El estreno de esta obra maestra de Jean Renoir en el desdichado verano de 1939 fue un rotundo fracaso. Francia, Europa, no estaban para frivolidades ni sátiras de clase, para comedias ni para socarronerías. La tragedia se olisqueaba en el ambiente, y aunque la película había recogido, resumido y diagnosticado a la perfección el clima reinante, hasta el punto de que en su final se intuye una metáfora de lo más lúcida acerca de aquello que iba a venir de manera inminente, el público, tal vez por esa misma razón, por no tener que asistir a la sabia advertencia de los agoreros con fundamento, deseoso de no ver para no creer, para no pensar, para no temblar, le dio la espalda. Maltratada y mutilada, tras el estallido de la guerra en septiembre el gobierno la prohibió bajo el pretexto de que podía minar la moral del país en el combate. No obstante, la leyenda de la película fue creciendo, André Bazin y Cahiers du Cinéma mantuvieron vivo su recuerdo a finales de los años cuarenta y primeros cincuenta, y promovieron su restauración (nunca totalmente lograda, a falta de al menos una secuencia) en 1956 y su reestreno en el festival de Venecia de 1959, donde fue aclamada como el principal pilar del cine moderno junto a Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1941).
Tras el éxito de sus dos películas inmediatamente anteriores, La gran ilusión (La grande illusion, 1937) y La bestia humana (La bête humaine, 1938), Renoir fundó junto a su hermano Claude y otros amigos la productora Les Nouvelles Editions Françaises, con idea de adaptar, en primer lugar, la novela La vie de Marianne de Marivaux, y hacer de ella «una descripción exacta de la burguesía de nuestro tiempo», pero también ofrecer una especie de balance de situación de la Francia gobernada por el Frente Popular. Y para ello, la narración coral (ocho o nueve personajes adquieren la relevancia suficiente y copan suficientes minutos para que sean considerados protagonistas) se construye sobre un estilo múltiple y entremezclado de recursos y tonos a través de los cuales, además de que se presentan al espectador las distintas maneras de ser de los personajes, se ofrecen también sus pensamientos y, lo que es más revolucionario, la visión y la opinión que el autor, Renoir (que escribe el guion con Carl Koch) tiene de cada uno de ellos y de sus acciones. Contada con la ligereza del vodevil amoroso de enredos, encuentros y desencuentros en el marco del costumbrismo de la aristocracia burguesa, la película se abre con un formato pseudo-documental para contar la llegada a Francia del gran aviador André Jurieux (Roland Toutain), que ha hecho la travesía del Atlántico, siguiendo los pasos de Lindbergh, para impresionar a su enamorada, Christine (Nora Gregor), la esposa austríaca del noble millonario Robert de la Cheyniest (Marcel Dalio), que, sin embargo, no acude a recibirlo y se contenta con escuchar la recepción al héroe por la radio.
Tras este prólogo, la película nos pone en situación antes de entrar en el capítulo principal: André y Christine se aman, aunque ella está casada, pero eso a Robert le importa poco más allá de las exigidas apariencias, puesto que tiene a su propia amante, Geneviéve (Mira Parély). El breve mapa de este tejido sentimental a cuatro bandas se filtra por medio del personaje de Octave (el propio Jean Renoir), amigo de Robert y confidente íntimo tanto de André como de Christine, y que también guarda un secreto que solo puede desvelar él mismo. No obstante, Robert descubre un nuevo prisma de lo que su esposa representa para él después del episodio del cruce oceánico de André, por lo que, dispuesto a reconquistarla, y en complicidad con Octave, aunque con intenciones diferentes, revuelve invitar al piloto a la fiesta-cacería que se propone dar en su finca del campo, La Collinière. A todo el mundo parece agradarle este plan salvo a Lisette (Paulette Dubost), ayuda de cámara y doncella de confianza de Christine, cuyo esposo, otro germánico, Schumacher (Gaston Modot), es precisamente el guarda y encargado de La Collinière, y con el que se niega a trasladarse porque en París, junto a su señora y, sobre todo, a espaldas de su marido, puede mantener su nivel de flirteos amorosos habitual, en especial con Octave. El puzle de relaciones humanas lo completa Marceau (Julien Carette), cazador furtivo de la finca que es contratado por Robert para ayudar al servicio durante la fiesta-cacería, y que de inmediato siente una atracción desaforada por Lisette, correspondida por esta pero muy vigilada por su marido. Se establece así un paralelismo en la narración de cara al espectador y dentro de la propia película, entre, por un lado, la disposición física de los personajes (la clásica división entre quienes viven «arriba» y quienes lo hacen «abajo») y los triángulos amorosos de los «aristócratas» (Robert-Christine-André; Robert-Geneviéve-Christine) y del personal de servicio (Schumacher-Lisette-Marceau). Tres son los nexos que se mueven entre ambos ambientes: Octave, que tontea con Lisette; Marceau, que establece una inusual confianza inicial con Robert, y la propia Lisette y su especial relación de intimidad con Christine.
La película es una lección de puesta en escena y de uso del espacio. La ligereza del tono viene propiciada y amplificada por el tratamiento visual que emplea escenarios profundos, tanto en interiores como en exteriores, por los que la cámara despliega una constante y fluida movilidad que permite y resalta ese protagonismo coral incluso cuando el encuadre se encierra sobre una pareja o un grupo concreto. Al mismo tiempo, gracias a la construcción de los diálogos y al diseño de la acción, la película mantiene el impulso de su teatralidad, en especial en la secuencia de la representación, que no se muestra, tan solo sus consecuencias (las risas y los aplausos y, después, los infructuosos intentos de Octave para que alguien le ayude a desprenderse de su disfraz de oso), de manera que todo lo que ocurre adquiere un aire de representación, de ópera bufa, de vodevil sentimental. La diferencia la marcan, por un lado, las exageradas interpretaciones de todo el elenco (un punto de sobreactuación que no llega a lo grotesco pero que sirve para subrayar el artificio, el fingimiento, esto es, la hipocresía de clase), y la dirección de Renoir, puesto que es su trabajo de cámara, su forma de aproximarse a los personajes, de moverse por el espacio, de posicionarse ante lo que dicen y hacen, lo que le permite sugerir al espectador sus propias opiniones sobre lo que está ocurriendo y acerca de lo que cada personaje significa. De este modo, todos los personajes tienen sus problemas, aspiraciones, frustraciones y deseos, y es la cámara móvil de Renoir la que posibilita que el espectador interprete lo que cada personaje piensa y siente sobre sí mismo y sobre los pensamientos y sentimientos de los demás, y los del omnisciente Renoir sobre todos ellos, incluido Octave. Así, Renoir no solo no se esconde, sino que su punto de vista, el del personaje sacrificado (en un hecho «accidental» que tal vez sea el inevitable resultado de la «lógica» de las cosas) por el bien de un orden moral y social corrupto, está dirigido a la complicidad del espectador. No es de extrañar que la crítica francesa y los cineastas de la nouvelle vague consideraran esta película de Jean Renoir como el instante fundacional del cine de autor, aquel que sirve a los intereses de su director, no solo para contar una historia sino para transmitir una visión propia del mundo. Con La regla del juego el cine se convierte, en palabras de Orson Welles, en el medio de transmisión de información más importante desde la invención de la imprenta.
Nueva sección de cine en el programa La Torre de Babel de Aragón Radio, la radio pública de Aragón, en esta ocasión dedicada a las relaciones entre el circo y el cine: películas ambientadas en el mundo del circo, pero también cineastas e intérpretes para los que el circo fue su puerta de entrada al mundo del espectáculo.
Un breve homenaje a Javier Marías, recuperando un artículo sobre Orson Welles publicado en Nickel Odeon en 1999 y recogido en sus libros Vida del fantasma (Alfaguara, 2001) y Donde todo ha sucedido: Al salir del cine (Debolsillo, 2007; Galaxia Gutenberg, 2014). Al final del artículo, una serie de citas del genio de Wisconsin.
Un lector centroeuropeo me hizo una vez, por carta, el elogio más singular y quizá más inquietante que jamás he recibido. Él, varios años más joven que yo, distinguía a los artistas en general —escritores, cineastas, pintores, músicos— entre nacidos antes y después de 1914. Para él, los individuos llegados al mundo con anterioridad a esa fecha eran notablemente distintos, y desde luego superiores, a los aparecidos con posterioridad. «Existen, sin embargo», venía a añadir, «algunos seres felizmente anacrónicos, que, habiendo nacido mucho después de ese año clave, parecen previos a él. Usted es uno de ellos.» En el contexto no pude sino agradecérselo con rubor. Pero no pude sino preocuparme bastante, fuera de él, sobre todo al pensar que mi propio padre nació, precisamente, en 1914.
Orson Welles nació en 1915, lo cual fue, en mi opinión, tan buena como mala suerte para él. Mala porque sin duda era un año demasiado tardío y moderno para alguien así, y no lo digo ahora en referencia a la curiosa frontera marcada por aquel lector, pues 1914 o 1913 le habrían resultado igualmente inadecuados e impropios en más de un sentido, a mi modo de ver. Buena porque le permitió hacer cine y no limitarse al teatro, y así legarnos hasta el fin de los tiempos su inmenso talento como director y actor; pero sobre todo porque pudo ser el niño prodigio y hasta alarmante que fue, en vez del niño monstruoso en que se habría convertido, a buen seguro, de haber pisado la tierra diez o quince, no digamos veinticinco o treinta años más tarde, es decir, ya en épocas en que no sólo se percibe como aberración que un menor hable y se comporte como una persona mayor, sino en las que está mal visto y no gusta, incluso que un adulto verdadero se comporte y hable como tal. Seguramente Welles mereció haber nacido en el siglo XVIII, cuando todavía se trataba a los niños como a proyectos de adultos, y sus diversas cortas edades se veían tan sólo como fases transitorias que convenía abreviar al máximo y aprovechar para el adiestramiento; como un largo periodo de limitaciones fastidiosas por el que no quedaba más remedio que pasar. Hoy, en cambio, se tiende a perpetuar en la gente la puerilidad y la irresponsabilidad y la debilidad, de tal manera que un Welles de nuestro tiempo habría sido una anomalía más bien detestable, y de tal calibre que su carrera se habría visto rápidamente ridiculizada y truncada en los programas nocturnos de telebasura, o bien cercenada por algún psicópata asesino de niños que habría encontrado especial placer en descuartizar a un crío de tan excesivo talento e insoportable saber.
Porque lo cierto es que, en más de un aspecto, el pequeño Orson fue siempre Mr. Welles. Y no es que en su infancia no se le viera como a un prodigio en verdad anormal, pero todavía en los años diez y veinte de este siglo que ahora termina, alguien como él podía —en un ámbito familiar algo excéntrico y «artístico»— atravesar niñez y adolescencia sin ser «reeducado», psicologizado, encerrado, folklorizado, internado, secuestrado por el Estado, utilizado como cobaya o directamente aniquilado por los acomplejados.
Su aire grandullón era en realidad lo de menos, quizá una leve ayuda de la naturaleza para amortiguar el desfase y disimular mejor su escasa edad mientras escasa o escasísima fue. Ya al nacer pesó por encima de los cuatro kilos y medio, y sus primeras apariciones sobre un escenario se vieron prematuramente interrumpidas por culpa de su robustez: tras un prometedor debut como hijo ilegítimo de Madame Butterfly en la Ópera de Chicago, fue prestado en varias ocasiones más a potentes sopranos que por allí pasaron y que en algún momento de las obras que interpretaban tenía que sostener o mecer a un niñito en sus brazos; pero en seguida, con tres años tan sólo, Welles fue rechazado por varias de ellas, que lo juzgaban demasiado pesado para izarlo y cantar a la vez.
Los contactos musicales y operísticos se los debía a su madre, Beatrice Ives Welles, concertista de piano durante algunos años y luego anfitriona casi obligada o institucional en Chicago de cualquier celebridad con partitura que cruzara la ciudad, incluidos Stravinsky y Ravel. A ella debió también en buena medida Welles su extrema precocidad, ya que la madre juzgaba una gran pérdida de tiempo, para él y para ella, leer a su hijo cuentecillos infantiles pudiendo regalarle el sonido de los versos de Swinburne, Rossetti, Tennyson, Keats, Tagore y Whitman, antes de ya pasar, cuando Orson no había cumplido aún dos primaveras, a versiones aligeradas de las obras de Shakespeare. Con todo y con eso, parece que se quedó corta y subestimó a su vástago, pues éste le exigió «la cosa misma» en cuanto supo que aquellas versiones no eran las cabales ni originales.
Antes de proseguir con lo que semejan —lo comprendo— cuentos chinos, conviene informar de que, según numerosos testigos —entre ellos su tutor el doctor Maurice Bernstein—, Orson Welles hablaba inglés perfectamente a los dos años de edad, «como un adulto cultivado». La secretaria del doctor sostiene que a los tres ya era capaz de perorar como un profesor y de discutir «casi acerca de cualquier tema con mucho sentido y gran cordura». No está de más que subrayara lo de la cordura, aunque tampoco sirve de mucho si uno continúa recopilando anécdotas y recabando datos. A los cinco, por ejemplo, tras un concierto de Stravinsky en Nueva York, hasta donde lo llevó Bernstein, un grupo de connaisseurs se trasladó al Hotel Waldorf, en cuyo vestíbulo el niño disertó un rato con inteligencia sobre la música escuchada. Entre los aficionados estaba Agnes Moorehead, cuya carrera de actriz era entonces algo menos que incipiente y que de hecho no se inició en el cine hasta veinte años después, cuando descolló en el reparto de Ciudadano Kane y de El cuarto mandamiento, las dos primeras películas de aquel niño disertador. Es mejor no preguntarse siquiera si el pequeño Orson la «fichó» ya en el Waldorf para aquellos papeles, en su imaginación.
Cuando tenía ocho años, una diva operística que agasajó a Beatrice Welles interpretando algunas arias durante una fiesta en su casa, se le acercó, confiada y maternal, al divisar a un niño entre los oyentes. Y al preguntarle: «Dime, jovencito, ¿qué te ha parecido el canto?», recibió una respuesta digna de los despiadados Addison De Witt o Waldo Lydecker, que interpretaron George Sanders en Eva al desnudo y Clifton Webb en Laura, respectivamente. A saber: «Ha sido espantoso. Técnicamente aún le falta a usted mucho por aprender».
Es evidente que un niño así no podía caer muy bien. Lo llamativo es que tampoco llegaba a tanto como a caer mal. La mayor parte de la gente que lo conocía se sentía impresionada, pero bastante favorablemente en conjunto, a pesar de todo. A algunos les inspiraba miedo, eso sí, y todos lo veían como a alguien sobresaliente que sin duda sería grande, en el terreno artístico por que finalmente se inclinara. (No debemos ocultar, sin embargo, que los lugareños más supersticiosos de su aldea natal, Kenosha, Wisconsin, lo tenían por una bruja disfrazada, casi desde que nació.) Pero, por inverosímil que parezca, si el pequeño Orson era repelente, no era sólo repelente, acaso porque su pedantería se manifestaba siempre teñida de guasa, o de rebeldía, o de travesura, o de gamberrada, o de transgresión, llámenlo como prefieran. Quiero decir que en su respuesta a la diva, por ejemplo, lo más «wellesiano» no era el tono de sabiondo, sino la impertinencia, la irrespetuosidad, la inconveniencia, el descaro, del mismo modo que, cuando a los diez años solicitó pronunciar una conferencia sobre Arte ante la congregación de alumnos de la Washington School de Madison que lo acogió brevemente (y el director accedió, pues ya Welles aparecía de vez en cuando en la prensa local como un fenómeno de inteligencia), no debe tenerse tan en cuenta lo estomagante de la petición y la pretensión cuanto que aprovechara la oportunidad para, tras un somero e irreprochable recorrido por la Historia del Arte, arremeter contra los métodos empleados para su enseñanza en la propia escuela que había atendido a su ruego. Numerosos testigos recuerdan que el disfrute de Welles iba en aumento según aumentaba el vitriolo de sus argumentos. Y que cuando el profesor de Arte lo interrumpió para decirle que no estaba en situación de hacer tales críticas, Orson Welles gritó: «¡La crítica es la esencia de la creación! Y si el sistema de enseñanza pública debe ser criticado, ¡yo lo criticaré!». Esa frase constituyó uno de los primeros titulares de prensa de su larga lista, en Chicago y en Nueva York.
Parte de su ánimo transgresor se lo debía sin duda a su padre, con quien convivió unos años, entre la muerte de su madre cuando él contaba ocho, y la del propio Richard Welles, que lo dejó casi solo en el mundo a la edad de trece. Hombre de dinero, la profesión más conocida de Dick Welles —y era más bien una afición— fue la de inventor. De sus muchas creaciones, la que tuvo al parecer más éxito fue un nuevo tipo de faro para bicicletas, y la que menos un lavaplatos mecánico que hacía añicos cuantos platos lo visitaban. Sus verdaderas vocaciones, a las que se entregó en cuerpo y alma en cuanto se jubiló anticipadísimamente, eran las de viajero, casanova, bebedor y semitahúr. En todas ellas lo acompañó el joven Welles tras la muerte de su esposa, de la que el padre llevaba algún tiempo separado, y durante al menos dos años éste paseó al niño por medio mundo: París, Londres, Singapur, Jamaica, la China… Orson, a la noche, le escuchaba relatos de pasadas andanzas mientras el padre se servía más y más ginebra. No parece que el joven lo acompañara también en la bebida, aunque bien podía haberlo hecho, dado que desde los cinco años frecuentaba el vino con el consentimiento de su progenitor, y a los once se fumó su primer cigarro. Welles habló de su padre con afecto siempre. Sobre todo le debía, dijo, la enorme ventaja de no haber recibido una educación convencional ni formal hasta los diez años. «Todos sus amigos le querían mucho», añadía. Dick Welles, según se cuenta, recibió en vida tres honores muy de su gusto: se prestó su nombre a un restaurante, a un caballo de carreras y a un habano. ¿Qué más podía pedir?
No hace falta decir que el pequeño Mr. Welles, aceptado tan fácil y naturalmente por los adultos como uno más desde su temprana infancia, no se relacionaba apenas con sus coetáneos, demasiado elementales para él; así que, manías paternas y maternas aparte, no le resultaba estimulante ni apetecible acudir al colegio con normalidad. El doctor Bernstein contó que, a los tres años, fingió un ataque de apendicitis para evitar ser llevado a un kindergarten lleno, según sus propias y despectivas palabras del momento, «de chicos cuya única ambición es convertirse en boy scouts».
A partir de los diez años sí ingresó en la Todd School, un colegio especializado en muchachos superdotados. Ha pasado a la historia como el más superdotado de todos los alumnos allí albergados por espacio de unos cien años. Allí sí estuvo a gusto y se llevó excelentemente con algunos de sus profesores, lo cual no le impidió, sin embargo, discutir a menudo con ellos y sus teorías o gastarles bromas pesadas. Ya disponía de maquillaje de actor por entonces, y en una ocasión lo empleó para empalidecerse y fingir que se había ahorcado con un largo pañuelo. Su interpretación fue tan convincente que el profesor de Historia sufrió un amago de infarto. Cuando se preguntó a Welles por qué había gastado semejante broma, contestó muy ufano: «Me pareció una buena idea. Estaba ya aburrido de Historia, en cualquier caso».
Su relación fue no obstante magnífica con la gente de Todd, sobre todo si se la compara con el trato dispensado por Welles a los psicólogos de la Washington School de Madison, que tuvieron el privilegio de «observarlo» durante una temporada. Según relata su temprano biógrafo Peter Noble, el pequeño Orson se dedicó a tomarles el pelo, juzgándolos imbéciles y pomposos en sus jueguecitos y análisis. Cuando le decían: «Dinos lo primero que se te pase por la cabeza al oír la palabra oso de peluche», contestaba al instante: «El epigrama de Oscar Wilde según el cual un cínico conoce el precio de todo y el valor de nada». Los psicólogos, con un tal Mueller a la cabeza, no se rendían: «¿En qué piensas al oír la palabra madre?». Y Welles respondía sin pestañear: «El genio consiste en una inmensa capacidad para el esfuerzo», o cosas por el estilo. La escuela determinó, tras meses de pruebas, que el pequeño Mr. Welles, de diez años a la sazón, era un ser humano altamente interesante y desusado porque su personalidad era resultado de «una profunda disociación de ideas».
Parece como si Orson Welles hubiera sido en realidad el mismo, sin apenas evolución, desde su niñez hasta su vejez, durante la cual conservaba no pocos rasgos infantiles. Parece que durante aquélla hubiera tenido más que nada impaciencia por abandonarla, como si se hubiera sentido desde el principio prisionero de un cuerpo inadecuado a su mente, y cabe imaginar lo largos que debieron de hacérsele sus primeros trece años de vida, hasta que con catorce se subió de verdad a un escenario e interpretó a Shakespeare en el famoso Gate Theatre de Dublín, tras cruzar una vez más el océano, solo ahora. Con todo, resulta aventurado y difícil concluir que careció de enteramente de infancia, tal como la entendemos habitualmente. Por una parte, y pese a su sabiduría, fue al parecer muy querido, por ser siempre simpático, siempre embustero y casi siempre encantador. Según el doctor Bernstein, el pequeño Mr. Welles se ganaba a los adultos, a pesar de su rareza, «porque era amable y paciente con los absurdos de éstos». Por otra parte, y como bien señaló otro biógrafo —éste tardío, David Thomson—, «Welles se pasó toda la vida metido en el negocio de ser traicionado», y ese ser traicionado lo utilizó o soportó «como un medio para ser siempre recto, superior y estar solo». De eso tratan seguramente sus mejores películas, y nadie puede saber tanto sobre la lealtad y la traición sin haberlas conocido no sólo de niño, sino también como niño. O lo que es lo mismo, no sólo la infancia, sino infantilmente en ella, y en la juventud y en la madurez y en la ancianidad. Es quizá en esta última edad en la que ese sentimiento siempre infantil de padecer traiciones es más grave e irremediable, acaso más dignificador también. Así nos lo enseñaron Falstaff en Campanadas a medianoche y Quinlan en Sed de mal… Pero esta es otra historia, que aquí no cabe, de cuando Mr. Welles ya no fue tan pequeño, e incluso llegó a hacerse muy mayor.
PALABRA DE ORSON WELLES.
«Muchas personas son lo bastante educadas como para no hablar con la boca llena, pero no les preocupa hacerlo con la cabeza vacía».
«Comencé muy alto y me he labrado mi decadencia».
«Mi médico me ha dicho que no vuelva a organizar cenas privadas para cuatro personas. A menos que tenga tres invitados que me acompañen.»
«Sólo hay una persona que puede decidir lo que voy a hacer, y soy yo mismo».
«El escritor necesita una pluma, el pintor un pincel, el cineasta todo un ejército».
«Lo primero que oí cuando aún estaba en la cuna fue la palabra “genio” murmurada en mi oído. ¡Por eso no se me ocurrió pensar que lo era hasta que fui un hombre adulto!»
«Nacemos solos, vivimos solos, morimos solos. Sólo a través de nuestro amor y amistad podemos crear la ilusión por un momento que no estamos solos»
«Lo peor es cuando has terminado un capítulo y la máquina de escribir no aplaude».
«Es imposible hacer una buena película sin una cámara que sea como un ojo en el corazón de un poeta.»
«Por celos y envidias, el ser humano es capaz de todo, desde el crimen hasta la santidad. Es terrorífico».
«Hollywood es un dorado barrio adecuado para golfistas, jardineros, agentes de bolsa y complacidas estrellas de cine. Yo no soy ninguna de esas cosas.»
«Todo es posible a condición de ser lo suficientemente insensato.»
¿Qué cineasta, aparte de Luis Buñuel, puede ser capaz de hacer una comedia acerca de un anacoreta cuyo único escenario es una columna solitaria en medio de un desierto? Ante la negativa de Buñuel a terminarla después de que la película fuera llevada al Festival de Venecia en su versión inicial de apenas cuarenta y dos minutos (por falta de presupuesto, lo que no impidió que cosechara cinco premios pero provocó de todos modos la salida de Buñuel del cine mexicano y su retorno definitivo a Francia), todos los directores tanteados por el productor Gustavo Alatriste para rodar un mediometraje de cuarenta y cinco minutos que sirviera de continuación y facilitara su distribución comercial -François Truffaut, Glauber Rocha, Marco Bellocchio, Michelangelo Antonioni, John Huston, Stanley Kubrick, Elia Kazan, Jercy Kawalerowicz, Vittorio De Sica, Orson Welles o Federico Fellini (el único al que Buñuel veía apropiado)- rechazaron el proyecto, aunque, retrasado su estreno, la película se exhibiera finalmente en muchos lugares junto a Una historia inmortal (Histoire immortelle, Orson Welles, 1968).
En todo caso, humor y teología, combinación explosiva para un mediometraje absolutamente imprescindible, burdo técnicamente a causa de la falta de medios (a pesar de contar en la fotografía con el gran Gabriel Figueroa) pero de una lucidez, profundidad y socarronería incomparables, coescrito por Buñuel junto al también aragonés Julio Alejandro. Ese grupo de monjes que se desconciertan al no saber si deben gritar «¡Viva Jesucristo!» o «¡Muera Jesucristo!» es una de las claves más «somardonas» del riquísimo y complejísimo universo del cineasta de Calanda.
Vaya por delante que esta coproducción hispano-francesa de la primera etapa, y mejor, como director de Jesús Franco nada tiene que ver con el clásico Rififi (Du rififi chez les hommes, 1955), dirigido por Jules Dassin, más allá de la común presencia en el reparto de Jean Servais. Su título es una burda maniobra publicitaria de la productora Albatros para conectar comercialmente esta modesta aunque interesante cinta de intriga con aquella obra maestra del subgénero de robos y atracos (basada en la novela de Charles Exbrayat, coautor también del guion, en Francia, sin embargo, conservó el título original de esta). Lo que sí es la película, al menos en cierto modo, es un homenaje, un tributo o un compendio de los intereses y de las maneras de filmar de Orson Welles, del que Franco había sido colaborador y ayudante de dirección en sus rodajes españoles, lo que se trasluce tanto en el guion como en su traslación a fotogramas, además de en el tono y en la atmósfera general.
En un indeterminado país centroamericano, en los mismos días en que el potentado Leprince (Servais), un inmigrante francés que ha hecho fortuna, presenta su candidatura al Senado, Juan Solano (Serafín García Vázquez), confidente de la policía y camarero del populoso cabaret Stardust, propiedad (como tantas cosas) de Leprince, desaparece justo cuando se disponía a reunirse con su protector, el sargento detective Miguel Mora (Fernando Fernán Gómez), para comunicarle la implicación de su jefe en toda una serie de negocios sucios, entre los cuales el no menor es el tráfico de drogas en toda Sudamérica, y facilitarle las pruebas decisivas para su procesamiento; lo que, a su vez, causará su caída en desgracia precisamente en el momento de su pleno ascenso a la cumbre política del país. El posterior hallazgo del cadáver de Solano desquicia a Mora, que, saltándose todo procedimiento, acude directamente a Leprince y le amenaza, lo cual, además de proporcionarle una buena paliza a manos de los hombres de Leprince, le aleja temporalmente de sus responsabilidades en la policía. Paralelamente, empiezan a ser asesinados varios de los esbirros de Leprince, Rivera (Agustín González) y Chico Torres (Davidson Hepburn), los supuestos asesinos de Solano, al tiempo que Leprince empieza a recibir anónimos que le avisan de las muertes inminentes de otros de sus hombres, y de la suya misma como colofón. La trama se asienta, por tanto, sobre tres patas: los esfuerzos de Mora por desenmascarar a Leprince, los asesinatos de sus hombres en venganza por la muerte de Solano y la incipiente carrera política populista de Leprince.
La película es una estimable, aunque en última instancia no demasiado sólida, combinación de subgéneros adscritos al thriller. En primer término, es una investigación policial para el descubrimiento y detención de los asesinos de Juan Solano y del cabecilla de una red de narcotráfico que se camufla bajo el aura de respetabilidad de un próspero industrial y comerciante (además del Stardust posee varios negocios en agricultura, exportación e importación, e incluso petróleo). Por esta vía, la película sigue los cánones del cine policial, con las tensiones entre el detective y su superior, el comisario Vargas (Antonio Prieto), las operaciones desarrolladas al margen del procedimiento, las consabidas amenazas de suspensión del servicio, etc., etc. La desaparición del testigo principal abre además el choque de fuerzas entre el policía solitario que actúa por su cuenta y los matones del sospechoso, que actúa como un gángster (incluyendo su romance con la cantante estrella del cabaret, Nina Laverne, interpretada por Maria Vincent, que devendrá en inesperada colaboradora de Mora). Los ribetes de cine político vienen incorporados por la carrera que Leprince inicia para su elección al Senado, en la línea de las películas que reflejan la voluble política de los países latinoamericanos en estado prerrevolucionario o incluso dictatorial (el poder económico de Leprince le garantiza una enorme influencia política y social, lo que le aproxima a la impunidad). En último extremo, se añade una gota de película de asesinos psicópatas, con esas muertes selectivas, anunciadas además mediante notas anónimas, que se cometen siguiendo siempre un mismo modus operandi y sin que el espectador pueda ver otra cosa del criminal que su cuerpo cubierto con un chubasquero y la navaja con la que perpetra los asesinatos. Todo encaminado, por un lado, a revelar la verdadera naturaleza maléfica de Leprince, y por otro, a descubrir que Juan Solano, hombre joven y apuesto, era, además de confidente de la policía, todo un donjuán que se llevaba de calle a las mujeres, entre ellas la misma Nina, Juanita (Dina Loy), secretaria en los astilleros de Leprince que, sin embargo, maniobra en su contra como expresión de algo parecido a una resistencia popular (apoyada por su amigo Manolo, interpretado por Luis Marín) o la propia esposa de Mora, Pilar (Laura Granados).
La película avanza así hacia una conclusión, por una parte, en cierto grado previsible, y por otra, hacia un final sorpresa, al menos en cuanto a la identidad del asesino de los hombres de Leprince, y aspirante a facilitar la muerte de este. El progresivo desvelamiento de detalles sobre la oscura trama que encabeza Leprince, sus sucias maniobras políticas (solamente apuntadas, a excepción de ese mítin en el que emplea todos los medios populistas a su alcance) y sus crímenes (la muerte de Solano), además de la paralela investigación (no muy desarrollada) para la averiguación de la autoría de las muertes de los hombres de Leprince, van acompañados de un inusual ejercicio de la violencia como expresión de una infrecuente brutalidad para el cine español (así, la aparición del cadáver de Juan Solano, la metódica paliza que recibe el personaje de Fernán Gómez, las secuencias de los apuñalamientos, el tiroteo en el interior del Stardust o la de los personajes de Mora, Nina o el propio Leprince…). En particular, destaca el personaje secundario que compone Agustín González, también infrecuente para él, un bailarín homosexual (resulta realmente chocante asistir a la interpretación amanerada del actor) que en realidad actúa como matón de Leprince, un matón con tintes sádicos que parece disfrutar, y a la vez atormentarse, con la brutal violencia ejercida sobre sus víctimas.
Con todo, más que la trama y el tiovivo necesario para su resolución, aunque interesantes, lo más destacable, además de ver cómo la Costa del Sol del rodaje pasa por el país ribereño del Caribe donde transcurre la historia (ayuda fundamental es la música, por más que los ritmos cálidos de la música tropical vengan subrayados en francés por las actuaciones de Marie Vincent), es contemplar el ejercicio de emulación que Jesús Franco hace de las técnicas, las estéticas y las temáticas wellesianas: primerísimos planos de caras que ocupan toda la pantalla, personajes filmados a través de objetos, empleo de planos inclinados, uso de la profundidad de campo, picados que remarcan la soledad de los personajes en un entorno hostil o amenazante, contrapicados que muestran los techos de las habitaciones y provocan la sensación de agobio y asfixia propia del cine negro, un ambiente cosmopolita para una intriga que gira en torno al pasado de un hombre, los efectos de la corrupción política y policial o la figura de un gigante tiránico que ejerce un dominio implacable sobre sus semejantes, signos técnicos y temáticos que revelan la gran influencia de Orson Welles como mentor en su, por entonces, aventajado discípulo español. Una influencia que, una vez pasados esos primeros años de la carrera de Franco, se diluyó con el resto de la trayectoria del cineasta.
El celebérrimo Adagio de Albinoni (no hay recopilatorio de música «clásica» que no lo contenga) constituye el leitmotiv musical (aparte de la partitura compuesta por Jean Ledrut) de esta no menos célebre adaptación de Orson Welles del original literario de Franz Kafka. Todo un monumento visual en el que el posicionamiento y los movimientos de cámara y la utilización imaginativa de la iluminación reproducen la atmósfera de pesadilla irracional, angustiosa y absorbente por la que transitan los personajes, aquí interpretados por Anthony Perkins, Jeanne Moreau, Elsa Martinelli, Romy Schneider, Akim Tamiroff y el propio Welles, entre otros.
FELLINI ES MAS GRANDE QUE EL CINE, por Martin Scorsese.
Antaño, las muchedumbres entusiasmadas se agolpaban en las salas de cine para ver la última película de Jean-Luc Godard, Agnès Varda o John Cassavetes. El cine, convertido en entretenimiento visual, ha perdido su magia, considera Martin Scorsese. Con este homenaje a Federico Fellini, el director intenta recuperarla.
(Le Monde Diplomatique, agosto de 2021. Correspondencia de Prensa, 8-8-2021/Traducción de Carles Morera)
La cámara se fija en la espalda de un joven que camina decidido hacia el oeste por una calle abarrotada de Greenwich Village. Bajo un brazo lleva libros. En la otra mano, un número del Village Voice. Camina deprisa, dejando atrás hombres vestidos con gabardina y sombrero, mujeres con pañuelos en la cabeza que empujan carritos de la compra plegables, parejas cogidas de la mano, y poetas y chulos y músicos y borrachines, frente a farmacias, licorerías, restaurantes y bloques de apartamentos. Pero el joven solo se fija en una cosa: la marquesina del Art Theatre, que exhibe Shadows, de John Cassavetes y Los primos, de Claude Chabrol.
El joven toma nota mental y entonces cruza la Quinta Avenida y sigue caminando hacia el oeste, pasando librerías y tiendas de discos y estudios de grabación y zapaterías hasta llegar al Playhouse de la Calle 8: ¡Cuando pasan Las cigüeñas e Hiroshima, mon amour y próximamente Al final de la escapada!
Seguimos tras él mientras gira a la izquierda por la Sexta Avenida y dejamos atrás restaurantes y más licorerías y kioscos de prensa y un estanco y cruzamos la acera para ver mejor la marquesina del Waverly: Cenizas y diamantes, de Andrzej Wajda.
Da media vuelta y vuelve hacia el este por la Cuarta dejando atrás el Kettle of Fish y la Judson Memorial Church hasta Washington Square, donde un hombre vestido con un traje harapiento reparte folletos con la imagen de Anita Ekberg cubierta de pieles: La dolce vita se estrena en una de las principales salas de teatro de Broadway, ¡con asientos reservados a la venta a precio de entrada de Broadway! Camina desde La Guardia Place hasta Bleecker, dejando atrás el Village Gate y el Bitter End hasta llegar al Bleecker Street Cinema, que tiene en cartel Como en un espejo, Tirad sobre el pianista, El amor a los veinte años, y La noche, ¡que ha aguantado tres meses en cartelera! Se pone a la cola para la película de Truffaut, abre su ejemplar del Voice por la sección de cine y un maná de riquezas brota desde las páginas y revolotea a su alrededor: Los comulgantes, Pickpocket, El ojo maligno, La mano en la trampa, pases de Andy Warhol, Cerdos y acorazados, Kenneth Anger y Stan Brakhage en Anthology Film Archives, El confidente… Y en mitad de todo eso, alzándose imponente sobre el resto: ¡Joseph E. Levine presenta 8½, de Federico Fellini! Mientras pasa las páginas enfervorecido, la cámara asciende sobre él y la multitud expectante como elevada por las olas de su excitación.
Adelantemos al momento presente. El arte del cine está siendo sistemáticamente devaluado, marginado, menospreciado y reducido a su mínimo común denominador: “contenido”. Hace apenas quince años, el término “contenido” solo se escuchaba cuando la gente discutía sobre cine a un nivel serio, y siempre en contraste con la “forma”. Entonces, gradualmente, empezó a usarse más y más por aquellos que tomaron el control de los grupos de comunicación, que en su mayoría desconocían todo sobre la historia de este arte o no tenían el interés suficiente como para pensar siquiera que debían saber algo. El término “contenido” pasó a hacer referencia a cualquier imagen en movimiento: una película de David Lean, un vídeo de gatitos, un anuncio de la Super Bowl, la secuela de una película de superhéroes, un capítulo de una serie… Se asociaba, claro, no a la experiencia de una sala de cine, sino a la del visionado en el hogar, en las plataformas de streaming que han vaciado las salas de cine, como ya hiciera Amazon con las tiendas físicas. Por un lado, esto ha sido bueno para los cineastas, yo el primero. Por otro, ha creado una situación en la que todo se presenta al espectador en igualdad de condiciones, lo que suena democrático sin serlo. Si lo próximo que vas a ver viene “sugerido” por algoritmos que se basan en lo que ya has visto y dichas sugerencias se basan solo en temas o géneros, ¿qué supone eso para el arte cinematográfico?
La prescripción no es antidemocrática o “elitista”, un término tan manido hoy día que ha perdido su significado. Es un acto de generosidad: estás compartiendo aquello que amas y te resulta inspirador (de hecho, las mejores plataformas de streaming, como Criterion Channel y MUBI o canales tradicionales como TCM se basan en la prescripción, es decir, hay alguien ahí filtrando el grano de la paja). Mientras que los algoritmos, por definición, se basan en cálculos que tratan al espectador como mero consumidor y nada más.
Como en un sueño
Las elecciones que hacían distribuidores como Amos Vogel de Grove Press en los años sesenta no solo eran actos de generosidad, a menudo también lo eran de valentía. Dan Talbot, que era un exhibidor y programador de salas de cine, fundó New Yorker Films para distribuir una película que amaba, Antes de la revolución, de Bertolucci, una apuesta todo menos segura. Las películas que llegaron a nuestras orillas gracias al empeño de este y de otros distribuidores, comisarios y exhibidores generaron un momento extraordinario. Las circunstancias de dicho momento se han ido para no volver, desde la preponderancia de la sala de cine hasta el entusiasmo compartido respecto a las posibilidades de esta disciplina. Por eso vuelvo tan a menudo a aquellos años. Me siento afortunado por haber sido joven y haber estado vivo y abierto a todo aquello mientras sucedía. El cine siempre ha sido mucho más que contenido y siempre lo será, y los años en que aquellas películas llegaban de todas partes del mundo conversando unas con otras y redefiniendo la disciplina semanalmente son la prueba.
En esencia, aquellos artistas estaban lidiando constantemente con la pregunta de qué es el cine para después lanzársela a la siguiente película y que esta diera su respuesta. Nadie trabajaba en un vacío, y todo el mundo parecía responder a y alimentarse del resto. Godard y Bertolucci y Antonioni y Bergman e Imamura y Ray y Cassavetes y Kubrick y Varda y Warhol estaban reinventando el cine con cada nuevo movimiento de cámara y cada nuevo corte, y cineastas más asentados como Welles y Bresson y Huston y Visconti se vieron revigorizados por aquel estallido de creatividad que los rodeaba.
En el centro de todo aquello había un director por todos conocido, un artista cuyo nombre era sinónimo del cine y sus posibilidades. Era un nombre que instantáneamente evocaba un cierto estilo, cierta actitud frente al mundo. Tanto fue así que se convirtió en un adjetivo. Supongamos que querías describir la atmósfera surreal de una fiesta o una boda o un funeral o una convención política o, ya puestos, el sinsentido del mundo entero: bastaba con pronunciar la palabra “felliniano” y la gente entendía exactamente a qué te referías.
En los sesenta, Federico Fellini se convirtió en más que un cineasta. Al igual que Chaplin y Picasso y los Beatles, trascendía su propio arte. A partir de cierto momento, ya no se trataba de tal o cual película y pasó a tratarse del conjunto de todas sus películas combinadas en un gran gesto inscrito a lo largo y ancho de la galaxia. Ir a ver una película de Fellini era como ir a escuchar a Maria Callas cantar o ver actuar a Laurence Olivier o ver bailar a Nureyev. Sus películas hasta empezaron a incorporar su nombre: Fellini Satiricón, Fellini 8½. El único ejemplo cinematográfico comparable era Hitchcock, pero aquello era otra cosa: una marca, un género en sí mismo. Fellini era el virtuoso del cine.
La absoluta maestría visual de Fellini empezó a manifestarse en 1963 con su 8½, en la que la cámara planea y flota y se eleva entre realidades internas y externas, al compás del humor cambiante y los pensamientos secretos del alter ego de Fellini, Guido, interpretado por Marcello Mastroianni. Pienso en fragmentos de esa película, que he visto en incontables ocasiones, y aun hoy me encuentro a mí mismo preguntándome: “¿Cómo lo ha hecho? ¿Cómo es que cada movimiento y cada gesto y cada ráfaga de viento parece darse en el momento justo? ¿Cómo puede ser que todo resulte inquietante e inevitable como en un sueño? ¿Cómo puede ser que cada momento resulte tan rico y como habitado por un anhelo inexplicable?”.
El sonido jugaba un papel importante en esa atmósfera. Fellini era tan creativo con el sonido como con las imágenes. El cine italiano tiene una larga tradición de postsincronización de sonido que comenzó bajo el mandato de Mussolini, que decretó que todas las películas importadas de otros países debían doblarse. En muchas películas italianas, incluso en algunas de las más importantes, el carácter desencarnado de la banda sonora puede resultar desconcertante. Fellini sabía cómo usar esa desorientación como herramienta expresiva. Los sonidos y las imágenes en sus películas juegan y se resaltan unos a otros de tal manera que la experiencia cinematográfica al completo se desarrolla como una partitura musical o como un gran pergamino desenrollándose. Hoy en día, la gente alucina con las últimas herramientas tecnológicas y con lo que pueden hacer. Pero las cámaras digitales ligeras y las técnicas de posproducción como los retoques digitales no hacen la película por ti: lo importante siguen siendo las decisiones que tomas durante su creación. Para los grandes artistas como Fellini no hay elemento pequeño, todo importa. Estoy seguro de que le habrían fascinado las cámaras digitales ligeras, pero no habrían cambiado el rigor y la precisión de sus decisiones estéticas.
Es importante recordar que Fellini comenzó en el neorrealismo, lo que resulta interesante porque en muchos aspectos acabó representando su polo opuesto. De hecho, fue uno de los inventores del neorrealismo, en colaboración con su mentor Roberto Rossellini. Ese momento sigue impresionándome. Inspiró tantas cosas en el cine, y dudo que toda la creatividad y exploración de los cincuenta y los sesenta se hubiera producido sin los cimientos aportados por el neorrealismo. No fue tanto un movimiento como un grupo de artistas del cine respondiendo a un momento inimaginable en la vida de su nación. Tras veinte años de fascismo, después de tanta crueldad y terror y destrucción, ¿cómo seguir adelante como individuos y como país? Las películas de Rossellini, De Sica, Visconti, Zavattini, Fellini y tantos otros, películas en las que la estética, la moralidad y la espiritualidad estaban tan entretejidas que eran inseparables, jugaron un papel vital en la redención de Italia a ojos del mundo.
Fellini coescribió Roma, ciudad abierta y Paisá (Camarada) (se dice que también dirigió algunas escenas del episodio florentino mientras Rossellini estaba enfermo) y coescribió y actuó en El milagro de Rossellini. Su camino como artista obviamente se separó pronto del de Rossellini, pero ambos mantuvieron un gran amor y respeto mutuos. Y Fellini una vez dijo algo muy astuto: que lo que la gente definía como neorrealismo solo existía en las películas de Rossellini y en ningún otro lugar. Exceptuando El ladrón de bicicletas, Umberto D. y La tierra tiembla, creo que lo que Fellini quería decir era que Rossellini fue el único que confió tan plenamente en la simplicidad y la humanidad, el único que se empeñó en permitir que la vida misma se acercara tanto como fuera posible al punto donde poder contar su propia historia. Fellini, en contraste, era un estilista y un fabulista, un mago y un contador de historias, pero las bases en términos de experiencia y ética que recibió de Rossellini fueron cruciales para el espíritu de sus películas.
Yo crecí al tiempo que Fellini se desarrollaba y eclosionaba como artista y muchísimas de sus películas fueron tesoros para mí. Vi La strada, la historia de una joven pobre que es vendida a un forzudo ambulante, cuando tenía unos trece años, y me golpeó de modo particular. He ahí una película ambientada en la posguerra pero que se desarrollaba como una balada medieval o algo incluso anterior, una emanación del mundo antiguo. Lo mismo podría decirse de La dolce vita, creo, pero esa es un panorama, un vodevil de la vida moderna y la desconexión espiritual. La strada, estrenada en 1954 (dos años más tarde en Estados Unidos), era un lienzo más pequeño, una fábula asentada en lo elemental: tierra, cielo, inocencia, crueldad, afecto, destrucción.
Para mí, La strada tenía una dimensión añadida. La vi por primera vez con mi familia en la televisión y a mis abuelos la historia les pareció un fiel reflejo de las penurias que dejaron atrás en el viejo país. Esta cinta no fue bien recibida en Italia. Para algunos suponía una traición al neorrealismo (en aquel entonces ese era el baremo según el cual se juzgaban las películas) y supongo que ubicar una historia tan descarnada dentro del marco de una fábula fue algo demasiado desconcertante para muchos espectadores italianos. En el resto del mundo fue un éxito rotundo, la obra que lanzó a Fellini. Fue la película a la que Fellini dedicó más trabajo y sufrimiento –su guion era tan detallado que alcanzaba las seiscientas páginas, y hacia el final de un rodaje difícil tuvo una crisis nerviosa que le obligó a pasar por el primero de (creo) muchos psicoanálisis antes de poder finalizarlo–. También fue la película que, durante el resto de su vida, atesoró con más cariño cerca de su corazón.
El “shock” de La dolce vita
Las noches de Cabiria, una serie de episodios fantásticos en la vida de una prostituta (que sirvió de inspiración para el musical de Broadway y la película de Bob Fosse Sweet Charity), consolidó su reputación. Como todo el mundo, la encontré emocionalmente avasalladora. Pero la siguiente gran revelación llegaría con La dolce vita. Ver esa película en compañía de una sala abarrotada cuando acababa de estrenarse era una experiencia inolvidable. La dolce vita fue distribuida en Estados Unidos en 1961 por Astor Pictures y presentada en un evento especial en un gran teatro de Broadway, con asientos numerados y entradas caras, el tipo de presentación que asociábamos a las grandes películas bíblicas como Ben-Hur. Ocupamos nuestros asientos, las luces se apagaron y vimos cómo se desplegaba ante nosotros un fresco cinematográfico majestuoso y aterrador y todos experimentamos el shock del reconocimiento. Estábamos ante un artista que había logrado expresar la ansiedad de la era nuclear, la sensación de que ya nada importaba porque todo y todos podíamos ser aniquilados en cualquier momento. Sentimos ese impacto, pero también la euforia del amor de Fellini por el arte del cine y, en consecuencia, por la vida misma. Algo parecido se avecinaba en el rock and roll, en los primeros discos eléctricos de Dylan y después en el White Album de los Beatles y el Let It Bleed de los Rolling Stones, álbumes sobre la ansiedad y la desesperación, pero que al tiempo resultaban experiencias trascendentales y emocionantes.
Cuando hace una década presentamos en Roma la versión restaurada de La dolce vita, Bertolucci dejó muy claro que quería asistir. En aquel entonces ya le resultaba complicado desplazarse porque iba en silla de ruedas y estaba aquejado de dolores constantes, pero se empeñó en que tenía que estar allí. Y tras la proyección me confesó que La dolce vita fue la película que le hizo dedicarse al cine. Aquello me sorprendió mucho, pues nunca le había oído hablar de ella. Pero en el fondo, tampoco era tan sorprendente. Aquella película fue una experiencia estimulante, como una onda expansiva que asoló la cultura a todos los niveles.
Las dos películas de Fellini que ms me afectaron, las que realmente me marcaron, fueron Los inútiles y 8½. Los inútiles porque capturó algo tan real y tan precioso que apelaba directamente a mi propia experiencia. Y 8½ porque redefinió mi idea de lo que era el cine, de qué podía hacer y adónde podía transportarte.
Los inútiles, estrenada en Italia en 1953 y tres años después en Estados Unidos, fue la tercera película de Fellini y su primera gran obra. También fue una de las más personales. La historia consiste en una serie de escenas en la vida de cinco amigos veinteañeros en Rimini, donde se crio Fellini: Alberto, interpretado por el gran Alberto Sordi; Leopoldo, interpretado por Leopoldo Trieste; Moraldo, el alter ego de Fellini, interpretado por Franco Interlenghi; Riccardo, interpretado por el hermano de Fellini; y Fausto, interpretado por Franco Fabrizi. Estos se pasan el día jugando al billar, persiguiendo chicas, y paseándose por ahí burlándose de la gente. Tienen grandes sueños y grandes planes. Se comportan como niños y sus padres los tratan como tales. Y la vida sigue.
Tuve la impresión de conocer a aquellos chavales, como si hubieran surgido de mi propia vida, de mi propio barrio. Incluso reconocí parte del lenguaje corporal, el mismo sentido del humor. De hecho, en cierto momento de mi vida, yo fui uno de esos chicos. Entendí lo que Moraldo estaba experimentando, su desesperación por escapar. Fellini lo capturó todo tan bien –la inmadurez, el aburrimiento, la tristeza, la búsqueda de la próxima distracción, del próximo estallido de euforia–. Nos regala la calidez y la camaradería y las bromas y la tristeza y la desesperación interior, todo a la vez. Los inútiles es una película dolorosamente lírica y agridulce y fue una inspiración crucial para Malas calles. Es una gran película sobre una ciudad natal, sobre cualquier ciudad natal.
En cuanto a 8½, toda la gente que conocía en aquel entonces que intentaba hacer películas tuvo un punto de inflexión, una piedra de toque personal. La mía fue y sigue siendo 8½.
Torbellino de película
¿Qué hacer después de una película como La dolce vita, que se ha llevado el mundo por delante? Todos están atentos a cada palabra que pronuncias, esperando ver qué será lo próximo que hagas. Eso mismo fue lo que le pasó a Dylan a mediados de los sesenta tras Blonde on Blonde. Para Fellini y para Dylan, la situación era la misma: habían tocado a legiones de personas, todo el mundo sentía que los conocía, que los entendía, y, a menudo, que eran de su propiedad. Es decir: presión. Presión por parte del público, de los fans, de los críticos y de los enemigos (y los fans y los enemigos a menudo dan la sensación de confundirse en un solo ente). Presión para producir más. Para ir más allá. Presión de uno sobre sí mismo.
Para Dylan y Fellini la respuesta fue volver la mirada adentro. Dylan buscó la simplicidad en el sentido espiritual propugnada por Thomas Merton, y la encontró tras su accidente de motocicleta en Woodstock, donde grabó The Basement Tapes y escribió las canciones para John Wesley Harding. Fellini vivió su propio episodio a principios de los sesenta e hizo una película sobre su crisis artística. Al hacerlo, emprendió una expedición arriesgada hacia terrenos inexplorados: su mundo interior. Su alter ego, Guido, es un director famoso que sufre el equivalente cinematográfico al miedo a la página en blanco y busca un refugio donde encontrar paz y orientación, como artista y ser humano. Busca una “cura” en un lujoso balneario, donde su amante, su esposa, su ansioso productor, sus hipotéticos actores, su equipo de rodaje y una -heterogénea procesión de fans y parásitos y clientes del balneario desciende sobre él; entre ellos hay un crítico que proclama que su nuevo guion “carece de conflicto central y premisa filosófica” y se reduce a “una serie de episodios gratuitos”. La presión se intensifica, sus recuerdos de infancia, anhelos y fantasías se manifiestan inesperadamente día y noche y espera a su musa –que viene y va fugazmente manifestándose en la figura de Claudia Cardinale– para “crear orden”.
8½ es un tapiz tejido a partir de los sueños de Fellini. Al igual que en un sueño, todo parece sólido y bien definido por un lado y etéreo y efímero por el otro; el tono cambia constantemente, a veces de modo violento. En realidad, Fellini creó un equivalente visual del monólogo interior que mantiene al espectador en un estado de sorpresa y alerta y una forma que constantemente se redefine a medida que se desarrolla. Básicamente estás viendo a Fellini hacer la película ante tus ojos, porque el proceso creativo es la estructura. Muchos cineastas han intentado hacer algo por el estilo, pero creo que nadie más ha conseguido lo que consiguió Fellini aquí. Tuvo la audacia y el atrevimiento necesarios para jugar con todas las herramientas creativas, de estirar la cualidad plástica de la imagen hasta un punto en el que todo parece existir a un nivel subconsciente. Hasta los fotogramas aparentemente más neutrales, si los miras muy de cerca, tienen un elemento en la iluminación o la composición que te descoloca, que de algún modo está infundido de la consciencia de Guido. Al rato, renuncias a intentar comprender dónde estás, si en un sueño o en un flashback o en la pura y simple realidad. Lo que quieres es seguir perdido y vagar con Fellini, rendido a la autoridad de su estilo.
La película alcanza un pico en una escena en la que Guido coincide con el cardenal en los baños, un viaje al inframundo en busca de un oráculo y un retorno al fango del que provenimos todos. Al igual que durante toda la película, la cámara está en movimiento –febril, hipnótica, flotante, siempre apuntando hacia algo inevitable, algo revelador–. Mientras Guido se abre paso en su descenso, vemos desde su punto de vista una sucesión de personas aproximándose a él, algunas dándole consejos para congraciarse con el cardenal y otras suplicando favores. Entra en una antesala llena de vapor y se abre camino hasta el cardenal, cuyos asistentes sostienen una sábana de muselina ante él mientras se desnuda y nosotros le vemos solo como una sombra. Guido le dice al cardenal que no es feliz, y el cardenal se limita a dar su inolvidable respuesta: “¿Por qué había de ser feliz?
El problema del hombre no es ese. ¿Quién le ha dicho que venimos al mundo para ser felices?”. Cada fotograma de esta escena, cada fragmento de decorado y de coreografía entre cámara y actores, es de una complejidad extraordinaria. Soy incapaz de imaginarme cuán difícil de ejecutar debió de ser. En la pantalla se desenvuelve con tanta gracilidad que parece la cosa más fácil del mundo. Para mí, la audiencia con el cardenal encarna una de las verdades más destacables de 8½: Fellini hizo una película sobre una película que solo podría existir como película y como nada más, ni como pieza musical, ni como novela, poema o baile, solo como obra cinematográfica.
Cuando 8½ se estrenó, la gente discutió sobre ella incansablemente: así de dramático fue su efecto. Cada uno teníamos nuestra propia interpretación, y nos pasábamos horas hablando sobre la película, diseccionando cada escena, cada segundo. Claro está que nunca llegamos a una interpretación definitiva, pues la única forma de explicar un sueño es echando mano de la lógica de un sueño. La película no alcanza una resolución, lo que molestó a mucha gente. Gore Vidal me contó una vez que le dijo a Fellini: “Fred, a la próxima, menos sueños, debes contar una historia”. Pero en 8½ la falta de resolución es más que adecuada, porque el proceso artístico tampoco tiene resolución: debes seguir adelante. Y cuando acabas, sientes la necesidad de volver a empezar, igual que Sísifo. Y, al igual que descubriera Sísifo, empujar la piedra colina arriba una y otra vez se convierte en el propósito de tu vida. La película tuvo un impacto enorme en los cineastas. Inspiró Alex in Wonderland, de Paul Mazursky, en la que el propio Fellini hace de Fellini; Recuerdos, de Woody Allen; y All that Jazz, de Fosse, por no hablar del musical de Broadway Nine. Como he dicho, soy incapaz de contar cuántas veces he visto 8½, y no sabría ni por dónde empezar a hablar de las innumerables formas en que me ha influido. Fellini nos enseñó a todos nosotros qué significaba ser un artista, esa irreprimible necesidad de hacer arte. 8½ es la expresión más pura de amor al cine de la que tengo conocimiento.
¿Seguir tras La dolce vita? Difícil. ¿Hacerlo tras 8½? No quiero ni pensarlo. Con Toby Dammit, un mediometraje inspirado en un relato de Edgar Allan Poe (el último de los segmentos que conforman el largometraje colectivo Historias extraordinarias), Fellini llevó al extremo su imaginería alucinada. La cinta es un descenso visceral a los infiernos. En Satiricón, Fellini creó algo nunca visto: un mural del mundo antiguo en forma de “ciencia-ficción invertida”, en sus palabras. Amarcord, su película semiautobiográfica situada en Rimini durante el periodo fascista, hoy es una de sus obras más apreciadas (está entre las favoritas de Hou Hsiao-hsien, por ejemplo), aunque es mucho menos osada que sus películas anteriores. Con todo, es un trabajo repleto de visiones extraordinarias (me fascinó la especial admiración de Italo Calvino hacia la película como retrato de la vida en la Italia de Mussolini, algo que a mí no se me ocurrió). Tras Amarcord, todas sus películas tienen destellos de brillantez, especialmente Casanova. Es una película gélida, más helada que el último círculo del infierno de Dante, y es una experiencia remarcable y estilizada pero indudablemente intimidante. Dio la impresión de ser un punto de inflexión para Fellini. Y, la verdad sea dicha, la horquilla entre los setenta y los ochenta pareció serlo para muchos cineastas en el mundo entero, yo incluido. La sensación de camaradería que todos habíamos sentido, fuera esta real o imaginada, pareció romperse y todos se convirtieron en islotes incomunicados, luchando por hacer su próxima película.
Conocí a Federico lo suficientemente bien como para considerarme amigo suyo. Nos conocimos en 1970, cuando fui a Italia con una colección de cortos que había seleccionado para presentarlos en un festival. Contacté con la oficina de Fellini y me concedieron más o menos media hora de su tiempo. Fue tan cálido, tan cordial. Le conté que en mi primera visita a Roma me los reservé a él y a la Capilla Sixtina para el último día. Aquello le hizo reír. “¿Has visto, Federico? –dijo su asistente– ¡Te has convertido en un monumento aburrido!”. Le aseguré que aburrido era lo único que jamás podría ser. Recuerdo que también le pregunté dónde podía encontrar buena lasaña y me recomendó un restaurante maravilloso –Fellini conocía los mejores restaurantes en todas partes–.
Años después me mudé a Roma y empecé a ver a Fellini con bastante frecuencia. Solíamos cruzarnos y quedar para comer. Siempre fue un showman y con él el espectáculo nunca se detenía. Verle dirigir una película era toda una experiencia. Era como si dirigiera una docena de orquestas a la vez. Una vez llevé a mis padres al set de La ciudad de las mujeres y él correteaba por todas partes, camelando a unos y otros, suplicando, actuando, esculpiendo y ajustando cada elemento de la película hasta el mínimo detalle, ¬ejecutando su idea como un torbellino en perpetuo movimiento. Cuando nos fuimos, mi padre dijo: “Pensaba que habíamos venido a sacarnos una foto con Fellini”. “¡Y lo habéis hecho!”, le respondí. Todo sucedió tan deprisa que ni se dieron cuenta.
La era de la diversión visual
En los últimos años de su vida intenté ayudarle a encontrar distribuidor en Estados Unidos para su película La voz de la luna. Tuvo problemas con sus productores en ese proyecto, pues ellos querían un gran vodevil felliniano y él les dio algo mucho más meditativo y sombrío. Ningún distribuidor quería saber nada de ella y me sorprendió ver que nadie, ni siquiera las principales salas independientes de Nueva York, tenía interés en proyectarla. Sus anteriores películas sí, pero no la nueva, que resultó ser su última. Poco tiempo después ayudé a Fellini a conseguir algo de financiación para un proyecto documental que tenía planeado, una serie de retratos de la gente que hace posibles las películas: actores y actrices, cámaras, productores, responsables de localizaciones (me acuerdo de que en el guion provisional de ese episodio el narrador explicaba que lo más importante era organizar expediciones de forma que las localizaciones estuvieran cerca de un buen restaurante). Por desgracia, murió antes de iniciar ese proyecto. Recuerdo la última vez que hablé con él por teléfono. Su voz sonaba tan apagada que supe que ya nos estaba dejando. Fue triste ver cómo esa potencia de la naturaleza se desvanecía.
Todo ha cambiado: el cine y su importancia dentro de nuestra cultura. A nadie puede sorprenderle que artistas como Godard, Bergman, Kubrick y Fellini, que un día reinaron imponentes sobre el séptimo arte como dioses, acabaran relegados a las sombras con el paso del tiempo. Pero a estas alturas no podemos dar nada por sentado. No podemos dejar el cuidado del cine en manos de la industria cinematográfica. En el negocio del cine, ahora del entretenimiento visual de masas, el énfasis siempre está en la palabra “negocio”, y el valor siempre viene determinado por la cantidad de dinero que puede hacerse con determinada propiedad. En ese sentido, todo, desde Amanecer hasta La strada o 2001: una odisea del espacio, está prácticamente empaquetado y listo para ocupar la categoría “Arte y ensayo” de alguna plataforma de streaming. Quienes conocemos el cine y su historia debemos compartir nuestro amor y nuestro saber con la mayor cantidad posible de gente. Y debemos dejarles claro y cristalino a los actuales propietarios legales de esas películas que estas son mucho más que meras propiedades que explotar y dejar tiradas, pues están entre los mayores tesoros de nuestra cultura y merecen recibir un trato acorde.
Supongo que también debemos refinar nuestra idea de lo que es cine y lo que no. Federico Fellini parece un buen punto de partida. Se pueden decir muchas cosas sobre las películas de Fellini, pero hay una que es incontestable: son cine y su obra supuso una contribución enorme a la hora de definir el séptimo arte.
La Viena de esta obra mayor de Carol Reed es un lugar de pesadilla en el que incluso habitan fantasmas. O eso cree Holly Martins (Joseph Cotten), que acaba de perder, o eso cree él, a su «amigo» Harry Lime. Una de las apariciones en cuadro más fulgurantes e inolvidables de la historia del cine, justo medida de la grandeza de quien la protagoniza.
El espectacular plano secuencia de apertura de esta obra maestra revela el gran talento de Welles para la técnica, la puesta en escena y la economía narrativa (y, en contra de lo que suele afirmarse, para la economía a secas). Pero no es el único que contiene la película, ni siquiera es el más complicado o el más logrado. La escena del registro del apartamento del sospechoso mexicano, otro gran plano secuencia que contiene además la clave narrativa de la película, el sentido último de su argumento, la definición precisa y exacta del antagonismo de los personajes de Quinlan (Welles) y Vargas (Charlton Heston), es otro prodigio de lenguaje cinematográfico.
–Ha estado aquí durante siglos [la catedral de Chartres]. Quizá la mayor obra del hombre en todo el mundo occidental, y no tiene ninguna firma. ¡Chartres! Una celebración de la gloria de Dios y de la dignidad del hombre. Todo lo que queda -parecen pensar la mayoría de los artistas de hoy- es el hombre. Desnudo, pobre, retorcido tubérculo. No hay celebraciones. El nuestro, nos dicen los científicos, es un universo desechable. Es posible que sea esta gloria anónima de entre todas las demás cosas, este rico bosque de piedra, este canto épico, este gozo, este grandioso salmo de afirmación, lo que elijamos cuando nuestras ciudades sean solo polvo; para que permanezca intacto, para indicar dónde estuvimos, para dar testimonio de cuanto logramos. Nuestras obras en piedra, en pintura, en papel se conservan. Alguna de ellas desde hace algunas décadas, o un milenio, o dos. Pero todo debe caer en la guerra o destruirse en la ceniza última y universal: los triunfos y los fraudes, los tesoros y las falsificaciones. Es ley de vida, todos moriremos. «Tened buen corazón», claman los artistas muertos desde el vivo pasado. Nuestros cantos serán completamente silenciados pero ¿qué importa? ¡Seguid cantando!