Cine en clave de luz: La noche del demonio (Night of the Demon, Jacques Tourneur, 1957)

Cine Club | La noche del demonio (1957)

Dentro del riquísimo volumen de lecturas que proporciona este clásico del cine fantástico y de terror, a un tiempo rareza máxima y verdadera carta de naturaleza de la madurez del género en la década de los cincuenta, que de inmediato iba a provocar la resurrección de la antigua productora Hammer (La noche del demonio es una producción Columbia, pero a través de su unidad británica), su especialización en el género y, con ella, la prolongación de su vida y de su éxito hasta bien entrados los años setenta, las hay más evidentes -el combate entre la luz y las tinieblas, entre el Bien y el Mal, entre el amor y el terror- y más veladas -la dicotomía entre el pragmatismo de la mentalidad estadounidense y la larga tradición cultural y espiritual de siglos de historias, mitología y leyendas del viejo continente-, unas más ligadas al contenido y a la forma y otras más propias del contexto temporal y sociológico del momento del rodaje. En cualquier caso, la primera de las muchas virtudes de la película radica en la más evidente, su mera existencia. Que un estudio de Hollywood, aunque se tratara de una teórica minor, apostara a mediados de los años cincuenta por una película en la que el diablo, la brujería, la magia negra, las sectas, los libros, las bibliotecas y la tradición demonológica acaparan todo el peso narrativo no deja de resultar asombroso y reconfortante. Que a los mandos situara a Jacques Tourneur, cineasta que viviera una primera época de gloria dentro del cine de horror de bajo presupuesto en la meritoria unidad de Val Lewton en la RKO, supone una declaración de intenciones y un marcaje de objetivos que se cumplen con total solvencia.

Cine Club | La noche del demonio (1957)

La virtud más efectiva del argumento radica en el suspense. Se trata de una historia de intriga en la que el espectador va por delante de los protagonistas positivos, a los que va dirigiendo poco a poco hacia un horror que ya es conocido de antemano por el público, desde el prólogo en que el profesor Harrington (Maurice Denham), tras una angustiada visita al experto en ocultismo Julian Karswell (Niall MacGinnis), sufre el «accidente» que le cuesta la vida electrocutado (aunque su cuerpo aparece despadazado, como si las bestias se hubieran cebado en él), y que se sabe provocado por una poderosa presencia maligna. La llegada a Londres de John Holden (Dana Andrews), afamado psicólogo norteamericano, colaborador del difundo Harrington, para asistir a un congreso en el que, entre otras cosas, se propone desenmascarar las supuestas supercherías de Karswell, le pone en el punto de mira de la misma criatura demoníaca, de la que Karswell es súbdito, portavoz, acólito, prisionero y herramienta ejecutiva. Con la inminente fecha de caducidad impuesta a su vida, y a regañadientes, porque rechaza de plano y con total convicción la existencia de cualquier fenomenología sobrenatural, Holden trata de esclarecer la verdadera razón de la muerte de Harrington con ayuda de su sobrina Joanna (Peggy Cummins), y de paso obtener las pruebas que revelen a todo el mundo que Karswell no es más que un vulgar charlatán. Pero Holden va introduciéndose poco a poco en universo mágico cuyo epicentro es Karswell, y aunque rechaza una a una las pruebas físicas de ese mundo cuya existencia niega, la duda va creciendo dentro de él hasta poner en riesgo la arquitectura de sus certezas y romper su equilibrio mental y emocional. Ahí se encuentra el tema de fondo de la cinta: la conversión de un hombre de ciencia, de una mentalidad pragmática, y su apertura a un universo más allá de los sentidos, y también del sentido práctico, material y banal de la existencia.

La evolución personal de Holden es el motor de la cinta. De un personaje que se desplaza desde América a Londres para asistir a un congreso científico se torna en receloso pero entusiasta y arriesgado investigador de lo paranormal; de un hombre que actúa a golpe de intereses profesionales y personales (mientras Joanna intenta introducir a Holden en las zonas oscuras de la actividad de su tío recién fallecido, el americano solo intenta intimar con ella, invitarla a cenar, besarla, pasar la noche juntos…) se troca en heroico paladín de la luz en su lucha con las sombras. Su proceloso -y, hasta cierto punto, dudoso- pero forzosamente rápido proceso de asunción y asimilación de otras realidades más intangibles va cubriendo etapas, de menos a más: los fenómenos extraños son achacados a accidentes, a casualidades, a vulgares trucos de magia, a la interpretación dramática de los impostores… Y así es prácticamente hasta la conclusión, cuando la evidencia se hace palmaria y es imposible cerrarse ante ella… Hasta que la historia concluye, momento en el que Holden parece volver a instalarse en la duda, o quizá en el rechazo, acerca de lo que ha visto y vivido, como si hubiera protagonizado una alucinación o, probablemente, un mal sueño durante esa noche de vuelo transoceánico en el que una luz impertinente, presuntamente, no le ha dejado pegar ojo…

Añorando estrenos: 'La noche del demonio' de Jacques Tourneur

La maestría de Tourner se plasma en la puesta en escena que marca esta evolución del protagonista, y en particular en cómo incide la iluminación de las secuencias en los diversos escenarios de sus actuaciones. Holden transita de la luz a las tinieblas, literalmente: de la primera bombilla en el avión, durante el viaje a Londres, cuando la molestia provocada por Joanna -a la que todavía no conoce- le impide dormir y las iluminadas instalaciones del hotel y a sus primeras salidas diurnas por Londres (a la biblioteca del Museo Británico) o por el campo (la primera visita a la mansión de Karswell), va transitando paulatinamente por espacios cada vez más desapacibles (la fuerza del viento y de la tormenta en ciernes, la visita al crómlech, la tormenta «provocada» por Karwell) y, sobre todo, oscuros y penumbrosos (corredores, pasillos, la sesión de espiritismo, las calles nocturnas, la sesión de hipnosis durante el congreso, las estancias a oscuras de la mansión de Karswell en su última visita, su huida por el bosque en plena noche…). El optimismo, la seguridad y la determinación del personaje en su estado inicial se ven condicionados igualmente por el desarrollo de los acontecimientos a los que asiste o que protagoniza. En este sentido, su práctica y decidida mentalidad norteamericana se ve arrastrada por un entorno y unos hechos que le hacen perder el control, y solo la aceptación de esas nuevas y desconocidas reglas, de ese nuevo registro en el que debe desenvolverse y que hasta entonces se había negado a reconocer como una opción plausible, le permiten retomarlo y resolver el conflicto, esa especie de juego de «tú la llevas» que es la clave última, y tal vez un poco absurda y cogida por los pelos, del drama. Es decir, Holden, para volver a la luz, debe atravesar las tinieblas, extremo que la película sugiere magníficamente gracias al uso que Tourneur hace durante todo el metraje de la fotografía de Edward Scaife.

LA NOCHE DEL DEMONIO (1957) de Jacques Tourneur | Las cosas que hemos  visto...

El segundo aspecto a destacar, como una lectura más velada de la película, tiene que ver con esa aparente oposición entre la concepción estadounidense de la existencia, más pragmática, más materialista, y aquella que se abre a otras posibilidades alejadas de la consciencia y de la percepción de la realidad a través de los sentidos y de las leyes de la física. No deja de ser llamativo que Columbia produjera una película de estas características en plena presidencia de Eisenhower, cuando el público americano se encuentra disfrutando de un periodo de desarrollo económico sin precedentes, una auténtica borrachera, un vórtice de éxtasis consumista, y la satisfacción de los deseos a través de la posesión y adquisición de medios materiales y de confort constituye el primer motor de la riqueza norteamericana y, a través de su exportación a todo Occidente, del modo de vida de buena parte del planeta, la que él controla. Desde ese punto de vista, la película se erige en una especie de recordatorio, de puesta de manifiesto de otra realidad al margen de lo inmediato, de lo tangible, de lo cuantificable, y del peligro que conlleva ceñirse y fiarlo todo a estos aspectos mientras se descuida el perfil espiritual, cultural, ancestral, de la personalidad, que no es otro que el riesgo de que el bienestar material prive al ser humano de la capacidad de discernimiento sobre lo que implican el Bien y el Mal (sea este el pérfido extranjero comunista o cualquier otro), y la progresiva pérdida de herramientas para combatir este último al carecer de los mecanismos necesarios para detectarlo y diagnosticarlo correctamente. Porque, al fin y al cabo, para oponerse al enemigo, hay que conocerlo. Y reconocerlo.

Night of the Demon (1957) | Night of the demons, Demon, Horror movies

Mis escenas favoritas: El loco del pelo rojo (Lust for Life, Vincente Minnelli, 1956)

Lucha de egos y visiones artísticas en esta tensa secuencia de unas de las mejores biografías filmadas, la del pintor impresionista Vincent Van Gogh (Kirk Douglas), que aquí anda a la greña con Paul Gaugin (Anthony Quinn, premiado con el Óscar, cuando estos premios implicaban algo relacionado con la calidad…). Magnífico guión basado en la novela de Irving Stone, gran composición de planos y excelente uso del color con la fotografía de Russell Harlan y Freddie Young, maravillosa (otra más) partitura de Miklós Rózsa y espléndidas interpretaciones.

 

 

Mis escenas favoritas: Jasón y los argonautas (Jason and the Argonauts, (Don Chaffey, 1963)

Aquel cine de aventuras, de orientación juvenil, inspirado en mitos y leyendas griegos que se produjo en Europa en los años sesenta al calor del éxito de las grandes superproducciones ambientadas en la Antigüedad, servía a los jóvenes de puerta de entrada a un rico y complejo mundo, descartado en los planes de estudio, que fusionaba pasado y presente, mito e historia, cultura y vida. Esta película de 1963 contó para ello con la imaginación y la pericia técnica del gran Ray Harryhausen, creador de, entre otros, los famosos esqueletos armados que atacan a Jasón y sus compañeros, de viaje hacia la Cólquide en persecución del Vellocino de Oro. Junto a esta secuencia, otras muy recordadas, como la de Poseidón sosteniendo los acantilados para abrir camino a la nave Argos en un estrecho canal, o las de los dioses jugando con el destino de los hombres como piezas de ajedrez desde sus tronos en lo alto del monte Olimpo. Una prueba más de que el cine de entretenimiento, para resultar atractivo, no tiene por qué estar vacío.

Huston, tenemos un problema: La horca puede esperar (Sinful Davey, John Huston, 1969)

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En la línea del Tom Jones de Henry Fielding adaptado por Tony Richardson en 1963, John Huston llevó a la pantalla en 1969 la obra de James R. Webb que recoge las andanzas de David Haggart (John Hurt), desertor del ejército, ladrón, aventurero y embaucador de la Escocia del siglo XIX. En un tono ligero y frívolo, esta comedia de época narra y equipara en el mismo plano las peripecias delictivas y las conquistas románticas de Haggart, perseguido tanto por la policía y las tropas británicas como por una enamorada entusiasta que nunca se da por vencida, la joven Annie (Pamela Frankin), cuyo amor por David incluye su propósito absoluto de redención y de retorno a la vida civil y dentro de la ley, para lo cual no evita siquiera sabotear algunos de los más sofisticados planes criminales de su amado. La aventura, en este sentido, es de lo más convencional: hijo de un patriota tan famoso como ladrón (patriota y ladrón, como bien sabemos, suelen ser términos coincidentes en un gran número de casos), la máxima aspiración de David es ensanchar la leyenda del nombre de su estirpe, superar en fama y hazañas a su progenitor, lo que implica, básicamente, que la cifra de recompensa por su captura sea más alta. Para ello, es preciso acometer aquellos robos que su padre no pudo lograr, en especial, humillar al duque de Argyll (Robert Morley). Ganada la confianza del duque, habiendo logrado la perfecta suplantación de un falso caballero, con lo que David no cuenta es con la atracción que surge por la bella hija del noble, la pizpireta Penélope (una joven Fionnula Flanagan, recordadísima entre nosotros por su participación en Los otros, la película dirigida por Alejandro Amenábar en 2001).

Sinful Davey, que ofrece un brillante catálogo de hermosísimos exteriores escoceses, se estructura en un largo flashback: David narra la historia de su vida desde la celda en la que aguarda la hora fatal de su ejecución. Se suceden los hurtos, las persecuciones, las carreras, los equívocos y el continuo paso por calabozos y mazmorras solo o en compañía de alguons de sus compinches (Nigel Davenport, Ronald Fraser). Al relato le sucede un epílogo que contiene el acto mismo de la ejecución por ahorcamiento en una plaza pública, y el posterior ceremonial de su enterramiento, aunque el título español ya advierte torpemente de cuál es el sentido del desenlace (y que es propio del género al que la obra se adscribe, que es la comedia amoroso-aventurera). Además de las localizaciones, maravillosamente fotografiadas por Freddie Young, la gran virtud de la película reside en las interpretaciones, con un elenco de actores británicos de primer nivel (Hurt, Morley, Davenport, Fraser) que se completa con una jovencísima Anjelica Huston en un papel residual, y también en la música de Ken Thorne, en particular cuando echa mano de las melodías y los ritmos propios del folclore escocés. Continuar leyendo «Huston, tenemos un problema: La horca puede esperar (Sinful Davey, John Huston, 1969)»

Esfuerzo de guerra: Los invasores (The 49th parallel, Michael Powell, 1941)

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No, la cosa no va de OVNIS, sino de nazis. Como parte del esfuerzo de guerra británico, Michael Powell, con su camarada Emeric Presburger en el guion (premiado con el Óscar), dirigió en 1941 esta curiosa y atípica cinta situada en plena Segunda Guerra Mundial; atípica, porque transcurre en el Canadá alejado del frente; curiosa, por su premisa y su estructura: un destacamento de tripulantes de un submarino alemán, enviado en busca de víveres, queda aislado cerca de la bahía de Hudson cuando su nave es descubierta y hundida por la aviación canadiense. El oficial y su tropa de cinco hombres inician una desesperada aventura que tiene como objeto alcanzar la frontera con los Estados Unidos -todavía entonces país neutral-, y lograr así retornar a Alemania. Sus peripecias a lo largo y ancho de Canadá -las distintas dificultades que encuentran les obligan a alejarse hacia el Oeste y retornar hacia el Este a lo largo del paralelo 49, que marca la línea prácticamente recta de frontera entre ambos países y que da el título original al film- y los avatares de sus relaciones con la gente con la que entran en contacto están presentados de manera episódica, es decir, que la película se construye dramáticamente sobre capítulos que muestran momentos concretos de la inesperada y audaz huida de los seis fugitivos. Eso hace que buena parte de las estrellas anunciadas en el reparto (como Laurence Olivier, Raymond Massey o Leslie Howard) no estén presentes a lo largo de todo el metraje, solo en algunas de las historias particulares que lo conforman, dando vida a personajes cuya aparición está relacionada con el episodio en cuestión y sin que vuelvan a aparecer, recayendo el protagonismo en actores de perfil más bajo.

De este modo, el teniente Hirth (Eric Portman), un nazi de lo más fanático, y sus cinco hombres (Raymond Lovell, Niall MacGinnis, Peter Moore, John Chandos y Basil Appleby), asaltan un puesto comercial de la bahía de Hudson, reteniendo a sus ocupantes (el gran Finlay Currie y Laurence Olivier, que, curiosamente, da vida a un ordinario, vulgar y dicharachero trampero del Canadá francoparlante) para hacerse con provisiones, más armas, municiones e incluso robar una avioneta asesinando a sus tripulantes; van a parar a una comuna religiosa cuyos habitantes comparten su origen alemán; viajan hacia Winnipeg con el fin de cruzar la frontera estadounidense por un lugar discreto; se topan con un estudioso de la vida y la cultura de los indios de América (Leslie Howard), o, en un vagón del tren que hace la ruta entre los dos lados de las cataratas del Niágara, se topan con un desertor del ejército británico (Raymond Massey). La película narra tanto el deterioro de los infiltrados alemanes, su agotamiento y las bajas que van sufriendo, como expone una serie de puntos de vista sobre la ideología nazi y el comportamiento y la reacción ante ella de los sencillos habitantes de Canadá que en última instancia pretenden empatizar con el espectador (preferentemente norteamericano, en un momento en que las dinámicas intervencionistas y aislacionistas estaban en lo más alto de su pugna por hacerse con la opinión pública americana) y obligarle a tomar una postura activa, de carácter político y moral, ante lo que ve, y cuyo fin parece ser la suscripción de bonos de guerra o el apoyo de las tesis intervencionistas. Continuar leyendo «Esfuerzo de guerra: Los invasores (The 49th parallel, Michael Powell, 1941)»

El hechizo de la pasión: El señor de la guerra

El señor de la guerra (The war Lord, Franklin J. Shaffner, 1965) no tiene nada que ver con la peliculita de Nicolas Cage del mismo título -es español-, estrenada en 2005. Tampoco, afortunadamente, es una película más de aventuras medievales años 30 o años 50, con leotardos y sedas, armas de cartón y decorados de papel y telón, que entremezclan aventura, acción y romance. En 1965, y antes de comenzar su gran etapa como director (El planeta de los simios, 1968, Patton, 1970, Nicolás y Alejandra, 1971, Papillon, 1973), Franklin J. Shaffner (que firma la película sin la «J») llevó a la pantalla una historia sombría, violenta y perturbadora que con el tiempo ha adquirido el perfil de obra de culto, tanto por la abundancia y complejidad de los temas tratados como por su atractiva factura visual, al mismo tiempo que se ha convertido en una de las películas de referencia imprescindible en cuanto a la traslación del medievo al cine se refiere, buscando tanto el realismo, en este caso, del siglo XI como haciendo hincapié en la atmósfera de oscuridad, misterio y paranoia existencial que convencionalmente se identifican con determinados periodos de la Edad Media, especialmente en torno al mítico año 1000.

Crysamon de la Cruz (Charlton Heston) es un afamado guerrero normando al servicio del duque de Gante, que en premio por su fidelidad y su buen hacer en combate le obsequia con el señorío de una remota zona de la costa de Normandía, un terreno pantanoso repleto de bosques, lagunas y marismas, habitado por una población semisalvaje que vive bajo la amenaza constante de las brutales incursiones de los frisones, un pueblo que vive a dos días más allá del mar y que periódicamente asola las costas llevándose un botín de animales, riquezas y mujeres. Lejos de considerar que sus nuevos dominios son poco premio a sus méritos, Crysamon, cuya familia perdió todo lo que tenía cuando tuvo que aportar sus tierras y haberes para el rescate de su padre, prisionero precisamente de los frisones, siente su toma de posesión como el primer paso en la recuperación de la gloria y el esplendor perdidos por su familia. Para el duque de Gante, además, es la forma de asegurar militarme la zona gracias a la presencia de las mesnadas de Crysamon, junto a las que llega a su Torre justo en el momento de repeler un ataque frisón. Este planteamiento inicial, no obstante, se enriquece súbitamente con múltiples líneas narrativas que convergen en una trama que se conduce sin descanso, con un excelente pulso y una sucesión continua de escenas y secuencias en ningún momento gratuitas ni contemplativas, que siempre aportan contenido dramático o emocional indispensable para el desarrollo de la historia y para la excelente construcción de unos personajes complejos, ambivalentes, profundamente humanos, capaces de mostrar con gestos, miradas o pequeñas pinceladas de diálogo una naturaleza esencialmente contradictoria, sólida, veraz, hasta el punto de componer lo que parece más un fresco psicológico de toda una época que la habitual entrega de los guiones de Hollywood al espectáculo fundamentado en los deseos del público.

Es tanto el caudal narrativo y dramático de la historia, que conviene esquematizar para tomar conciencia de la amplitud, variedad y riqueza de sus múltiples ramificaciones, todas las cuales se entrelazan e interaccionan para construir un todo caleidoscópico, un universo casi casi perfecto. En su primera salida para cazar junto a sus caballeros, Crysamon descubre a una cuidadora de cerdos, Bronwyn (Rosemary Forsyth), de la que se queda prendado tras rescatarla del río y mirarla desnuda. El mandato expreso del duque de Gante al entregarle sus nuevas tierras, «Pórtate bien con tus vasallos; cuida de tu gente», obliga en cierto modo a Crysamon a proteger a la bella joven de los deseos sexuales de sus compañeros de cacería -precisamente-, que ansían disfrutar -con permiso o no- de las blancas carnes de la muchacha. En este punto se introduce una cuña de resentimiento, rencor y rivalidad entre Crysamon, su hermano Draco (Guy Stockwell) y otros de sus mesnaderos (James Farentino, John Anderson, Sammy Ross), que irá creciendo por éste y otros motivos, en una espiral de encuentros y complicidades, y desencuentros y amenazas, fundamental para el desenlace de la historia. El creciente deseo, casi obsesivo, de Crysamon por Bronwyn, que es la hija adoptiva del patriarca de la aldea, Odins (Niall MacGinnis), y que está prometida a su hijo, empieza a erosionar la relación de Crysamon tanto con sus hombres de confianza como con sus vasallos. Es su hermano Draco, no obstante, quien encuentra la solución: dado que sus nuevos vasallos son paganos que adoran todavía al Árbol y la Piedra y mantienen vigente la tradición de la prima nocte, Crysamon podrá gozar de los encantos de la muchacha en su noche de bodas sin violar el mandato del duque de Gante y sin contravenir las relaciones con sus vasallos, respetando unas creencias paganas que, en lo demás, desprecia. Sin embargo, Crysamon pasa del deseo carnal al amor apasionado por la joven, y se niega a que su derecho se agote tras una única noche, deseando conservar el amor de la muchacha para siempre. El renconr de los vasallos por la violación por parte de su señor de una ley local les echará en brazos de los frisones, que volverán para acabar con Crysamon y sus tropas.

Este relato lineal de la trama, sin embargo, deja muchos cabos sueltos que merecen atención. En primer lugar, la espiritualidad de señores y vasallos: en la aldea vive un sacerdote (Maurice Evans) que en el culto mezcla los dogmas cristianos con los ritos y ceremoniales ancestrales de raíz consuetidinaria y cultura céltica y druídica, a fin de mantener a su parroquia bajo sus mandatos y consejos, y lograr una convivencia pacífica. En estos ritos se mezcla el culto a la naturaleza con la idea de Dios, y también con el prejuicio de los recién llegados hacia rituales y comportamientos que identifican con la brujería (Bronwyn será tachada de bruja, y el amor de Crysamon, como hechizo, en no pocas ocasiones, con el riesgo que ello implica para su vida). Por otro lado, la película ofrece una concienzuda reflexión sobre las relaciones de poder entre quienes lo ostentan y quienes lo sustentan, el pacto que coloca a cada uno en su lugar y las reglas de compromiso que mantienen el statu quo que permite la supervivencia. La ruptura del pacto por parte del señor justifica la acción del pueblo de cambiar su lealtad y favorecer al enemigo de costumbre para librarse de la tiranía que, lejos de haberlos protegido, los ha sometido de manera tan o más brutal que sus antiguos invasores. Continuar leyendo «El hechizo de la pasión: El señor de la guerra»