El manicomio de la revolución: Marat/Sade (Peter Brook, 1967)

Una regla del cine, no absoluta pero sí de aplicación mayoritariamente probada, dice que «menos es más». Una de las más pertinentes muestras de este principio es esta película, de título completo Persecución y asesinato de Jean Paul Marat representado por el grupo teatral de la Casa de Salud de Charenton bajo la dirección del Marqués de Sade, dirigida por Peter Brook, maestro británico de la dirección de escena, a partir de la obra de Peter Weiss, uno de los grandes renovadores del teatro contemporáneo. Propuesta arriesgada pero de lo más sugestiva y, en último término, efectiva, que, tomando como principio las representaciones de la obra dirigidas por Brook, traslada su argumento a celuloide sin renunciar a sus raíces escénicas, configurando un híbrido de cine y teatro, de drama clásico y farsa musical, que aúna innovación formal, divulgación histórica y contenido crítico en su aparente caos organizado. Construida como un laberíntico juego de cajas chinas, en Marat/Sade confluyen distintos niveles de ficción: el espectador asiste a lo que acontece en el manicomio de Charenton el 13 de julio de 1808, donde, con motivo de la visita de un grupo de aristócratas y bajo los auspicios del director de la institución, se organiza una función teatral en la que los internos van a representar para sus visitantes (a los que no se ve, excepto en el caso del director y su familia, pero cuyas reacciones se perciben) una obra de teatro sobre la muerte de Marat a manos de Charlotte Corday escrita y dirigida por el más ilustre paciente de Charenton, el Márqués de Sade. Así, una película basada en una obra teatral cuenta la historia de una representación teatral para un grupo de público noble que va a ocupar el mismo puesto que el espectador cinematográfico, en un contexto histórico (en el habitual registro de lectura de la historia contada en términos novelísticos, es decir, codificada como ficción) que precisa ser explicado. Así, obra y película retroceden hasta los días de agitación revolucionaria de 1793, sin salir de los baños de Charenton, para recrear teatralmente un fresco histórico que se proyecta hasta el imperio de Bonaparte del momento de la representación (que ejerce de trasunto del tiempo en que el espectador cinematográfico contempla la película, ya sea 1967 u hoy mismo, ya que sus temas y reflexiones son imperecederos), y que, funcionando en distintos planos paralelos, teje una red de reflexiones sobre la política y la historia, la censura y la violencia, el sexo y la locura, y que combina lenguajes cinematográficos y teatrales que, desde aquella frontera entre los siglos XVIII y XIX, entre el Antiguo Régimen y el mundo contemporáneo, salta (en particular, gracias a las canciones propias del musical moderno, aun con letras alusivas a la Revolución) hasta el momento del rodaje, el último tercio del siglo XX.

Esta riqueza conceptual de la puesta en escena va acompañada de una engañosa sencillez formal que descarta toda posibilidad de limitarse al mero teatro filmado (en particular, a través de la alternancia de planos y contraplanos con planos secuencia, que confiere al conjunto gran versatilidad y un ritmo frenético). Concentrada en un único escenario, los baños del manicomio de Charenton (único lugar apto, por su disposición y sus dimensiones, para dar cabida a todos los medios humanos y materiales necesarios para la representación), la posición del público subraya la doble naturaleza teatral y cinematográfica de la adaptación de Brook: mientras que los visitantes del manicomio, quienes «asisten en verdad» a la representación de la obra de Sade en el verano de 1808, ocupan unas butacas colocadas frente a los intérpretes, de los que están separados, es decir, protegidos (como los pacientes de ellos), por una reja carcelaria, el público cinematográfico penetra en el interior de la estancia junto a la cámara que sigue a los personajes, gira en torno a ellos, se acerca a sus rostros, corta a su antojo para mostrarnos sus acciones y reacciones (siempre dentro de la jaula, donde también se sitúan el director, su esposa y su hija, casi nunca en el lado del público salvo en algún que otro plano general que permite ver sus cabezas o sus movimientos), centra su atención con planos detalle, juega a fragmentar el espacio escénico, es decir, a multiplicarlo (se superponen el espacio del espectador cinematográfico; el espacio del manicomio, con la sala en penumbra y la claridad dentro de los barrotes; el espacio escénico, es decir, la sala de baño más allá de la verja protectora; y, dentro de este, el subespacio físico del director del manicomio y su familia; el subespacio de Marat en su bañera; el subespacio alegórico del periodo histórico que se representa; y el subespacio del primer plano de la cámara, a la que algunos personajes se dirigen directamente), para otorgar a la película (la que ve el espectador cinematográfico, no el público de Charenton) mayor dinamismo. En el interior de esa enorme celda se encuentra también el autor y director de la obra, el «divino» Marqués (Patrick Magee), que también es actor, en menor medida para el público que se encuentra en Charenton que para el espectador cinematográfico, y que entra y sale de su propia obra, aunque no de la celda. Así, la acertada máxima de que no es tan importante (como nunca lo es en el cine) lo que se cuenta como la forma en que se cuenta alcanza en esta película de Peter Brook una de sus expresiones más palmarias. El argumento, la base ideológica de la obra, también se somete a esta mezcolanza de tonos, formas, prismas y relaciones entre tiempos y espacios, se construye en forma de collage, pero no carece de agudeza y profundidad en la presentación de los verdaderos temas que Sade aborda bajo el pretexto de explicar las razones que llevaron al asesinato de Marat, y que pueden resumirse en la paradoja que implica la idea de libertad individual.

Esta idea básica se analiza desde diferentes planos superpuestos. En primer lugar, el del teatro mismo. La representación se realiza en la cárcel, teórica y literal, del espacio escénico (y del encuadre cinematográfico), delimitado por una reja penitenciaria, a su vez situado entre los muros de un manicomio cuyos internos viven aislados del exterior, recluidos, prisioneros. Sin embargo, para los pacientes, la oportunidad de romper la monotonía de sus tristes vidas en el manicomio y los propios límites de sus respectivas patologías representando una obra teatral, con su lectura, sus ensayos previos y demás, significa un breve hálito de libertad dentro de un régimen disciplinario por lo general insano, inhumano, por más que las nuevas ideas revolucionarias trataran de suavizar las condiciones de internamiento en esta clase de centros. Paradójicamente, aun reduciendo su capacidad de movilidad, limitándose a un único espacio y a la obligación de ceñirse al argumento, al texto y a los movimientos ensayados, a las canciones y a su letra, esos pacientes acceden a una mayor libertad de la que disfrutan en su vida ordinaria. En segundo término, la obra de Sade propiamente dicha que los pacientes representan aborda la idea de la degeneración revolucionaria (fácilmente testada por el espectador contemporáneo en su realidad cotidiana), relatando los hechos que se fueron produciendo a partir de 1793 hasta el reinado del terror y destacando la paradoja de la libertad buscada y defendida a través de la represión y la muerte organizada, premeditada, en la eliminación física de los obtáculos humanos que impiden alcanzar los objetivos idealizados. En este punto cobra absoluto protagonismo la figura (del paciente que hace) de Marat (Ian Richardson), jacobino que defiende los métodos extremistas para lograr la consecución de los teóricos fines revolucionarios, en contraposición a (la paciente que hace de) Charlotte Corday (Glenda Jackson), que se propone liberar a la Revolución de su extremismo, pese a lo cual utiliza sus mismos métodos violentos (el apuñalamiento a traición), y al propio Sade, que persiguiendo idénticos objetivos, censura esos métodos en lo que supone un nuevo giro a la narrativa poliédrica de la película y la obra: Sade es personaje de su propia pieza teatral, expresa sus ideas a través de su discurso, al tiempo que se enzarza con otro personaje creado por él, su Marat de ficción construido a semejanza del real que él conoció y trató, que manifiesta y da las razones de las ideas opuestas. En tercer lugar, la obra presenta la paradoja histórica de una Revolución que, en nombre de las libertades y los derechos ciudadanos insuflados por los nuevos aires de la Ilustración, terminó derivando en un Imperio dirigido por la unipersonal mano de hierro del emperador Bonaparte, que sometió a media Europa por las armas y colocó a miembros de su propia familia como jefes de estado de países satélites. De este modo, se refleja la ironía de que la búsqueda de la libertad a través de la cultura, la ciencia, la investigación, la observación de la naturaleza y la profundización en el hombre y sus circunstancias como centro del Universo no derivó en otra cosa que en la oscuridad, en la dictadura, en la cárcel colectiva, cara y cruz de una misma moneda o, dicho de otro modo, poniendo en primer plano las tinieblas que arrastra toda luz asociada al progreso. En el cuarto nivel, como consecuencia de lo anterior, nos encontramos con un director del manicomio que ejerce la censura instantánea: en cada momento en que en la obra acontece o se dice algo (contra el Imperio, contra Bonaparte, contra el Estado, contra el clima de represión y violencia, contra las campañas militares francesas…) que previamente se ha pactado eliminar para la obtención del permiso de representación, interrumpe la obra, censura el contenido, exige su eliminación o reprime su fraudulenta presentación vulnerando una prohibición anterior (tarde, porque tanto el público de Charenton como el de la película ya han presenciado el fragmento prohibido), lo que se traduce en sucesivas amenazas de suspensión de la función. Todavía existe una lectura más acerca de esta paradoja de la libertad, la idea sadiana (que tantos frutos dio, por ejemplo, en la obra literaria y cinematográfica de Luis Buñuel) de que, aunque existan periodos en los que el ser humano pueda librarse de las ataduras de la religión, la política, la familia, el estado, y todas las connotaciones morales e ideológicas a ellos asociados, nunca podrá ser enteramente libre fuera de su propia imaginación. Y una más, desde el punto de vista formal: aunque la obra se sitúa en 1808 y describe un arco temporal que llega a esa fecha desde 1793, las canciones que interpreta el coro de internos, muy maquillado y caracterizado grotescamente como chusma revolucionaria, y que sirven para hacer progresar el relato histórico, son absolutamente contemporáneas, próximas al cabaret y al musical cinematográfico tradicional, por más que sus letras sí resulten alusivas al periodo histórico que refieren. La conclusión en la que confluyen todos estos distintos enfoques del concepto de libertad y el desarrollo de la obra y de los principios ideológicos y filosóficos que contiene no puede ser otra que la búsqueda de su libertad por parte de los propios pacientes, el estallido de su particular revolución interna, el reinado de la subversión y la destrucción, es decir, la violencia como único sistema de superación de una situación de privación de libertad cuyo desenlace no puede ser otro que otra cárcel, una nueva tiranía, al mismo tiempo que, desde otra perspectiva, atribuye a los revolucionarios la condición de «locos» (y plantea la pregunta de en qué medida lo son quienes no viven tras los muros de Charenton) y viceversa.

Discurso riquísimo y complejo, de lecturas diagonales que se alejan y aproximan hasta encontrar un punto de intersección, la forma de la película responde a su fondo y proyecta en el espectador contemporáneo, de 1967 y de ahora, todo un caudal de reflexiones e interrogantes plenamente vigentes. Entonces, tras la resaca del conflicto mundial y el sufrimiento infligido por los fascismos, en plena Guerra Fría, con los bloques en mitad de un combate ideológico por agenciarse en exclusiva la noción dominante del concepto de libertad; mientras las juventudes de izquierda buscaban en Occidente liberarse del yugo capitalista, del imperialismo norteamericano y de la corrupción de la democracia liberal, la población de los países comunistas huía de ellos cuando podía o padecía las consecuencias de regímenes totalitarios opresivos y criminales erigidos en nombre de la paz y la libertad. Hoy, décadas después de la derrota comunista, basta abrir un periódico o, mejor, asistir a la obra de Charenton pasada por el filtro de Peter Brook para convencerse de su absoluta actualidad. En última instancia, la gran metáfora de Marat/Sade: una obra de teatro representada por unos locos en unos baños que nadie utiliza para salir más limpio.

Antibelicismo de época: Waterloo (Sergei Bondarchuk, 1970)

La fama de esta superproducción histórica de Dino de Laurentiis se debe a razones en su mayoría colaterales. La contratación de figuras importantes del momento para los papeles principales (Rod Steiger y Christopher Plummer), la participación de actores veteranos en roles secundarios (Orson Welles, Jack Hawkins y Michael Wilding), la dirección a cargo de quien poco tiempo antes había recibido el primer Oscar a la mejor película extranjera para el cine soviético por su versión de más de seis horas de Guerra y Paz, el ucraniano Sergei Bondarchuk, la música compuesta por Nino Rota y el enorme despliegue material y humano para las secuencias de batalla en los exteriores escogidos en Ucrania, con miles y miles de soldados del Ejército Rojo, gran cantidad de ellos completamente pertrechados con uniformes, armas y equipo de principios del siglo XIX, como extras interpretando a las tropas contendientes, no fueron suficientes para compensar en taquilla la enorme suma invertida y obtener beneficios, lo que hizo que Metro-Goldwyn-Mayer primero, y United Artists después, temerosas de emular el gran fiasco económico sufrido por los productores italianos, obligaran a cancelar el gran proyecto que sobre la figura de Napoleón Bonaparte llevaba años preparando Stanley Kubrick, y parte de cuya ingente cantidad de materiales, convenientemente reciclados y readaptados, pudo utilizarse para algunos pasajes de su adaptación de Barry Lyndon (1975). Los acuerdos comerciales italo-soviéticos puestos en marcha entre finales de los sesenta y mediados de los ochenta (entre otros, los de la Fiat italiana con la compañía soviética AvtoVAZ para lanzar al mercado los Lada), que posibilitaron, en su apartado cinematográfico, el trasiego entre un país y otro de directores como el propio Bondarchuk, Mikhalkov, Tarkovski o De Sica, entre otros, tienen en esta película ambientada en las guerras napoleónicas uno de sus mayores y más catastróficos exponentes, en lo económico y, no tanto, en lo artístico. Y es que la voluntad de colosalismo, el intento de emular las grandes superproducciones historicistas de Hollywood, tanto en formato panorámico como en riqueza de medios para llenar cada fotograma, pasaron una copiosa factura en ambos aspectos a un proyecto al que el tiempo, sin llegar a recuperarlo del todo, le ha ido sentando algo mejor.

La película se inicia con un prólogo que ya muestra a las claras parte de las intenciones y del tono del filme. En un suntuoso palacio parisino, Napoleón Bonaparte (Rod Steiger) se ve forzado a claudicar ante los aliados europeos que poco tiempo atrás le han derrotado en Leipzig y que ahora se encuentran a las puertas de París. A pesar de su fuerza interior, de su optimismo, de su confianza en sí mismo, de sus aires mesiánicos, Bonaparte es abandonado por sus generales, que defienden la inutilidad de toda resistencia, alegan el agotamiento de Francia y de las tropas y la inexistencia de relevos adecuados y la imposibilidad de nuevas levas para continuar la guerra. Este comienzo marca también el modo de interpretar el personaje por parte de Steiger, un recital de sobreactuaciones, muecas, ademanes, desvanecimientos y estallidos febriles casi operístico, por momentos hasta caricaturesco e involuntariamente cómico, alternados con instantes de concentración reflexiva, tormento interior, pomposos monólogos dirigidos a sí mismo y miradas al vacío, en ocasiones (en la secuencia de la comida previa a la batalla definitiva) con los ojos abiertos como huevos. Tras los créditos comienza la acción en sí misma, que se divide en dos partes: una, puede decirse que «de interiores», en la que, por un lado, Napoleón, recién evadido de Elba y apoyado por apenas un millar de soldados de la Guardia Imperial, amenaza París y las tropas enviadas por Luis XVIII (Orson Welles) para interceptarlo, comandadas por el mariscal Ney (Dan O’Herlihy), se unen a él, y por otro, transcurre entre los primeros preparativos de Napoleón durante los llamados Cien Días para rehabilitar su Gobierno y preparar un ejército para atacar a los aliados en Bélgica; una segunda, situada en Bruselas, en el baile de gala durante el que Wellington (Plummer) tiene noticia de la irrupción de los franceses por Charleroi y se da cuenta de que las tropas británicas y prusianas, que poco antes se han dividido, han sido sorprendidas y copadas aun antes de que puedan presentar batalla. Esta fase termina en una pequeña sala del palacio supuestamente bruselense, en la que Wellington, tras observar el mapa de situación de las tropas y constatar que los prusianos están siendo perseguidos por un ala del ejército francés, traza un círculo alrededor de la localidad cerca de la que las tropas británicas pueden reagruparse, girar y encontrarse de frente a frente con las fuerzas de Napoleón: Waterloo.

En este punto de inicio el objeto central de la película, la narración de la batalla, espectacular en sus tomas aéreas y en los movimientos de masas, entre banderas, formaciones milimétricas de la infantería, columnas de caballería, puestos de artillería y coloridos uniformes por doquier, marchas militares, tambores de guerra y gaitas escocesas. El guion centraliza la acción en unos pocos personajes, los protagonistas principales, los generales de cada bando y sus respectivos estados mayores, por una parte, y la consabida en estos casos atención parcial a personajes anónimos, sargentos y soldados, a los que seguir sobre el terreno. En cuanto a las operaciones militares en sí mismas, el único sector diferenciado y con protagonismo propio, sobre le que se hace recaer todo el peso visual significativo del combate (el alzado y arriado de banderas), es la granja de Hougoumont, asaltada durante horas por los franceses y por fin tomada a media tarde, y posteriormente recuperada por los británicos horas después, justo antes del giro sorpresivo final, cuando Napoleón creía tener la batalla ganada pero las tropas que irrumpen en el campo de batalla al final de la jornada no son las que él envió en persecución de los prusianos, sino estos, al mando de Blücher (Serghej Zakhariazde), lo cual decide el combate en contra de Francia. Aquí se abre el epílogo, a un tiempo demorado y acelerado. En primer lugar se muestra el heroísmo de la Guardia Imperial de Napoleón, que prefiere morir a rendirse, y que marca la derrota definitiva, la pérdida total de las fuerzas del emperador y la inevitabilidad de su captura, su exilio y su muerte. En segundo término, el discurso antibelicista se sustenta en el detenido paseo a caballo de Wellington por el escenario de la batalla poblado de cadáveres, sangre y destrucción, y en sus frases de guion sobre la desolación de la victoria y su proximidad a la derrota. Como colofón, un tanto abrupto y narrado por encima, en contraposición a la atención que el personaje ha recibido en todo el extenso metraje anterior, el emperador derrotado huye del campo camino de su adivinado destino.

El tiempo ha dado a la película una patina de superproducción de la que probablemente en su vida comercial se vio privada debido a las imperfecciones en la construcción. No se explora en profundidad la psicología de los personajes ni la interacción entre ellos, las tramas secundarias (los romances de algunos combatientes, sus historias personales, las relaciones entre algunos de ellos) quedan apenas esbozadas pero sin desarrollo, o este se limita a lo tópico y superficial, las grandes secuencias «emocionales» de Bonaparte quedan sometidas al imperio gesticulante, vociferante y gestual de Steiger, y todo se fía a las grandes secuencias de desplazamiento de masas y de combate, pero su efectividad queda muy mermada. Primero, porque el despliegue humano no siempre es presentado con sentido, es más una acumulación de hipotética carne de cañón que un personaje colectivo con un sentido narrativo concreto. Grandes tomas aéreas recorren el campo, tomas cenitales muestras la perfecta formación en hileras de ataque o en cuadros de defensa de la caballería francesa o de la infantería británica, pero, exceptuando el caso de la granja, ningún escenario particular de la batalla tiene adquiere protagonismo propio o merece minutos en el metraje. La batalla no se cuenta apenas visualmente, solo se enseña, y la confusión que podría resultar realista al espectador en tanto que experiencia inmersiva (que se dice ahora) acerca de lo que podía significar sentirse perdido en una batalla del siglo XIX, entre explosiones, humo de incendios y de pólvora, cargas y movimientos imposibles de descrifrar en conjunto para quien marcha a pie o cambia continuamente de dirección a caballo, se diluye en la falta de una narrativa clara, en la pérdida de rumbo de algo que se quiera contar a corto plazo, más allá del sabido resultado de la contienda. De modo que son los personajes los que, bien dirigiéndose a otros, bien proclamándose cosas a sí mismos, tienen que ilustrar de viva voz lo que la cámara debería mostrar, comentando los avatares favorables o desfavorables de los distintos estadios de la lucha. Tampoco está construido el suspense relativo a si las tropas que se dirigen al final hacia el campo de batalla y van a inclinar decisivamente la balanza son las francesas o las prusianas, desembocando en un final que, a pesar de lo que dice la historia, puede considerarse dramáticamente caprichoso (por lo que la película cuenta, tanto podrían ser unas como otras, porque sí).

El resultado es una película extrañamente fría y distante, que se limita a pintar un gigantesco cuadro historicista de la batalla de Waterloo, fabricado a trazos gruesos, alejado de toda intimidad y de una mirada detallista y particularizada, y cuyo retrato más próximo a los personajes, bastante acertado en cuanto al elitista y aristocrático Wellington (aunque le dedique menos tiempo de metraje y apenas unas puntadas en su caracterización, o tal vez gracias a eso) pero que en lo que atañe a Napoleón se ve lastrado por la afectación constante de Steiger, no llega a elevarse por encima del tono funcional que maneja todo el conjunto. Vibrante por momentos, épica casi nunca, la película no logra elevarse como obra cinematográfica por encima de la historia que pretende contar y que, de algún modo, resulta fragmentaria, incompleta, tan a vuelapluma como las tomas aéras sobre el campo de Waterloo.

Superproducciones que nunca se rodaron en La Torre de Babel, de Aragón Radio.

Nueva entrega de mi sección en el programa La Torre de Babel, de Aragón Radio, la radio pública de Aragón, en este caso dedicada a hablar de superproducciones que nunca llegaron a rodarse en la forma en que se concibieron originalmente: El corazón de las tinieblas, de Orson Welles, Napoleón, de Stanley Kubrick, Dune, de Alejandro Jodorowsky, y Nostromo, de David Lean.

Tierra quemada en el amor y en la guerra: Guerra y paz (War and peace, King Vidor, 1956)

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La invasión napoleónica de Rusia y el proceso paralelo de crecimiento y maduración de una muchacha de buena familia, la dulce y generosa Nathasa Rostova. Resulta más fácil resumir en una frase el esqueleto argumental de la monumental obra de Tolstoi que trasladarla a la pantalla, aun utilizando para ello tres horas y cuarto de metraje. Aunque King Vidor salió más que airoso de un desafío artístico y técnico harto complicado, no obtuvo el favor del público en la taquilla, lo cual, unido a los inmensos costes de producción, supuso un fuerte contratiempo en la carrera de un director que venía de la edad de los pioneros y que sólo rodaría una película más. Producida por Dino de Laurentiis y concebida como una de las más grandes superproducciones cinematográficas de la era de las superproducciones cinematográficas que trataba de imponerse por aplastamiento al incipiente reinado doméstico de la televisión, la película pretendía atesorarlo todo: una fuente literaria de prestigio, un guión en el que intervinieron más de media docena de escritores (entre ellos Irwin Shaw, Mario Camerini o el propio Vidor), un director consagrado cuya carrera hundía sus raíces en la etapa muda del cine, un operador de fotografía de primer nivel (Jack Cardiff), un compositor reputadísimo (Nino Rota), y un reparto de grandes figuras del cine norteamericano y europeo que pudiera atraer al público a las pantallas, con Audrey Hepburn, Henry Fonda, Mel Ferrer, Vittorio Gassman, Herbert Lom, Anita Ekberg, Oskar Homolka, Jeremy Brett o John Mills. Hoy en día, el paciente visionado de la película tiene premio, descubrir un catálogo de exquisitas interpretaciones enmarcadas por una fotografía excepcional.

Vidor capta la esencia de la obra de Tolstoi contraponiendo acertadamente, a través de los personajes de Pierre Bezukhov (Fonda) y el príncipe Andrei Bolkonsky (Ferrer), la doble naturaleza del argumento: ambos mantienen una estrecha relación con Natasha y se ven involucrados, cada uno a su manera, en los excepcionales acontecimientos que sacuden la vida de su país: Pierre es un hombre pacifista e ilustrado, que ve en Napoleón el libertador democrático de Europa antes de desengañarse cuando contempla la batalla de Borodino y el comportamiento de las tropas francesas en las zonas ocupadas; Andrei, que ha perdido a su esposa en el parto de su hijo, es un militar y diplomático que, salvado de morir por los médicos de Napoleón, lucha en una guerra militarmente perdida con la abnegación de un país capaz de arrasar sus propias ciudades y cultivos para no dejar nada valioso en manos del enemigo. El polo alrededor del que gira todo es, por supuesto, Natasha (Audrey Hepburn), la muchacha que descubre al mismo tiempo el amor y la guerra, que abre la película asistiendo a un desfile con la ilusión y la traviesa impaciencia de una niña, y la termina como la mujer de la casa, tomando las primeras decisiones para la reconstrucción en ella de su vida familiar.

El amor y la guerra marchan en paralelo. Los desengaños románticos, de Pierre hacia su mujer (Anita Ekberg), de Natasha hacia Kuragin (Gassman), de Andrei hacia Natasha…, tienen su paralelo en lo político, con Pierre renegando de su antigua admiración por Napoleón (como sucediera igualmente con figuras históricas de la talla de Beethoven, por ejemplo), e incluso en lo militar, con un país avergonzado de un ejército que huye ante el avance francés, que no entiende la estrategia emprendida por el viejo mariscal Kutuzov (Oskar Homolka), paciencia y tiempo, que es la que finalmente conducirá a las armas rusas a la victoria. Continuar leyendo «Tierra quemada en el amor y en la guerra: Guerra y paz (War and peace, King Vidor, 1956)»

Aventuras en remojo: Los gavilanes del estrecho (1953)

El estrecho es, en este caso, el Canal de la Mancha. El tiempo es el año 1800. Y los gavilanes, en realidad, ni aparecen. Se trata más bien de contrabandistas, marinos expertos en la navegación sigilosa, inadvertida, en embarcaciones que transportan bienes y mercancías ilegales, especialmente coñac para surtir las tabernas de las costas de uno y otro lado, a través de un mar embravecido, helador, neblinoso, sin paso alguno por la aduana francesa o británica, o simples supervivientes de las circunstancias que buscan en el comercio irregular el sustento que se les niega en tierra. Una vez más, el título español de una película pervierte o adorna sin sentido alguno la mención original, Sea devils, algo así como «los demonios del mar», aunque éste solo sirva de tránsito, y la aventura, más bien poco demoníaca, transcurra en sus elementos esenciales prácticamente en su totalidad en secano.

¡Cuántas cosas caben en el cine del maestro Raoul Walsh! La película, de apenas 90 minutos de duración, ofrece un cóctel que contiene, sin apenas respiro, aventura, romance, carreras de barcos, humor (poquito esta vez), historia, espionaje, traición, intriga, suspense, acción, escaladas por las murallas, huidas nocturnas, tormentas, duelos y peleas, fugas de prisión, tiroteos, persecuciones, drama sentimental, crítica social… Todo, insistimos, en apenas 90 minutos que principian ya con un barco aduanero británico que persigue la embarcación de Gilliatt (Rock Hudson) por las costas de Guernsey, una de las islas de soberanía británica que existen en el Canal de la Mancha, y que sirven de paso obligado -y más en aquel entonces- entre Francia e Inglaterra. Gilliatt se verá envuelto en una intriga política de importantes implicaciones cuando reciba el encargo de llevar a una hermosa joven (Yvonne de Carlo) a Francia, una atractiva hembra que en realidad es una espía inglesa que se hará pasar por una condesa francesa encarcelada en la Torre de Londres para averiguar los detalles de la invasión que Napoleón, como antes Felipe II de Castilla y I de Aragón, y luego Hitler, pretende realizar de las Islas Británicas. La joven, que debe ocultar su verdadera misión para no implicar a Gilliatt, por el que se siente atraída, no puede evitar contrariarle en lo que él cree que es un comportamiento desleal por su parte. Cuando Gilliatt conozca la verdad, no dudará en poner su vida en peligro para rescatar a la muchacha de la difícil situación en la que se encontrará cuando Fouche (Jacques B. Brunius), el famoso jefe de policía de Napoleón (Gérard Oury), sospeche que se trata de una impostora.

Magnífico compendio de tantas cosas, no es una película que se encuentre quizá entre lo mejor del maestro Raoul Walsh, uno de los grandes genios del cine de aventuras, acción y entretenimiento del Hollywood clásico, cineasta norteamericano de ascendencia irlandesa y española, pero sí que sirve de ejemplo para percibir las virtudes narrativas de este genial director, especialmente en su manejo del tiempo narrativo, en el sostenimiento de un ritmo avasallador, trepidante, en el que los consabidos interludios románticos son los únicos descansos en una acción que avanza sin resuello, que ofrece datos, acciones y otras cosas relevantes en cada secuencia, en prácticamente cada fotograma y que, aunque transite por lugares comunes y resulte previsible en su desarrollo y conclusión, nunca resulta gratuito, banal o desgastado. Continuar leyendo «Aventuras en remojo: Los gavilanes del estrecho (1953)»

La tienda de los horrores – Napoleón (1955)

Erich von Stroheim, tocado con peluca-fregona, juega a imitar a Ludwig van Beethoven aporreando al piano la sinfonía Heroica con gesto grave de circunstancias mientras un grupo de cortesanos vieneses «negocia» el futuro matrimonio de María Luisa de Austria con Napoleón Bonaparte, emperador de los franceses. En un momento dado, Stroheim, que no dice ni mu en todo este tiempo, deja de tocar, levanta la vista, y mira a quienes se encuentran ante él. Su careto de hastío, de aburrimiento, de humillación, de estar pensando «qué demonios hago yo aquí», resume muy bien las sensaciones que provoca el visionado de Napoleón, producción francesa dirigida por Sacha Guitry en 1955.

Guitry, ya casi al final de su carrera cinematográfica, crea un interminable truño de 182 minutos de duración (muy recortados en las versiones destinadas a otros países, afortunadamente: 105 minutos en Alemania, 118 minutos en España…) consagrado a presentar una hagiografía de la vida y milagros (políticos, militares y amatorios) del «Pequeño Cabo» (o «Le Petit Cabrón», en palabras de Arturo Pérez-Reverte), otro dictador bajito, con mala leche y un único testículo que sojuzgó a media Europa sometiéndola a sus designios durante un par de lustros. Contada en un enorme flashback por el ministro de exteriores Talleyrand (interpretado por el propio Guitry), la película recorre todos los episodios relevantes de la vida de Napoleón, desde su cuna en Ajaccio (Córcega) hasta su muerte en Santa Elena y el traslado de sus restos mortales a París.

Pero, ¿por qué Napoleón es una biografía merecedora de aparecer en esta sección, y no otros biopics, género aburrido y generalmente productor de películas infumables ya de por sí? Principalmente, por la voluntad de Guitry, llevada a cabo con perfección absoluta, de desprenderse de cualquier interés relacionado con contar una historia con principio, nudo, desenlace y personajes, y entregarse a la recapitulación, presentación y recreación de momentos «gloriosos» de la vida de Napoleón desde un punto de vista divulgativo-propagandístico al modo y manera de los documentales, y machacando cada episodio con su narración en voz en off por el propio Talleyrand-Guitry. Como puntos positivos de la cinta, hay que señalar la estupenda recreación atmosférica del periodo histórico, sus vestuarios, localizaciones y utensilios, también los armamentísticos, si bien la película anda justita cuando de trasladar la acción al campo de batalla se trata, no tanto por el número y esplendor de los extras que dan cuerpo a los distintos ejércitos en liza sino por la incapacidad y la insuficiencia de Guitry para narrar con brío, pulso y dramatismo los lances de las guerras napoleónicas. Concentrado en exaltar la figura del dictador, Guitry subordina cualquier otro aspecto de la película a la figura del emperador, haciendo alarde de una exposición nacionalista, imperialista, chauvinista y bananera de la figura de Bonaparte.

En este punto, Guitry parece haber sometido su proyecto a la corriente imperante en ciertos sectores de la derecha francesa militarista en un momento, 1954-55, en el que Francia se enfrentaba (una vez más, porque desde el Congreso de Viena de 1815, en el que por primera vez se le perdonó la vida al país, Francia no ha hecho sino el ridículo en cualquiera de sus actuaciones internacionales, especialmente las bélicas) a la derrota militar de sus tropas en Vietnam y se empezaba a hacer a la idea de que en Argelia también les iban a pintar la cara. Guitry construye así una película nacionalista, triunfalista, en la que, equiparando a Napoleón con Julio César, parece reivindicar, de manera panfletaria, burda y primitiva, como todo nacionalismo de pacotilla, cierta ejemplaridad ideal de los franceses, cierto heroísmo de raza (se recuerda que Bonaparte era corso; casi más italiano, por tanto, que francés), personificando en el dictador las supuestas cualidades superiores de la raza francesa, y consagrándose a la adoración del personaje fotograma tras fotograma, pero sin una verdadera construcción dramática, y olvidando en todo momento, algo muy francés, que apenas unas décadas antes Francia fue el paraíso, por ejemplo, del antisemitismo, que fue la cuna del fascismo, y que medio país se alió con Hitler. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Napoleón (1955)»