Diálogos de celuloide: Network, un mundo implacable (Network, Sidney Lumet, 1976)

Network, un mundo implacable (1976) - Filmaffinity

Y ese amor decrépito y doloroso es lo único que queda entre tú y la nada en la que vives el resto del día. Eres la televisión personificada. Indiferente al sufrimiento, insensible a la felicidad. La vida queda reducida a los escombros de la banalidad. La guerra, el asesinato, la muerte son para ti como botellas de cerveza. Y la vida cotidiana es una comedia corrupta. Incluso descompones el tiempo y el espacio en segundos y repeticiones. Eres la locura. Una locura virulenta. Todo lo que tocas muere contigo.

(Guion de Paddy Chayefsky)

Música para una banda sonora vital: Spotlight (Thomas McCarthy, 2015)

Partitura de Howard Shore compuesta para este extraordinario drama periodístico sobre el equipo de investigación de The Boston Globe que destapó multitud de casos de abusos sexuales de sacerdotes católicos ocurridos durante décadas en la archidiócesis de Boston y, por extensión, de todos los Estados Unidos, ocultados por la alta jerarquía eclesiástica con la complicidad de las autoridades. Una película apasionante que revela una verdad que da escalofríos.

Imprimiendo la leyenda: periodismo y cine, dos poderes bien avenidos

Alfred HitchcockWhen the legend becomes fact, print the legend (Cuando la leyenda se convierte en hecho, imprime la leyenda). Tal vez este principio que el guión de El hombre que mató a Liberty Valance (The man who shot Liberty Valance, John Ford, 1962) pone en boca de un periodista sirva para sintetizar las estrechas relaciones entre periodismo y cine, una simbiosis que parte quizá de una naturaleza esencial compartida: la necesidad de contar la realidad desnuda reordenando y reinterpretando los acontecimientos. Una tarea que ambos medios emprenden, al menos en la teoría, desde una elemental diferencia de base, la dosis de ficción o imaginación que cabe en sus respectivos relatos. Allí donde el periodismo se ve prisionero, o debería, de los límites que imponen los hechos comprobados (una restricción que demasiado a menudo no se hace perceptible en la medida deseable), el cine dispone de una herramienta inapreciable, el banco de ideas de la fantasía, para construir argumentos que pueden estar en mayor o menor grado anclados en la realidad pero que siempre apelan a ella. Distintos procedimientos, por tanto, de alcanzar un mismo fin, ofrecer una perspectiva particular del acontecer humano. Esta proximidad de géneros hace que, además de su explícita confluencia en el cine documental, suma del soporte cinematográfico y los métodos periodísticos para articular un discurso pegado a la realidad (por no hablar de las cintas de carácter biográfico o de las que nacen con vocación de crónica de época o de hechos históricos), cine y periodismo hayan propiciado fructíferos encuentros a ambos lados de la pantalla, una retroalimentación que surge con el mismo nacimiento del cine y continúa gozando de buena salud en nuestros días.

1. Periodismo y cine.

En su origen, el cinematógrafo no es otra cosa que una atracción de feria, y como tal fue saludado por la prensa francesa del 28 de diciembre de 1895, el día que los hermanos Lumière hicieron la primera proyección pública del nuevo invento en el número 14 del parisino Boulevard des Capucines. No será hasta los albores del siglo siguiente, superada ya la primitiva frontera de la simple tecnología que congela la realidad en película, agotado el lucrativo efecto de la novedad de su impacto en un público virgen, y necesitado de la literatura para nutrirse de cosas que contar y rebozarse del prestigio de sus títulos y sus historias, que el cine, dotado de un considerable aumento en las inversiones, con mejores medios y, como resultado, bajo el impulso de una mayor creatividad, atraiga la atención de la prensa y surja la crítica cinematográfica como género periodístico propiamente dicho. Es un tiempo en que las películas representan únicamente a las compañías que las producen, Gaumont, Pathé, la Black Maria (el estudio de Thomas A. Edison), Vitagraph, Biograph, Essanay, etc., cintas de uno o dos rollos en las que ni directores ni técnicos ni intérpretes merecen siquiera una mención en los créditos de los filmes.

Este planteamiento cambia de raíz cuando la repetición de rostros en la pantalla convierte a losFlorence Lawrence intérpretes en identidades reconocibles y las compañías empiezan a ser conscientes de la repercusión que su presencia tiene a la hora de atraer espectadores a los pases. Florence Lawrence, actriz e inventora (diseñó un primigenio sistema de indicadores para los automóviles que avisaba de la dirección que iba a tomar el vehículo en sus giros y de cuándo frenaba), es considerada la primera estrella del cine. No en vano, Florence apareció en la mayor parte de los sesenta títulos que en 1908 dirigió David W. Griffith (al que después se atribuirá la creación del lenguaje cinematográfico, dicho sea con muchas reservas), alcanzó el estratosférico –para entonces- salario de 500 dólares a la semana, y fundó junto a Carl Laemmle en New Jersey el embrión de lo que más adelante serían los estudios Universal. La llegada del estrellato al cine, casi coincidente con el salto de la industria de la Costa Este a California (con una primera parada en Jacksonville, Florida), alimenta el nacimiento de otro tipo de prensa, la dedicada a las figuras del cinematógrafo, esos rostros que ya tienen un nombre y cuya vida dentro y fuera de la pantalla comienza a interesar a los asiduos de las salas de cine que paulatinamente han ido sustituyendo a las trastiendas, los cafés, los establos, los nickelodeones y las demás instalaciones provisionales y precarias donde venían teniendo lugar las proyecciones. La eclosión de este fenómeno, cuyos síntomas más elocuentes son el lema publicitario con que se vanagloriaba la Metro-Goldwyn-Mayer, “más estrellas que en el cielo”, y su política publicitaria consistente en lograr entre el público la identificación de los actores y actrices con sus personajes en la pantalla, contribuye decisivamente al desarrollo de esta prensa, a menudo financiada por los propios estudios, que actúa de altavoz de los proyectos y negocios de las majors de Hollywood utilizando sus caras conocidas como reclamo. Paralelamente, se da una doble perversión de este proceso: mientras que cierta prensa descarta ocuparse de la faceta profesional de las estrellas y se concentra en airear asuntos de su vida privada, al calor de la crónica de sucesos y la prensa amarilla aparece un periodismo sensacionalista que, como la revista Hush-Hush (Secretitos) que dirige Sid Hudgens/Danny Danny DeVitoDeVito en L.A. Confidential (Curtis Hanson, 1995), bucea en el lado menos grato de los famosos del cine y sus aledaños, publica informaciones negativas, se hace eco de las noticias morbosas que les afectan, las tergiversa o directamente las inventa con la única finalidad de vender más ejemplares a un público ansioso de cotilleos que demuestren que esos seres aparentemente superiores que transitan por la pantalla y viven inmersos en la opulencia de sus fiestas y sus mansiones de estilo español no dejan de ser humanos imperfectos, llenos de problemas, carencias y debilidades. En otras palabras: les encanta cómo las noticias sensacionalistas los vuelven mortales.

Esta convivencia más o menos pacífica entre distintos estilos de prensa que tiene al cine y sus criaturas como objeto de atención alumbra importantes nombres que, pese a pertenecer al periodismo, son también parte indisoluble de la historia del cine. A los Bazin, Rohmer, Truffaut, Chabrol y otros críticos franceses que defienden la teoría de la autoría cinematográfica como atributo del director, responsables del auge de la crítica de cine en los años cincuenta, se suman Andrew Sarris y la poderosa (no siempre para bien) Pauline Kael, que revitalizan la crítica americana en los setenta, o el saber enciclopédico de expertos como Roger Ebert, Leonard Maltin o David Thomson, entre muchos otros. En el lado oscuro, alLouella y Hedda mismo tiempo que la política de mercado de estudios y distribuidoras sigue utilizando la simulación del formato crítico y la inserción de noticias interesadas en los programas informativos para lo que no es más que una labor de difusión publicitaria para sus productos en televisiones, radios, prensa tradicional, medios digitales y redes sociales, la escuela de Louella Parsons y Hedda Hopper, las primeras cronistas de espectáculos del periodismo americano, odiadas y temidas debido a su venenosa utilización de la información y los chismorreos en periódicos y espacios radiofónicos con el fin de ejercer una influencia cada vez mayor en los poderes de Hollywood, sigue viva en todo su esplendor y amplificada por el inestimable altavoz de Internet. Tal ha sido la importancia histórica de este perfil, casi siempre negativa (arruinando carreras, condicionando repartos, predisponiendo al público a la aceptación o rechazo de tal o cual intérprete, director, productor o estudio), que en su magistral fresco sobre Hollywood, El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950), Billy Wilder incluye a Hedda Hopper en su galería de viejas glorias de los estudios junto a leyendas del celuloide como Gloria Swanson, Erich von Stroheim, Buster Keaton o H. B. Warner. Continuar leyendo «Imprimiendo la leyenda: periodismo y cine, dos poderes bien avenidos»

Caballeros de la prensa: El cuarto poder (Deadline USA, Richard Brooks, 1952)

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Que una película de 1952 cuente tantas cosas y aborde en profundidad tantos temas en apenas una hora y veinticuatro minutos de metraje, con un guion tan rico en personajes, situaciones y diálogos, y con un trasfondo tan plagado de referencias e implicaciones de todo tipo debería dar que pensar a productores, directores, guionistas y espectadores de hoy. Que una película de 1952 sea capaz de diseccionar con tanta lucidez y contundencia cuáles son los males y las penas del ejercicio de la profesión periodística y revele tan a las claras cuáles son las carencias que acusa bien entrado el siglo XXI debería ser motivo de reflexión inaplazable para periodistas, dirigentes y dueños de los medios de comunicación y oyentes, espectadores y, sobre todo, lectores de prensa escrita. Que una película mantenga su vigencia hasta este punto indica el grado de riqueza y de excelencia al que llegó el cine clásico de Hollywood, tanto como manifiesta las causas de su imparable decadencia, de su bochornosa infantilización. Esta obra de Richard Brooks, sin tratarse, sin duda, de una obra maestra, adquiere la condición de película imperecedera, de relato imprescindible, de lugar al que volver para encontrar las claves y los principios que en la sociedad vertiginosa del no conocimiento insistimos por olvidar a diario.

Ed Hutcheson (Humphrey Bogart), editor de un importante periódico de Nueva York, «The Day», es un epicentro de actividad. No solo debe preocuparse de mantener la línea editorial del periódico y su compromiso con la libertad de información («veraz», dice nuestra Constitución, extremo que siempre tiende a olvidarse cuando se reivindica) y con la lealtad a sus lectores. Debe supervisar la calidad del trabajo de sus subalternos, velar para que cumplen a rajatabla el código deontológico de la profesión y los valores éticos del periódico, pero también debe evitar perder de vista los balances de pérdidas y ganancias, las cuentas de resultados, los ingresos percibidos gracias a los anunciantes, los datos de suscripciones y cancelaciones, en suma, el estado financiero del periódico. Cualquier desequilibrio en cualquiera de estas dos vertientes conlleva el desequilibrio general, y eso significa abrir la puerta a condicionantes, influencias, peligros y zozobras que terminan por afectar en última instancia no solo al periódico como empresa, sino a su calidad, es decir, a su libertad, y, por extensión, al estado del periodismo, lo que quiere decir al estado de la democracia. Algo tan básico, y tan ignorado hoy en día, es el punto de partida de esta sensacional película de Richard Brooks: la muerte del gran magnate, de quien hizo de «The Day» su razón de ser y vivir, abre la puerta a cambios en el accionariado o a ventas a otras cabeceras competidoras, únicamente a causa de los intereses pecuniarios de las herederas legales, la esposa (Ethel Barrymore) y las hijas (Fay Baker y Joyce Mackenzie). Un periódico que desaparece bajo el ala de otro periódico, de otro grupo de comunicación que lo compra para desmantelarlo, para acabar con la competencia, para dar otro paso hacia el oligopolio, es decir, hacia la reducción del espacio para el pensamiento libre y diverso. En estas circunstancias, Hutcheson sabe que lo único que puede salvar al periódico es la conservación de la dignidad, hacer su trabajo mejor que nunca, hasta el último minuto y las últimas consecuencias, porque un periódico solo es un periódico de verdad y un negocio rentable si es excelente en su trabajo, que no es otro que proporcionar un servicio a la democracia contando lo que ocurre. Desde su propia perspectiva, pero nunca silenciando los hechos. Hutcheson encuentra la oportunidad en la investigación a contrarreloj de los turbios negocios de un oscuro mafioso, Tomas Rienzi (Martin Gabel), y en el caso del asesinato de una mujer anónima cuyo cadáver, desnudo y envuelto en un abrigo de pieles, ha sido encontrado en el Hudson.

La absorbente trama es un thriller con tres vías de intriga y suspense: la primera, la empresarial, las difíciles maniobras de Hutcheson entre las herederas del periódico y su nuevo dueño para lograr la supervivencia de la cabecera e impedir el despido de los trabajadores; la segunda, la indagación periodística sobre las oscuras actividades de Rienzi, Continuar leyendo «Caballeros de la prensa: El cuarto poder (Deadline USA, Richard Brooks, 1952)»

Prensa noir: Trágica información (Scandal sheet, Phil Karlson, 1952)

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Basada en una novela del gran cineasta Sam Fuller, Trágica información (Phil Karlson, 1952) camufla en su estructura y en su estética de melodrama noir toda una reflexión sobre el periodismo. El hecho criminal, la deriva homicida que contempla la trama, en el fondo no supone más que la constatación moral de la distinta perspectiva con que los personajes principales afrontan el ejercicio de su profesión. En consonancia con las directrices de lo políticamente correcto, amparadas bajo el paraguas autocensor del Código Hays, aquellos que conservan un punto de referencia ético, los que todavía atesoran un resquicio de dignidad y profesionalidad, son finalmente recompensados o recuperados para la causa del cuarto poder, que no es otra que el sostenimiento de una sociedad libre y diversa, mientras que aquellos que lo han traicionado, que lo han utilizado, que se han aprovechado de él para ascender social y económicamente a costa de lo que sea, pasando por encima de límites, valores y derechos (en especial el derecho a la libertad de información, pero también de la consiguiente obligación de ofrecer una información veraz), se ven ineludiblemente penalizados con el mayor de los castigos, no sin antes -cosas de la era del Código- reconocer su error e inmolarse voluntariamente provocando su autodestrucción (recuérdese que la censura no veía con buenos ojos el suicidio en la pantalla, por lo que muchos finales de este tipo solían disfrazarse de muertes violentas «justamente autoinducidas»).

O lo que es lo mismo, como es propio del film noir, la película trata de la corrupción, en este caso en su vertiente periodística, a través del personaje de Mark Chapman (excepcional, marca de la casa, Broderick Crawford), editor responsable del New York Express, un periódico que recurrió a él en un delicado momento financiero y que ha convertido, a base de ambición, prácticas ambiguas y pocos escrúpulos, en el tabloide más sensacionalista de la ciudad explotando hasta la última gota del amarillismo los reportajes sobre casos criminales y ofreciendo informaciones populares de dudoso crédito y peor gusto, amañando noticias, manipulando portadas, deformando titulares. Esta deriva, que provoca el rechazo y las quejas de buena parte del consejo de administración, choca con los cuantiosos beneficios con que la nueva política del diario llena los bolsillos de los accionistas y de los responsables económicos de la compañía, y cuenta como aliado con el redactor más brillante del periódico, Steve McCleary (John Derek), un tipo ágil y despierto que, con una radio policial instalada en su vehículo de prensa, y acompañado de un veterano reportero gráfico (Henry -o Harry- Morgan, secundario de lujo con breves pero estupendas apariciones), se presenta en los escenarios más escabrosos antes que las patrullas, toma fotografías morbosas, logra con engaños y malas artes los testimonios de los protagonistas y nutre cada día de carnaza lo peor del New York Express. A su vez, sin embargo, el trabajo de Steve no tiene el beneplácito de su novia, Julie (Donna Reed), una de las pocas redactoras en plantilla anteriores al desembarco de Chapman, que reprueba la nueva línea editorial, si bien no con el ahínco suficiente como para enfrentarse a su novio o a su jefe. Este precario equilibrio de afinidades y rechazos cambia cuando, por azar, en uno de las actividades montadas por el periódico con idea de aprovecharse de ellas fabricando noticias, Chapman se encuentra con un personaje de su pasado que amenaza con descubrir un secreto que puede acabar con un flamante carrera. El editor pone fin a la amenaza de manera accidental, pero cuando a McCleary le llega la noticia y comienza a investigar, de repente Chapman se ve convertido en objetivo de las oscuras maniobras que él mismo ha inoculado en sus subalternos. De este modo, y en la línea de El reloj asesino (John Farrow, 1948), un culpable se ve abocado a un desastre que intenta eludir a manos de uno de sus empleados.

Karlson toma así el hecho criminal como puente para hacer un retrato ácido de cierto periodismo. Con buen pulso narrativo y gran economía de medios (la película supera por poco la hora y cuarto de metraje), la película dibuja unos personajes cínicos y desencantados que pronuncian unos diálogos agudos y llenos de amargo sarcasmo y denuncia el tipo de prensa que hace espectáculo del dolor y las miserias ajenas, así como de los profesionales que hacen de él su medio de vida y ascenso social. En este punto es importante el personaje de Charlie Barnes (Henry O’Neill), el viejo periodista alcoholizado, antaño ganador del Pulitzer, que se ha visto arrinconado y arruinado a causa de la excesiva proliferación de ese periodismo que no respeta las reglas, que aparta a los veteranos cronistas curtidos en el trabajo de calle, a los expertos en los artículos de fondo bien trabajados y resueltos, y busca a toda costa el impacto rápido y el olvido vertiginoso a golpe de titular. Continuar leyendo «Prensa noir: Trágica información (Scandal sheet, Phil Karlson, 1952)»

Servicios desinformativos: Al filo de la noticia (Broadcast news, James L. Brooks, 1987)

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Al filo de la noticia (Broadcast news, 1987) suele ser recordada de manera recurrente, y en particular cada vez que quiere ilustrarse con imágenes la frenética locura de una redacción de informativos televisivos en plena efervescencia, por la agotadora carrera de Joan Cusack para entregar a tiempo una cinta que debe emitirse en directo en pocos segundos. No obstante, la notable experiencia, personal y profesional, en el mundo de los informativos televisivos acumulada por el productor, guionista y director James L. Brooks (en su día fue presentador de la cadena CBS) le sirvió para construir esta equilibrada comedia dramática que maneja adecuadamente los resortes emocionales de tres almas solitarias que viven al ritmo que marcan las exigencias de actualidad de una profesión que nunca para.

El tono agridulce de la cinta se ve ejemplificado de entrada en su estructura narrativa: comienza con un prólogo en el que los tres protagonistas son retratados en su infancia de acuerdo con los rasgos de personalidad y comportamiento que van a ser claves en el desarrollo del argumento: Tom (William Hurt), un niño con calificaciones mediocres más preocupado por su aspecto físico y su reputación entre los demás colegiales que por sus estudios; Aaron (Albert Brooks), enfrentado desde el principio a un ambiente hostil de una sociedad (al principio académica) que no premia la capacidad y el talento, sino las relaciones públicas, los lazos familiares, las apariencias y el compadreo, y, como resultado de todo ello, la mediocridad de pensamiento; por último, Jane (Holly Hunter), una cría que escribe a sus amigas cartas con la máquina de escribir al mismo tiempo que cuestiona filológicamente el uso del lenguaje por parte de su padre. Este preludio cómico contrasta con el epílogo nostálgico, sentimental y un punto amargo que establece la división final entre la vida personal y la profesional, las cuales el terceto de personajes han intentado unir a lo largo del cuerpo central del largometraje.

La habilidad de James L. Brooks reside principalmente en el ritmo narrativo. Se trata de una película de 133 minutos de metraje con varios puntos de atención y niveles de interés: en primer lugar, el obvio triángulo amoroso, construido al modo de las antiguas screwball-comedies, pero rebozado con su buena dosis de cinismo y desencanto, en el que el amor a tres bandas pugna por alcanzar la hegemonía en la vida de los protagonistas tanto como sus ambiciones profesionale y sus respectivos talentos (en el caso de Tom, ciertamente discutibles). Por otro lado, Brooks, realiza un ligero pero agudo y certero análisis (y más vistos los tiempos en los que estamos) de hacia dónde caminaba la profesión periodística en general y la información televisiva en particular, alertando acerca del excesivo predominio de lo superficial, lo fácilmente digerible, lo accesorio, lo popular, lo «mediático», lo que no requiere ninguna exigencia, los eslóganes y el periodismo de trinchera y de simple repetición de la propaganda oficial, por encima de los contenidos pensados, meditados, analíticos, inherentes al ejercicio de la información (no hay más que ver para darse cuenta de lo acertado de las predicciones de Brooks el alto grado de contenido absurdo que ontienen los infomativos televisivos de hoy: redes sociales, entrenamientos de equipos de fútbol, desfiles de moda, noticias de cocineros y eventos culinarios, fiestas populares y toda una gama de información meteorológica que no hace ascos al ridículo). Finalmente, Brooks apunta también a la fragilidad laboral que acompaña el ejercicio de la profesión a través de los cambios estructurales que acechan a la corporación dueña de la cadena, y que amenazan con el despido de la cuarta parte de la plantilla, una precariedad que no ha dejado de crecer en los últimos años, y prácticamente en la misma medida en la que los distintos medios y cabeceras, supuestamente imagen de la pluralidad cultural, ideológica, social y política de un país, han ido concentrándose sin embargo en unas pocas manos empresariales (apenas dos o tres grupos corporativos controlan y dirigen prácticamente los medios de comunicación de cualquier país avanzado del mundo «libre») que dictan la opinión pública sobre necesidades financieras y políticas que rara vez coinciden con el derecho, y el deber, de transmisión de información veraz. Continuar leyendo «Servicios desinformativos: Al filo de la noticia (Broadcast news, James L. Brooks, 1987)»

Imprimiendo la leyenda: periodismo y cine, dos poderes bien avenidos

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Ya está disponible el nuevo número de Imán, revista de la Asociación Aragonesa de Escritores, en el que, entre otros interesantes contenidos que os invitamos a descubrir, se incluye un artículo, obra de quien escribe, que estudia las relaciones entre cine y periodismo.

Imprimiendo la leyenda: periodismo y cine, dos poderes bien avenidos.

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Hathaway todoterreno: Yo creo en ti (Call Northside 777, 1948)

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De todos los mal llamados artesanos del cine clásico, aquellos directores considerados de segunda fila que hacían un cine de encargo en nómina de los grandes estudios, y a cuyas películas no se les presupone ningún aporte personal o visión de autor, Henry Hathaway destaca como uno de los más versátiles y efectivos, con especial predilección por el western, el cine bélico, las películas de aventuras (en tierra, mar y aire, en selvas, desiertos y montañas, en la época contemporánea o en la era colonial) y el género negro. Yo creo en ti (Call Northside 777, 1948) es un drama de investigación periodística basado en un hecho real, a partir de crónicas, noticias y reportajes de la época.

Hathaway recurre a imágenes de archivo, mezcladas con tomas expresamente rodadas para la película, y a una voz en off introductoria, para, en primer lugar, declarar su cinta como un homenaje a la ciudad y a los periódicos de Chicago, y, posteriormente, situar la realidad de 1932, cuando comienzan los hechos. En plena era de la Prohibición, los asesinatos se suceden, y la policía se ve desbordada. El juego y el contrabando de licor priman por doquier, y los enfrentamientos entre bandas son el pan de cada día. En este contexto, dos delincuentes de poca monta, ambos de origen polaco, son arrestados, procesados y condenados a 99 años de cárcel por el asesinato de un policía, acaecido en una tienda de verduras que operaba clandestinamente como centro de reparto de alcohol. La debilidad de sus testimonios, incongruentes y vagos, contrasta con la seguridad de la dueña del local, que les identifica y que resulta ser la única prueba concluyente de cargo. Once años más tarde, la madre de uno de ellos, Frank Wiecek (Richard Conte), convencida de la inocencia de su hijo, publica un anuncio en el periódico en el que ofrece una recompensa de cinco mil dólares que ha ahorrado fregando suelos a quien tenga información para lograr su exculpación de Frank (el título original de la película hace referencia al teléfono al que devolver la llamada). El anuncio llama la atención de Kelly (Lee J. Cobb), el redactor jefe del periódico, que pone a McNeal (James Stewart) a trabajar en el asunto. Inicialmente escéptico, incluso burlón en los interrogatorios a los implicados, se limita a escribir artículos sensibleros que despierten la compasión de la masa de lectores. Cuando, sin embargo, se convence de la inocencia de Wiecek, se lanza a investigar el caso a fondo para lograr que salga de la cárcel.

Henry Hathaway apuesta por retratar la historia desde la perspectiva del periodista. Ello implica abandonar el que, probablemente, sería el punto de vista más interesante de la historia: la vida de un acusado injustamente que lleva más de una década en prisión, los efectos de su condena, su día a día, la relación con su familia o con sus compañeros de encierro. Estos aspectos se nos muestran parcialmente y de manera inequívocamente favorable a Wiecek (tanto su familia como sus compañeros de celda, o incluso el personal de la cárcel y el alcaide, están por su inocencia), lo que elimina cualquier suspense sobre su culpabilidad o inocencia. Del mismo modo, la investigación no lleva a McNeal al descubrimiento de los verdaderos autores, sino a la demostración de la falsedad del único testimonio contra los condenados, sin que quede, por tanto, esclarecido realmente el crimen. Así pues, no hablamos de un drama criminal, puesto que el crimen en ningún momento se aclara, sino en una crónica del trabajo periodístico, con algunos apuntes de drama social y ciertos tintes documentales, que reflejan tanto el trabajo de los periodistas como algunos aspectos de la tecnología empleada en la prensa de aquellos (como el «artesanal» servicio de transmisión fotográfica). Continuar leyendo «Hathaway todoterreno: Yo creo en ti (Call Northside 777, 1948)»

El hombre de la cámara: El ojo público (1992)

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Su amigo Art (Jerry Adler), un exitoso escritor teatral neoyorquino, define a Leo Bernstein (Joe Pesci) durante un arrebato de mal humor regado con demasiado alcohol como «un tipo andrajoso, que duerme vestido, come comida de lata y pasa tanto tiempo entre cadáveres que huele igual que ellos». Otros, en cambio, lo llaman «El Gran Benzini» por su mágica capacidad de presentarse en el lugar de los hechos antes que la policía y ser así el primero en fotografiar todos los detalles de cada fiambre y poder vender las fotos a los periódicos antes que nadie (gracias a todo un laboratorio de revelado que oculta en el maletero de su coche). Pero Leo es mucho más que un tipo ordinario y regordete, un vanidoso que masca continuamente el extremo de un cigarro. Leo no sólo se cree un artista, el mejor fotógrafo de América, sino que, seguramente, lo es. Clasificadas en cajas de cartón, o seleccionadas en un libro  que intenta en vano que le publiquen, sus fotografías muestran la cara B de la América en guerra (estamos en 1942, en plena Segunda Guerra Mundial), con sensibilidad, tacto y un sentido crítico que no se les escapa a los observadores más avezados, aunque la mayoría piensen que solamente es una exacerbación comercial del morbo. La ventaja de Leo sobre cualquier otro fotógrafo es su neutralidad: conoce a todo el mundo, se lleva bien con todo el mundo, no toma partido, no juzga ni denuncia a nadie, paga cuando debe y no hace más preguntas que aquellas que le permiten hacer sus fotos, y, aunque de vez en cuando no se resiste a manipular el escenario de un crimen cuando una buena foto está en juego («que la realidad no te estropee una buena foto»), lo hace por un elevadísimo sentido artístico, y no por confabulaciones o amiguismos con ningún verdugo o sabueso. Así es al menos hasta que se enamora; el pobre, desgraciado, virginal Leo, solitario, noctámbulo, abandonado, desposeído de la gracia que supone atraer al bello sexo, cae en las redes románticas de Kay Levitz (Barbara Hershey), la hermosa viuda que regenta un exitoso club nocturno heredado de su difunto marido. Los oscuros tratos de éste con algunos miembros de la mafia, las conexiones con el gobierno, un misterio en torno a los bonos de guerra y la amenazadora presencia del crimen organizado, de la policía y de los federales, que presionan a Kay por distintos frentes, hacen tomar partido a Leo por vez primera, y claro, termina sufriendo más de la cuenta…

El ojo público (The public eye), escrita y dirigida por Howard Franklin y producida por Robert Zemeckis (cachorro de Spielberg, para bien -poquito- y para mal -casi todo-) transita por el delicado hilo que separa el cine policíaco de intriga y el cine negro clásico, pero termina encuadrándose en el primer aspecto. Poseedora de una fenomenal ambientación, tanto en escenarios y localizaciones (el Nueva York nocturno de los años cuarenta, magníficamente retratado en sus locales nocturnos, callejones, cuartuchos de hoteles baratos, oficinas desiertas, comisarías de policía, cafeterías abiertas las 24 horas…) como en cuanto a vestuario y caracterizaciones, se circunscribe por completo a la noche, retratada en toda su sordidez, dramatismo y belleza poética por la cámara de Leo, que no es más que un apéndice de él mismo. Leo ve la realidad a través del objetivo, y quizá por eso conoce mejor que nadie las debilidades humanas, y también las estampas de sublime belleza que éstas pueden producir. Con una excepción: Kay, la hermosura pura, delicada y sensual, en contraposición a la fuerza bruta que representan los boxeadores que observa congelada en la foto de ella que Leo incluye en su libro… Su mayor secreto, su mayor ilusión, ese libro que le convierta en un artista, que los demás ven pero no miran, pasando las hojas a gran velocidad sin fijarse en otra cosa que la sangre y la muerte, es lo que él más desea compartir con Kay, su forma de abrirle un corazón que hasta entonces ha estado siempre cerrado. Y ella, al menos durante un tiempo, capta ese esfuerzo en lo que vale y se siente inclinada a corresponderlo.

Esa es quizá la parte más débil de una película que, más que interesante en su trama (dos familias mafiosas enfrentadas por el suculento negocio del tráfico de cupones de gasolina auténticos convenientemente «extraviados» en las oficinas del gobierno), Continuar leyendo «El hombre de la cámara: El ojo público (1992)»

Diálogos de celuloide – Ciudadano Kane

BERNSTEIN: Walter Tatcher, el tonto más grande que he conocido en todos los días de mi vida.

PERIODISTA: Pues hizo mucho dinero.

BERNSTEIN: No es tan difícil como la gente cree hacer dinero, si lo que se desea es únicamente hacer dinero. Sepa que el señor Kane no era sólo dinero lo que quería.

Citizen Kane. Orson Welles (1941).