Palabra de Jean-Pierre Melville

«Me han definido como ‘el más americano de los realizadores franceses y el más francés de los realizadores americanos’. Es una bonita frase para leer en una crítica, pero no me parece exacto. Hay gente que es tan americana como yo, incluso en Francia, por su forma de hacer películas, y también hay realizadores americanos que son más franceses que yo en sus realizaciones. No se puede establecer nacionalidad a partir de la forma de realizar las películas. No quiero ser paradójico y decir que no me siento impresionado por el arte cinematográfico americano, eso sería erróneo. Es cierto que mis primeras lecciones las he aprendido de sesenta y tres grandes realizadores americanos que, en mi opinión, me han enseñado la profesión. No veo muy bien la diferencia entre el cine italiano, japonés, inglés, francés, cuando está bien hecho, y el americano. Se puede hacer la diferencia de cines según las películas estén bien o mal hechas. Y podemos considerar que los sesenta y tres cineastas importantes de Hollywood en los años 30-40 eran gente que conocía extraordinariamente bien su profesión, y que hacían un cine clásico pero en absoluto académico. Este cine lo he aprendido al igual que todos los cineastas de mi generación, ya sean italianos, ingleses o japoneses. Nos hemos encontrado frente a una gramática y una sintaxis tan bien elaboradas que no se podía inventar otras. A pesar de ello, todas las tentativas, todas las experiencias, son deseables. Es divertido ver a la gente queriendo hacer un cine nuevo, queriendo revolucionar un tipo de narración que ha resistido a todo. La única cosa verdadera, importante, es que el cine vence a todo esto y siempre vuelve a sus formas clásicas.

(…) La silence de la mer impresionó mucho a cierto número de jóvenes, lo suficiente para que, más adelante, les sugiriera la idea de hacer sus propias películas. Es decir, que como no tenían demasiado dinero se dijeron que podían proceder ‘como Melville’. Se inspiraron en mi modo de rodaje ‘económico’, pero es el único punto en común que hemos tenido. Además, cuando lograron rodar su segunda o tercera película ya se empaparon de intelectualismo, cosa que desprecio profundamente. Pero como tenían que decir que procedían de alguna parte, decidieron decir que yo era su padre espiritual, que yo era el padre de la nouvelle vague. Enseguida, me encontré encabezando una enorme familia… de hijos ilegítimos, que no he querido reconocer.

(…) Yo creo que un creador, un creador de verdad, no debe divulgar las cosas que ha aprendido a lo largo de los años. Un creador de cine es un manipulador de sombras, que trabaja en la oscuridad. Crea por medio de trucos. Yo me doy perfecta cuenta de la fantástica deshonestidad que hace falta para ser eficaz. Pero es preciso que el espectador no advierta jamás hasta qué punto todo está trucado. Hace falta que quede maravillado, que sea nuestro prisionero.

(…) No es deshonroso ser comercial. Lo que es absurdo, desde mi punto de vista, es hacer películas que no encuentren el auditorio debido. Hacer películas que consiguen 60.000 entradas es grotesco, incluso si con ello nos convertimos, para los críticos, en la figura máxima entre los realizadores. Yo quiero hacer películas que gusten al público, pero permaneciendo fiel a mí mismo, siendo lo que soy y sin hacer concesiones.

(…) Un creador de cine debe aportar su universo. Esto es capital. Si un creador de cine carece de un universo, no tiene gran cosa que decir y no será más que un realizador que diga ‘Acción’ y ‘Corten’.

(…) Ante todo, soy espectador. Por eso, hago películas que me gusta ir a ver. Cuando veo una película que se parece un poco a las mías, me gusta. Intento asemejar mis historias, mis personajes, a las películas que me gustaría ver».

Todos pierden: Cenizas y diamantes (Popiól I Diament, Andrzej Wajda, 1958)

Cenizas y diamantes [Popiól I Diament] (1958) - La Segunda Guerra Mundial

Última entrega de la llamada «Trilogía de la guerra» de Andrzej Wajda, abierta con Generación (Pokolenie, 1955) y continuada con Kanal (1957), Cenizas y diamantes se asoma al nuevo abismo que se abre bajo los pies de los polacos tras el final de la Segunda Guerra Mundial. País castigado secularmente por el enorme apetito de territorios de sus poderosos vecinos, la película presenta la enésima encrucijada de amenazas que se ciernen sobre él a través de la historia de Maciek (impresionante Zbigniew Cybulski), joven algo tarambana que milita en las filas de un partido de carácter ultranacionalista en una ciudad de provincias. En un clima social y político caótico y lleno de incertidumbres, la anterior armonía existente durante la guerra entre los distintos sectores ideológicos del país frente el enemigo común nazi está a punto de romperse definitivamente, toda vez que cada facción busca posicionarse de la mejor manera posible en el escenario posterior al conflicto, a modo de trampolín que le permita conquistar el poder y, dado lo extremo de las posturas, imponer un régimen, ya sea comunista, ya pro-occidental, que anule al adversario. Es en esta tesitura de anarquía y extremismos generalizados que el joven Maciek recibe un encargo de sus superiores ultranacionalistas: debe asesinar al más importante dirigente comunista del distrito, que piensa alojarse en un hotel de la ciudad. El entusiasmo dogmático e irracional de Maciek se combina con un perfil soñador, un tanto iluso, del joven, que no conoce otra vida que la de la guerra, acerca de lo que debe significar vivir una vida adulta sin violencia, en un mundo lleno de oportunidades y promesas de comodidad. Este horizonte tan halagüeño, con mucho de autoengaño, viene simbolizado por Krystyna (Ewa Krzyzewska), en la que Maciek encuentra el amor en el lugar y momento más inesperados y, desde luego, inoportunos.

Cenizas y diamantes (también conocido como Popiol que Diament) Zbigniew  Cybulski foto de 1958 (8x10)|Placas y señales| - AliExpress

Al final de los años cincuenta, con el neorrealismo italiano de capa caída o prácticamente desaparecido e inmediatamente antes de la irrupción de la nouvelle vague francesa, la cinematografía polaca gozó de amplia aceptación entre el público que buscaba películas más próximas al concepto de cine como arte, tal vez porque, acorde con la postura ideológica de buena parte de la izquierda occidental, existía todo un ramillete de películas polacas que ofrecían relatos de solidaridad, sacrificio y compromiso que, a pesar de ser en general un tanto ambiguos, mostraban un aspecto del sistema comunista, el «socialismo de rostro humano», muy del agrado de los partidos de izquierda que entonces (incluso ahora) se decían anticapitalistas, de lo cual quedó constancia en el palmarés de un buen número de festivales y certámenes. Escrita por Wajda y Jerzy Andrzejewski, autor de la novela en que se basa, la historia capta de manera muy auténtica ese clima de inestabilidad propio de los albores de la Guerra Fría en la Europa recién «liberada», cuando los distintos grupos que componen el bando vencedor de la guerra frente a los alemanes, una vez resquebrajada su frágil unidad, pugnan por no acabar a su vez vencidos por el adversario político. En un impoluto blanco y negro y utilizando la profundidad de campo en una declarada intención de que los diversos personajes y las posturas políticas que representan aparezcan igual de nítidos a los ojos del espectador a pesar de su posición en el encuadre, el mayor descubrimiento de la cinta lo constituye su protagonista, Zbigniew Cybulski, una especie de rocker o de James Dean tras el Telón de Acero, con los ojos siempre cubiertos tras sus gafas oscuras, aun de noche o en interiores poco iluminados, sus andares desgarbados, su actitud desmañada y su extraño y descompensado atractivo.

La película encuentra en él la lectura que une el periodo que representa con el contexto de su producción y rodaje: la promesa y la decepción, la evocación de un tiempo de oportunidades que en el presente ya se saben truncadas, traicionadas, perdidas. Maciek encarna a una generación de jóvenes vapuleados por la guerra que nada más terminar esta fueron a caer en los brazos de la dictadura comunista. Las ruinas de los edificios por los que transitan Maciek y Krystyna, el Cristo asaeteado y colgado cabeza abajo (la muerte de la religión), la noche inmensamente negra que se cierne abrumadora sobre la ciudad, sobre el país, observada a través de los cristales tintados del muchacho (una noche doble; la real y la de quien no ve los peligros, las amenazas, la oscuridad inminente del futuro que se avecina, tal vez la muerte…), y el falso ceremonial (el banquete en el hotel) que conlleva todo engaño colectivo, impregnan la película de una atmósfera desencantada, de una nostalgia y una melancolía bajo la que permanecen toda la rabia y la violencia contenidas del derrotado por una fuerza ante la que no puede oponerse. De este modo, la generación que luchaba por la superación de las etiquetas políticas excluyentes, de las sociedades cerradas, de los enconados enfrentamientos con sus semejantes y propugnaba la primacía de las cualidades humanas de todos los individuos, se vio aplastada y reducida por la implacable lógica de los bloques políticos y su reparto de áreas de influencia, prisioneros de su propio país después de haberlo sido del yugo nazi durante casi seis años.

Pero quien se convierte en total encarnación de ese clima de insatisfacción y esperanzas derrotadas es Maciek, en particular, su evolución a lo largo de la algo más de hora y media de metraje y, sobre todo, en su final. En cómo pasa de ser el muchacho arrogante y pendenciero del comienzo, incluso con estallidos de ira algo demente, a convertirse, tal vez al haberse dejado arrastrar por la tentación del amor, en una criatura dócil, sensible e indefensa, que se sabe vencida y abocada a rumiar su frustración y su odio en la autodestrucción. Así, la conclusión del filme, esa especie de «danza de la muerte» que emprende Maciek, con la sonrisa congelada mientras camina tocado sin remedio, es, además de uno de los más memorables y poderosos finales de la historia del cine, la triste y amarga puesta en imágenes de la tragedia de todo un país.

Popiół i diament. Część pierwsza 1959-89 | W oczach Zachodu | FINA

Mis escenas favoritas: Los cuatrocientos golpes (Les quatre cents coups, François Truffaut, 1959)

El guion original de esta maravillosa cinta, uno de los capítulos fundacionales de la Nouvelle Vague, terminaba con una imagen de Antoine Doinel y su amigo René perdiéndose por entre las bulliciosas calles de París. Un hallazgo inesperado en la sala de montaje sustituyó ese final por el conocido, imágenes inolvidables fotografiadas por Henri Decaë y acompañadas por la música de Jean Constantin.

Antoine huye de un reformatorio en la costa de Francia y corre hacia la playa, hasta el mismo borde del océano. Entonces, agotado el camino, solo puede regresar. Ahí la imagen se congela súbitamente y presenta a Antoine a un tiempo confuso, tal vez temeroso, lleno de incertidumbres sobre el futuro, y también algo asombrado, como si el final de la película le hubiera sorprendido. «El cine es un arte indirecto… oculta tanto como revela”, explica Truffaut. Antoine, en realidad, es un muchacho más perdido que huido, no se trata de un joven díscolo, desobediente, insatisfecho, que celebra eufórico su escapada del penal donde cumple condena, sino de un niño de ánimo frágil que solo aspira a la supervivencia de la inocencia, que no conoce el afecto ni el amor, que busca con todas sus fuerzas querer y ser querido, siempre en el límite de romperse en mil pedazos definitivamente pero a la vez curtido, endurecido por el sufrimiento de sus sentimientos. Como todos los grandes finales, es solo otro principio, el de un Antoine que mira hacia un futuro incierto que es incapaz de descifrar, y cuya revelación ocupará una parte importante de la filmografía de su creador, de su alma, François Truffaut, quizá como única forma de explicarse a sí mismo.

«Cartago Cinema», ya a la venta

Desde el pasado lunes está a la venta Cartago Cinema, primera novela de un servidor, publicada por Mira Editores. La presentación tendrá lugar a finales del mes de enero de 2018.

Una enigmática muerte reabre un antiguo misterio sin resolver. ¿Qué hizo que el más prometedor cineasta del Hollywood de los años setenta anunciara de improviso su retirada y se autoexiliara en un château francés? ¿Qué hace que treinta años más tarde envíe el manuscrito de un nuevo guion al productor de sus viejas películas? ¿Qué ha sido de su vida en esos años? ¿Qué se propone filmar? ¿Quién es la desconocida que lo acompaña en la nueva huida que emprende cuando ya tenía decidido volver al mundo? El último magnate superviviente de la era de los grandes estudios encarga a uno de sus guionistas que encuentre las respuestas a estas preguntas, en una investigación que lo arrastra a un viaje por la geografía —de Los Ángeles a las afueras de París, del desierto aragonés a Ciudad de México—, la historia —de la conquista romana de Cartago al salvaje Oeste, de las guerras napoleónicas a la transición española— y el cine —del Mr. Arkadin de Orson Welles o el Rufus T. Firefly de Groucho Marx a los Humphrey Bogart y Gloria Grahame de En un lugar solitario (In a lonely place, Nicholas Ray, 1950)—.

¿Es el cine algo más que, como decía John Lennon, la vida despojada de los momentos aburridos? ¿No será una versión mejorada, corregida y aumentada en tiempo, experiencias e intensidad de la única vida que poseemos? ¿Acaso no incorporamos a la vida real las reglas que utilizamos para construir las vidas de ficción, no aplicamos a nuestra memoria, personal y colectiva, las estructuras y los mecanismos de la creación en una constante reescritura de nuestras vidas y de la historia de nuestras sociedades, a menudo con la única intención de ofrecer continuas versiones mejoradas a nuestro público, que es, además, personaje? ¿No son la memoria y la historia mesas de montaje en las que constantemente vamos mezclando secuencias y tomas, melodías, sonidos y diálogos para adecuarlas al ideal de lo que queremos que sea y, sobre todo, de lo que queremos que los demás vean que es?

En Cartago Cinema se dan la mano la memoria, la historia, el cine y la literatura. En la línea del tratamiento literario que el universo cinematográfico ha recibido en la obra de autores como Gómez de la Serna, Scott Fitzgerald, Nathanael West, Gore Vidal, Garson Kanin, Norman Mailer o David Thomson, intenta hallar una clave a la duda planteada por François Truffaut en los tiempos de la Nouvelle Vague: «¿Es el cine más importante que la vida?».

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Tras la pista de Georges Méliès

El pasado día 19 presentamos en Zaragoza Méliès, obra colectiva sobre uno de los padres del cine, probablemente el mayor y mejor pionero del arte cinematográfico en los orígenes del celuloide. Entre las espléndidas ilustraciones de Juan Luis Borra y los extraordinarios textos que incluye el volumen, obra de Raúl Herrero, Bruno Marcos, Alberto Ruiz de Samaniego, Jesús F. Pascual Molina, Silvia Rins, Carlos Barbarito, Aldo Alcota, Laia López Manrique, Antonio Fernández Molina, Iván Humanes, Tomás Fernández Valentí y Diego Civilotti García, se coló uno de quien escribe, titulado Magos del shock latente (en expresión de Guillermo Cabrera Infante), del que sigue un fragmento:

Georges Méliès no inventó el cinematógrafo; hizo mucho más que eso: inventó el cine.

La figura de Méliès emergió, como el héroe de un antiguo serial de aventuras, en el instante justo, en el momento crucial para salvar al cine de una muerte prematura, de una desaparición en exceso temprana. Consumido el efecto sorpresa, acostumbrada la masa que durante los primeros tiempos había abarrotado las proyecciones a la continuada observación de insulsas escenas de la vida cotidiana o de impersonales estampas urbanas o campestres, simples postales en movimiento, los hermanos Lumière, convencidos de las nulas posibilidades comerciales del cinematógrafo, pretendieron emplearlo como instrumento puramente técnico al servicio exclusivo del conocimiento científico y de los avances tecnológicos. En la otra orilla del Atlántico, la implacable avaricia de Thomas A. Edison había sembrado de férreos y costosísimos derechos económicos la explotación del cine en la Costa Este (propiciando así el inminente descubrimiento de Hollywood) y reducido su condición a la de mera atracción de feria, objeto de clandestino y casi onanista disfrute para todo espectador que, siempre de uno en uno, se introdujera en una barraca de madera, tras una manta que oficiara de precario biombo o en la trastienda de un colmado o de una farmacia para escrutar a través de un agujerito cual Norman Bates espiando a Marion Crane en Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960) un puñado de anodinos fragmentos de película de escasa trascendencia.

En este contexto precozmente decadente, Georges Méliès irrumpió con el entusiasmo de un visionario, con la clarividencia de un iluminado, para inventar el cine. No el cinematógrafo sino el cine, el ritual, la liturgia de ir al cine. El cine como concepto, el pacto silencioso entre cineasta y público, ese contrato implícito que une al creador con el destinatario de sus fantasías en cuyas cláusulas se acuerda que el autor construirá de la nada todo un universo ficticio de hermosas mentiras que jugará a hacer pasar por reales, que el espectador aceptará creer mientras dure la proyección sin preguntarse cómo o por qué, renunciando a resolver el misterio, a dejarse revelar el truco. A partir de una inagotable imaginación y de un inmenso bagaje de conocimientos técnicos y artísticos sobre el mundo del teatro, las variedades, la magia y el ilusionismo, con espíritu pionero, pleno del candor y de la ingenuidad que también le son propios, con el hambre del descubridor de nuevos horizontes, con la convicción absoluta de que el cine era precisamente la más importante de las artes al comprenderlas todas, Méliès dotó al nuevo medio de uno de sus ingredientes primordiales, de su componente definitivo, hoy más que nunca en cuestión: la ilusión. En su cine, la sorpresa agotada en sí misma y progresivamente diluida por efecto de la repetición se vio arrinconada por la magia, por el hechizo del juego, de la combinación de imágenes, por la ansiedad de saber qué vendría después, en cada plano, tras cada secuencia. La sorpresa cedió su sitio al asombro. Méliès dio a luz eso que Cabrera Infante denominó shock latente, y que de sus películas pasó a Buster Keaton y a Un perro andaluz (1929) o La edad de oro (1930) de Luis Buñuel, que moldeó la personalidad artística de Orson Welles, que impregnó la filmografía de Alfred Hitchcock, quien le raspó el elemento maravilloso para racionalizarlo, estructurarlo según cierta lógica (convenientemente eludida cuando le convenía) y hacerlo su estilo bautizándolo como suspense, que influyó en Ingmar Bergman y en Andrei Tarkovski, en el neorrealismo italiano, en Federico Fellini, en la nouvelle vague y, a través de todos ellos, en su producto natural, Woody Allen (aunque su fórmula se adereza con no pocas gotas de esencia de Billy Wilder, Bob Hope y Groucho Marx).

De niño, Georges Méliès ya mostraba innatas aptitudes para el dibujo, la pintura, la caricatura y la escultura, así como una acusada inclinación por el teatro, los decorados y la puesta en escena. Desde los siete años, cuando empezó a recibir una educación clásica y de base literaria en el parisino Liceo Michelet, alternó sus estudios con su pasión por los guiñoles y el diseño de escenas fantásticas (primigenios storyboards) que transcurrían en paisajes extraños, en palacios de ensueño o en atmósferas de pesadilla. Al regreso del servicio militar, durante el que persistió en el dibujo y se lanzó de lleno a la pintura, sus ansias artísticas se vieron momentáneamente frustradas: opuesto a que ingresara en la Academia de Bellas Artes, su padre le obligó a emplearse en el negocio familiar, una fábrica de zapatos de lujo. Con ello, papá Méliès proporcionó involuntariamente a su hijo la segunda vertiente de su poliédrica personalidad cinematográfica, el gusto, la atracción por la maquinaria. Interesado desde siempre por los engranajes y la utilería asociados al mundo del teatro, en la fábrica de zapatos Méliès, en el número 5 de la calle Taylor del distrito 10 de París, Georges se ejercitó en el mantenimiento y la reparación de las máquinas de la empresa, desarrollando una pericia que le permitió perfeccionar algunas de ellas, mejorar su rendimiento y alargar su vida útil, destreza que resultaría fundamental en su carrera como cineasta total.

El tercer pilar de su formación, el gusto por las fantasmagorías, por la pantomima, la comedia y el ilusionismo, lo adquirió por vía indirecta. Desplazado a Gran Bretaña en 1884 para aprender inglés, sus por entonces escasos conocimientos en la lengua de Shakespeare le llevaron a frecuentar el Egyptian Hall londinense, una suerte de teatro de variedades dirigido por el célebre ilusionista John Nevil Maskelyne (1839-1917) en cuyo escenario la acción era más importante que las palabras. Inventor de la máquina de escribir que lleva su apellido, Maskelyne fue además el padre de Jasper Maskelyne (1902-1973), uno de los magos más famosos del siglo XX, al que, entre otros méritos, se atribuye una importante contribución a las armas británicas en el frente egipcio de la Segunda Guerra Mundial, en el que utilizó sus habilidades profesionales para idear elaboradísimos e ingeniosos trucos de imaginería e ilusionismo con los que confundir y engañar al espionaje y los aviones de reconocimiento alemanes e italianos. Asiduo espectador de los espectáculos de sombras chinescas, linterna mágica, ilusiones ópticas y discos estraboscópicos del Egyptian, Méliès comenzó a adaptar y ensayar algunos números de ilusionismo vistos y aprendidos en las funciones de Maskelyne, y a su vuelta a Francia se convirtió en público habitual del teatro de ilusiones de París, fundado por el mítico Robert Houdin. Durante aquel corto periodo, Méliès alternó las visitas al teatro, los ensayos y su descubrimiento del humor gracias a los monólogos del cómico Galipaux y a los montajes de la Comédie Française (el mismo Méliés representó números humorísticos de su invención en el museo Grévin y en el teatro de la galería Vivienne de París) con el ejercicio del periodismo y su profesión de caricaturista. Su gran oportunidad llegó en 1888 con la compra del teatro de ilusiones de Robert Houdin, cuya dirección, además de actuar repetidamente en su escenario, ejerció hasta 1923.

El cine, el medio a través del que Georges Méliès encontraría el cauce definitivo para explorar sus inmensas capacidades creativas, llegó a su vida el mismo día de su nacimiento. Invitado por el propio Louis Lumière a la primera proyección pública del nuevo invento, el 28 de diciembre de 1895 en el número 14 del bulevar de las Capuchinas de París, y maravillado al observar las primeras animaciones, hizo de inmediato una oferta de compra o alquiler de uno de aquellos equipos para su teatro de ilusiones. La negativa de Lumière no le detuvo, y además de fabricar él mismo su primera cámara construyó en Montreuil el primer estudio cinematográfico, con paredes de cristal y escenario y maquinaria teatrales. Desde 1896, condicionado por la prohibición de las autoridades de filmar en la vía pública, empezó a producir, escribir, dirigir, a menudo protagonizar y montar las primeras películas con contenido puramente narrativo –sus primeras obras son La desaparición de una dama en el Robert Houdin (L’Escamotage d’une dame chez Robert-Houdin) y El castillo encantado (Le manoir du diable)–, cintas que se nutrían de la forma de contar de la literatura y de la historia con la intención de ofrecer grandes experiencias dentro de lo que se conocería como géneros cinematográficos, plenas de ritmo y velocidad, dotadas de un universo repleto de terrores y risas, de diablos, esqueletos y fantasmas y de personajes entre lo simpático, lo patético y lo grotesco.

Méliès convirtió el teatro Robert Houdin en la primera sala de cine entendida como tal, un local con pantalla y butacas situado en el interior de un inmueble, y estrenó allí sus películas con enorme éxito. A partir de entonces su fama se multiplicó. Empezó a ser conocido como “el Julio Verne del cine”, “el mago de la pantalla” o “el rey de la fantasmagoría”, y no paró de hacer películas hasta el estallido de la Gran Guerra en 1914, con especial predilección por las fantasías aventureras y, en general, por todas aquellas historias que le permitieran evitar el vacío en el escenario y la lentitud en el ritmo narrativo. Así, la más popular de sus películas, Viaje a la Luna (Le voyage dans la Lune, 1902), se compone de 13 minutos divididos en treinta escenas con abundancia de trucajes, como el empleo de maquetas y desplegables panorámicos horizontales y verticales, sobreimpresiones, planos estáticos, fundidos encadenados, cortes y alteraciones en el montaje y uso de la pirotecnia, o como la famosa imagen del cohete que se incrusta en el ojo del satélite. En la senda de este colosal triunfo de Méliès, Las aventuras de Robinson Crusoe (Les aventures de Robinson Crusoe, 1902), Viaje a través de lo imposible (Voyage à travers l’imposible, 1904) o A la conquista del Polo (À la conquête du Pôle, 1911) –una de sus últimas películas y uno de sus más sonoros fracasos– siguen el mismo esquema argumental de protagonistas recién llegados a un entorno hostil, transcurso de aventuras diversas, fuga y recibimiento clamoroso en el retorno al hogar. Tras la aceptación y la fama vendrían la ruina, el olvido y las penurias económicas y vitales hasta su rehabilitación pública en 1928 gracias a Léon Druhot, director de la revista Ciné Journal, y Jean Mauclaire, cineasta y director de Studio 28.

Además de sus queridos autómatas, de la constante aparición en su filmes de diablos, hadas, gnomos, brujas, monstruos y espectros, del uso de maquinaria teatral convenientemente disimulada y de distintos procedimientos de prestidigitación, Méliès fue incorporando paulatinamente a su catálogo de artefactos de ilusionismo nuevos hallazgos producto de las posibilidades técnicas del nuevo invento, como la utilización de luz eléctrica en los rodajes, la doble impresión fotográfica, los fundidos y, sobre todo, la concepción creativa del montaje como medio para hacer más efectivos sus trucajes en la pantalla, cortando y uniendo distintos fotogramas para lograr la ilusión de continuidad de la acción en abierto desafío de las leyes de la materia y del tiempo. Se puede decir, por tanto, que si bien Georges Méliès no inventó el cinematógrafo, sí creó todo lo demás: el primer estudio, la primera sala de cine, los primeros rudimentos técnicos, los géneros cinematográficos, los guiones de raíz literaria, el montaje, la iluminación, la puesta en escena, la dirección de actores, el diseño de vestuario, el maquillaje y la peluquería, la tirada de copias, la distribución comercial (a través de su hermano logró introducir la marca Méliès en el mercado americano, en competencia con el trust Edison), el copyright… Incluso sufrió los primeros tijeretazos de la censura con motivo de su película El caso Dreyfus (L’affaire Dreyfus, 1899), filme de apenas 12 minutos que narra el célebre caso de corrupción judicial del que fue víctima un militar de origen judío, un turbio suceso en que se mezclaron asuntos de espionaje con el odio antisemita de buena parte de la sociedad francesa.

Dibujo, pintura, escultura, teatro, escenografía, maquinaria, magia, ilusionismo, prestidigitación, comedia y la imaginativa exploración de las aplicaciones creativas del cine conforman la rica personalidad artística de Georges Méliès. Una condición que, lejos de enclaustrarse en los confines de la era de los pioneros como iniciador de todo lo que ha venido después, ha latido permanentemente en la historia del cine para mantener vivo un legado cuya huella puede reconocerse a simple vista en la filmografía de algunos de los más reconocidos maestros del arte cinematográfico. Un callado pero constante tributo a su primer autor, al hombre que lo empezó todo.

 

Mis escenas favoritas: Los cuatrocientos golpes (Les quatre cents coups, François Truffaut, 1959)

Fragmento de esta maravilla de François Truffaut, su debut en el largometraje en 1959. Toda una declaración de amor al cine inevitablemente compartida, y correspondida, por quienes se asoman a esta deliciosa película.

 

Diálogos de celuloide – El desprecio (Le mépris, Jean-Luc Godard, 1963)

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«Cada mañana, para ganarme el pan, voy al mercado donde venden mentiras y, lleno de esperanza, hago cola junto a los vendedores».

¿Qué es eso?

Hollywood. De una balada del pobre B. B.

¿Bertolt Brecht?

Sí.

Le mépris (1963). Jean-Luc Godard, sobre la novela de Alberto Moravia.

Diálogos de celuloide – Pierrot el loco (Pierrot le fou, Jean-Luc Godard, 1965)

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FERDINAND (PIERROT): ¿Qué es el cine?

SAMUEL FULLER: La película es como un campo de batalla… Amor… Odio… Acción… Violencia… Muerte… En una palabra… Emoción.

Pierrot le fou. Jean-Luc Godard (1965).

POR MUCHOS AÑOS MÁS DE EMOCIONES

 ¡¡¡FELIZ AÑO NUEVO!!!

Frankensteins