas. Fellini, sin embargo, no los retrata siempre en su ecosistema propio, sino que recrea en estudio una barriada popular de Roma para situar en ella una representación de la vida colectiva tal cual él la recuerda o concibe, y combina estos montajes con otros en que sí utiliza escenarios reales, callejas, terrazas y plazas en cuyos escenarios y mesas suena la música, corre el vino y humean los colmados platos de pasta. La mujer romana es la presencia más habitual y agradecida en las distintas fases de metraje, así como la técnica, la tecnología, en particular, la de los medios de locomoción (desde el tren y el tranvía a los vehículos a motor de distintas épocas), que actúan de contraste entre el mundo viejo y el nuevo, de abrazo del tiempo en torno a la ciudad. Continuar leyendo «Una ruta biográfica: Roma (Federico Fellini, 1972)»

Vidas de película – Jack Oakie

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Jack Oakie ha pasado a la historia por su estupenda composición de Napaloni, dictador de Bacteria, aguda e hilarante parodia de Mussolini, en El gran dictador (The great dictator, Charles Chaplin, 1940).

Lewis Delaney Offield nació en 1903 en Missouri, pero creció en Oklahoma, detalle biográfico que originó su nombre artístico («Oakie»), antes de mudarse a Nueva York junto a su madre, profesora de psicología.

Las particularidades del rostro de Oakie, su fácil sonrisa y su actitud afable, pronto le valieron oportunidades en distintas comedias cinematográficas después de una larga temporada como telefonista en una compañía financiera de Wall Street y sus coqueteos con el teatro del vodevil.

Además de su aparición en la película de Charles Chaplin, que le ha valido la inmortalidad, el alegre Oakie aparece en comedias de la Paramount como Si yo tuviera un millón (If I had a million, 1932), cinta episódica con Ernst Lubitsch, Norman Taurog, William A. Seiter o Norman Z. McLeod, entre otros, en la dirección, el título bélico El águila y el halcón (The eagle and the hawk, Stuart Walker, 1933), junto a Fredric March y Cary Grant, la comedia fantástica Sucedió mañana (It happened tomorrow, 1944), película de la etapa americana del francés René Clair con Dick Powell y Linda Darnell, o la cinta negra Mercado de ladrones (Thieves’ highway, 1949), magnífica obra de Jules Dassin.

Su último trabajo fue la comedia Pijama para dos (Lover come back, Delbert Mann, 1961), con Rock Hudson y Doris Day.

Jack Oakie falleció en enero de 1978 a los 74 años.

La tienda de los horrores – La mandolina del capitán Corelli

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Viendo esta película, por llamarla de alguna forma, de John Madden (segunda vez que aparece en esta sección, tras Shakespeare in love), pueden sacarse dos conclusiones que hasta ahora han permanecido ignotas para el ser humano. En primer lugar, que en el ejército italiano de Mussolini no había fascistas, sino que sus soldados eran amantes de la ópera, la buena vida, y las mujeres (por este orden), que tras haber hecho el ridículo en Albania y en Grecia ocuparon este país contra su voluntad, porque los alemanes se habían empeñado, que no hubo represión, ni fusilamientos, ni torturas ni violaciones, sino que se dedicaron a confraternizar con el pueblo, a hacerse amiguitos, y que estaban deseando volver a casa para que los pobrecitos griegos pudieran volver a ser libres otra vez. La segunda conclusión: que las jóvenes griegas de la isla de Cefalonia en la primera mitad de los años cuarenta del siglo XX eran expertas en bailar tangos argentinos.
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