Egipto fue una de las potencias cinematográficas del continene africano durante la segunda mitad del siglo XX (junto a Sudáfrica y el antiguo Zaire), aunque la repercusión de aquel cine entre nosotros se reduce prácticamente a la exportación a Hollywood de Omar Sharif y a la presencia de películas como Cairo Station (Bab el hadid, Youssef Chahine, 1958) en el Festival de Berlín y en su presentación al Oscar a la mejor película de habla no inglesa, aunque finalmente no fuera seleccionada. Nuestra mirada sobre Egipto viene muy mediatizada por el cine, así que hablamos de Faraón (Faraon, Jerzy Kawalerowicz, 1966), la mejor película sobre el Antiguo Egipto, muy superior a superproducciones clásicas de Hollywood como Sinuhe el egipcio (The Egyptian, Michael Curtiz, 1954) o Tierra de faraones (Land of the Pharaohs, Howard Hawks,1955), o a las películas bíblicas. Pasamos por alto a Cleopatra, que ya tuvo su propia sección hace meses, y llegamos a las películas con trasfondo colonial, arqueológico y bélico, y finalmente, al Egipto de hoy.
Una de las varias clases prácticas sobre el comunismo que contiene esta obra maestra de David Lean, basada en la novela de Boris Pasternak. Una secuencia con múltiples rostros reconocibles, de cinematografías diversas, que encajan muy bien todos juntos bajo el sello de Hollywood.
Excepcional y evocadora partitura compuesta por Maurice Jarre para esta monumental obra maestra de David Lean, dirigida por el propio Jarre y ejecutada por la Filarmónica de Londres.
Dejando los clásicos aparte (bueno, a Cervantes), desde los tiempos de Blasco Ibáñez, que era el amo en las adaptaciones literarias del Hollywood de los años 20, y hasta los tiempos de Pérez-Reverte, no es frecuente que el cine americano se acuerde de los escritores españoles a la hora de adaptar sus novelas a la pantalla. Por eso Ashanti (Ébano), traslación a la pantalla de la novela de Alberto Vázquez Figueroa dirigida por el longevo y prolífico Richard Fleischer en 1979, constituye, de entrada, una llamativa curiosidad para el espectador español. Por supuesto, no es de los trabajos más brillantes de Fleischer ni pertenece a su mejor época como director (entre los años 40 y los 60), pero posee elementos que pueden hacer interesante su visionado más allá de sus evidentes imperfecciones y superficialidades.
Un primer punto de interés: la trama. Un médico británico, David Limderby, y su esposa (aunque, brillantemente, al espectador se le oculta este detalle durante los instantes necesarios en el momento de desencadenarse el drama), Anansa, una doctora americana de origen ashanti (un etnia de la zona del Sahel africano, entre el desierto del Sáhara y el golfo de Guinea), se encuentran en un poblado nativo realizando un programa de vacunación. Mientras David toma fotografías de las costumbres tribales, Anansa se acerca a un lago cercano para darse un chapuzón. Sin embargo, es secuestrada por un grupo de mercaderes de esclavos de origen árabe que, en pleno último tercio del siglo XX, todavía conservan las antiguas rutas esclavistas que desde el Sáhara (como desde más al sur, Zanzíbar, Tanzania y Mozambique) surtían de esclavos negros a la Península Arábiga. Suleiman, el cabecilla, no tarda en darse cuenta del valor de su nueva esclava, no sólo bella y apetitosa, sino además cultivada, inteligente, anglófona y distinguida. Eso significa que, o bien un gran señor árabe paga una fortuna por poseerla, o bien la ONU y la Organización Mundial de la Salud no pondrán reparos en abonar un sustancioso rescate con el que, por fin, poder jubilarse y cuidar de sus nietos. Pero David no se quedará de brazos cruzados y, ante la inoperancia inicial de las autoridades, evidentemente corruptas o consumidas por la desidia, busca ayuda a través de Walker, un tipo de intenciones algo dudosas que dice pertenecer a una sociedad antiesclavista londinense, primero en la compañía de un piloto de helicópteros americano, a todas luces un mercenario sin escrúpulos, y después, ya en las arenas del desierto, bajo la tutela de Malik, un beduino que busca a Suleiman para vengarse por la muerte de su familia a manos del mercader años atrás.
Segunda virtud de la película: el reparto. Fleischer logra reunir, a pesar de no tratarse de uno de sus trabajos más inspirados, a un destacable elenco de intérpretes en papeles más o menos relevantes. En primer lugar, Michael Caine, que interpreta al Dr. Linderby (nótese un detalle adicional: Caine, en la vida real, está casado con una mujer negra, Shakira, que coprotagonizó con él El hombre que pudo reinar cuatro años antes), en su línea eficiente habitual, incluso luciéndose en algún momento cómico en una trama que apenas deja resquicio para ello; como su esposa, toda una sorpresa por su belleza y su poder de presencia en pantalla, está Beverly Johnson, fenomenalmente elegida como prototipo de la etnia ashanti; Suleiman, el esclavista, es nada menos que Peter Ustinov, magnífico como acostumbra (no perdérselo en versión original, emulando a la perfección el acento árabe); en pequeños pero importantes papeles forman parte del reparto también Rex Harrison (Walker, el mediador) y William Holden (Sandell, el piloto de helicópteros); finalmente, dos nombres más: Kabir Bedi (un Sandokán en plena eclosión de su fama a nivel mundial), que interpreta a Malik, el beduino vengativo, y Omar Sharif, el príncipe árabe (le va que ni pintado) que desea comprar a Anansa para obsequiársela a su anciano padre (o eso dice…). Continuar leyendo «Ashanti (Ébano, 1979): advertencia sobre el tráfico de personas»→
Desternillante, exitosísima en el momento de su estreno, Top secret! (1984) constituye de lo mejor del trío formado por Jim Abrahams y Jerry y David Zucker, creadores asimismo de las sagas Aterriza como puedas o Agárralo como puedas, con sus múltiples secuelas, variantes, hipertrofias y continuaciones, generalmente cada vez menos afortunadas con cada nueva entrega. Pero entonces la fórmula estaba en su apogeo, y eso posibilitó la confección de una aventura delirante que apunta contra todo y contra todos y no deja títere con cabeza: no se salvan ni Elvis Presley ni los Beach Boys, ni el fenómeno fan ni la política de bloques, ni el cine de espías o de guerra de Hollywood ni los cuentos infantiles. Y, además de que Val Kilmer nunca ha estado en cualquier otra película mejor que aquí (con lo que eso significa…), la cinta hace una crítica de Hitler, de los nazis, de los comunistas y de los totalitarismos y de la violencia mucho más aguda, hilarante, brillante y acertada que la idiotez esa de los Malditos bastardos de Tarantino.
El cuchillo en la herida, título original de esta producción francesa llamada en España, buscando acercarse más al drama que al thriller, Un abismo entre los dos (Anatole Litvak, 1962), despierta el interés de su visionado por sus premisas, aunque prácticamente decepciona al final en todas ellas. Primero, por su director, Anatole Litvak, no precisamente un primer espada de la cinematografía mundial, ni tampoco de la británica ni de la francesa, países en los que desarrolló la mayor parte de su filmografía junto a los Estados Unidos, pero que tiene un puñado de interesantes películas en su haber como El sorprendente Dr. Clitterhouse (1938), Nido de víboras (1948), Anastasia (1956) o La noche de los generales (1966) y que contó con el beneplácito de los estudios y de las mayores estrellas del momento, ya que a lo largo de su carrera trabajó con intérpretes como Claudette Colbert, Charles Boyer, Basil Rathbone, Errol Flynn, Bette Davis, John Garfield, Ann Sheridan, Tyrone Power, Joan Fontaine, Thomas Mitchell, Henry Fonda, Vincent Price, Barbara Stanwyck, Burt Lancaster, Kirk Douglas, Vivian Leigh, Ingrid Bergman, Yul Brynner, Deborah Kerr, Omar Sharif o Peter O’Toole, entre muchísimos otros. Segundo, por su improbable pareja protagonista, Anthony Perkins, con el que Litvak había trabajado un año antes en No me digas adiós (1961), y la diva Sophia Loren. Tercero, por la colaboración en el guión de Peter Viertel, reputado guionista y novelista (autor, por ejemplo, de Cazador blanco, corazón negro, entre otras obras, llevada al cine en 1990 por Clint Eastwood -mal, según el propio Viertel-). Cuarto, por la música del griego Mikis Theodorakis, que acompaña a unas hermosas y por momentos desasosegantes imágenes de París en blanco y negro fotografiadas por Henri Alekan. Pero la suma de estos talentos da como resultado una fallida película solo parcialmente disfrutable, con giros de guión de cierto mérito que despiertan un notable interés, pero con errores de tratamiento y falta de garra y profundidad que pervierten (o perViertel, no he podido resistirme al chiste malo) el resultado final.
Robert y Lisa, un joven matrimonio formado por un norteamericano y una italiana que se conocieron en el Nápoles de la posguerra antes de trasladarse a París, se encuentra en un profundo bache sentimental que les está separando (obvio, vista la nula química entre ambos protagonistas…). Ambos tienen distintas maneras de encarar la vida, intereses diferentes, formas opuestas de divertirse, anhelos inconfesables incompatibles. Vamos, lo corriente. Sin embargo, aunque él da muestras de cierto desequilibrio emocional (hasta el punto de que en sus ataques de celos llega a cruzarle la cara de una bofetada a su esposa) y ella es posible que haya sucumbido a alguna infidelidad en sus salidas nocturnas, no se resignan al fracaso total. Más bien él, que en busca de un futuro mejor, más tranquilo y más estable económica y emocionalmente para ambos, se traslada a Casablanca para optar a un puesto de trabajo que puede ser la solución a sus problemas: un nuevo país, otro ambiente, otras costumbres… Una forma de empezar de nuevo, de borrar el pasado. Sin embargo, el avión en el que viaja Robert se estrella sin dejar supervivientes. Lisa afronta el funeral con cierta tristeza, pero igualmente con una sensación de liberación. De súbito pierde también a su amigo -y quizá algo más- Alan (Jean Pierre-Aumont), que tiene que volver a Estados Unidos, aunque su sustituto, David Barnes (Gig Young) empieza a colmarla de atenciones, por no decir que le pone sitio de inmediato. Pero el futuro parece aclararse cuando a Lisa le informan que la póliza de seguros que Robert firmó en el aeropuerto justo antes de embarcar va a reportarle una sustanciosa indemnización. No es más que otra esperanza truncada, porque una noche se escuchan unos golpes en la puerta de casa. Cuando Lisa abre, se encuentra con Robert vivito y coleando, aunque magullado y herido. De inmediato surge un plan alternativo: la compañía de seguros, la línea aérea y las autoridades dan a todos los pasajeros por fallecidos; por tanto, nada más fácil que cobrar el seguro, repartir el dinero entre los dos y que cada uno siga con su vida, ya que el amor de sus primeros tiempos de matrimonio parece ya irrecuperable… O al menos eso parecen o quieren creer…
A partir de ese instante, la película abandona el perfil del drama sentimental de corte intimista que narra el desencuentro de dos personajes para convertirse en un thriller a lo Alfred Hitchcock, aunque con un guión lleno de huecos. Continuar leyendo «Un thriller patoso: Un abismo entre los dos»→
En un rincón apartado y descuidado del Memorial Mamayev Kurgan de Volgogrado hay una tumba sin nombre apenas visible bajo la capa de tiempo que ha ido amontonándose sobre ella. Pero, según me cuenta Irina, la traductora sin cuya ayuda estaría perdido en mi viaje, Vasili, el anciano achacoso y encorvado que, luciendo orgulloso sus medallas descoloridas y oxidadas en el bolsillo de su raída americana oscura, hace de cicerone por este monumento al horror y la muerte, jamás deja de enseñarla a quienes, cada vez en menor número, se acercan a rendir homenaje a los dos millones de espectros de un pasado que nutre nuestro presente. Síganme, síganme, va repitiendo mientras asciende por la colina con un ánimo y una fuerza impropios de su edad en dirección al último muro de ladrillo que separa el complejo funerario de la hermosa pradera de flores silvestres que brotan para honrar los recuerdos, justo al otro extremo de la impresionante figura de piedra que, representando a la Madre Patria, desde lo alto de la colina, blande una enorme espada al cielo ruso. Al llegar por fin junto a la tumba, apenas una baldosa cuadrada de ni un metro de lado cubierta de césped y hierbajos, Vasili se detiene y nos observa curioso y divertido. ¿Sabe quién descansa aquí?, pregunta por la dulce voz de Irina. Aguarda con su sonrisa metálica y desdentada que me dé por vencido y entonces añade: el buen Pasha, el hombre cuya desgracia salvó mi vida.
A los diecisiete años, relata el anciano a través de Irina, yo había matado ya a media docena de hombres, casi todos alemanes, pero nunca había besado a una chica. Cuando llegué en el invierno del 42 no me hacía ilusiones de que fuera a salir de aquí con vida; nadie se las hacía. Pensé que moriría sin sentir los labios de una joven contra los míos, el calor de su cuerpo, la tensión de sus muslos… Y casi estuvo a punto de ser así, si Pavel, porque ya no era tan joven como para seguir llamándolo Pasha, no se hubiera cruzado en mi camino. Y jamás hubiera venido a Stalingrado a encontrar la muerte en mi lugar si, muchos años atrás, Larissa no le hubiera abandonado por Yuri Zhivago.
El viejo notó mi sorpesa cuando escuché por boca de Irina el nombre de Zhivago. La novela de Pasternak, la película de David Lean, con Omar Sharif, Julie Christie, bellísima, Alec Guinness, Rod Steiger… Una historia de amor ambientada en la Revolución Rusa y la posterior guerra civil, rodada en buena parte en Soria y con equipo y actores españoles. Pero, yo al menos, desconocía que la obra de Pasternak estuviera basada en personajes reales, de carne y hueso, personas a las que él hubiera podido conocer y tratar, y mucho menos que, a la larga, su historia fuera a desembocar entre las ruinas de Stalingrado, hoy Volgogrado, en el invierno de 1942-43, con la derrota de Paulus y el principio del fin del III Reich. Además, por lo que yo recordaba, Pasha había muerto mucho antes, se había suicidado al enterarse de la marcha de Lara con Komarovski o, capturado en la guerra civil por los rusos blancos, había logrado matarse antes de que lo fusilaran cerca de Yuriatin. Por supuesto, me dispuse a escuchar con la mayor atención todo lo que el anciano tuviera a bien decir mientras intentaba hacer memoria y recordar quién daba vida a Pasha en la película, el jovencito con gafas redondas y gorra a lo Trotski que, enamorado de Lara, la hermosa Lara, volcaba en la causa bolchevique toda su frustración, el desamor acumulado durante años… Sí, recordé al fin, Tom Courtenay. Un revolucionario por amor, quién lo diría viendo a Lenin o Stalin, a Beria o Molotov, los crímenes de Magadán o Kolymà.
Pero el viejo no dijo nada más. Hizo el signo ortodoxo de la cruz y ya daba media vuelta cuando, con la ayuda de Irina, le pedí que me contara algo más de Pasha. Pavel Antipov, se limitó a contestar, un perdedor. Se hizo bolchevique para olvidar el amor, dio lo mejor de su vida por una causa que creyó justa pero que terminó por desengañarle como a todos, para terminar aquí, uno más entre millones de fantasmas, sin nadie que lo recuerde, que sepa que, si Lara le hubiera amado, si él hubiera dedicado su vida a hacerla feliz, yo llevaría años muerto. Él me salvó, ni siquiera se sacrificó por un general, por el partido o por la patria; lo hizo por un humilde y desconocido carpintero de Novosibirsk. Gracias a él sobreviví a Stalingrado, y a Varsovia, y al frente húngaro, y al cruce del Elba, y a la toma de Berlín. Gracias a él me casé con una buena mujer, trabajé décadas en una fábrica de tractores. Gracias a él tuve dos hijos que ahora se ganan la vida en occidente…
¿Cómo ocurrió? ¿Cómo le salvó la vida?, le preguntó Irina traduciendo mis palabras. ¿Qué más da?, contestó. En la guerra ocurren esas cosas continuamente. A nadie le importan de verdad los Pavel Antipov de este mundo, sólo a mí. Ni siquiera quien relató su historia tuvo el detalle de dejar constancia para la posteridad del digno y heroico final que tuvo. Perdió su amor, perdió su vida y ha perdido hasta el recuerdo.
Tras limpiarse las lágrimas con un pañuelo sucio y lleno de agujeros, sacó algo del bolsillo de su americana, un libro pequeño y de pocas páginas. Trabajosamente, se inclinó sobre la tumba y lo colocó encima sujeto con una piedra. Sin más, echó a andar colina abajo.
Un momento después, levanté la piedra y ojeé el libro, una vieja edición de los poemas de Yuri Zhivago. En la primera página, la fotografía de una hermosa mujer de rasgos delicados, rubia, con el pelo recogido. Al pie, un texto. Irina lo leyó: «Larissa Fiodorovna Guishar». Lara Antipovna.