El cine de las ilusiones de Paul Auster

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El cine de las ilusiones

Nuestras vidas realmente no nos pertenecen, pertenecen al mundo, y a pesar de nuestros esfuerzos por darle un sentido a éste, el mundo es un lugar que va más allá de nuestro entendimiento.

Paul Auster

Resulta corriente leer en la mayor parte de las reseñas y ensayos críticos sobre la obra literaria del norteamericano Paul Auster (Newark, New Jersey, 1947) que, por encima del alto contenido autobiográfico y de la mágica atmósfera con la que suele recubrir sus historias, son dos las notas principales que jalonan su universo creativo. La primera de ellas es la incidencia del azar, de la suerte, de los fenómenos imprevistos e incontrolables, en la vida de las personas para bien y para mal o incluso sin que pueda llegarse a determinar la naturaleza positiva o negativa de su influencia. La segunda, que su literatura se construye internamente de forma similar a las cajas chinas o a las matrioskas, de manera que sus libros están plagados de cuentos, relatos e historias de diversa procedencia y con múltiples narradores, los cuales, todos juntos y a través de un subterráneo hilo conductor están al servicio de una idea principal que termina culminando en un todo completo e indivisible.

Estas notas van más allá del mero recurso narrativo para constituir un punto de vista para sus historias que permita a Auster explorar lo que de verdad le interesa de sus personajes, su capacidad para enfrentarse a lo inesperado. Tanto en su literatura como en su cine Paul Auster no hace sino reflejar aspectos cotidianos y comunes a todos los seres humanos que no por pasarnos desapercibidos dejan de estar ahí. El propio autor es un ejemplo de ello, basta recordar episodios de su propia vida como la muerte de su amigo Ralph, fulminado a su lado por un rayo durante una excursión o la copiosa herencia recibida tras la inesperada muerte de su padre que le permitió abandonar su empleo de fracasado cronista deportivo y volcarse en la escritura.

Auster escribe sobre el azar porque es consciente del papel decisivo que la suerte ha tenido en su vida, una vida que como cualquier otra no es ajena tampoco a poder explicarse como un juego de matrioskas. La literatura y el cine de Paul Auster se nutren de esta compleja red tejida de coincidencias y caprichos del destino, aunque el grado de aceptación final de sus dos vertientes creativas difiera notablemente. Quizá ello se debe a que las películas dirigidas en solitario por Auster parecen estar indisolublemente unidas a los temas y atmósferas que constituyen el microcosmos de sus novelas como una consecuencia lógica o una extensión natural de ellas. De ahí que para muchos espectadores, especialmente los no iniciados en su literatura, el cine de Paul Auster resulte inaccesible y carezca de valor por sí mismo como producto cinematográfico.

La cinefilia de Auster es evidente para quien conozca superficialmente sus libros. Son frecuentes sus referencias a películas, actores y actrices, a salas de proyección, e incluso el cine y sus profesionales han llegado a superar su condición de esporádico ingrediente de la trama para convertirse en uno de los pilares fundamentales de la narración. Sin embargo, la relación de Paul Auster con el cine comienza en los primeros años setenta del siglo XX, cuando, licenciado por la Universidad de Columbia y volcado en su oficio de traductor y en su naciente vocación poética, viaja a Francia para conocer la obra de Baudelaire, Rimbaud y Verlaine. En París, tras un frustrado intento de ingreso en el Institut des Hautes Éstudes Cinématographiques, empieza a escribir guiones para películas mudas inspirados en Buster Keaton.

Sus posteriores éxitos literarios en Estados Unidos le vuelven a acercar al cine en 1990, cómo no, por influencia de la casualidad. Wim Wenders no consigue productor para adaptar algunas de sus historias a la gran pantalla, pero Auster publica dos obras que serán el origen de dos películas, la novela La música del azar y el relato publicado en prensa Cuento de Navidad de Auggie Wren. Philip Haas adquiere los derechos de la novela para su debut en el largometraje de ficción, (The music of chance, 1993). Con un estupendo reparto (James Spader, Mandy Patinkin, Chris Penn, Charles Durning, Joel Grey, M. Emmet Walsh, Samantha Mathis…), la complejidad inherente a su traducción en imágenes hace que el resultado no sea propiamente una película de Auster. El tratamiento cumple con la idea del azar como elemento crucial de la acción, pero el guión mutila muchos de esos recovecos que convierten cualquier obra de Auster en un mágico caleidoscopio de historias que se contienen y explican unas con otras. La brevedad del filme y la necesidad de concentrar lo principal del relato hacen que el conjunto sea estimable pero no la más adecuada traducción del universo austeriano a la pantalla, por más que cuente con el mismísimo escritor en una breve aparición. Continuar leyendo «El cine de las ilusiones de Paul Auster»

Música para una banda sonora vital – Lou Reed

lou_reed_39Lou Reed ha sido una presencia esporádica pero constante en el cine underground (en cuál si no) desde finales de los años sesenta hasta bien entrado el siglo XXI. Además de media docena larga de documentales relacionados con la música, Reed también aparece en un puñado de películas de ficción, entre las que destacan Blue in the face (Wayne Wang y Paul Auster, 1995) y Palermo shooting (Wim Wenders, 2008).

Mejor, en todo caso, quedarse con cualquiera de sus clásicos, como Satellite of love.

José Luis Borau

A pocos profesionales, de entre los muchos y excelentes que han dejado huella en la historia del cine en España, les corresponde tan acertadamente el calificativo de “cineasta” como al director aragonés José Luis Borau Moradell. A diferencia de otros nombres del cine español más presentes en los medios y cuyos nuevos trabajos siempre son recibidos con grandes alharacas y enorme derroche comercial y publicitario, Borau, persona apasionada, vehemente, tímida y osada al mismo tiempo, impregnada por el carácter tópico de la nobleza y la terquedad aragonesas (él mismo ha declarado que: “basta que me digan que una película no se puede hacer para que a mí me interese e intente hacerla”), siempre ha destacado como ejemplo de profesional discreto, eficiente y de calidad innegable. Tras largos años dedicado a la profesión en múltiples de sus variantes, ha logrado desarrollar una trayectoria cinematográfica muy personal, alternando géneros y temáticas, con intereses a veces coincidentes con el gusto del público y a veces diametralmente opuestos, pero casi siempre con gran aceptación de la crítica especializada. Una trayectoria, eso sí, a menudo alejada de las apetencias de los circuitos comerciales, lo que quizá ha menoscabado algo el grado de su reconocimiento por el gran público. Pero el valor primero, la razón primordial por la que es merecedor del título de “cineasta”, muchas veces demasiado aplicado a la ligera, es porque Borau, una de las cuatro bes de nuestro cine (junto a Buñuel, Berlanga y Bardem), reúne en una sola carrera, además de una obra amplia y diversa como director, los oficios de crítico, investigador, editor, profesor, promotor y actor ocasional, llegando incluso a presidir durante cuatro años la Academia de las Artes y Ciencias Cinematográficas de España, órgano en el que se agrupan los profesionales españoles del medio. Resulta complicado encontrar en el panorama nacional otra figura de la misma categoría que, gracias a su profundo y experimentado conocimiento de todas y cada una de las facetas que rodean la creación cinematográfica, pueda formular análisis y establecer diagnósticos tan precisos y exhaustivos acerca de los crónicos problemas que vive el cine español, al mismo tiempo que su testimonio constituye una fuente única e imprescindible para la conservación de la memoria histórica de lo que ha sido el desarrollo de la cinematografía española durante los últimos cuarenta años. La gran virtud de Borau reside en haber sabido compaginar su extensa actividad dentro de la industria como un importante baluarte de la misma con una cierta actitud de rebeldía, un ansia de ir por libre, de no ceñirse únicamente a los criterios del público o a las modas entre los productores, de outsider, como califican en Hollywood a quienes intentan salirse de los habituales mecanismos de la producción y la creación cinematográficas.

Para el gran público, la imagen reciente más difundida de José Luis Borau probablemente sea su aparición en una gala de entrega de premios de la Academia, vestido de etiqueta, con rostro decidido e indignado, casi rojo de ira apenas contenida, mostrando a los asistentes y a las cámaras fotográficas y de televisión concentradas en el lugar sus manos teñidas de blanco, eco del clamor y la rabia de una sociedad que vivía en los noventa un recrudecimiento del terrorismo, un símbolo de la protesta de los artistas en general, y del estamento cinematográfico en particular, tantas veces injustamente acusado entonces como ahora de cierta tibieza frente a la tragedia terrorista por quienes buscaban intencionadamente su ceguera ante sus despropósitos políticos. Las blancas palmas de sus manos fueron durante bastantes segundos el único objetivo de las cámaras y los flashes de la prensa gráfica, y es una de las imágenes más repetidas en televisión cuando de compromiso intelectual con los problemas sociales se habla. Porque Borau, además de buen cineasta, es un profesional comprometido con la realidad como pocos, y así cabe deducirlo de toda su filmografía.

Pero si esta es la imagen más reciente de Borau que ha alcanzado cierta difusión, para acercarnos a la primera, anónima y casi perdida en el pasado, hemos de buscarla en una casa cercana al Canal Imperial de Aragón, en el zaragozano barrio de Torrero, un caluroso ocho de agosto de 1929. Aragón en general y Zaragoza en particular es una tierra profundamente ligada al cine, no sólo por haber servido de enorme plató en múltiples ocasiones a producciones tanto nacionales como extranjeras de todos los calibres y presupuestos, sino también por ser prolífica en el surgimiento de profesionales del cine, uno de cuyos mayores puntales vino al mundo en la turbulenta Zaragoza de finales de los años veinte, década marcada por las luchas sociales, las manifestaciones, las huelgas, los asesinatos políticos y las bandas de pistoleros anarquistas que hacían de la ciudad una réplica a pequeña escala de la violenta Chicago de los años dorados. España vive entonces inmersa en un lento giro hacia la caída de la dictadura de Miguel Primo de Rivera y de un Alfonso XIII demasiado complaciente con las funestas políticas del general, y la primera infancia de Borau coincide con la llegada de una República que concitaba grandes esperanzas. La familia de Borau pertenece a una clase acomodada: su padre, Félix, de pensamiento republicano aunque sin militancia política formal conocida, trabaja en el Banco Hispanoamericano, y su abuelo paterno, que vive con la familia hasta su fallecimiento pocos meses después del nacimiento de José Luis, y que es el encargado general, dispone incluso de chófer. Durante los primeros años de vida de Borau la familia se muda varias veces de casa, estableciéndose finalmente en un edificio de cinco plantas de la calle Albareda de Zaragoza.

Los primeros recuerdos de infancia de Borau evocan sus tardes de juegos solitarios en habitaciones en penumbra de aquel piso, y también los grandes desfiles que acudía a ver de la mano de sus padres, en especial los actos del día de la República, cuando su padre lo llevaba sobre los hombros mientras la comitiva oficial discurría desde la Plaza de España hacia la Gran Vía y el Campo de la Victoria, e incluso se refieren al convulso y violento ambiente de la Zaragoza de los pistoleros (los pacos), que perturbaban con disparos y disturbios los paseos del pequeño José Luis con su madre, Antonia Moradell, por el Paseo Marina Moreno (ahora, de la Constitución). El hecho de que José Luis sea hijo único hace que se aglutinen en torno a él todos los mimos, cuidados y preocupaciones de toda la familia, incluida la tía Mercedes, persona que siembra en el joven el gusto por el dibujo, el cual le hará pensar en un primer momento en seguir cuando sea más mayor los estudios de arquitectura. El dibujo será una temprana afición que tendrá que competir, sin embargo, con la atracción que el niño José Luis empieza a sentir por la literatura y el cine, del que Zaragoza es ya en aquella época uno de los lugares de España donde tiene mayor aceptación, con múltiples salas y cinematógrafos a los que acude en masa el público como habitual forma de diversión. La llegada de la guerra civil, que el pequeño José Luis recibe con la alegría inocente del niño que festeja el cierre de los colegios, le ofrece el espectáculo de una ciudad caótica y ajetreada, un conglomerado urbano situado en la retaguardia franquista en la que a cada momento se producen traslados de tropas, se establecen campamentos de soldados en marcha hacia los frentes, trasiegos constantes de trenes llenos de hombres y mercancías, llegadas continuas de heridos a los hospitales, colectas constantes de víveres, ropa de abrigo, medicamentos o donativos para destinar al esfuerzo guerrero, y por encima de todo, una ciudad en la que los cines eran refugio, no ya para mitigar los problemas cotidianos de penurias y escasez con unas horas de asueto, sino en sentido estrictamente literal, invadidos prontamente por la multitud en cuanto se escuchan las sirenas de alarma de bombardeo, un lugar oscuro en el que los haces de luz de las linternas y los sacos terreros son el único paisaje, y en el que hasta hacía pocos instantes la gente miraba absorta en la pantalla las tribulaciones de personajes ficticios de celuloide, la irrupción de la triste realidad en esa hermosa mentira que es el cine. Continuar leyendo «José Luis Borau»

Música para una banda sonora vital – Smoke

Aprovechando la música de Jerry García, versión de Smoke gets in your eyes de The Platters que se contiene en la banda sonora de la película, os invitamos, queridos escalones, al evento que tendrá lugar este próximo martes 26 de enero en el Forum de FNAC Zaragoza-Plaza de España con la participación de un servidor.

LIBROS FILMADOS: SMOKE
26/01/10. 18:00 h. (proyección) y 20:00 h. (coloquio)

Organizado por la Asociación Aragonesa de Escritores y coordinado por Alfredo Moreno, inauguramos con esta sesión otro ciclo de sesiones donde cine y literatura se dan la mano. Después de la proyección de cada película se abrirá un coloquio sobre la obra literaria original y su adaptación cinematográfica. Comenzamos con Smoke, un brillante ejercicio de Wayne Wang en la dirección de actores y puesta en escena apoyado por el soberbio guión de Paul Auster a su vez basado en el relato “Cuento de Navidad” de A. Wren. Se trata de una interacción de personajes y vidas cotidianas de barrio, un rompecabezas emocional que se refleja metafóricamente en la colección fotográfica que a diario alimenta el personaje central, dueño del estanco, transformándose ésta en el compendio de proyectos, ilusiones y decepciones de todos los que por allí transitan.

Diálogos de celuloide – Blue in the face

JIMMY: Auggie dice que… dice que… primero de todo, tú, primero de todo te gusta alguien… y… y luego… y luego las besas. Y luego, después de besarlas, aah… haces porquerías. Sí, sí, haces porquerías. Sí. Dice… Y después de eso… aah… luego descubres si aah… si puedes enamorarte de ellas. Y si puedes enamorarte de ellas, te casas con otra.

Blue in the face. Wayne Wang y Paul Auster (1995).

Mis escenas favoritas – Smoke

Todos los días 1 de enero desde hace varios años, en lo que va camino de convertirse en una solemne y absurda tradición personal, guardo un par de horas para sentarme tranquilamente a ver Smoke, producción germano-estadounidense dirigida por el taiwanés Wayne Wang sobre un relato del escritor neoyorquino Paul Auster. Esta es mi película de cabecera, la que me levanta el ánimo, a la que acudo como una vieja amiga cuando no tengo a nadie que me eche un cable.

La película contiene unas bellísimas escenas finales, la plasmación fílmica del personal universo creativo del autor, en la que Auggie relata (¿relata, o más bien inventa?) a Paul una historia vivida por él tiempo atrás, que explica como llegó a sus manos la cámara fotográfica con la que cada día a la misma hora hace una foto de la esquina de Brooklyn donde tiene su estanco, y a la que sirve de colofón la rugosa voz de Tom Waits interpretando Innocent when you dream.

El azar, la casualidad, o simplemente, una verdad disfrazada o una bella mentira inventada, el mundo de Auster hecho imágenes para mostrarnos esa extraña y mágica conexión, etérea y abstracta, frágil y voluble (como el humo), pero más firme, fuerte e inflexible que cualquier metal soldado al rojo vivo: la amistad.

Porque, si no puedes compartir un secreto con un amigo, ¿qué clase de amigo eres?. La vida no valdría la pena, ¿verdad?

BUEN AÑO PARA TOD@S desde el peldaño más alto de esta humilde escalera, que es la vuestra.