Breve documental sobre esta joya del cine de Alfred Hitchcock, conducido por Eva Marie Saint, coprotagonista de la película.
Etiqueta: North by Northwest
Aniversarios de películas, en La Torre de Babel de Aragón Radio
Nueva entrega de la sección de cine en el programa La Torre de Babel, de Aragón Radio, la radio pública de Aragón, en este caso dedicada a conmemorar tres aniversarios cumplidos en 2019: Con la muerte en los talones (North by Northwest, Alfred Hitchcock, 1959), Dos hombres y un destino (Butch Cassidy and The Sundance Kid, George Roy Hill, 1969) y Alien, el octavo pasajero (Alien, Ridley Scott, 1979).
(desde 16 min. 23 seg.)
Mis escenas favoritas: Con la muerte en los talones (North by Northwest, Alfred Hitchcock, 1959)
Cary Grant, «bastante perjudicado», en una divertida secuencia, repleta de amor maternal, de este clásico de acción, suspense y comedia que sirvió de arquitectura estilística (y algo más) para la saga James Bond.
Mis escenas favoritas – Con la muerte en los talones (North by Northwest, Alfred Hitchcock, 1959)
Descacharrante momento de la subasta de la genial obra maestra de Alfred Hitchcock: amor, humor, suspense y acción en un cóctel irresistible.
Alfred Hitchcock presenta: Sabotaje (Saboteur, 1942)
Esta producción de 1942, parte de la contribución del cineasta Alfred Hitchcock al esfuerzo propagandístico de los aliados en el marco de la Segunda Guerra Mundial, en este caso dentro de las coordenadas del frente doméstico, puede considerarse la hermana pobre de una trilogía que compondría junto a 39 escalones (The 39 steps, 1935) y Con la muerte en los talones (North by Northwest, 1959). Al igual que ellas, Sabotaje cuenta con el protagonismo de un inocente, un hombre ordinario, común y corriente, dedicado a sus quehaceres habituales (en este caso es un obrero en una fábrica de aviones de combate), repentinamente inmerso en una situación límite en la que es perseguido tanto por un grupo organizado de espías como por las fuerzas de la ley que lo consideran un saboteador al servicio de los países del Eje. Barry Kane (Robert Cummings), que ha visto morir a su mejor amigo entre las llamas de un incendio provocado por un supuesto agente extranjero camuflado en la identidad de otro obrero llamado Fry (Norman Lloyd), es considerado culpable por las autoridades norteamericanas, y como tal es perseguido durante una huida en la que intenta desenmascarar a los verdaderos responsables, una organización oculta, compuesta por personas respetables, de intachable reputación, que maniobra en la sombra en favor de los intereses de los enemigos de Estados Unidos. En su periplo recibe la ayuda, primero a regañadientes, luego coronada por el amor, de Pat (Priscilla Lane), junto a la que sortea todo tipo de peligros.
El argumento posee todas las líneas básicas del modelo hitchcockiano para este tipo de producciones: el falso culpable, el papel amenazante de la policía, los villanos con glamour que se desenvuelven entre confortables ranchos y lujosas mansiones en las que ofrecen suntuosas recepciones para invitados importantes, el azar como detonante de la tensión y la intriga, el amor como trasfondo irónico de una trama seria (una vez más, las esposas que la policía coloca a Barry sirven de metáfora visual y socarrona a la relación entre él y Pat, su inicial desencuentro y su progresiva atracción, que colapsa en amor y que promete un matrimonio considerado como una cárcel… para él), un carrusel de persecuciones, suplantaciones, equívocos y enfrentamientos dialécticos con mayor o menos ingenio que lleva a los protagonistas de costa a costa y, por fin, el desenlace en un entorno grandioso, monumental, perfectamente reconocible, en esta ocasión en lo alto de la Estatua de la Libertad. Todo ello sin abandonar, claro está, los giros inverosímiles (que al bueno de Hitch le traían sin cuidado) y el comportamiento algo ilógico de un buen número de personajes que asisten a Barry en su huida (el conductor del camión, los freaks del circo en ruta…) porque su presunta simpatía puede más que su posible condición de saboteador a sueldo del enemigo, sin descuidar tampoco el humor (los anuncios en la carretera que parecen anunciar los siguientes pasos en el futuro inmediato de Barry), y ofreciendo algunas muestras impagables de creatividad visual propia del genio británico. Así, toda la conclusión, con la recreación en estudio de la cabeza de la Estatua de la Libertad, o algunos momentos especialmente brillantes como la caída del protagonista desde el puente, el instante en que el incendio devora a su mejor amigo, la secuencia, plena de tensión y violencia física, de la botadura del barco y el detonador de la bomba que debe hundirlo (a todas luces, eso sí, insuficiente dada la escasa dimensión de la explosión, lo que hace pensar en unos saboteadores un poco chapuceros), el fantástico pasaje de la persecución y el tiroteo dentro del cine, con la silueta de Fry dibujándose negra en la pantalla y el humo de los disparos elevándose en el resplandor plateado de la proyección…
Capítulo aparte merece la relación, tratada como siempre en modo sarcástico, entre Barry y Pat. Una vez más unidos por unas esposas, el relato amoroso posee tanta importancia o más que la trama criminal que la película ofrece en primer término, hasta el punto en que no se sabe si este argumento principal no es de algún modo un pretexto, si no un subrayado simbólico, Continuar leyendo «Alfred Hitchcock presenta: Sabotaje (Saboteur, 1942)»
Cine en fotos – Con la muerte en los talones (North by Northwest, Alfred Hitchcock, 1959)
El celo y la inventiva de los censores brilló a gran altura en una de las obras maestras de Alfred Hitchcock, Con la muerte en los talones, que fue sometida a un riguroso examen en 1959. Durante el visionado, la Comisión de Censura prestó una escrupulosa atención a los diálogos -cargados de doble sentido- entre los protagonistas. Por ejemplo, se exigió «suprimir frase referente a ¿qué podría hacer un hombre sin su ropa, durante veinte minutos?».
Pero la escena que inspiró más literatura es aquella en la que el personaje de Cary Grant se encuentra por primera vez con su pareja de reparto (Eva Marie Saint), en un tren de literas.
El talento de Hitchcock hizo que la escena destilara erotismo y los censores no lo pasaron por alto. La pelícua sufrió varias «adaptaciones», entre ellas «aliviar el recíproco restregón en la litera del tren». Otro censor lo expresó con más precisión: «suprimir las efusiones en el departamento del coche cama, dejando solamente la iniciación del primer beso, cuando están de pie, que se ligará con el término del último beso». Y alguien añadió un nuevo detalle a la escena, pidiendo la supresión del «beso corrido circular».
La trama, pese a todo, recibió un trato benevolente de los miembros de la Comisión de Censura. Uno de ellos dejó escrito en su informe: «Sin inconveniente, aparte de algunas caricias amorosas demasiado vivas. El interés de la intriga se malogra por la disparatada intervención de lo violento y lo acrobático». El censor no aclaraba si la mención a las acrobacias incluía el «beso corrido circular».
La censura cinematográfica en España, de Alberto Gil (Ediciones B, 2009).
Cuando la comedia romántica era comedia y romántica: Indiscreta (Indiscreet, Stanley Donen, 1958)
Aquí tenemos al gran Cary Grant dejándose las articulaciones en plena efervescencia danzarina al estilo escocés en la deliciosa Indiscreta (Indiscreet, Stanley Donen, 1958), magnífica comedia romántica, coprotagonizada por la no menos grande Ingrid Bergman, que responde adecuadamente a lo que constituye la esencia del género, esto es, el choque amoroso de dos personalidades antagónicas, a priori con objetivos e intereses contrapuestos, y que se enfrentan, a través de situaciones agridulces que combinan humor y drama, al triunfo de sus mutuos sentimientos. En este caso, todo ocurre bajo la batuta del gran maestro del musical Stanley Donen, y ese amor del director por el musical impregna de algún modo todo el metraje en cuanto a estilo, composición de planos y secuencias, ritmo y, obviamente, el magistral tratamiento de la descacharrante escena en la que Grant se deja llevar, de manera un tanto incoherente respecto a lo que su personaje ha reflejado en los minutos previos, por los alegres acordes de la tradicional música de las Highlands.
Anna Kalman (Bergman) es una célebre actriz ya madura que está viviendo una crisis personal. El desencanto que le produce su soledad le priva del estímulo y de la pasión de la interpretación, por lo que vive sus días entre Mallorca y su casa de Londres. Sus últimos intentos por entablar una relación sentimental han fracasado, y se encuentra ante una desoladora perspectiva de envejecimiento en soledad, sin que la compañía de sus grandes amigos, los Munson, Alfred (gran Cecil Parker) y Margaret (Phyllis Calvert), le sirvan de consuelo. Ellos se empeñan en lograr que haga vida social, que no pierda la esperanza ni la alegría, pero cada vez lo tienen más difícil. Eso, hasta que una noche Alfred acude al piso de Anna junto a Philip Adams (Cary Grant), toda una personalidad de los negocios internacionales que Alfred, empleado del Gobierno británico, quiere reclutar para la OTAN, y al que pretende agasajar durante el breve tiempo que pasa en Londres. Lo cual incluye la impartición de una conferencia y una cena institucional para la que Anna, que en seguida se ha encandilado del buen mozo, resulta la acompañante más adecuada… Desde ese instante, la atracción mutua se convierte en amor, y las barreras entre ambos, sin embargo, no dejan de crecer: Philip vive en París y Anna en Londres; él no tiene ninguna intención de aceptar ese empleo en la OTAN, y ella, que ha vuelto a actuar, debe salir de gira; o, el más importante: él está casado y, aunque está tramitando el divorcio, los trámites en Estados Unidos se están alargando demasiado…
La película de Donen, esquemática en cuanto a planteamiento, como corresponde al género, cuenta como mejor baza con unos intérpretes sublimes: Bergman está espectacular en su madurez, ya a punto de pasar a un segundo plano en cuanto a importancia y relevancia en Hollywood (desde entonces espaciaría mucho más sus apariciones cinematográficas, a veces con directores de poco renombre y en proyectos de escasa trascendencia, hasta volver por la puerta grande gracias al otro Bergman, Ingmar, en la producción alemana Sonata de otoño, de 1978), y Grant explota a fondo la cumbre de su mejor momento profesional (por decir algo, porque ese «mejor momento» llevaba prolongándose veinte años, y todavía duraría un lustro más), justo antes de alzarse definitivamente con la obra maestra Con la muerte en los talones (North by Northwest, Alfred Hitchcock, 1959), en un papel con ciertas similitudes al de Philip Adams de Indiscreta. Ambos despliegan un recital de humor y sensibilidad para componer dos personajes sólidos y creíbles, imperfectos seres humanos que atesoran múltiples defectos y debilidades, pero cuya fortaleza y determinación en momentos puntuales resulta imbatible. Junto a ellos, los Munson, funcionan como espejo y contrapunto: el matrimonio veterano que se las sabe todas, a la vez cómplices y antagonistas, que sobreviven con humor y sarcamos a los pequeños desencuentros diarios. Especialmente, las apostillas irónicas de Alfred a casi todo lo que ocurre resultan especialmente apreciables, muestra perenne del llamado «humor inglés». Continuar leyendo «Cuando la comedia romántica era comedia y romántica: Indiscreta (Indiscreet, Stanley Donen, 1958)»
¡Qué grande es el cine! – Con la muerte en los talones
La tienda de los horrores – Suave como visón
Desde Con la muerte en los talones (North by Northwest, Alfred Hitchcock, 1959), la estrella de Cary Grant fue apagándose poco a poco. Tras veinticinco años en lo más alto del panorama de Hollywood caracterizando una y otra vez al galán de galanes por antonomasia, la inexorable huella de la edad dificultaba ya su identificación por parte del público con los atractivos, aventureros, alocados y descacharrantes personajes de sus screwball de juventud y de los elegantes y heroicos caballeros de su madurez, al mismo tiempo que afectaba a la verosimilitud de ciertas actitudes y comportamientos de sus caracteres en la pantalla. Esta autoconciencia de que su indiscutible hueco en el cine del sistema de estudios empezaba a faltarle llevó a Grant a un espaciamiento cada vez mayor de sus apariciones en películas durante los años sesenta, hasta un retiro prematuro que le libró de tener que reinventarse en la vejez, como hicieron muchos otros intérpretes del periodo clásico, exiliándose en proyectos menores de cine de catástrofes o en series de televisión de bajo perfil durante los setenta. La lenta pero súbita caída de Grant tuvo celebrados repuntes, como Página en blanco (The grass is greener, 1960) o Charada (Charade, 1963), ambas dirigidas por Stanley Donen, pero otros de sus trabajos dejaron a las claras que su época en el cine había pasado, si bien resultando siempre la presencia y la interpretación de Cary Grant lo mejor de ellos: es el caso de Apartamento para tres (Walk don’t run, Charles Walters, 1966) o esta Suave como visón (That touch of mink, Delbert Mann, 1962).
De muy muy decepcionante puede calificarse esta presunta comedia de leve temática sexual protagonizada por Grant y una Doris Day rebozada y regocijada en la etapa más insoportable de su carrera. Como de costumbre, Doris Day interpreta a una provinciana reprimida, timorata y palurda cuyo principal -y único- proyecto de felicidad es encontrar al amor de su vida, fundar un hogar y procrear montones de hijos. Por este orden, por supuesto, porque de sexo, hasta que pasen por la vicaría, nada de nada. No se trata de una excentricidad aislada, porque Cathy, el personaje que interpreta Doris Day, vive en un apartamento de Nueva York alquilado a medias con Connie (Autrey Meadows), otra que tal baila. Juntas viven en algo así como en una eterna edad del pavo, como si a su ya más que madurez -la actriz era ya cuarentona- compartieran todavía acampada en el colegio, cuarto en el instituto o residencia en la universidad. Todo cambia cuando un día de lluvia el cochazo de un millonario elegante y apuesto, Philip Shayne (Cary Grant, obviamente) salpica de barro el abrigo de Cathy cuando se dirige a una entrevista de trabajo. Por supuesto, esto no es más que el principio de una historia que, transitando por distintos marcos de lujo y distinción, consiste en las distintas maniobras de Philip para desvirgar a la rubia y en la resistencia y maquinación de la mujer para conseguir que el ricachón trague con la ceremonia matrimonial como peaje imprescindible para acceder a ello. Por supuesto, este planteamiento encierra un concepto retrógado de las relaciones humanas en todos los sentidos, así como una trampa argumental, ya que, en el fondo, el comportamiento de Cathy es casi casi prostitución, pero el guión de Stanley Shapiro consigue convenientemente almibararlo todo de sentimentalismo barato y comedia hueca a fin de quitarle tremendismo y de convertir el puro sexo en historia de amor de algodón de azúcar.
Delbert Mann se apunta uno de los tantos más bajos de su carrera, nada que ver con Marty (1955) ni con Mesas separadas (Separate tables, 1958), y el trabajo de Stanley Shapiro resulta muy inferior incluso al realizado en otras presuntas comedias irritantes de Doris Day también escritas por él, como Confidencias a medianoche (Pillow talk, Michael Gordon, 1959) o Pijama para dos (Lover come back, Delbert Mann, 1961). Tampoco es el punto más alto de la carrera de Doris, aunque su punto más alto no destaque tampoco demasiado por encima de su trabajo en esta cinta, y, desde luego, el trabajo de Cary Grant, por más que consiga dotar, como no puede ser de otra manera, a su personaje de su característico carisma personal y su elegancia innata, termina abundando casi en la auto parodia habitual de sus últimos trabajos en la pantalla, muy lejos del lugar de honor que la historia del cine le deberá siempre. La película resulta fallida en casi todas sus líneas, resultando con diferencia lo más notorio, para mal, el hecho de que un sesentón Cary Grant y una cuarentona resulten tan profundamente ridículos perdiendo el tiempo en una trama de aire más propio de la adolescencia en torno a las incertidumbres coitales. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Suave como visón»
Alfred Hitchcock presenta – Del asesinato como una de las ¿bellas? artes: Cortina rasgada
En su cine, el gran Alfred Hitchcock (grande, en todos los sentidos…) seguía ese axioma, si no inventado por él, sí generado a raíz de sus experiencias, de la conveniencia de rodar las escenas de amor como las de asesinato, y las de asesinato como escenas de amor. En el primer caso, basta con recordar la romántica escena del beso entre Ingrid Bergman y Cary Grant mientras éste habla por teléfono en Encadenados (Notorious, 1946). La secuencia, además de la lógica contigüidad física y del intercambio de efusiones y carantoñas, añade desplazamientos y roces por toda la habitación, como si de una persecución y un forcejeo se trataran. Ejemplos de su contrario abundan por todas partes en el cine del Mago del suspense. La frasecita hitchcockiana viene a aseverar que, en la línea apuntada por Rupert Cadell, el profesor de filosofía que interpreta James Stewart en La soga (Rope, 1948), «discípulo» un tanto socarrón de las célebres ironías criminales de Thomas de Quincey en su Del asesinato como una de las bellas artes (1827), y a la manera de los antiguos lances de honor, un buen asesinato precisa del contacto físico directo, esto es, que el uso de armas de fuego, mucho menos en la distancia y a traición o por la espalda, flaco favor hace al verdadero sentido del asesinato en el cine del maestro, esto es, mostrar de cerca la brutalidad extrema y el comportamiento animal, instintivo, violento, egoísta, salvaje, del ser humano en determinadas circunstancias.
De ahí que, excepto puntualmente, en el cine de Hitchcock abunden los métodos de asesinato que precisan de la fuerza física, que sean las personas las que maten, que se genere ese vínculo íntimo, personal y directo entre criminal y víctima, que el brazo ejecutor sea la propia mano y no los revólveres o las balas, producto de la habilidad y no de la fuerza del propio cuerpo. Si bien las armas de fuego no adquieren gran protagonismo en sus películas (aunque hay muertes por arma de fuego, cómo no, como en el final de Con la muerte en los talones –North by Northwest, 1959-), el veneno, que tampoco precisa de esa lucha a vida o muerte, sí está mucho más presente (recuérdese, en la propia Encadenados, o su ilusión en Sospecha –Suspicion, 1941-), en este caso como proyección de lo que, en los cánones machistas y retrógrados del director, se ha de asimilar al nivel de retorcimiento, perfidia y maldad de una mente femenina cuando es cruel y siniestra (aunque en algún caso parezca ser un asesino, y no una asesina, el que recurra al veneno). Pero, casos aislados aparte, sin duda son el estrangulamiento y el apuñalamiento los métodos favoritos de asesinato en el cine de Hitchcock.
El estrangulamiento, la muerte por las propias manos, abunda por doquier en la filmografía del genio, en alusiones (como en el discurso de Rupert en La soga alrededor del estrangulamiento de pollos) o directamente, con Frenesí (Frenzy, 1972) como paradigma, pero no como única muestra ni mucho menos. El rey, sin embargo, del asesinato en el cine de Hitchcock, es el cuchillo: es el medio utilizado por el asesino de El enemigo de las rubias (The lodger, 1927), el instrumento de la muerte en legítima defensa de La muchacha de Londres (Blackmail, 1929), la forma de asesinar a la espía de 39 escalones (The 39 steps, 1935), el arma que provoca la muerte del agente francés en las dos versiones de El hombre que sabía demasiado (The man who knew too much, 1934 y 1956), la herramienta habitual del mexicano de El agente secreto (Secret agent, 1936), la única manera que la heroína tiene de acabar con el villano de Sabotaje (Sabotage, 1936), la presencia amenazante en forma de navaja de afeitar en Recuerda (Spellbound, 1945), el mecanismo de defensa convertido en tijeras de Grace Kelly en Crimen perfecto (Dial M for a murder, 1954) precisamente como respuesta a un intento de estrangulamiento, el método (en elipsis, afortunadamente) de Raymond Burr para liquidar y trocear a su esposa en La ventana indiscreta (Rear window, 1954), el arma justiciera de la dependienta de una tienda que captura al ladrón de Falso culpable (The wrong man, 1956), la muerte inesperada (y esta vez sí, a distancia) del embajador ante la ONU de Con la muerte en los talones, la expresión de la más feroz locura en Psicosis (Psycho, 1960) -aquí con una clara intención en clave sexual no ausente en otros varios de los ejemplos aquí apuntados-, multiplicado en los punzantes picos de miles de aves en Los pájaros (The birds, 1963) … Continuar leyendo «Alfred Hitchcock presenta – Del asesinato como una de las ¿bellas? artes: Cortina rasgada»