La tienda de los horrores – Australia (2008)

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Épica de chichinabo. Es la mejor definición que cabe hacer de la aparatosa y vacía Australia, del pseudocineasta Baz Luhrmann, quien ya demostró con su bodrio anterior, la incomprensiblemente exitosa Moulin Rouge, su capacidad para enmascarar bajo un incontenible vómito de imágenes artificiosas –en aquel caso, su construcción de un falso musical (sin partitura, música original ni coreografías) sobre el único basamento de un montaje tramposo- su nula talla como cineasta. En el caso de Australia, Luhrmann, con ayuda, no se sabe para qué, de otros tres guionistas para adaptar un argumento propio, crea un producto de diseño levantado sobre retazos y sobrantes del cine clásico con un único fin, aspirar a su consagración como cineasta de solera en los premios de aquel año, que, si bien entregados desde hace décadas al mercantilismo, no cayeron en la trampa y le otorgaron una ridícula nominación a mejor vestuario.

Los horrores de Australia afectan tanto a la trama como a la forma. En cuanto al argumento, construido, como se ha dicho, sobre la base de tópicos procedentes de películas clásicas evidentes, muy reconocibles, escogidos y mezclados con increíble obviedad y torpeza, gira en torno al choque de caracteres entre una finolis dama inglesa (horripilante Nicole Kidman, desquiciada, absolutamente ridícula en su personaje) y un ganadero australiano, tosco e indisciplinado (Hugh Jackman, una aportación puramente estética a la cinta, sin carisma ni elaboración alguna de algo parecido a un personaje digno), que deben afrontar juntos todas las dificultades dimanantes de la mala gestión que el marido de la dama ha hecho tanto de sus negocios como de su matrimonio, y además de su custodia compartida de un joven mestizo (Brandon Waters), al que las fuerzas del orden, haciendo caso de las leyes racistas imperantes en la época, quieren encerrar. Todo ello, con la pizca de solemnidad asociada a la fecha, 1939, que lógicamente implica por añadidura los avatares a los que está a punto de enfrentarse el mundo en la Segunda Guerra Mundial. Esta colección de tópicos, tratados sin ninguna originalidad, viene además presentada en una forma entrecortada, discontinua, imprecisa, vaga, sin consistencia.

El primer problema es la indefinición en el tono. Australia no es una comedia, no es un drama, no es un western, no es un musical, no es una cinta de aventuras ni una película bélica, no se circunscribe a ningún género pero pretende contenerlos todos, dedicando parte de su excesivo metraje (ciento sesenta y cinco interminables, insufribles, minutos), por cuotas, a cada uno de ellos pero sin tratar intensamente ninguno. Resulta tan superficial, banal, vulgar, como la falsa belleza de sus imágenes, pretenciosamente épicas pero de una belleza impostada, una verdadera estafa visual consistente en la prácticamente inexistencia de un solo fotograma, especialmente de los registrados en los grandes exteriores, que no esté retocado digitalmente. Especialmente el efecto es nefasto, lamentable, patético, en el tratamiento fotográfico de los cielos, casi todos ellos reconstruidos en laboratorios digitales. Las secuencias de acción y guerra, igualmente, carecen del impacto de una reconstrucción veraz, entregadas a la emulación de videojuego en su versión más ramplona. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Australia (2008)»

La tienda de los horrores – Sobrevalorados

En esta secuencia de la fenomenal Manhattan (Woody Allen, 1979), Isaac (Allen), Mary (Diane Keaton), Yale (Michael Murphy) y Tracy (Mariel Hemingway) hablan de, entre otras muchas cosas, su particular lista de personajes sobrevalorados de la cultura de todos los tiempos y de la vida en general, entre los que incluyen ilustres nombres como Gustav Mahler o James Joyce.

Esto de la sobrevaloración tiene su aquel. No es un fenómeno nuevo, ni mucho menos. Pero en la sociedad actual, acosada más que nunca por el marketing y la publicidad, cuya única finalidad no es la defensa de la calidad de un producto ni la mejora del bienestar o de la felicidad de los seres humanos y de un próspero aumento de sus condiciones de vida, o una contribución a la cultura o a la creación y mantenimiento de un sistema de creencias, valores y concepciones, sino la venta a toda costa del producto y el incremento de los márgenes de beneficio de empresas, compañías y fortunas particulares que ya tienen el riñón bastante bien cubierto, lo de la sobrevaloración ha llegado a ser incluso por sí misma un hecho cultural en el que no hay límite ético alguno, cancha abierta para la manipulación, el fraude y el provecho económico con escaso mérito o incluso sin él.

En España, es algo tan cotidiano y habitual que no pocas figuras del cine, la música y el artisteo en general se ganan la vida más que bien gracias más a la publicidad y al uso que de su imagen hacen los medios de comunicación que por la calidad última de los trabajos que perpetran, hasta el punto de que son absorbidos por la cultura mediática oficial como tótems de lo bueno, de lo mejor, de las esencias patrias deseables. Tal es así, que en la música española llamada popular, por ejemplo, son mayoritarios, por no decir que tienen el monopolio casi casi en exclusiva (Alejandro Sanz, Miguel Bosé, la familia Flores, Estopa o adquisiciones trasatlánticas como Shakira o Paulina Rubio, puaj!!!, y un larguísimo etcétera). Y en el cine también hay unos cuantos.

A nuestro juicio, esto de la sobrevaloración se da de dos maneras: 1) aquellos mediocres cuyos trabajos van en general de lo discreto a lo lamentable pero que, no se sabe por qué pero quizá por eso mismo son absorbidos por la cultura «oficial», que los mima, los acoge, los subvenciona, les da incluso trabajo (TVE, la de carreras y cuentas corrientes que ha salvado…), los promociona gratuitamente con el dinero de todos y los erige en bandera de un modelo de cultura, de pensamiento, de trabajo o de estética deseables, no se sabe por qué o para quién, o aquellos que, tampoco se sabe por qué pero quizá a causa de todo lo expuesto, gozan del favor del público mayoritario, generalmente el menos reflexivo o exigente, gracias a la influencia de medios de comunicación de masas que simplemente repiten eslóganes, lugares comunes o se hacen eco de las notas de prensa de las agencias de publicidad, o también gracias a la «facilidad», pobreza o calidad pedestre, asumible y cutre de lo que ofrecen. Y 2) Aquellos elevados por el esnobismo cultural más exacerbado a la categoría de inmortales en el Olimpo de la trascendencia, aunque nadie sea capaz de aguantar sus películas o terminar sus libros, por causa de quienes, en el ánimo de parecer distintos a sus semejantes, oponen lo culto a lo popular para distinguirse, significarse, separarse de la masa, alimentar su ego, su autoestima, su necesidad de sentirse mejores, por encima de sus semejantes, del «populacho». Es decir, el «efecto gafapasta».

Para nosotros, lo culto y lo popular no son opuestos, sino solo matices, apellidos de un mismo fenómeno. Nos da igual Tarkovski que Groucho Marx, Alfred Hitchcock que Leslie Nielsen siempre que lo que ofrezcan sea producto del trabajo, de las ideas, del mérito, de una elaboración profesional con ánimo de aportar, de crecer, de mejorar, de avanzar. Todo esto sea dicho como pretexto, sin salir del cine, o saliendo de él, qué más da, para proponer nuestra particular lista -meramente orientativa, sin ánimo de compendio- de SOBREVALORADOS, a la que todos los escalones están invitados a proponer nuevos nombres para su inclusión permanente y vergonzosa en la galería de fotos de nuestra tienda de los horrores. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Sobrevalorados»

La tienda de los horrores – Mamma mia!

Vaya una cosa por delante. La película es una mierda absoluta, sí. Pero, ¿valen la pena ciento ocho minutos de repugnante y almibarada pseudohistorieta de amor a varias bandas ambientada en unas islas griegas de diseño, acompañada por las dulzonas músicas de un cuarteto sueco cuya trayectoria profesional acabó a gorrazos y de un puñado de coreografías, por llamarlas de alguna forma, pésimas y contrarias a cualquier tradición del género cinematográfico conocido como ‘musical’ si la recompensa final se presenta en forma de Pierce Brosnan, Colin Firth y Stellan Skarsgard, ataviados con unos ajustados monos azules, unas botas de plataforma y demás complementos metrosexuales, haciendo el tonto al final de la película? Pues la respuesta, según días.

El musical ya no es lo que era, desde luego. Desde que Chicago demostró que, más allá del bombardeo publicitario que la encumbró en los Oscar de su edición, cualquier intento por emular las mieles de la época dorada del musical no tenía otro destino que el fracaso más aparatoso, se ha instaurado, especialmente gracias a la incompetencia e incapacidad de directores, productores, coreógrafos, intérpretes y, sobre todo, del público mayoritario, para apreciar el auténtico mérito que supone la sólida construcción musical y estética de las grandes películas del género, pobladas de maravillosas composiciones visuales y sonoras, dotadas de personajes carismáticos, a menudo interpretados por verdaderos atletas, portentos físicos que sorprenden con su despliegue de cabriolas y acrobacias rítmicas, se ha instaurado, decimos, la moda del no-musical. Desde luego, porque es más fácil que parezca que hay una coreografía a que la haya de verdad; que parezca que un actor baila a que lo haga de verdad; a que parezca que un director dirija a que lo haga de verdad; que parezca que la película tiene música a que un compositor componga una partitura de verdad. El éxito de esta no-fórmula, avalada por un público que se puede denominar no-espectador, gracias principalmente al bombazo taquillero de la versión de Moulin Rouge protagonizada por Nicole Kidman y Ewan McGregor -ejemplo impagable de musical fraudulento, tramposo y envuelto de una pirotecnia visual que intenta camuflar que en él no hay nada de mérito musical, ni coreografías, ni música original ni intérpretes de valor), se ha visto complementado con la actual moda de los musicales, importada a España desde los escenarios de Broadway y Londres y que, como todo invento apresurado, vulgarizado y consumido por la mercadotecnia, no es más que la extensión de la banalidad y la vaciedad más vergonzosas. Vistas así las cosas, que Mamma mia!, el horrendo musical basado en las horrendas canciones pop del horrendo grupo sueco Abba (sin que ni el grupo, ni Suecia, ni las letras de las canciones tengan gran cosa que ver con la «trama» del musical), saltara a la pantalla era cuestión de tiempo. Para mal, por supuesto, a pesar de la inclusión en su reparto de algunos nombres estimables. Pero donde la materia prima es mala, no puede haber nada bueno por mucho nombre que tenga.

La responsable del desaguisado es Phyllida Lloyd, que próximamente estrenará película con Meryl Streep convertida en Margaret Thatcher. El caso es que el material de origen ya está viciado. Se trata de un musical con música previa a la que hay que ajustar un argumento, y el elegido no puede ser peor. Meryl Streep encarna a la dueña de una especie de hostal en una isla griega cuya hija (Amanda Seyfried) va a casarse; como su madre, una rebelde de juventud en la era hippie, mayo francés y demás, siempre le ha ocultado la identidad de su padre, la muchacha cree que puede ser uno de los tres amantes de su madre (los tres maromos citados más arriba) que, más o menos por fechas, pudieron dejar su ‘semillita’. Por supuesto, los invita a la boda para intentar averiguar cuál de ellos es el padre u obligar a su madre a que lo revele. A partir de ahí, humor dulzón, música dulzona de Abba, estética dulzona, no-coreografías dulzonas, final feliz dulzón, y, para rellenar los huecos, azúcar, caramelo, almíbar y algún que otro dulce. Dulzón, of course. Todo junto, intenta crear una comedia de equívocos dulzones aderezado con una estética y una trama de cuento de hadas pasado de moda. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Mamma mia!»

Mis escenas favoritas – Eyes wide shut

La perturbadora secuencia en la que Tom Cruise penetra en el misterioso e inquietante mundo de una secreta sociedad ocultista de prohibidos e inconfesables rituales sexuales constituye el canto de cisne del gran cineasta Stanley Kubrick en su última producción, este film británico de 1999. La escena en cuestión, tan estimulante como amenazante, encadena este trabajo de Kubrick con la estética y los motivos de otros grandes genios de la pintura o el cine, desde Goya a Buñuel pasando por Jean Cocteau.

Como acompañamiento, el famoso Vals 2 de la Suite de Jazz de Shostakovich, tema de inicio de la película que ya apareció por aquí en una ocasión, pero que no nos resistimos a volver a escuchar. El vals favorito de quien escribe, lo único que sabe bailar medianamente sin parecer un pato mareado, y una de sus músicas de cabecera de cualquier género, tiempo, procedencia o estilo.

La tienda de los horrores – Moulin Rouge

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¿Puede existir el musical sin música, sin canciones? ¿Puede el musical sobrevivir sin una sola coreografía, sin un número de baile? ¿Dónde reside el mérito, la magia, el buen hacer, de esta clase de cine? ¿Cuáles son los méritos que lo han convertido en un género indisoluble de la propia historia del cine, por más que a algunos nos salgan pústulas con el 99% de ellos? Esta «película» de Buzz Luhrmann, quien ha vuelto a lucirse con ese cutre manual de épica de escaparate para no iniciados que es Australia, con el guaperas Hugh Jackman y una recauchutadísima Nicole Kidman, otra a añadir a la lista de «bocas de pato», no es, pese a su apariencia repulsivamente recargada, una película pretenciosa. Porque ofrece exactamente lo único que tiene: apariencias inconsistentes y maquillaje en exceso. Y nada más.

Colofón de una trilogía cuyas dos primeras producciones apenas tuvieron repercusión fuera de Australia, Luhrmann se inventa un París de 1900 que mezcla cierta recreación histórica con una estética entre futurista y videoclipera visualmente impactante, hay que reconocerlo, y en la que sitúa una azucarada historia de amor llena de ridículos tópicos casi ofensivos para la inteligencia: escritor bohemio que viaja a Paris para convertirse en el gran novelista del siglo que va a entrar; cabaretera, prostituta ocasional para contribuir a los fines de su marido, de la que se enamora; pretendiente rico pero malo, maloso, que quiere comprar a la mujer; tuberculosis que hace su amor imposible, y demás vómitos argumentales. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Moulin Rouge»

La tienda de los horrores – Embrujada

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¿Qué clase de proceso mental patológico llevó a los productores, a los estudios, y a Nicole Kidman a pensar que semejante petardo fílmico podría llegar a unas cotas determinadas de dignidad? ¿Qué última instancia de razonamiento llegó a considerar al público lo suficientemente estúpido como para desear acudir en masa a los cines para contemplar hora y cuarenta minutos de bazofia pretendidamente cómica, llena de moralina, chistes de la década de los treinta y azucaramiento continuo? Enigma sin resolver, este BODRIO TOTAL de Norah Ephron, criminal habitual del cine comercial de la que ya se habló aquí con Tienes un e-mail (1998), supera todas las cotas de imbecilidad admisibles en el cine.

Tomando como origen la serie de televisión de los sesenta, inspirada a su vez en el clásico Me casé con una bruja, de René Clair (1942), cuenta la historia ya sabida, intentando alejarse de la memoria colectiva televisiva, intentando aportar un enfoque distinto, pero lamentablemente, todavía peor: Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Embrujada»

Música para una banda sonora vital – Eyes wide shut

La última obra maestra (a pesar de Tom Cruise) de Stanley Kubrick, rodada en 1999, da comienzo con una de las cimas de la música clásica del siglo XX, el Vals de la Suite de Jazz nº 2 del excelso compositor ruso Dmitri Shostakovich. El vals favorito por excelencia de esta escalera en todos sus peldaños.