Antibelicismo de época: Waterloo (Sergei Bondarchuk, 1970)

La fama de esta superproducción histórica de Dino de Laurentiis se debe a razones en su mayoría colaterales. La contratación de figuras importantes del momento para los papeles principales (Rod Steiger y Christopher Plummer), la participación de actores veteranos en roles secundarios (Orson Welles, Jack Hawkins y Michael Wilding), la dirección a cargo de quien poco tiempo antes había recibido el primer Oscar a la mejor película extranjera para el cine soviético por su versión de más de seis horas de Guerra y Paz, el ucraniano Sergei Bondarchuk, la música compuesta por Nino Rota y el enorme despliegue material y humano para las secuencias de batalla en los exteriores escogidos en Ucrania, con miles y miles de soldados del Ejército Rojo, gran cantidad de ellos completamente pertrechados con uniformes, armas y equipo de principios del siglo XIX, como extras interpretando a las tropas contendientes, no fueron suficientes para compensar en taquilla la enorme suma invertida y obtener beneficios, lo que hizo que Metro-Goldwyn-Mayer primero, y United Artists después, temerosas de emular el gran fiasco económico sufrido por los productores italianos, obligaran a cancelar el gran proyecto que sobre la figura de Napoleón Bonaparte llevaba años preparando Stanley Kubrick, y parte de cuya ingente cantidad de materiales, convenientemente reciclados y readaptados, pudo utilizarse para algunos pasajes de su adaptación de Barry Lyndon (1975). Los acuerdos comerciales italo-soviéticos puestos en marcha entre finales de los sesenta y mediados de los ochenta (entre otros, los de la Fiat italiana con la compañía soviética AvtoVAZ para lanzar al mercado los Lada), que posibilitaron, en su apartado cinematográfico, el trasiego entre un país y otro de directores como el propio Bondarchuk, Mikhalkov, Tarkovski o De Sica, entre otros, tienen en esta película ambientada en las guerras napoleónicas uno de sus mayores y más catastróficos exponentes, en lo económico y, no tanto, en lo artístico. Y es que la voluntad de colosalismo, el intento de emular las grandes superproducciones historicistas de Hollywood, tanto en formato panorámico como en riqueza de medios para llenar cada fotograma, pasaron una copiosa factura en ambos aspectos a un proyecto al que el tiempo, sin llegar a recuperarlo del todo, le ha ido sentando algo mejor.

La película se inicia con un prólogo que ya muestra a las claras parte de las intenciones y del tono del filme. En un suntuoso palacio parisino, Napoleón Bonaparte (Rod Steiger) se ve forzado a claudicar ante los aliados europeos que poco tiempo atrás le han derrotado en Leipzig y que ahora se encuentran a las puertas de París. A pesar de su fuerza interior, de su optimismo, de su confianza en sí mismo, de sus aires mesiánicos, Bonaparte es abandonado por sus generales, que defienden la inutilidad de toda resistencia, alegan el agotamiento de Francia y de las tropas y la inexistencia de relevos adecuados y la imposibilidad de nuevas levas para continuar la guerra. Este comienzo marca también el modo de interpretar el personaje por parte de Steiger, un recital de sobreactuaciones, muecas, ademanes, desvanecimientos y estallidos febriles casi operístico, por momentos hasta caricaturesco e involuntariamente cómico, alternados con instantes de concentración reflexiva, tormento interior, pomposos monólogos dirigidos a sí mismo y miradas al vacío, en ocasiones (en la secuencia de la comida previa a la batalla definitiva) con los ojos abiertos como huevos. Tras los créditos comienza la acción en sí misma, que se divide en dos partes: una, puede decirse que «de interiores», en la que, por un lado, Napoleón, recién evadido de Elba y apoyado por apenas un millar de soldados de la Guardia Imperial, amenaza París y las tropas enviadas por Luis XVIII (Orson Welles) para interceptarlo, comandadas por el mariscal Ney (Dan O’Herlihy), se unen a él, y por otro, transcurre entre los primeros preparativos de Napoleón durante los llamados Cien Días para rehabilitar su Gobierno y preparar un ejército para atacar a los aliados en Bélgica; una segunda, situada en Bruselas, en el baile de gala durante el que Wellington (Plummer) tiene noticia de la irrupción de los franceses por Charleroi y se da cuenta de que las tropas británicas y prusianas, que poco antes se han dividido, han sido sorprendidas y copadas aun antes de que puedan presentar batalla. Esta fase termina en una pequeña sala del palacio supuestamente bruselense, en la que Wellington, tras observar el mapa de situación de las tropas y constatar que los prusianos están siendo perseguidos por un ala del ejército francés, traza un círculo alrededor de la localidad cerca de la que las tropas británicas pueden reagruparse, girar y encontrarse de frente a frente con las fuerzas de Napoleón: Waterloo.

En este punto de inicio el objeto central de la película, la narración de la batalla, espectacular en sus tomas aéreas y en los movimientos de masas, entre banderas, formaciones milimétricas de la infantería, columnas de caballería, puestos de artillería y coloridos uniformes por doquier, marchas militares, tambores de guerra y gaitas escocesas. El guion centraliza la acción en unos pocos personajes, los protagonistas principales, los generales de cada bando y sus respectivos estados mayores, por una parte, y la consabida en estos casos atención parcial a personajes anónimos, sargentos y soldados, a los que seguir sobre el terreno. En cuanto a las operaciones militares en sí mismas, el único sector diferenciado y con protagonismo propio, sobre le que se hace recaer todo el peso visual significativo del combate (el alzado y arriado de banderas), es la granja de Hougoumont, asaltada durante horas por los franceses y por fin tomada a media tarde, y posteriormente recuperada por los británicos horas después, justo antes del giro sorpresivo final, cuando Napoleón creía tener la batalla ganada pero las tropas que irrumpen en el campo de batalla al final de la jornada no son las que él envió en persecución de los prusianos, sino estos, al mando de Blücher (Serghej Zakhariazde), lo cual decide el combate en contra de Francia. Aquí se abre el epílogo, a un tiempo demorado y acelerado. En primer lugar se muestra el heroísmo de la Guardia Imperial de Napoleón, que prefiere morir a rendirse, y que marca la derrota definitiva, la pérdida total de las fuerzas del emperador y la inevitabilidad de su captura, su exilio y su muerte. En segundo término, el discurso antibelicista se sustenta en el detenido paseo a caballo de Wellington por el escenario de la batalla poblado de cadáveres, sangre y destrucción, y en sus frases de guion sobre la desolación de la victoria y su proximidad a la derrota. Como colofón, un tanto abrupto y narrado por encima, en contraposición a la atención que el personaje ha recibido en todo el extenso metraje anterior, el emperador derrotado huye del campo camino de su adivinado destino.

El tiempo ha dado a la película una patina de superproducción de la que probablemente en su vida comercial se vio privada debido a las imperfecciones en la construcción. No se explora en profundidad la psicología de los personajes ni la interacción entre ellos, las tramas secundarias (los romances de algunos combatientes, sus historias personales, las relaciones entre algunos de ellos) quedan apenas esbozadas pero sin desarrollo, o este se limita a lo tópico y superficial, las grandes secuencias «emocionales» de Bonaparte quedan sometidas al imperio gesticulante, vociferante y gestual de Steiger, y todo se fía a las grandes secuencias de desplazamiento de masas y de combate, pero su efectividad queda muy mermada. Primero, porque el despliegue humano no siempre es presentado con sentido, es más una acumulación de hipotética carne de cañón que un personaje colectivo con un sentido narrativo concreto. Grandes tomas aéreas recorren el campo, tomas cenitales muestras la perfecta formación en hileras de ataque o en cuadros de defensa de la caballería francesa o de la infantería británica, pero, exceptuando el caso de la granja, ningún escenario particular de la batalla tiene adquiere protagonismo propio o merece minutos en el metraje. La batalla no se cuenta apenas visualmente, solo se enseña, y la confusión que podría resultar realista al espectador en tanto que experiencia inmersiva (que se dice ahora) acerca de lo que podía significar sentirse perdido en una batalla del siglo XIX, entre explosiones, humo de incendios y de pólvora, cargas y movimientos imposibles de descrifrar en conjunto para quien marcha a pie o cambia continuamente de dirección a caballo, se diluye en la falta de una narrativa clara, en la pérdida de rumbo de algo que se quiera contar a corto plazo, más allá del sabido resultado de la contienda. De modo que son los personajes los que, bien dirigiéndose a otros, bien proclamándose cosas a sí mismos, tienen que ilustrar de viva voz lo que la cámara debería mostrar, comentando los avatares favorables o desfavorables de los distintos estadios de la lucha. Tampoco está construido el suspense relativo a si las tropas que se dirigen al final hacia el campo de batalla y van a inclinar decisivamente la balanza son las francesas o las prusianas, desembocando en un final que, a pesar de lo que dice la historia, puede considerarse dramáticamente caprichoso (por lo que la película cuenta, tanto podrían ser unas como otras, porque sí).

El resultado es una película extrañamente fría y distante, que se limita a pintar un gigantesco cuadro historicista de la batalla de Waterloo, fabricado a trazos gruesos, alejado de toda intimidad y de una mirada detallista y particularizada, y cuyo retrato más próximo a los personajes, bastante acertado en cuanto al elitista y aristocrático Wellington (aunque le dedique menos tiempo de metraje y apenas unas puntadas en su caracterización, o tal vez gracias a eso) pero que en lo que atañe a Napoleón se ve lastrado por la afectación constante de Steiger, no llega a elevarse por encima del tono funcional que maneja todo el conjunto. Vibrante por momentos, épica casi nunca, la película no logra elevarse como obra cinematográfica por encima de la historia que pretende contar y que, de algún modo, resulta fragmentaria, incompleta, tan a vuelapluma como las tomas aéras sobre el campo de Waterloo.

Elemental, querido Holmes.

Texto publicado originalmente en Imán, revista de la Asociación Aragonesa de Escritores, en junio de 2016.

Rostros y rastros de Sherlock Holmes en la pantalla

Sherlock_Holmes_cabecera“Mi nombre es Sherlock Holmes y mi negocio es saber las cosas que otras personas no saben”. Toda una declaración de principios o carta de presentación que define (aunque no del todo) al personaje literario más popular del arte cinematográfico. Y es que, junto a una figura histórica, Napoleón Bonaparte (cuyo busto es clave en una de las más recordadas aventuras holmesianas), y otra, el Jesús bíblico, que combina la doble naturaleza de su desconocida realidad histórica y su posterior construcción literaria, política, mítica y religiosa, el detective consultor creado por Arthur Conan Doyle –se dice que tomando como modelo al doctor Joseph Bell, precursor de la medicina forense y entusiasta defensor de la aplicación del método analítico y deductivo al ejercicio de su profesión, de quien Conan Doyle fue alumno en la Universidad de Edimburgo en 1877– completa el podio de los personajes que más títulos cinematográficos y televisivos han protagonizado en la historia del audiovisual, pero es el único de los tres con dimensión exclusivamente literaria.

separador_25El cine ha sido al mismo tiempo fiel e infiel a Conan Doyle a la hora de trasladar el universo holmesiano a la pantalla. Infiel, por ejemplo, en cuanto al retrato de la figura del doctor Watson, al que se representa habitualmente como poco diligente, despistado, torpe, ingenuo y en exceso amante de las faldas, de la buena comida y de la mejor bebida, cualidades que no parecen propias, y así queda demostrado en la obra de Conan Doyle, de un hombre que ha cursado una carrera meritoria, que se ha especializado en cirugía y ha sobrevivido como oficial del ejército a complicados escenarios militares como Afganistán, lugar de algunas de las más dolorosas y sangrientas derrotas del imperialismo británico. Un hombre muy culto, que ha leído a los clásicos, sensible a las artes, en especial a la música, que lleva un pormenorizado registro de los casos de su compañero y mantiene al día álbumes de recortes con las principales noticias que contienen los diarios. Un hombre que se ha casado y enviudado tres veces, que participa activamente y cada vez de manera más decisiva en las investigaciones de su colega, y que trata a Holmes con la misma ironía con que su amigo se refiere a él en todo momento. Tampoco el cine se ha mostrado especialmente afortunado al aceptar en demasiadas ocasiones esa reconocible estética de Holmes, ese vestuario tan característico que en ningún caso nace de la pluma de Conan Doyle: su cubrecabezas y su capa de Inverness provienen de una de las ediciones de El misterio del valle del Boscombe en la que el ilustrador Sidney Paget convirtió en gorra de cazador lo que el autor describía como una gorra de paño; respecto a su famosa pipa se le atribuyen dos modelos, una meerschaum o espuma de mar que no existió hasta bien entrado el siglo XX y una calabash utilizada por el actor William Gillette (junto con la lupa y el violín) en las versiones teatrales a partir de 1899, cuando lo cierto es que el Holmes de Conan Doyle posee al menos tres pipas para fumar su tabaco malo y seco, una de brezo, una de arcilla y otra de madera de cerezo.

En lo que el cine sí se ha esmerado ha sido en la elección de intérpretes que pudieran encarnar a un héroe tan atípico como Holmes, atractivo, contradictorio, cautivador e irritantemente egomaníaco. Un adicto al tabaco de la peor calidad (célebre su enciclopédico opúsculo literario que cataloga y distingue entre los diferentes tipos de ceniza existentes en función del cigarro o cigarrillo del que provienen) y a la droga en la que busca salvarse del aburrimiento de la monotonía. Un virtuoso del violín, con preferencia por los compositores germanos e italianos, un melómano que conoce los recovecos más oscuros de la historia de la música lo mismo que se especializa en el dominio de una antigua y enigmática modalidad de lucha japonesa, un arte marcial olvidado denominado bartitsu. Un ser que expone abiertamente una atrevida ignorancia sobre conocimientos generales al alcance de cualquiera pero capaz de alardear de erudición de la manera más pedante cuando lo posee el aguijón de la deducción, que se tumba indolente durante semanas o se embarca en una investigación sin comer ni dormir en varios días. Un individuo cerebral que relega al mínimo la importancia de los sentimientos pero que es dueño de una vida interior inabarcable, con un elevadísimo sentido de la moral, no siempre coincidente con el imperante, gracias al que puede aplicar su particular concepto de la justicia si encuentra que la ley, utilizada con propiedad, choca moralmente con él (si, por ejemplo, una mujer asesina al causante de su dolor o si un ladrón roba a otro ladrón que arrastra un delito mucho más censurable, como alguien que ha asesinado previamente para robar). Y, no obstante, un hombre que falla, que puede salir derrotado, en lucha continua contra sus límites, que llega tarde, que piensa despacio o al menos no siempre con la rapidez necesaria, y que también puede ser víctima del amor. Un héroe que sabe ser humilde, ponerse del lado de los más desfavorecidos, ganarse la confianza de la gente porque no ejerce los métodos autoritarios y amenazantes de la policía, que en el criminal ve el mal pero también un producto social, la pobreza y la carestía que gobierna la vida de la mayor parte de la población bajo la alfombra del falso esplendor victoriano, que da una oportunidad al arrepentimiento y a la redención de los delincuentes menores pero que no duda en resultar implacable conforme a su privada idea de justicia, incluso de manera letal si es preciso, cuando no hay opción para la recuperación de la senda de la rectitud. En resumen, un héroe profundamente humano, alejado de cualquier tipo de poder superior. Continuar leyendo «Elemental, querido Holmes.»

¿Qué habría pasado si…?: Mi Napoleón (The Emperor’s new clothes, Alan Taylor, 2001)

mi_napoleon39

Toda Historia es incompleta. La Historia, como ciencia del pasado, nos engaña. Cuando volvemos a ella, cuando la contamos, aplicamos consciente o inconscientemente las asumidas reglas de la ficción y de la lógica narrativa. De modo que siempre la exploramos en términos de relaciones de causa y efecto, de pregunta y respuesta, de escenario y personajes, de origen y consecuencias, como una sucesión lógica de acontecimientos que de un punto concreto fueron variando inevitablemente para llegar a otro. A menudo, este relato histórico no tiene en cuenta fenómenos puramente caprichosos (el azar, la casualidad, la suerte) o la influencia de momentos, personajes y situaciones que han quedado olvidados, borrados, desaparecidos, y que por afectar a la intimidad o al secreto, o por ser demasiado irrelevantes, aunque decisivos, en su momento, nunca han quedado registrados por escrito o han impregnado la memoria, y que jamás se sabrán. Estas lagunas, como si de un buen guionista se tratara, son cubiertas mediante reconstrucciones «lógicas», como un relato de ficción, de manera que la Historia, cualquier Historia, contenga un principio, un nudo y un desenlace aceptables para el público, aunque no necesariamente auténticos.

Este carácter difuso, interpretable, de la Historia es aprovechado de manera torticera y mentirosa por determinadas ideologías que la reconstruyen (mejor dicho, la reinventan) con la pretensión de justificar sus posiciones políticas en un momento posterior, o de conservar una parroquia social más o menos receptiva a sus desvaríos mesiánicos, como resultado de los cuales intentan crear de la nada una tradición ficticia que sirva de base a la modificación de la realidad, o del resultado histórico (una mera suma de azares) conforme a sus deseos y, por supuesto, en la que aspiran a gobernar como un club privado y a enriquecerse como si se tratara de un feudo propio. En España hemos sufrido, y sufrimos habitualmente, estas paranoias de la «Historia politizada». Si los nacionalcatolicistas españoles llegaban a vender la idea de que el primer legionario romano que pisó la Península Ibérica en Ampurias ya tenía en la mente la futura creación de algo llamado España, por no hablar de los Reyes Católicos, El Cid o Agustina de Aragón, hoy en día hay Comunidades Autónomas que reinventan su historia, se sacan naciones de la manga y tratan de contar su pasado con clichés actuales, sobre la base de conceptos, ideas o formas de pensar imposibles en las épocas que intentan utilizar como coartada. Todo ello con una finalidad puramente política, de tal manera que siguen, consciente o inconscientemente, merced a un sistema educativo corrupto (y si hablamos del público, en proceso de demolición intencionada) como imprescindible aliado y al monopolio de unos medios de comunicación convertidos en altavoces de la propaganda oficial, la famosa máxima de Goebbels (la mentira que, repetida mil veces, se convierte en verdad), al tiempo que realizan un ejercicio de programación mental que deja al Gran Hermano de Orwell a la altura del betún. El Romanticismo y el surgimiento de los nacionalismos en el siglo XIX (que no antes: por mucho que los políticos se empeñen, no había conciencias «nacionales» con anterioridad, ni en 1707 ni en 1714), formas exacerbadas, líricas, obsesivas e integristas de volver selectivamente sobre el pasado, derivaron casi unánimemente en planteamientos que, en esencia, pertenecen más al terreno de la fe que de la razón, se fundamentan más en la creencia que en el análisis riguroso de los acontecimientos, apelan más a las vísceras y al corazón (engañado o al menos disfrazado) que a la inteligencia y a la observación. De este modo, la nación ha sustituido en muchas mentes a la idea de Dios, o incluso se ha confundido con ella, mientras que en otras, de mentalidad presuntamente progresista, el nacionalismo ha inoculado en último término la semilla del racismo, del clasismo, de la distinción, de la diferencia, dicen que democrática, velo con el que a duras penas logran encubrir la esencia de todo pensamiento nacionalista, la autoadjudicación de la etiqueta de pueblo elegido por la posteridad, merecedor de trascendencia, supervivencia, reconocimiento y aceptación, de autenticidad, verdad y ser, del carácter de unidad de destino en lo universal, como decían -y dicen- los fachas.

De todos modos, bastante basura venden los políticos (sobre todo los españoles) en relación a esta cuestión; es mucho más interesante, inteligente y enriquecedor plantear el problema de los huecos en la Historia desde el punto de vista del juego, de la ucronia, del «¿qué habría pasado si…?». La literatura y el cine han producido una ingente cantidad de obras de «ficción histórica», o de «historia alternativa»: qué habría pasado si Jesucristo, de existir, no hubiera muerto en la cruz, si Colón no hubiera llegado a América, si los nazis hubieran ganado la Segunda Guerra Mundial, si los soviéticos hubieran invadido EE.UU. durante la Guerra Fría… Si proyectamos esta tendencia hacia el futuro, el número de obras de ciencia ficción relacionadas con este punto de partida es inacabable. A título de ejemplo de este fenómeno, hay películas que han establecido interesantes hipótesis, como CSA (Kevin Willmott, 2004), falso documental que fantasea (aunque no deja de contar con cierta base histórica comprobada) sobre los efectos de una victoria confederada durante la Guerra de Secesión estadounidense (1861-1865), mientras que otras se han quedado en la broma tonta, en el gag absurdo, y no han ido más allá en sus planteamientos, como por ejemplo la muerte de Hitler en Malditos bastardos (Inglorious basterds, Quentin Tarantino, 2009). De entre los ejercicios interesantes de ficción histórica cabe rescatar esta película de Alan Taylor, dirigida en 2001, Mi Napoleón, que, aludiendo por un lado en su título original a la célebre fábula de Hans Christian Andersen, y recogiendo por otro la leyenda del Hombre de la máscara de hierro que Alejandro Dumas plasmó en El vizconde de Bragelonne, conclusión de Los tres mosqueteros, parte de esta idea inicial: ¿y si Napoleón Bonaparte no hubiera muerto en su confinamiento de la atlántica isla de Santa Elena en 1821, tal y como nos ha contado siempre la Historia? ¿Y si hubiera vuelto a Francia, fugado al igual que hizo en su primer destierro en la isla de Elba?

Contada en forma de flashback, Ian Holm (espléndido en su doble papel) da vida al emperador de los franceses, Napoleón Bonaparte, un hombre amargado que vive en Santa Elena, custodiado por los británicos, entre varios cortesanos y miembros de su gabinete militar, dictando sus memorias a un escribano y lamentándose de los errores pasados y, sobre todo, de la falta de casta de su hijo, que desaprovecha su tiempo en una vida disipada en la corte de Viena. Continuar leyendo «¿Qué habría pasado si…?: Mi Napoleón (The Emperor’s new clothes, Alan Taylor, 2001)»

El día más largo: momento crucial de nuestro presente

Los largos sollozos del otoño hieren mi corazon con monotona languidez (Paul Verlaine).

Estos versos sirvieron de mensaje cifrado a los aliados para advertir a la Resistencia europea de que se avecinaba el momento que llevaban un lustro esperando, del principio del fin de la Segunda Guerra Mundial, de la sangría que llevaba devastando Europa desde 1914 e incluso antes. Casi novecientos años después de que Guillermo el Conquistador cruzara el Canal de la Mancha con sus normandos y robara Inglaterra a los sajones, y apenas cuatro años después de que Hitler fracasara en esa misma invasión como habían fracasado antes Felipe II o Napoleón Bonaparte, tuvo lugar la operación militar más formidable de toda la Historia de la Humanidad: el traslado, esta vez haciendo el camino a la inversa, de más de tres millones de soldados y cientos de millones de toneladas de material en unas cuatro mil embarcaciones de todo tipo y con el apoyo de más de once mil aviones de combate, cientos de submarinos e incontables combatientes anónimos tras las líneas alemanas de la costa. El desembarco de Normandía, la operación Overlord, cuyo posible fracaso había sido ya asumido por escrito por los oficiales que la diseñaron (encabezados por Eisenhower, Montgomery o Patton, entre otros) en unas cartas ya firmadas que jamás vieron la luz hasta décadas más tarde, constituye un hecho de los más trascendentales de nuestra historia moderna. Primero, por la ubicación, ya que entre otros lugares para efectuar la operación entraban las costas españolas, con el fin de desalojar ya de paso a Franco (pero, curiosamente, fue Stalin quien se opuso por razones estratégicas y de urgencia, salvándole así el culo al dictador anticomunista), y además, porque los hechos que propició pusieron las bases de las modificaciones en el mapa de Europa que siguieron produciéndose durante décadas hasta convertirlo en el que conocemos hoy.

En 1962, el productor-estrella Darryl F. Zanuck, una de las piedras angulares del cine clásico americano, casi una leyenda, decidió llevar a la pantalla el novelón de Cornelius Ryan, adaptado por el propio autor, con una tripleta a los mandos de la dirección (Ken Annakin, Andrew Marton y Bernhard Wicki), para recrear de manera monumental y con un reparto de lujo hasta el mínimo detalle del desarrollo de la invasión de Europa el 6 de junio de 1944, el principio del fin del poder de los nazis en el continente. Con los épicos acordes de la pomposa música de ecos militares de Maurice Jarre (debidamente respaldada por los primeros instantes de la Quinta Sinfonía de Beethoven, tres puntos y una raya que en código trelegráfico identifican el signo de la victoria) y una maravillosa fotografía en blanco y negro ganadora del Premio de la Academia, la película recoge los largos prolegómenos de la invasión y las primeras horas de las tropas aliadas combatiendo en las playas de Normandía. Película de factura colectiva, adolece por tanto de una enorme falta de personalidad y se acoge al poder de lo narrado, apela continuamente a la épica y busca constantemente la trascendencia de frases de guión y encuadres superlativos, como forma de contrarrestar la frialdad y la distancia de una historia demasiado grande incluso para tres horas de metraje y que no puede ser contada de otra forma.

Con todas las carencias apuntadas en orden a su carácter impersonal, la película no carece de grandes momentos y de imágenes imperecederas. Continuar leyendo «El día más largo: momento crucial de nuestro presente»