Los interiores de la antigua Roma: El signo de la cruz (The Sign of the Cross, Cecil B. DeMille, 1932)

The Sign of the Cross – Cecil B. DeMille

El guion de esta superproducción Paramount, al límite del Código Hays (redactado y proclamado en 1930 pero que no entró en vigor con plena vigencia y en todos sus términos hasta 1934), es lo de menos; resulta insignificante, casi anecdótico, de tan tópico y melodramático: en el siglo I, tras el gran incendio de Roma, para ocultar su propia responsabilidad el emperador Nerón (Charles Laughton, prótesis nasal incluida) decide culpar a los cristianos y decreta su obligatoria detención y posterior muerte en las arenas del Circo. Sin embargo, Marco Superbo (Fredric March), prefecto de Roma, se opone al ajusticiamiento de Mercia (Elissa Landi), joven y hermosa cristiana a la que previamente ha salvado del acoso de dos esbirros de Tigelino (Ian Keith), ambiciosa mano derecha del emperador, y de la que se ha enamorado para disgusto de Popea (Claudette Colbert), la casquivana y coqueta esposa de Nerón, que desea obsesivamente a Marco. El pilar del drama reside, como tantas veces, en la tensión a la que Marco se ve sometido, entre su debida obediencia a Roma y al emperador y la posibilidad de traicionarla por amor a una condenada a muerte a la que intenta desesperadamente salvar. Constituye, por tanto, otro ejemplo del cliché narrativo que coloca al héroe en la encrucijada de una decisión incompatible entre el amor y el cumplimento del deber.

En manos de muchos directores esta historia no pasaría de simple peplum de tintes religiosos para ambientar las sobremesas de Semana Santa de los cada vez más vulgarizados y previsibles canales de televisión, pero hablamos del gran DeMille, y sabemos que en su caso jamás una película ambientada en la Antigüedad se limita a ser lo que parece o se contenta con insuflar espiritualidad y devoción cristiana. Muy al contrario, la película atesora buena parte de las obsesiones, cinematográficas y personales, más o menos edificantes, del cineasta, y las presenta con un ritmo trepidante (las dos horas de metraje pasan en un suspiro) y, aun rodando todo el tiempo en interiores, una magnificencia formal a caballo entre las grandes superproducciones historicistas de la etapa muda y las futuras epopeyas en Technicolor y formato panorámico de las siguientes décadas. En los escenarios reside el primer interés de DeMille: grandes decorados, simulando tanto interiores (el palacio de Nerón, la humilde vivienda de los cristianos perseguidos, el mercado y la tahona, la gran casa de Marco Superbo, los sótanos y mazmorras del Circo) como exteriores (las calles, plazas, caminos e incluso bosques donde transcurre parte de la acción, y en particular, la arena y las gradas del Circo), amplios espacios aptos para que DeMille desarrolle envolventes y elegantes movimientos de grúa que acercan la acción o llaman la atención del público sobre un personaje, un objeto o un detalle dramático, o para mostrar algo en primer término que con la apertura del ángulo de encuadre se vea parte indeterminada, casi anónima, de un inmenso escenario plagado de personajes, objetos y un minucioso y rico empleo de la dirección artística. En particular, llaman la atención esos espacios urbanos o próximos a las afueras de Roma por los que deben circular a toda velocidad la cuadriga de Marco y su escolta a caballo, grandes espacios recreados en interiores, a veces solo para filmar como Marco toma una curva peligrosa a todo galope o debe vencer (y en un caso concreto, chocar) determinados obstáculos que se presentan en su vertiginoso trayecto. La grandeza de la producción debe ir en paralelo a la muestra de la grandeza de aquella Roma de excesos y ostentación, lo que se plasma también en el inicio, en las maquetas ardientes que simulan el gran incendio de la ciudad y también en las secuencias que retratan bacanales y orgías, tan queridas a DeMille (las secuencias, en principio, que se sepa), así como la excentricidad de Popea, que exige que un buen número de esclavos ordeñen un no menos nutrido número de burras para llenar con su leche la bañera-piscina en la que toma esos baños regeneradores para su piel blanca y tersa.

La segunda nota característica, imperdible en DeMille si hablamos de películas situadas en la Antigüedad, es el erotismo nada disimulado, la intención de provocar los más bajos instintos del espectador utilizando todos los medios tolerados a su alcance, siempre sugeridos, pero a veces de lo más atrevidos. Este interés comienza ya desde el vestuario (en esta película, obra del futuro cineasta Mitchell Leisen), las sedas, las transparencias, los velos y los miembros desnudos de la mayoría de los figurantes que interpretan a romanos no cristianizados (la forma de vestir de los cristianos es más recatada, nota visual que contribuye a diferenciar el carácter y la condición de aquellos personajes cuya fe no se ha presentado explícitamente al público), y continúa con la desordenada utilización de masas de personajes semidesnudos en las secuencias de fiestas y orgías, así como en el uso del fuego y de determinados animales (el leopardo de Popea, principalmente) para sugerir la real temperatura erótica de la secuencia o de las emociones de ciertos personajes. Estas sugerencias descienden al detalle más elocuente en momentos concretos, como aquel en que Popea se encuentra a solas con Marco y le reclama su atención sexual, ese otro en el que de nuevo Popea sugiere a una amiga y confidente suya que se desnude y le haga compañía en la bañera-piscina de leche de burra (instante que DeMille filma con evidente y sugerente interés un primer plano de los pies sobre los que cae delicadamente el vestido, antes de que las manos procedan a descalzarlos) y, desde luego, el célebre momento, un poco antes, en que Popea se baña desnuda en la leche y el límite de esta alcanza precisamente los pechos de la emperatriz a la altura de los pezones (que quedan libre y a la vista repetida aunque siempre fugazmente). La cumbre de esta erotización de la puesta en escena llega con el insinuante y explícito baile sexual de contenido lésbico que Ancaria (Joyzelle Joyner) realiza en torno a Mercia durante la fiesta, de evidente contenido orgiástico, en casa de Marco, y en la que, azuzada y contemplada por toda la excitada concurrencia para que logre despertar el deseo carnal en la muchacha cristiana, canta una canción de expreso contenido sexual mientras se contonea, retuerce, frota y palpa (y se palpa) al cuerpo de la joven.

Este tratamiento algo violento del erotismo va en paralelo con el que DeMille hace de la violencia, quedando ambos encadenados en la sobreimpresión que el director hace, sobre los rostros de algunas de las mujeres que contemplan la matanza en el Circo, rostros excitados, sudorosos, poseídos por el cálido fragor de la sangre en la misma medida que poco antes o después (o tal vez durante) lo están por el cálido fragor del sexo, de un felino rugiente (antes, como hemos visto, vinculado al deseo sexual mediante el leopardo de Popea). DeMille presenta la violencia de forma aún más brutal y explícita que el sexo. Primero, en la secuencia en que los cristianos secretamente reunidos en un claro del bosque son sorprendidos por los hombres de Tigelino y masacrados a placer (las flechas entran limpias en los cuerpos de los indefensos cristianos, pero en algunos momentos cruzan de lado a lado el cuello de algunas mujeres), pero especialmente en el largo final que tiene lugar en el Circo, durante el festival proclamado por Nerón cuyo colofón será la muerte de los cristianos en las fauces de los leones. En primer lugar, grupos de gladiadores combaten entre sí (lo que da pie, una vez más en el cine, al error en cuanto al lenguaje del pulgar ejercido por el emperador para señalar la muerte o la indulgencia), para que después diversos animales (tigres, osos, toros e incluso cocodrilos, y hasta un (falso) gorila, devoren a placer a sus víctimas. Un momento en el que DeMille se ceba a gusto con la violencia es el combate que un grupo de amazonas armadas de tridentes entablan con lo que podría entenderse como una primigenia, cruel y salvaje versión de eso que hoy se entiende como el controvertido espectáculo del bombero torero: guerreros caracterizados tanto por su enanismo como por su piel oscura luchan a muerte contra esas mujeres guerreras, lo que da pie a que DeMille presente con detalle cómo algunos de ellos son trinchados como pavos y levantados en el aire cruzados por las armas (en pantalla aparece hasta una decapitación), y algunas de ellas vean cómo los tridentes entran en sus estómagos. El tratamiento de la muerte de los cristianos, sin embargo, es más sutil y decoroso, menos bárbaro y brutal en su presentación. Sin duda porque debe servir al colofón de la película, el momento en que Marco decide acompañar a Mercia a su sacrificio como forma de permanecer juntos en la eternidad.

Este, la espiritualidad, es el último de los elementos con que DeMille salpica su narración de manera recurrente. La aparición, explícita o sugerida de la cruz que da nombre a la película, está presente en todo el metraje, evidentemente cuando los cristianos la emplean como símbolo, pero también en la cumbre dramática del personaje de Marco, cuando comprende que no puede vivir sin Mercia y la cruz se dibuja en el suelo de su casa como reflejo de sus puertas cerradas, una vez que la orgía se ha disuelto y las tropas de Tigelino se han llevado arrestada a la joven por orden directa de Nerón (azuzado, a su vez, por la celosa Popea). Cruz que domina el encuadre cuando las grandes puertas de la mazmorra del Circo se cierran tras el camino ascendente de Mercia y Marco hacia las arenas en las que morirán frente a los hambrientos leones, en otro de esos espectaculares momentos construidos por DeMille eon un movimiento de grúa sobre el decorado (como antes, al comienzo del festival, desde la arena al retrato de la superpoblado graderío del Circo, construido con todo detalle, para detenerse ante el trono de un fondón Nerón y a la silla que junto a él ocupa la aburrida Popea) para que la cruz se muestre victoriosa, finalmente, sobre el sacrificio de los cristianos en las arenas romanas. Y es que esta es la moraleja de la película: sobre la imparable decadencia pagana de Roma, sumida en la brutalidad de la violencia y del sexo a espuertas (o la de Hollywood, justo antes de que la censura del Código de Producción venga a rescatarlo de la disipación y el caos y a imponer la moral y el orden), triunfa la verdadera fe a través del sacrificio. La puerta de esas mazmorras ya no se filma como una puerta a la muerte segura, sangrienta, brutal, con cuerpos desmembrados y chorreantes, sino como un triunfo acompañado del canto de los himnos cristianos y de la luz dorada que acerca a la perfección, a la espiritualidad definitiva, al encuentro con Dios en la fe auténtica. Así, esa puerta que se cierra tras los pasos de Mercia y Marco escalera arriba, y que luego, al cerrarse del todo, se convierte en una cruz refulgente, ya no es la puerta del sacrificio y la del horror sino la de la condena de Roma y, sobre todo, la de la salvación eterna para quienes han aceptado en su corazón la fe verdadera.

Cleopatras de película en La Torre de Babel de Aragón Radio

Elizabeth Taylor in 'Cleopatra', 1963. Queen of the Nile? She ...

Para abrir temporada, última entrega de la temporada pasada de mi sección de cine en el programa La Torre de Babel, de Aragón Radio, la radio pública de Aragón, en este caso dedicada las más célebres encarnaciones en la pantalla de Cleopatra VII, reina de Egipto: Theda Bara, Claudette Colbert, Vivien Leigh, Elizabeth Taylor, Hildegarde Neil…

(desde el minuto 15, aproximadamente)

Mis escenas favoritas: La vida de Brian (Monty Python’s Life of Brian, Terry Jones, 1979)

Las grandes comedias suelen ser bastante más que simples comedias. Es el caso de esta joya que casi siempre recuperamos por estas fechas, tan irreverente hacia el concepto de religión (no solo, ni siquiera en primer lugar, la católica) como hacia el modus operandi de cualquier corriente política. De lo más apropiada para estas fechas, tanto por lo que marca el calendario como por las coyunturas públicas.

Simpática gilipollez: Combate de gigantes (Ercole, Sansone, Maciste e Ursus gli invincibili, Giorgio Capitani, 1964)

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Si el cómic americano tiene a Los 4 Fantásticos,  el peplum mediterráneo (coproducciones entre Italia y Francia, Italia y España, o entre todas entre sí, como es el caso) tiene a Hércules (o Heracles, en terminología griega), Maciste, Ursus y Sansón. Y lo que tiene el director italiano Giorgio Capitani es el morro suficiente para juntar a los cuatro en esta abierta parodia del género. Combate de gigantes (Ercole, Sansone, Maciste e Ursus gli invincibili, 1964) se chotea de los lugares comunes de las películas «de romanos», esas cintas europeas de los años 60 que, al calor del éxito de las grandes superproducciones norteamericanas, se dedicaron a recrear con mayor o menor fidelidad, con más o menos gusto y nivel de calidad técnica y artística, algunos de los episodios, reales o míticos, más populares de la Antigüedad, sus mitos, sus leyendas, sus personajes y sus conflictos.

El carácter zumbón del filme queda ya patente en los créditos iniciales.

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Inmediatamente después, asistimos a la primera irreverencia. Zeus habla a Hércules (la película mezcla indistintamente denominaciones griegas y latinas; en otros momentos Zeus es Júpiter) en una encrucijada del camino: a la izquierda, le dice, se abre la ruta hacia la virtud; a la derecha, los reinos del placer. Por supuesto, Hércules (Sergio Ciani, de nombre artístico Alan Steel), harto ya de virtudes insípidas, elige el placer: el camino de la derecha conduce al reino de Lidia, famoso por la belleza de sus mujeres. Su padre divino se cabrea, pero a pesar de que sus advertencias en forma de rayo, Hércules pasa de él y se va de ligue. Allí salva de ahogarse a la princesa Ónfale (Elisa Montés), de la que se enamora y a la que pretende desposar. Pero Ónfale está enamorada a su vez de Inor (Luciano Marín), el hijo del rey de los belicosos hombres de la montaña, enemigos mortales de su madre, Nemea (Lia Zoppelli), reina de Lidia. Para terminar de liarla, Goliat (Arnaldo Fabrizio), el bufón, manipula el oráculo y establece que para que Hércules pueda desposar a Ónfale, debe vencer al hombre más fuerte de la Tierra: Sansón (Nadir Moretti, que firma la película como Nadir Baltimore). Sin embargo, Dalila (Moira Orfei), celosa de que su marido quiera irse de picos pardos a Lidia (también él se siente atraído por las mozas lidias), le corta el pelo. Sin fuerzas, el embajador de Lidia (Conrado San Martín), regresa acompañado del guiñapo de Sansón, del recto y valiente Maciste (Howard Ross) y el borracho y burdo Ursus (Yann Larvor, acreditado Yann L’Arvor). Continuar leyendo «Simpática gilipollez: Combate de gigantes (Ercole, Sansone, Maciste e Ursus gli invincibili, Giorgio Capitani, 1964)»