Empoderamiento fatal: El asesinato de la hermana George (The Killing of Sister George, Robert Aldrich, 1968)

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La televisión no solo engorda, también, y sobre todo, miente. Su pantalla deformante de la realidad, “el espejo donde se refleja la derrota de nuestro sistema cultural” en palabras de Federico Fellini, no es tanto una fábrica de sueños, como puede ser el cine en esa expresión que ha llegado a ser tópica (y de pesadillas, puede añadirse), como una factoría de espejismos. Un caso extremo es el de esta hermana George, el personaje más querido y mejor valorado por la audiencia de una famosa serie televisiva de la BBC, a la que, sin embargo, da vida June Buckridge (Beryl Reid), una actriz muy alejada de la dulzura de sentimientos y del carácter amable y jovial de la célebre enfermera de ficción. Al contrario, amargada, ruin y esclava de su extremado alcoholismo, June además esconde un secreto a sus compañeros de plató: es lesbiana y vive con Alice (Susannah York), una joven algo desorientada que, caída en esa situación un poco por inercia, se debate entre el inmovilismo por comodidad y la necesidad de salir de ese espacio absorbente y opresivo que es la vida con la celosa, obsesiva y suspicaz June. No obstante, la televisión sí consigue emular de manera indirecta e involuntaria un efecto real como la vida misma: la angustiada desesperación que invade al ser humano cuando es informado de su fecha de caducidad, es decir, cuando sabe por fin, con total exactitud, el momento y la forma en que va a dejar de existir. Porque, a diferencia de Alice, la audiencia no debe acostumbrarse ni acomodarse, menos todavía cuando se trata de una serie interminable de episodios, de lo contrario, los índices bajan, y la forma de mantenerla atenta y sujeta, de crear y mantener interés, es convulsionarla de vez en cuando, por ejemplo, suprimiendo de manera dramática al personaje mejor visto y más aceptado, precisamente, la hermana George. June, que a su vez se ha acomodado en su profesión a las rutinas diarias y a los ingresos proporcionados por su único papel en activo, ve de repente su vida amenazada, puesta del revés, y su estado de crisis vital general deriva en un abierto y decidido proceso de autodestrucción al que empuja a Alice, que intenta a duras penas sustraerse al sumidero al que se ve arrastrada por su amante.

El protagonismo de esta polémica y escandalosa historia (para la época, pero incluso para ciertas morales particulares de hoy) corresponde por entero a las mujeres. A June y Alice las acompaña en el triángulo protagonista Mercy Croft (Coral Browne), buena amiga de June en la productora de la serie hacia la que, no obstante, June depara sentimientos ambivalentes. Más todavía cuando el progresivo hundimiento de June y la necesidad de Alice de respirar fuera de esa espiral de degradación anima a esta a encontrarse con Mercy, a escuchar sus consejos y sus ánimos para cambiar de vida y, finalmente, aceptar sus ofertas de planes de ocio y compañía cuando June está trabajando o se encuentra demasiado borracha o alterada. Alice será el terreno de la guerra entre June y Mercy, pero también el trofeo disputado, duelo resuelto en un final absolutamente perturbador para la moral pública de 1968 y completamente rompedor en el cine comercial prácticamente desde sus inicios. Con todo, el pilar central de la narración, el prisma del argumento, viene constituido por la caída progresiva de June, por la acentuación de sus rasgos más antipáticos, de sus vicios más extremos, de su forma de ser egoísta, cruel, despiadada, desprovista de toda humanidad tras años de mal carácter, de guerra contra el mundo y de erosión alcohólica. Como telón de fondo, una sociedad británica que empieza a abrirse a la modernidad de la cultura de los sesenta, en particular observada desde el incipiente mundo de los locales homosexuales de última moda, y en abierto contraste con una moral tan amante de la tradición como de la extravagancia aceptada, siempre y cuando esta sea puntual y restringida.

Robert Aldrich compone con esta historia un conjunto de raíz teatral (el guion de Lukas Séller se basa en una obra de Frank Marcus) en el que se suceden durante algo más de dos horas los escenarios de combate verbal, y en ocasiones físico, entre los distintos ángulos del triángulo, y también de la degradación personal de June (la casa de la pareja, las oficinas y los platós de la televisión, los bares y los pubs, o incluso el taxi donde la borracha June comete un atropello sexual con dos monjas como víctimas, episodio que precipitará la decisión de eliminarla de la serie televisiva). Una historia dominada por un efectismo tal vez demasiado crudo, por una dureza verbal poco vista antes en el cine, que sigue la senda del director en sus películas de Hollywood inmediatamente anteriores pero de manera mucho más consciente, buscada, efectista y morbosa, buscando el impacto y cierto escándalo (aunque no desprovisto de gusto, tacto, refinamiento, estilo y sensibilidad) como garantía de la comercialidad del filme. Así, el guion se recrea en situaciones tensas, duras y de lo más emotivamente violentas que llegan a incomodar en grado sumo al espectador que observa lo que ocurre desde el punto de vista de Alice, y en situaciones de caída en picado, de total hundimiento, de muerte progresiva del alma de un ser humano que son recreadas con el detalle y los pormenores permitidos en la época, exactamente igual que en la larga secuencia sexual entre Alice y Mercy, que no puede ser más osada y revolucionaria para su tiempo.

Dejando aparte estos aspectos más bien morbosos, acrecentados por la tensión extra que genera el estatismo teatral y la atmósfera turbia y enrarecida de la puesta en escena, apta y dispuesta para los sucesivos estallidos emocionales del drama, apenas rota con algunas secuencias de exteriores, del tránsito de personajes por la vía pública, la película ofrece por otra parte un desgarrador y al mismo tiempo colorista (en este punto destaca la fotografía en tonos pop de Joseph F. Biroc) relato del fracaso, y sobre todo, de la crueldad, de la dirigida contra uno mismo y de la proyectada hacia los otros como forma de autodefensa y como penitencia, como pago en expiación de los pecados que se saben cometidos, reconocidos aunque desfigurados y a veces reducidos o incluso evaporados por el alcohol. En este punto, la mirada de Aldrich descoloca al espectador logrando que se conmueva, que se muestre tan comprensivo y compasivo como él hacia la protagonista de su película. June pasa así de verdugo a víctima, de otros y de sí misma, contradicción que cobra forma plástica en la dilatada secuencia en la que June por fin acepta que se filme su accidentada muerte en la serie. Una secuencia con altibajos dramáticos, humorísticos y anímicos, que transita entre la bufonada y la conmoción, entre la pérdida y la obligación, entre la derrota y el arte, exactamente igual que el éxito, que la vida. La mentira televisiva es del mismo cariz que la que June ha hecho de su vida; su guion, su ficción, su autoengaño, ha sido el alcohol y la posibilidad de sustituir su existencia gris y atormentada por la de un personaje blanco, inspirado de buenos sentimientos, de amor por sus semejantes. Así, June ha sido a su vez el motor del autoengaño de miles de espectadores que hacen cada día de la televisión fuente, excusa y pretexto para su propia vida ficticia.

Mis escenas favoritas: Mister Arkadin (Mr. Arkadin (Confidential Report), Orson Welles, 1955)

La magia del cine, cuando la pone en marcha un torrente de excesos y genialidad como Orson Welles, hace posible una mascarada goyesca en Valladolid a la que se accede por Segovia. Estupendo aunque irregular thriller psicológico con ciertos toques de gótico noir concebido, dirigido e interpretado por Welles a partir de su propia novela, tan evocador del Charles Foster Kane de Ciudadano Kane como de su inspiración remota, Iósif Stalin, y a la vez no demasiado alejado de su autor.

Diálogos de celuloide: Mr. Arkadin (Orson Welles, 1955)

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-Un escorpión quería atravesar un río y le pidió a una rana que lo llevara. No, respondió la rana, si te llevo en mi espalda podrías picarme y me ahogaría. Pero el escorpión replicó: ¿dónde está la lógica? (los escorpiones siempre tratan de ser lógicos), si te pico tú morirás y yo me ahogaré. La rana se dejó convencer y aceptó que el escorpión subiera a su espalda, pero mientras cruzaba el río sintió un dolor terrible y comprendió que había recibido una picadura del escorpión. ¿Y la lógica?, se lamentó la rana mientras empezaba a hundirse, con el escorpión, hacia el fondo del río. Lo que has ehcho no es lógico. Lo sé, respondió el escorpión, pero no puedo actuar de otra manera: es mi naturaleza».

La tienda de los horrores – Latitud cero (Ido zero daisakusen, Ishirô Honda, 1969)

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La verdad es que, a pesar de lo anunciado, no hemos tardado mucho tiempo en encontrar otra obra digna de engrosar la galería del horror que atesora esta escalera y que hace las delicias de niños y grandes. En esta ocasión, se trata de Latitud cero (Ido zero daisakuse, 1969), cagarro fílmico producido por los «prestigiosos» estudios Toho con colaboración norteamericana, y que viene a sumarse a la copiosa trayectoria cinematográfica de Ishirô Honda, plagada de monstruos de esponja y felpa, Godzillas de cartón piedra, luchas de simios gigantes y demás cine fantástico con criaturas más o menos recreadas de forma vergonzosa, que amenazan a la humanidad. Tal es el desastre de las películas de Honda que, a su lado, incluso cosas como Humor Amarillo rozan la sofisticación y la altura intelectual.

Aquí la cosa empieza en plan Julio Verne para terminar en puro delirio que mezcla el tebeo de ciencia ficción con las marionetas a lo Barrio Sésamo: unas erupciones volcánicas subacuáticas en un perdido enclave del Pacífico malogran una misión científica de forma que los tres tripulantes del vehículo submarino, el científico japonés Ken Tashiro (Akira Takarada), el francés Jules Masson (Masumi Okada; sí, un japonés interpretando a un francés…), y un periodista americano, Perry Lawton (Richard Jaeckel), tienen que ser rescatados por un increíble sumergible atómico, enorme (no hace falta instrumental para detectarlo; basta con buscar un bulto enorme bajo el agua), vertiginosamente rápido, comandado por un extraño personaje, Craig McKenzie (Joseph Cotten), una especie de Nemo posmoderno. El tipo en cuestión se lleva a los tres científicos a un mundo ideal que han creado bajo el agua pero dentro de una burbuja de aire que permite recrear un espacio puramente terrestre, con edificios futuristas, flores silvestres, llanuras de césped, lagos cristalinos y amplias explanadas y espaciosas avenidas asfaltadas, puro cartón y papel pintado que canta a mil kilómetros, pero…. Todo muy de ciencia ficción excepto la ambulancia, típico vehículo japonés de los sesenta, que recoge a los heridos que precisan atención médica.

El caso es que McKenzie ha reunido allí a una gran cantidad de científicos y pensadores, dados por desaparecidos en la superficie, que andan ideando nuevos inventos que aseguren el progreso y el bienestar de la humanidad. Su antagonista, el malo maloso, no es otro que el Doctor Malic (César Romero, tan pizpireto y ridículo como siempre), acompañado de su fiel Lucretia (Patricia Medina), pareja de abuelos que parecen sacados de Benidorm, que atosiga y combate a McKenzie allí donde va, en todo lo que se propone por el bien de sus semejantes «terrestres». Como no puede ser de otra forma, la cinta deambula en sus inicios por la perplejidad de los rescatados ante el descubrimiento de nuevas tecnologías y mejores formas de vivir, por un mundo en paz y armonía propio de Bob Esponja, para después centrarse en el enfrentamiento de McKenzie y Malic cuando éste secuestra a un científico y a su hija, ambos de viaje hacia el paraíso burbujeante del primero. Esto lleva a un combate final en el que Cotten y los suyos, ataviados como chicas-burbuja de navideño anuncio de bebida espumosa, asaltan la guarida de Malic, el cual se defiende con ayuda de sus «criaturas»: unos abominables hombres-murciélago que parecen hechos con un mocho y una mopa, y un león alado que presenta el aspecto de unas zapatillas de estar por casa inundadas de borretas de las que se acumulan bajo la cama. Los «exteriores» donde tienen lugar los combates (las chicas-burbuja disparan con sus guantes, por supuesto, apuntando con los dedos…) no son mucho mejores: rocas de plástico, bochornosas reproducciones a escala y chirriantes efectos de sonido que convierten a Luis Cobos en una delicia para los oídos. Por supuesto, los buenos ganan, los malos pierden, y cuando el periodista regresa al mundo real y es rescatado por la marina, asistimos a un desenlace propio del sobrino tonto de Mark Twain. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Latitud cero (Ido zero daisakusen, Ishirô Honda, 1969)»