Excelente documental que repasa la relación entre el director británico y el productor norteamericano y explica alguna de las claves del funcionamiento y de la extinción del Hollywood clásico.
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Retorno a un clásico: M (Joseph Losey, 1951)
En relación con la ingente cantidad de remakes a lo largo de la historia del cine, pocas veces uno de ellos aguanta la comparación con su cinta inspiradora, menos todavía cuando esta es unánimemente reconocida como una obra maestra. M, de Joseph Losey (1951), sin llegar tal vez a las cotas de excelencia de la obra de Fritz Lang, no solo es un magnífico thriller de suspense que conserva buena parte de los logros visuales de su original, además de aportar elementos nuevos, sino que, como su antecesora, una de las cimas del llamado expresionismo alemán, consigue trascenderse a sí misma, elevarse por encima de su género e incluso del medio cinematográfico para captar el espíritu de su época, para reflejar el estado de psicosis colectiva resultante de la era de la «caza de brujas», tan amarga para su director. La trama es conocida: un criminal, asesino de niñas, desconcierta tanto a la policía que esta, carente de indicios claros, no tiene otra forma de aproximarse a él que realizando una serie de continuas redadas indiscriminadas contra todo tipo de malhechores y sospechosos, lo que multiplica la cantidad de detenidos y procesados y el desmantelamiento de redes delincuenciales a todos los niveles; el crimen organizado acusa el golpe y, deseoso por quitarse de encima el aliento de la policía, desarrolla su propio plan para capturar al villano, de manera que se relaje la presión pública y policial sobre ellos y puedan seguir dedicándose a sus chanchullos dentro de los parámetros normales de su lucha del ratón y el gato con la ley y la policía.
Losey traslada la acción de la lúgubre Alemania expresionista de los treinta a la soleada California de principios de los cincuenta, y desarrolla la historia, como Lang, partiendo de la acreditada identidad del asesino y de los esfuerzos de delincuentes y policía por encontrarlo y capturarlo. Carente de la presencia y del carisma de Peter Lorre, pero igualmente siniestro, David Wayne da vida al criminal que, desde la depravación, poco a poco se verá metido en una espiral de desesperación por salvar la vida. Excelentes son las secuencias en las que, tras haberle echado el ojo, se frustran sus intentos por hacerse con una de las víctimas, igual que la introducción, en la que Losey presenta varios de los crímenes y la paranoia desatada entre la población, que invariablemente termina con inocentes, tomados erróneamente por el asesino, sufriendo en sus carnes la hostilidad de sus semejantes. Inevitable resulta establecer aquí el paralelismo entre esta situación y la psicosis social derivada de la «caza de brujas», hecho que se acentúa cuando los criminales habituales desplazan a la policía en su papel de principal protagonista de la persecución. La película posee así un doble discurso, el explícito, que sigue las líneas del original de Lang (el guión, completado con los diálogos adicionales de Waldo Salt, se estructura de igual manera y contiene alusiones directas, como el uso del silbido del asesino o la secuencia del ciego que lo reconoce, así como la elección de un subterráneo -un garaje, en este caso- como escenario para el desenlace), y el implícito, en el que, a través del valor simbólico otorgado al asesino, a los policías y a los delincuentes, Losey y sus guionistas aluden directamente a la paradójica realidad norteamericana del momento.
Donde obligatoriamente Losey se aparta de Lang es en la conclusión; en plena era del Código Hays la policía no puede representar valores negativos ni tampoco aparecer como negligente o incapaz, de manera que todo aquel responsable de acciones ilícitas o criminales debe ser arrestado y recibir su oportuno castigo. La contradicción se sustituye así por cierto maniqueísmo que, si bien no llega a empobrecer el conjunto, sí limita la controversia y el impacto derivado del cambio de papeles y del choque ético, del desplazamiento de la representación de la legitimidad moral. No obstante, son tantos y tan continuos los placeres visuales que ofrece la película que la planicie de la acción policial pasa prácticamente desapercibida: la excelente secuencia del seguimiento del sospechoso en el parque de atracciones, el acorralamiento y el registro del edificio Bradbury, las evoluciones del personaje encerrado en el depósito de maniquíes y, en particular, la conclusión en el garaje, con la cámara colocada frente a la rampa ascendente y el asesino, desesperado, intentando defenderse y escabullirse de la masa de malhechores que le acosa, son solo algunos de los puntos de ebullición de una película de impecable factura formal. Diluido el protagonismo en actores de perfil bajo (Howard Da Silva, Luther Adler, Steve Brodie…) para otorgar un papel central a la masa, al ser no identificado o reconocible, al grupo, a la tribu, es la acción y sus implicaciones en el momento de su estreno, su lectura política y social, lo que hace despuntar a este clásico de Losey sobre otras películas contemporáneas, y revitaliza este remake en paralelo a su original. Losey, uno de los grandes y reconocidos damnificados de ese negro periodo de la historia de Hollywood, no tardaría en verse sumido en una situación igualmente absorbente y desesperante, con las consecuencias de todos conocidas, aunque sin la contrapartida de un crimen horrendo; víctima de su libertad de pensamiento y de sus intereses como artista. Toda una lección de democracia.
A la revolución en pantalones: El halcón y la flecha (The flame and the arrow, Jacques Tourneur, 1950)
El visionado de esta joya del cine de aventuras sigue resultando de lo más gozoso. Las peripecias y acrobacias de Dardo (Burt Lancaster), el involuntario líder de la revuelta lombarda contra sus tiranos germánicos, atrapan y seducen al espectador tan ávido de películas con contenido como nostálgico del cine de su infancia. A los mandos, uno de los grandes de la serie B, Jacques Tourneur, que con guion del controvertido (políticamente, con el coste que eso supuso) Waldo Salt, dirige una historia breve (algo menos de hora y media) repleta de acontecimientos, plena de encanto, aventura, romance y acción, que bebe de las leyendas medievales para ofrecer un relato moderno y parcialmente innovador. Porque, es verdad, la película se adscribe al grupo de aventuras de cartón piedra ambientadas en el medievo que lograrían cierto crédito en los primeros años cincuenta, casi siempre con Robert Taylor embuchado en la cota de malla. También es cierto que el guion pica un poco de todas partes, toma algo de aquí y allá, del folclore ligado a Robin Hood y de la leyenda de Guillermo Tell, para conformar una historia algo tópica ya incluso entonces. Pero contiene algo que ninguna otra película de aquel o sobre aquel tiempo tienen: una heroína medieval en pantalones. Nada menos que Virginia Mayo, esplendorosa cabellera rubia germana en la Lombardía rebelde.
Igualmente gozoso es asistir a la acrobática complicidad entre Burt Lancaster, que interpreta a Dardo, el héroe de arco certero, y Nick Cravat, que da vida a Piccolo, su colega mudo de nacimiento, que al modo de Robin y Little John dirigen un grupo de proscritos del poder imperial que dirigen desde el bosque lombardo una revuelta contra el conde Ulrich (Frank Allenby), apodado «El Halcón», el señor feudal del lugar que proyecta casar a su sobrina Anne (Virginia Mayo) con un noble local arruinado, Alessandro di Granazia (Robert Douglas), una especie de Will Scarlett, para fortalecer su dominio sobre la zona. Hasta ahí, todo normal: el típico argumento, históricamente descontextualizado, en el que se ponen en boca de héroes medievales palabras como «libertad» con un contenido que era imposible que poseyeran, ni para ellos ni para nadie, en el contexto de la Edad Media, con una puesta en escena colorista y dinámica que combinaba los interiores de cartón piedra con un vestuario de leotardos y peinados a lo sota de copas. Pero a partir de estos lugares comunes es desde donde Waldo Salt consigue dotar al guion de algunas notas distintivas y ciertamente osadas: para empezar, Dardo, el héroe optimista y despreocupado, un poco en la línea del Robin Hood de Douglas Fairbanks o Errol Flynn, no es un luchador vocacional por la libertad. Tampoco se nutre exclusivamente de la venganza. Al contrario, Dardo rechaza la lucha, se resiste a intervenir en las cuestiones políticas y guerreras hasta que se ve obligado a ello por una razón personal. Y esta razón no es que su esposa (Lynn Baggett) le abandonara para vivir en concubinato precisamente con el conde Ulrich (tremenda osadía en sí misma el presentar de esta manera una ruptura y una relación extramarital), sino la intención de estos últimos, como respuesta a la muerte de uno de los halcones del conde por una flecha de Dardo, de que el hijo del héroe y de su casquivana esposa (Gordon Gebert) viva en el castillo con esta y su amante para adquirir los modos y maneras cortesanos. Un secuestro de facto que es lo que mueve a Dardo a luchar contra Ulrich, cuestión ajena, al menos al principio, a los asuntos políticos que mueven al resto de sus colaboradores.
No termina aquí la ligereza sentimental, de todo punto contraria al famoso Código Hays, que abunda en la película. Dardo no echa demasiado de menos a su esposa porque recibe el cariño y las atenciones de toda mujer de buen ver y en edad de merecer de los contornos, casadas o por casar, estando él casado por más que su mujer le haya abandonado. Por supuesto, todo este panorama cambiará con la aparición de Anne, destinada a casarse con un Alessandro que es un superviviente: se casa por dinero, lo mismo que se une a los rebeldes por cálculo, luego los traiciona en busca de su propio beneficio y finalmente se enfrenta de nuevo al Halcón por simple cuestión de supervivencia. Unas dobleces sucesivas en el personaje que lo hacen de lo más sugestivo e interesante, fuera de la planicie de buenos y malos tan frecuente en este tipo de producciones. Por último, Anne, en la hermosura de Virginia Mayo, no se queda encandilada por el físico del héroe o por su nobleza de intenciones a las primeras de cambio. Asimismo secuestrada para servir de rehén en un intercambio por el niño (y encadenada por el cuello), inicia muy pronto una partida de astucias y engaños para intentar liberarse y volver con los suyos. Continuar leyendo «A la revolución en pantalones: El halcón y la flecha (The flame and the arrow, Jacques Tourneur, 1950)»
La tienda de los horrores – Las dos vidas de Audrey Rose
Lo esotérico siempre ha sido muy popular en Hollywood, tanto (y según quién incluso más) que lo erótico o lo pornográfico, por más que en la temática de las películas esas cuestiones siempre hayan sido marginales hasta la ruptura de censuras y códigos represores de la primera mitad del siglo XX. Lo que se pensaba que era un tema arriesgado para el público y quedaba relegado a conocidas sesiones de espiritismo en casa de tal o cual actriz o director y en fiestas más o menos concurridas a las que eran invitados mentalistas, médiums, magos y demás personal a medio camino entre el show-business y la estafa de crédulos, no tardó en saltar a la pantalla cuando la mano de los censores se abrió y dio paso a historias en las que los fantasmas y espíritus dejaban de ser entes amables o incluso cómicos y se convertían en seres malignos y peligrosos en busca de venganza sobre los vivos por sus males pasados. A partir de los cincuenta, durante los sesenta, pero sobre todo a raíz de La semilla del diablo, de Roman Polanski (1968) y, sobre todo, del éxito de taquilla de cintas como El exorcista (1973) de William Friedkin o Carrie (1976) de Brian De Palma, surgió toda una ola de películas, la mayor parte de serie B, que con la emulación como argumento principal intentaron encontrar su hueco entre el público a base de sustos y sangre a puñados relacionados en última instancia con alguna creencia religiosa o capacidad extrasensorial, fenómeno que tenía su propia traslación europea en directores como Jesús Franco o Dario Argento. En Hollywood esta moda poco a poco fue intentando nutrirse de otros elementos que la hicieran novedosa y compleja, y si el propio De Palma ya la pifió al mezclar en La Furia (1978) elementos sobrenaturales con una trama de thriller político, el veterano Robert Wise, clásico entre clásicos (codirector de West Side Story, por ejemplo, y máximo responsable también de cintas como Marcado por el odio, El Yangtsé en llamas, Sonrisas y lágrimas o Star Trek) que contribuyó decisivamente a popularizar rostros como el de Paul Newman o Steve McQueen, la fastidió un año antes inspirándose ya en su época final en la novela del también guionista Frank DeFelitta con Las dos vidas de Audrey Rose, su intento por volver al terror, uno de sus temas favoritos ya tratado en clásicos suyos como El ladrón de cadáveres o La mansión encantada, pero esta vez aderezado con una trama judicial tan innecesaria como ridícula.
Contando con su propia Linda Blair, Susan Swift da vida a Ivy (bueno, y a Audrey), una niña que vive plácidamente con sus papás (John Beck y Marsha Mason) en un cómodo barrio residencial de Nueva York (ambientación similar a la utilizada por Polanski) y que, como niñata bien, es una moza medio cursi medio gilipollas. Tanta placidez montada en el dólar se empieza a torcer cuando la madre detecta que un fulano sospechoso y malencarado (Anthony Hopkins) sigue a su hija por la calle, la espera a la salida del colegio o deambula alrededor de la casa. Lejos de tratarse del conocido perturbado sexual, cuando la pequeña Ivy empieza a sufrir terribles pesadillas en las que parece rememorar acontecimientos dolorosos de una vida ficticia, el desconocido se revela como un profesor inglés residente en Estados Unidos que ha pasado años buscando la reencarnación de su hija Audrey, fallecida en un trágico accidente el mismo día y hora en que nació Ivy. Evidentemente, los padres de Ivy echan de su casa con cajas destempladas al hombre, pero cuando las pesadillas parecen revelar que un ente del averno amenaza la vida de Ivy y que sólo la presencia del extraño parece reconfortarla, no les queda más remedio que escucharle y aceptar lo que tiene que decir. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Las dos vidas de Audrey Rose»
CineCuentos – Primavera
Se marcha. Se va. No volveré a verla más. O, mejor dicho, sólo volveré a verla si el destino quiere. Mi experiencia dice que no querrá. No se puede confiar en él. Es un tramposo. Un cabrón. Apenas ha querido que la viera en estos meses. Su barco zarpa a las cinco. No queda tiempo. Qué hacer. Qué decir. Qué pensar. Qué soñar. Qué se puede hacer en la media hora previa a la pérdida para siempre de la persona que amas. Un último instante especial. Algo que no pueda olvidar jamás. Que haga que nunca pueda apartarme de ella del todo. Convertirme en recuerdo recurrente. En flash que de vez en cuando le provoque una sonrisa de nostalgia. Uno no muere hasta que muere la última persona que le recuerda. Budd Boetticher. Chaplin. El payaso. Calvero. Cómo lloró de emoción. Y de risa. Con Keaton. Calvero es la clave. Chaplin la solución. Su risa. Bellísima vitamina. Nunca ha sido tan hermosa como cuando se la regalaba a Charlot.
Unas horas solamente. La pierdo. Ropa vieja. Unos pantalones anchos y un viejo chaqué. Carcomido. Descolorido. Como yo. La cara blanca. Los ojos pintados. No puedo decirle otra vez que la quiero. Ya lo hice. No serviría de nada. No sirvió de nada. Unos zapatones. Un bombín. Un bastón de caña. Unas flores de plástico. O mejor, robadas del jardincito de atrás. Y correr. Correr a toda velocidad. Al galope. Correr Ramblas abajo camino del puerto. Ponerme de rodillas ante ella justo cuando vaya a poner el pie en la pasarela y pedirle que no me olvide. Hacerla reír una última vez. Arrancarle una última sonrisa que recordar siempre. Sus ojos quizá llorosos.
Pero no. No hay sol. Las Ramblas están llenas de gente. Me cuesta horrores seguir la línea recta. La aguja del reloj del puesto de flores se acerca a las cinco. No llego. No puedo ir más rápido. No podré decirle adiós. No podré hacerla reír una última vez. Moriré. Si antes no se me escapa el corazón por la boca. ¿Qué hará ella si llego a tiempo? ¿Qué pensará? Ni pensar en coger un taxi. Día de fiesta. Ni siquiera imagina lo que estoy haciendo. Que corro sin aliento a buscarla. A verla una vez más. La última. No sé cómo Chaplin podía correr con estos zapatos. Maldita sea. Voy a morir. Va a darme un infarto. Qué facha cuando llegue a la sala de urgencias del hospital. El personal sanitario se descojonará de mí. Haré reír a quien me importa un bledo que ría. Me faltará ella. Sin remisión. Moriré dos veces. Una en realidad.
Demonios. Qué sudores. Qué pintas. Cómo se vuelve todo el mundo a mirarme. El payaso supersónico. La velocidad de la luz. Una mano en el sombrero. Para que no vuele. Otra sujetando un ramo de flores descompuesto. Feo. Sí. Es lo que hay. La delincuencia floral tiene sus límites. El jardín de atrás no da para más. Fin de las Ramblas. Sigue la carrera hacia el puerto. Veo el barco de lejos. Un grupo de gente delante. Un reloj digital callejero indica las cinco menos dos minutos. Llego. Qué emoción. Qué haré. Qué hará. ¿Un beso de película? Ni de coña. Probablemente alguien me partirá la cara. Allí están. La veo a lo lejos. El sudor me está echando a perder el maquillaje blanco. Lo noto caer por mi cara y manchar el cuello de la camisa. Ni para payaso valgo. Pero llego. Allí está. Todavía lleva el vestido de novia y aún tiene el ramo de flores en la mano. Las chicas esperan a que lo lance, pero no lo hace. ¿Por qué? ¿A qué espera? Ojalá me esperara a mí.
Llego. Las sirenas del barco protestan su adiós. Ya llego. Estoy agotado. Pero el infarto no ha llegado. Yo sí. Ahí está. Preciosa. Sonriente. Ilusionada. Una nueva vida. Un nuevo país. Otro futuro. Sin mí. Su sonrisa franca se vuelve ahora cauta. Me ve. Me acerco. No me reconoce. O sí. Todos se ríen. Todos me miran. Descompuesto. Sudoroso. Agotado. Casi no puedo caminar sin riesgo de caerme. No he recuperado el resuello. Me inclino hacia delante para apoyar las manos en las rodillas. El bombín cae. Todos ríen. Recobro la respiración. Esperan. Ella espera. Expectante. No sabe quién soy. O sí. Me acerco lentamente a la pasarela. Ella está allí. Ante mí. Ha dado unos pasos hacia tierra firme al verme llegar. Él está detrás. Con su traje caro y su flor en la solapa. Corte de pelo militar. Sonrisa de afortunado. De incrédulo. Todavía no entiende cómo ha podido hacerse con una mujer así. Cómo ella ha podido acabar con alguien así. Un modelo de portada. Un cerebro de mudanza. Pero ella me mira. Por un segundo es toda para mí. Yo. Gesto triste. Lloro. Finjo que lloro. O lloro. Rodilla en tierra. Zapatones. Más risas. Tiendo las flores. Su sonrisa se desvanece. Sus dientes se esconden. Temo hacerle daño. Equivocarme. Hacerla sufrir. Que el musculitos de gimnasio con el que se va a América me dé una paliza. Dicen que es buen tipo. No lo sé. Para mí no puede serlo desde que ella se fijó en él. Ella sigue seria. ¿Qué hace? Saca una mano del ramo de flores y en ella sostiene un revólver. Pobre payaso loco. Sigo de rodillas. Su gesto adopta la seriedad de la muerte. Su mirada se vuelve fúnebre. Apunta a mi cabeza. Mueve el dedo en el gatillo. Dispara.
Las sirenas del barco camuflan con su adiós el mecanismo del arma. Nadie escucha la detonación. Yo tampoco. Por el cañón asoma un cilindro de plástico. De él cuelga un cartelito. Amarillo. Con letras rojas como un centelleo. ¡BANG! Ella vuelve a sonreír. Se ríe con todo el cuerpo. Es adorable verla reír. Vuelve a haber sol. Todos ríen. Ella me esperaba. Sabía que iría. Que me acordaría de Chaplin. Que robaría unas flores en el jardín de atrás. Que correría Ramblas abajo entre turistas y puestos callejeros. Que me arrodillaría ante ella. Ella esperaba para un último guiño cómplice. No olvidó nuestro juego. Pero soy un payaso profesional. Debo morir. Caigo en redondo con un ademán teatral. Dejo una pierna tiesa. Estiro la pata. Más risas. Por el rabillo del ojo, ella ríe más que nadie. Guarda la mano del revólver a su espalda. Se da la vuelta y lanza el ramo hacia atrás. Tortas entre las chicas para hacerse con él. Eso sí que tiene gracia. Pero soy un cadáver. No puedo reírme.
Ella toma las flores de mi mano muerta. Sube a cubierta abrazada a su machorro. Los operarios retiran la pasarela. Las sirenas vuelven a vomitar su despedida. Ya nadie ríe. Buenos deseos. Adioses. Lágrimas. Esperanzas. Recuerdos. Un payaso en el suelo. Muerto. Con media cara blanca. Un te quiero atragantado. Sonrisa torcida en la boca. Como de primavera rota.