Hollywood encuentra a Villar del Río: escritores españoles en la meca del cine

Edgar Neville, un ser único - Ramón Rozas - Galiciae

La muerte en Madrid de María Antonia Abad Fernández, Sara Montiel, el 8 de abril de 2013, motivó un considerable revuelo mediático. No era para menos, teniendo en cuenta que con ella desaparecía una de las más importantes estrellas del cine español de la dictadura, ese periodo que, al menos sociológicamente, una buena parte de ciudadanos españoles se resiste a abandonar. Sin embargo, entre tantos reportajes, crónicas, editoriales y artículos se coló, recitada como un mantra, un dogma de fe, un trabajo copiado de El rincón del vago o un eslogan repetido machaconamente en la “línea Goebbels” (una mentira repetida mil veces se convierte en realidad), una afirmación verdaderamente chocante, sostenida unánimemente por periódicos y revistas, emisoras de radio, informativos de televisión y páginas de Internet de todo tipo, color, tendencia o inclinación, aunque con ligeras variantes: se dijo, por ejemplo, entre otras cosas, que Sara Montiel había sido “la primera española que triunfó en Hollywood”; o bien “la primera actriz española en conquistar Hollywood”; o, por último, “la primera artista española en tener éxito en Hollywood”. Obviamente, esta declaración, en cualquiera de sus formulaciones, es falsa de toda falsedad.

Que los medios de comunicación españoles, incluidos aquellos que pueden considerarse solventes o, para mayor escarnio, los que dicen estar especializados en cine, registren este incierto lugar común y lo eleven a la categoría de axioma informativo (como suelen tener por costumbre, dicho sea de paso, en cualquiera de los restantes ámbitos de su actividad cotidiana) no sorprende ya demasiado; esta clase de explosiones de papanatismo patrio suelen producirse como reflejo tardío (o quizá no tanto) de esa España acomplejada y provinciana que todavía pervive, más de lo que nos gustaría y mucho más de lo que sería conveniente, bajo la capa de modernidad y tecnología que la recubre superficialmente como un fino papel de regalo que envuelve el vacío, esa España a lo Villar del Río, el pueblecito que Luis García Berlanga y Juan Antonio Bardem, con apoyo de Miguel Mihura, diseñaron para su magistral ¡Bienvenido, Míster Marshall! (1953), que se deja fascinar y entontecer por cualquier impresión, por lo general incompleta y errónea, proporcionada por sus ambiguas relaciones con el exterior. Quiere la casualidad que el ficticio Villar del Río berlanguiano (el real y tangible está en la provincia de Soria y no llega a los doscientos habitantes) se ubicara en la madrileña localidad de Guadalix de la Sierra, la misma en la que, decenios más tarde, cierto canal televisivo con preocupante afición por la ponzoña situaría su patético espectáculo de falsa telerrealidad con título de reminiscencias orwellianas, con lo que la reducción de esa España pacata y súbdita, atrasada y cateta, al inventado Villar del Río, sea en su versión clásica cinematográfica o en su traslación posmoderna televisiva, alcanza un asombroso grado de lucidez.

Pero lo cierto es que, más allá de su rico y simpático anecdotario con las estrellas de la época (como el tan manido relato de cuando, presuntamente, le frió los huevos –de gallina- a Marlon Brando), resulta más que cuestionable que Sara Montiel llegara a triunfar en Hollywood o a conquistar algo aparte del que fue su marido, el director Anthony Mann, su verdadera puerta de entrada (giratoria, en todo caso) a la vida social hollywoodiense. Aunque en México llegó a participar hasta en catorce películas, sólo intervino, en papeles irrelevantes, en cuatro títulos de producción norteamericana: Aquel hombre de Tánger (Robert Elwyn y Luis María Delgado, 1953), en realidad una coproducción con España que nadie recuerda, las notables Vera Cruz (Robert Aldrich, 1954) y Yuma (Samuel Fuller, 1957), aunque su presencia es residual, casi incidental, y la olvidable Dos pasiones y un amor (Serenade, Anthony Mann, 1956), vehículo para el exclusivo lucimiento del tenor Mario Lanza. Lo que sí es indudable es que Sara Montiel no fue ni la primera española, ni tampoco la primera actriz, ni tan siquiera la primera artista, en hacerse un exitoso hueco en Hollywood, y que sus logros, si se los puede llamar así, fueron superados con creces, antes y después, por los de otros muchos profesionales (actores y actrices, técnicos, guionistas y escritores) de procedencia española. Son los casos, por ejemplo, de los intérpretes Antonio Moreno y Conchita Montenegro.

El madrileño Antonio Garrido Monteagudo Moreno, conocido artísticamente como Antonio Moreno o Tony Moreno, fue un auténtico sex-symbol del cine silente, en abierta rivalidad y competencia con los otros dos grandes nombres del momento, Rodolfo Valentino y Ramón Novarro, y, como ellos, conocido homosexual a pesar de su éxito entre el público femenino y de sus matrimonios forzados por los estudios para guardar las apariencias. Moreno llegó a compartir créditos como protagonista masculino con Greta Garbo, Clara Bow, Gloria Swanson o Pola Negri, y más adelante, como secundario de lujo, por ejemplo, junto a John Wayne en Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956), con el que comparte una, para los españoles, curiosa escena sólo apreciable si se visiona en versión original (“Salud”/“Y pesetas”/“Y tiempo para gastarlas”). La donostiarra Conchita Montenegro (Concepción Andrés Picado) fue toda una diva. Llegó a Hollywood en 1930, casi al mismo tiempo que un grupo de escritores españoles reclamados por la nueva industria del cine sonoro para la filmación de los llamados talkies, cuando, antes de la invención del doblaje, las películas norteamericanas encontraban dificultades para su distribución en países de habla no inglesa y era preciso filmar las mismas películas en distintos idiomas, con diferentes directores, repartos, equipos técnicos y guionistas turnándose en el rodaje de las mismas secuencias, en los mismos decorados, pero en distinta lengua (célebre es el caso de Drácula, de Tod Browning, película de 1931 protagonizada por Bela Lugosi que tiene su paralela en castellano, dirigida por George Melford, con el andaluz Carlos Villarías como vampiro hispano, y que no desmerece en ningún aspecto al “original” en inglés, si es que no lo supera). Conchita Montenegro acudió a Hollywood como actriz de talkies en español, pero su solvencia y su calidad como intérprete, y su aprendizaje acelerado del idioma gracias a la ayuda del cineasta, escritor y diplomático español Edgar Neville y de un buen amigo suyo, el mismísimo Charles Chaplin, le permitieron dar el salto a las cintas en inglés, llegando a compartir cartel con Leslie Howard, Norma Shearer, Robert Montgomery, George O’Brien, Lionel Barrymore, Victor McLaglen, Robert Taylor o Clark Gable, al que se negó a besar durante una prueba con una mueca de desprecio que fue la comidilla en Hollywood. Continuar leyendo «Hollywood encuentra a Villar del Río: escritores españoles en la meca del cine»

Hitchcock interruptus

Hace nada menos que once años y tres meses que hablamos aquí de proyectos cinematográficos que Alfred Hitchcock inició en mayor o menor medida pero que nunca llegó a rodar, o a completar. Recuperamos aquel texto con más comentarios e información al respecto.

Resultado de imagen de hitchcock

Number Thirteen: en 1922 Hitchcock intentaba superar su condición de rotulista y dibujante de los estudios filiales de la Paramount (entonces, todavía Famous Players-Lasky) en Londres y trataba de convencer a los productores de que era capaz de escribir guiones y dirigirlos. La primera película que coescribió, Woman to Woman, vino precedida del fracaso de esta historia escrita por una antigua colaboradora de Chaplin que no pasó de dos rollos de filmación ante el abandono del coproductor norteamericano.

Titanic: en 1939 los últimos éxitos de Hitchcock en el cine británico y su proyección internacional le habían asegurado un contrato con el magnate David O. Selznick, productor de Lo que el viento se llevó, para su desembarco en Hollywood y el rodaje de una película sobre el hundimiento del famoso transatlántico. Hitchcock, nunca convencido del todo de lo ajustado de ese proyecto a sus intereses y métodos de trabajo, era más partidario de rodar Rebeca, sobre la novela de Daphne du Maurier cuyos derechos ya habían sido adquiridos. Durante el año que faltaba para su incorporación efectiva a Selznick International, Hitchcock, mientras rodaba Posada Jamaica para matar el tiempo, intercambió frecuentes comunicaciones con Selznick, y tras varios tiras y aflojas y un complicado intercambio de impresiones con un hombre tan controlador y temperamental como Selznick, con el que Hitchcock nunca se entendió Titanic se hundió, y Hitchcock debutó en Hollywood con la más inglesa de sus películas americanas.

Después del fracaso de Titanic, Hitch se interesó por Escape, un drama ambientado en la Segunda Guerra Mundial que protagonizaría Norma Shearer, una de sus actrices favoritas, con la que nunca pudo trabajar. Los derechos pertenecían, sin embargo, a la Metro-Goldwyn-Mayer, con cuyo responsable, el célebre Louis B. Mayer, Hitchcock (recordando su reciente experiencia con Selznick) veía pocas posibilidades de comprensión y cooperación, por lo que archivó el proyecto.

Greenmantle, una secuela de 39 escalones (1935) también escrita por John Buchan, fue el siguiente objetivo del director, pero las exigencias económicas del novelista para la compra de los derechos hicieron que descartara su adquisición y traslado a la pantalla.

Durante un breve periodo de tiempo, Hitchcock coqueteó con la idea de hacer una versión del Hamlet de Shakespeare trasladada a la edad contemporánea. Cary Grant llegó a mostrar cierto interés en sumarse al proyecto, pero quedó en nada.

The Bramble Bush era una historia sobre un hombre que usurpaba la identidad de otro después de robarle el pasaporte, encontrándose con que este era buscado por asesinato (una premisa no muy alejada de la utilizada años más tarde por Antonioni en El reportero). La idea de lo confusión de identidades se recicló en parte en el planteamiento de Con la muerte en los talones. Continuar leyendo «Hitchcock interruptus»

La atracción del lado oscuro: La brujería a través de los tiempos (Häxan, Benjamin Christensen, 1922)

la-brujeria-a-traves-de-los-tiempos-haxan_39

En Häxan: la brujería a través de los tiempos (Häxan, 1922), el cineasta danés Benjamin Christensen, cuya exitosa atracción por los argumentos de terror y misterio le llevó a Hollywood en la segunda mitad de la década de los veinte (con títulos protagonizados por Lon Chaney o Norma Shearer), compone todo un tratado sobre las relaciones de la cultura occidental con el ocultismo, la magia negra y la hechicería, en especial durante los oscuros siglos de la Edad Media. La película constituye una revolucionaria y equilibrada mezcla entre el documental erudito y la recreación ficcionada de situaciones, momentos y secuencias ilustrativos del tema del filme. Dividida en capítulos, alterna la exposición objetiva de las características históricas más reconocibles del culto a la brujería con la plasmación dramática de episodios que se acercan al fenómeno desde distintas ópticas para, en conjunto, presentar lo que bien podría ser el recorrido lógico de la actividad de una bruja medieval, desde los servicios prestados a sus paisanos con los más variopintos objetos (filtros de amor, curación de enfermedades, protección de personas y cultivos, mal de ojo…), la elaboración de pócimas o la celebración de rituales (no pocos de ellos escatológicos: ahí están las brujas orinando en grupo…), a las ceremonias orgiásticas (abundan las escenas de desnudo en el metraje), las bacanales demoníacas y los rituales paganos más variados, desembocando en la persecución de los acusados de brujería, su procesamiento, tortura, juicio y condena, y la ejecución de las correspondientes sentencias por parte de los poderes eclesiásticos.

La cinta, lejos de constituir un documento integrista que considere la práctica de la brujería y el culto al demonio como actos sacrílegos, propone un acercamiento sobre todo antropológico y cultural, partiendo del análisis del ancestral origen de estas manifestaciones (los cultos paganos, a menudo interesadamente malinterpretados por una iglesia excluyente y totalitaria) para, a través del desarrollo de la idea de choque con la religión oficial y la subsiguiente represión violenta, llegar hasta la época contemporánea, donde establece la equivalencia entre antiguos comportamientos atribuidos en la Edad Media a la influencia de lo mágico y lo diabólico y su actual identificación con trastornos y enfermedades mentales suficientamente conocidos, diagnosticados y tratados. La habilidad de Christensen consiste en combinar el documental explicativo con el cine de terror (algunas escenas realmente de mérito en la reproducción de atmósferas amenazantes, el uso del suspense, la disposición de los sustos y su dosificación), la erudición ilustrada a base de grabados, gráficos, pinturas, textos, etc., con elaboradísimas secuencias, sobresalientes en la ambientación y la caracterización de los personajes, con cabida para lo mágico, lo diabólico, lo erótico, lo cómico o incluso lo surrealista.

Basada parcialmente en un manual de cabecera para los inquisidores alemanes del siglo XV (contra lo que dice la leyenda negra española, la Inquisición alemana, como la francesa, la holandesa o la suiza, llevó mucha más gente a la hoguera), la película hace un recorrido académico por las distintas concepciones del universo que hablan de la lucha del bien y el mal, incluso de su localización geográfica en el mundo, en el planeta (el tradicional infierno subterráneo como caldera en la que purgar los pecados). Continuar leyendo «La atracción del lado oscuro: La brujería a través de los tiempos (Häxan, Benjamin Christensen, 1922)»

Las memorias de Frederica Sagor Maas

Se reproduce a continuación el artículo de Gregorio Belinchón publicado en la web de El País el pasado 30 de enero.

maas_39

Cuando uno empieza a leer La escandalosa señorita Pilgrim (editorial Seix Barral), cree abrir otro libro de memorias con revelaciones chispeantes, cotorreos asombrosos y anécdotas con las que derrotar a los amigos cinéfilos. Cuando acaba, queda el regusto amargo de haber conocido a una mujer derrotada por una panda de inútiles sin criterio ni talento, una mujer que incluso declarando su amor por su esposo no dejaba de reconocer cómo se supeditó a él. “En conjunto, esta historia habla de la frustración, la desilusión y la pena: momentos que quizá es mejor dejar en el barbecho o en el olvido. Sin duda, así es como me sentía en 1950, cuando me despedí por fin, sin lágrimas, de la industria hollywoodiense que me había envuelto y atrapado en su red de promesas. Había decidido olvidar y continuar con otras búsquedas. Lo hice, y nunca miré hacia atrás. Hasta ahora”, dice su autora en el prólogo de las memorias, que publicó en 1999, a los 99 años.

Porque Hollywood llevó a la guionista Frederica Sagor Maas al borde del suicidio. Y por suerte, superó las tentaciones y vivió hasta el 5 de enero de 2012, cuando había cumplido 111 años y 183 días. Era la última de una estirpe, la de las mujeres –muchas, muchísimas, a las que la historia no ha reconocido y cuyos nombres se pierden deglutidos por las fauces de la industria– que levantaron el séptimo arte en los inicios de las majors en Hollywood. Sagor Maas era más lista que sus colegas de profesión, y se sintió ninguneada, acosada sexual y profesionalmente, plagiada en un mundo loco, que se regodeaba en sus excesos. A todos los dejó atrás: “Todos vosotros, panda de sinvergüenzas, estáis ya bajo tierra, mientras que yo sigo aquí, vivita y coleando”.

Sagor Maas nació en Nueva York, la hija pequeña, la cuarta, de una familia de inmigrantes judíos: fue la primera en nacer en la tierra prometida. No acabó sus estudios de periodismo porque se enganchó al cine. Solo la gran pantalla le salvaba de la frustración de su paso por la Universidad de Columbia y dos veranos de trabajo en sendos periódicos.

“Un anuncio en la sección de oportunidades comerciales de The New York Times me llamó la atención. Lo que se ofrecía era “ayudante de coordinador de desarrollo” en las oficinas que Universal Pictures poseía en Nueva York. El anuncio tenía un tono intrigante de promesa, importancia y novedad. Al día siguiente me salté las clases en Columbia”. Frederica Sagor subió hasta el cuarto piso del número 1.600 de Broadway y su vida cambió por completo. Rodeada de borrachos, tipos de vuelta de todo, gente sin ningún interés por su trabajo, Sagor comenzó a escalar en la oficina, hasta que llegó a dirigir la delegación de Universal Pictures. Iba al teatro casi cada noche, leía galeradas de novelas una tras otra, a la búsqueda de esa joya oculta que mereciera la pena llegar al cine. Y las encontró… Otra cosa es que sus jefes le hicieran caso. Continuar leyendo «Las memorias de Frederica Sagor Maas»

Vidas de película – Leslie Howard

En este caso, habría que titular la sección Muertes de película (sería sin duda más curiosa y más «exitosa» de lo corriente).

Leslie Howard Stainer forma parte del club de ilustres cineastas e intérpretes hollywoodienses de ascendencia húngara, si bien nació en Forest Hill, en un distrito de Londres, en 1893. De empleado de banca y actor de teatro en sus inicios derivó en los años 30 en una de las máximas estrellas del cine, archiconocido a nivel mundial, fama y repercusión que alcanzarían la inmortalidad al dar vida a Ashley Wilkes en Lo que el viento se llevó (Gone with the wind, Victor Fleming-David O. Selznick, 1939).

Antes de eso, su carrera durante los años 30 fue una continua sucesión de éxitos. Desde La llama eterna (Smilin’ through, Sidney Franklin, 1932), con Norma Shearer y Fredric March, La plaza de Berkeley (Berkeley square, Frank Lloyd, 1933) y la versión que George Cukor dirigió de Romeo y Julieta en 1936 hasta el cuarteto de sus películas más populares o recordadas de esa década junto a la epopeya sureña de Selznick, La pimpinela escarlata (The scarlet pimpernel, Harold Young, 1934), rodada en Gran Bretaña junto a Merle Oberon, la magistral Cautivo del deseo (Of human bondage, John Cromwell, 1934), junto a una excepcional Bette Davis, El bosque petrificado (The petrified forest, Archie L. Mayo, 1936), de nuevo con la Davis y con Humphrey Bogart, y Pigmalión (Pygmalion, 1938), codirigida por el actor junto a Anthony Asquith.

El año de su consagración protagonizó además la versión norteamericana de la cinta sueca de Gustaf Molander Intermezzo (Gregory Ratoff, 1939), primera cinta americana de Ingrid Bergman, y comenzó los cuarenta dirigiendo dos películas, una secuela moderna de La pimpinela escarlata y la biografía de un famoso diseñador aeronáutico de la época.

Paradójicamente, el 1 de julio de 1943 el actor viajaba en un avión que cubría la ruta Londres-Lisboa cuando éste fue atacado y derribado por la aviación alemana. Al parecer, los alemanes creían que a bordo se encontraba el Primer Ministro británico Winston Churchill camino del norte de África. No hubo supervivientes.