Receta burguesa: Pollo al vinagre (Poulet au vinaigre, Claude Chabrol, 1985)

Una pequeña ciudad de provincias próxima a la frontera suiza es el ecosistema escogido por Claude Chabrol para su enésimo retrato, incisivo y ácido como es marca de la casa, acerca de las miserias e hipocresías de la clase burguesa francesa. El vehículo, una intriga de suspense de múltiples ramales con tributos hitchcockianos (a Psicosis, a La ventana indiscreta, a La sombra de una duda, a Pero… ¿quién mató a Harry?, tal vez los más evidentes), además de algún otro guiño al cine clásico (a Otto Preminger, por ejemplo), que permite a Chabrol zambullirse en aquello que más le interesa: el misterio de las apariencias, el secreto oculto tras los aires de respetabilidad y la preminencia social, la mugre barrida bajo la alfombra y los cadáveres durmientes en el armario o enterrados en el jardín de atrás. Una historia en la que nadie es retratado con complacencia ni indulgencia, tampoco los inocentes (si es que hay algún personaje que pueda considerarse así), ni mucho menos la policía, teórica defensora del inmaculado orden erigido sobre esos valores burgueses que, no obstante, no pueden disociarse de su particular carga siniestra por mucho que sumergirla constituya el primero de sus mandatos de clase.

Una glamurosa fiesta de cumpleaños sirve de prólogo y avanzadilla. En ella nos enteramos de que algunos miembros selectos de las fuerzas vivas locales, el notario Lavoisier (Michel Bouquet), el doctor Morasseau (Jean Topart) y el carnicero Filiol (Jean-Claude Bouillaud), tienen entre manos algún tipo de negocio turbio al que se refieren como «el asunto Cuno», el cual, sin embargo, parece contar con la oposición de la esposa de Morasseau (Josephine Chaplin) y de su amiga Anna (Caroline Cellier). Poco después, concluida la fiesta al amanecer no sin antes de que un joven rubio utilice una llave para dejar su sello personal en la carrocería de uno de los lujosos coches de los asistentes, sabemos que Louis Cuno (Lucas Belvaux) es el joven cartero del pueblo, y que vive con su madre impedida (Stéphane Audran), atrapada en su silla de ruedas, en una vieja casa de las afueras, una casa que, precisamente, es el objeto de interés inmobiliario de la sociedad formada por los tres próceres de la ciudad. En su empeño por hacerse con la propiedad, los socios utilizan medios legales (intentos frustrados de expropiación), presiones personales (ofertas de compra y realojamiento) y modos y maneras próximos a la extorsión (acoso, amenazas, pequeños hurtos y desperfectos), pero no logran salirse con la suya. Sus últimos esfuerzos «diplomáticos» coinciden en el tiempo con un hecho sorprendente: según su marido, la repentinamente ausente Delphine Morasseau ha partido a la vecina Basilea sin advertir de ello a nadie, ni siquiera a su estrecha amiga Anna, por tiempo indefinido. Por otro lado, las represalias del joven Cuno ante la insistencia de sus potenciales compradores le llevan a cometer una imprudencia de fatales consecuencias, cuya sombra planea sobre él durante el resto del metraje. Esta es la primera hebra de una red de mentiras y secretos que recorre la ciudad y afecta prácticamente a cada personaje, y que, ante las sospechas de crimen, viene a desenmarañar el inspector de policía Lavardin (Jean Poiret).

Y hay una buena cantidad de misterios que amenazan con entorpecer su labor: la naturaleza de las relaciones de dependencia mutua, casi (o sin casi) de extremos enfermizos, entre madame Cuno y su hijo (cuyas excéntricas aficiones compartidas incluyen, entre otras cosas, abrir las cartas dirigidas a la gente prominente de la ciudad antes de que lleguen a su destino); el extraño matrimonio Morasseau y su no menos rara ama de llaves; los múltiples y heterogéneos amores de Anna Foscarie; el misterioso amante, llamado «Tristán» (Jacques Frantz), de madame Morasseau; Henriette (Pauline Lafont), la joven empleada de Correos que desea al joven cartero; André, el barman (Albert Dray) que lleva el desayuno a domicilio a cierta persona; la aparición de un coche accidentado con un cadáver incinerado en su interior… E incluso el propio Lavardin, personaje nada plano, de métodos en exceso expeditivos y violentos para un policía pero de afinada inteligencia y aguda intuición, aficionado a los huevos fritos con pimentón y a saltarse el código ético y legal de su profesión, un personaje tan querido para Chabrol que gozaría de independencia y personalidad propia dentro de su obra cinematográfica.

Tres elementos formales destacan en el conjunto. En primer lugar, el trabajo de cámara de Chabrol, ese objetivo furtivo que, como algunos personajes, permanece al acecho, sigue, indaga, husmea tras los pasos de los personajes, a su espalda, por las ventanas, detrás de las cortinas, por las rendijas de las puertas. A través de ella, el espectador asiste a los acontecimientos como un elemento más del paisaje urbano, como un vecino que observa tranquilamente desde la protección de los visillos de su ventana. En segundo término, relacionado con la anterior, la atmósfera que Chabrol otorga a la ciudad. Un núcleo urbano de pequeño tamaño, sin llegar a ser un pueblo, al que los vacíos de calles y locales desiertos y los silencios, en particular durante la noche, confieren un aire de extrañamiento, casi de asfixiante claustrofobia a pesar de tratarse de un cúmulo de casas a cielo abierto, diseminadas entre la amplitud de arboledas, campos y jardines. Por último, unos diálogos que, como la propia estructura del guion, no se mueven en línea recta ni resultan concretos ni explícitos; su sinuosa construcción sobre la base de alusiones, insinuaciones, frases a medias, sobrentendidos e ironías, proporciona sin embargo un amplio prisma de perspectivas a partir de las cuales el espectador sigue la historia sin dificultad y con pleno conocimiento y percepción de cómo son cada uno de los personajes, qué quieren, cuáles son sus virtudes (los que las atesoran) y sus defectos (todos los tienen, y no menores). En particular, destaca el uso simbólico que Chabrol hace del espacio, ya sea la semivacía oficina de Correos, separada por una reja del público potencial (que casi nunca entra), la casa de los Cuno con sus tres niveles (primera planta, con el dormitorio de la madre; planta calle, con la cocina y el comedor; sótano, con su laboratorio personal en el que conservan los expedientes de la gente de la ciudad que tiene algo de interés); la frialdad acristalada del consultorio médico; el caótico taller de escultura de madame Morasseau; y el hecho de que el amplio jardín de su mansión esté sembrado de estatuas muertas, réplicas huecas de los aires clásicos, como los personajes de esa ciudad que viven todavía aspirando a mantener su capa de respetabilidad y distinción, y que cuentan con un protagonismo importante y elocuente en la resolución de, al menos, uno de los misterios principales. Aunque los personajes, empero, no son estatuas, sí ejercen como tales en el jardín de la burguesía francesa de mediados de los años ochenta, grandes extensiones verdes y algo descuidadas, devoradas por las malas hierbas y las malezas, cubiertas de hojas secas y cercadas por verjas oxidadas, en las que sobresalen aquí y allá figuras antaño blancas y suaves que hoy se muestran cubiertas de musgo, agrietadas, amputadas, inclinadas, caídas, destrozadas y, finalmente, vacías por dentro y contagiadas del salvajismo propio del entorno agreste que ha ido creciendo a su alrededor.

Magos del shock latente (fragmento del libro Méliès, Libros del Innombrable, 2017)

(de Alfredo Moreno)

Él[*] sólo suministraba la ilusión. Ahí es donde el cine se pone divertido. Utilizas espejos, eres como un mago sacando conejos de chisteras.

Billy Wilder.

 

Georges Méliès no inventó el cinematógrafo; hizo mucho más que eso: inventó el cine.

La figura de Méliès emergió, como el héroe de un antiguo serial de aventuras, en el instante justo, en el momento crucial para salvar al cine de una muerte prematura, de una desaparición en exceso temprana. Consumido el efecto sorpresa, acostumbrada la masa que durante los primeros tiempos había abarrotado las proyecciones a la continuada observación de insulsas escenas de la vida cotidiana o de impersonales estampas urbanas o campestres, simples postales en movimiento, los hermanos Lumière, convencidos de las nulas posibilidades comerciales del cinematógrafo, pretendieron emplearlo como instrumento puramente técnico al servicio exclusivo del conocimiento científico y de los avances tecnológicos. En la otra orilla del Atlántico, la implacable avaricia de Thomas A. Edison había sembrado de férreos y costosísimos derechos económicos la explotación del cine en la Costa Este (propiciando así el inminente descubrimiento de Hollywood) y reducido su condición a la de mera atracción de feria, objeto de clandestino y casi onanista disfrute para todo espectador que, siempre de uno en uno, se introdujera en una barraca de madera, tras una manta que oficiara de precario biombo o en la trastienda de un colmado o de una farmacia para escrutar a través de un agujerito cual Norman Bates espiando a Marion Crane en Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960) un puñado de anodinos fragmentos de película de escasa trascendencia.

En este contexto precozmente decadente, George Méliès irrumpió con el entusiasmo de un visionario, con la clarividencia de un iluminado, para inventar el cine. No el cinematógrafo sino el cine, el ritual, la liturgia de ir al cine. El cine como concepto, el pacto silencioso entre cineasta y público, ese contrato implícito que une al creador con el destinatario de sus fantasías en cuyas cláusulas se acuerda que el autor construirá de la nada todo un universo ficticio de hermosas mentiras que jugará a hacer pasar por reales, que el espectador aceptará creer mientras dure la proyección sin preguntarse cómo o por qué, renunciando a resolver el misterio, a dejarse revelar el truco. A partir de una inagotable imaginación y de un inmenso bagaje de conocimientos técnicos y artísticos sobre el mundo del teatro, las variedades, la magia y el ilusionismo, con espíritu pionero, pleno del candor y de la ingenuidad que también le son propios, con el hambre del descubridor de nuevos horizontes, con la convicción absoluta de que el cine era precisamente la más importante de las artes al comprenderlas todas, Méliès dotó al nuevo medio de uno de sus ingredientes primordiales, de su componente definitivo, hoy más que nunca en cuestión: la ilusión. En su cine, la sorpresa agotada en sí misma y progresivamente diluida por efecto de la repetición se vio arrinconada por la magia, por el hechizo del juego, de la combinación de imágenes, por la ansiedad de saber qué vendría después, en cada plano, tras cada secuencia. La sorpresa cedió su sitio al asombro. Méliès dio a luz eso que Cabrera Infante denominó shock latente, y que de sus películas pasó a Buster Keaton y a Un perro andaluz (1929) o La edad de oro (1930) de Luis Buñuel, que moldeó la personalidad artística de Orson Welles, que impregnó la filmografía de Alfred Hitchcock, quien le raspó el elemento maravilloso para racionalizarlo, estructurarlo según cierta lógica (convenientemente eludida cuando le convenía) y hacerlo su estilo bautizándolo como suspense, que influyó en Ingmar Bergman y en Andrei Tarkovski, en el neorrealismo italiano, en Federico Fellini, en la nouvelle vague y, a través de todos ellos, en su producto natural, Woody Allen (aunque su fórmula se adereza con no pocas gotas de esencia de Billy Wilder, Bob Hope y Groucho Marx).

De niño, Georges Méliès ya mostraba innatas aptitudes para el dibujo, la pintura, la caricatura y la escultura, así como una acusada inclinación por el teatro, los decorados y la puesta en escena. Desde los siete años, cuando empezó a recibir una educación clásica y de base literaria en el parisino Liceo Michelet, alternó sus estudios con su pasión por los guiñoles y el diseño de escenas fantásticas (primigenios storyboards) que transcurrían en paisajes extraños, en palacios de ensueño o en atmósferas de pesadilla. Al regreso del servicio militar, durante el que persistió en el dibujo y se lanzó de lleno a la pintura, sus ansias artísticas se vieron momentáneamente frustradas: opuesto a que ingresara en la Academia de Bellas Artes, su padre le obligó a emplearse en el negocio familiar, una fábrica de zapatos de lujo. Con ello, papá Méliès proporcionó involuntariamente a su hijo la segunda vertiente de su poliédrica personalidad cinematográfica, el gusto, la atracción por la maquinaria. Interesado desde siempre por los engranajes y la utilería asociados al mundo del teatro, en la fábrica de zapatos Méliès, en el número 5 de la calle Taylor del distrito 10 de París, Georges se ejercitó en el mantenimiento y la reparación de las máquinas de la empresa, desarrollando una pericia que le permitió perfeccionar algunas de ellas, mejorar su rendimiento y alargar su vida útil, destreza que resultaría fundamental en su carrera como cineasta total.

[*] Se refiere a Alexander Trauner, director artístico de El apartamento (The apartment, 1960), también colaborador de Marcel Carné, Jean Grémillon u Orson Welles, entre otros.

Información sobre el libro.

Hitchcock interruptus

Hace nada menos que once años y tres meses que hablamos aquí de proyectos cinematográficos que Alfred Hitchcock inició en mayor o menor medida pero que nunca llegó a rodar, o a completar. Recuperamos aquel texto con más comentarios e información al respecto.

Resultado de imagen de hitchcock

Number Thirteen: en 1922 Hitchcock intentaba superar su condición de rotulista y dibujante de los estudios filiales de la Paramount (entonces, todavía Famous Players-Lasky) en Londres y trataba de convencer a los productores de que era capaz de escribir guiones y dirigirlos. La primera película que coescribió, Woman to Woman, vino precedida del fracaso de esta historia escrita por una antigua colaboradora de Chaplin que no pasó de dos rollos de filmación ante el abandono del coproductor norteamericano.

Titanic: en 1939 los últimos éxitos de Hitchcock en el cine británico y su proyección internacional le habían asegurado un contrato con el magnate David O. Selznick, productor de Lo que el viento se llevó, para su desembarco en Hollywood y el rodaje de una película sobre el hundimiento del famoso transatlántico. Hitchcock, nunca convencido del todo de lo ajustado de ese proyecto a sus intereses y métodos de trabajo, era más partidario de rodar Rebeca, sobre la novela de Daphne du Maurier cuyos derechos ya habían sido adquiridos. Durante el año que faltaba para su incorporación efectiva a Selznick International, Hitchcock, mientras rodaba Posada Jamaica para matar el tiempo, intercambió frecuentes comunicaciones con Selznick, y tras varios tiras y aflojas y un complicado intercambio de impresiones con un hombre tan controlador y temperamental como Selznick, con el que Hitchcock nunca se entendió Titanic se hundió, y Hitchcock debutó en Hollywood con la más inglesa de sus películas americanas.

Después del fracaso de Titanic, Hitch se interesó por Escape, un drama ambientado en la Segunda Guerra Mundial que protagonizaría Norma Shearer, una de sus actrices favoritas, con la que nunca pudo trabajar. Los derechos pertenecían, sin embargo, a la Metro-Goldwyn-Mayer, con cuyo responsable, el célebre Louis B. Mayer, Hitchcock (recordando su reciente experiencia con Selznick) veía pocas posibilidades de comprensión y cooperación, por lo que archivó el proyecto.

Greenmantle, una secuela de 39 escalones (1935) también escrita por John Buchan, fue el siguiente objetivo del director, pero las exigencias económicas del novelista para la compra de los derechos hicieron que descartara su adquisición y traslado a la pantalla.

Durante un breve periodo de tiempo, Hitchcock coqueteó con la idea de hacer una versión del Hamlet de Shakespeare trasladada a la edad contemporánea. Cary Grant llegó a mostrar cierto interés en sumarse al proyecto, pero quedó en nada.

The Bramble Bush era una historia sobre un hombre que usurpaba la identidad de otro después de robarle el pasaporte, encontrándose con que este era buscado por asesinato (una premisa no muy alejada de la utilizada años más tarde por Antonioni en El reportero). La idea de lo confusión de identidades se recicló en parte en el planteamiento de Con la muerte en los talones. Continuar leyendo «Hitchcock interruptus»

Cerrado por (casi) vacaciones

Resultado de imagen de bates motel psycho

Aquí las vacaciones nunca suponen ausencias completas, pero sí, llega el momento de tomarse un descanso… Un sencillo alto en el camino hasta el mes de septiembre que pasaremos en el lugar de costumbre, el mejor motel que ha dado el séptimo arte. Trato familiar, ambiente agradable y un magnífico servicio de habitaciones… Prácticamente es como estar en casa…

Decimos adiós con la manita y un artista clásico de la música española injustamente marginado en los últimos tiempos, acompañado por el canalla oficial de la mercadotecnia patria, en un dúo que hace honor a despedidas y próximos reencuentros.

¡Hasta la vuelta, escalones! ¡Atentos a las perlas veraniegas…!

Imitando a Hitchcock: Vestida para matar (Dressed to kill, Brian de Palma, 1980)

vestida_matar_39

Es sabido que en sus inicios Brian de Palma se dedicaba básicamente a plagiar («homenajear», como se dice ahora, especialmente cuando lo hace Quentin Tarantino) el cine de Alfred Hitchcock. Si en Fascinación (Obsession, 1976), fusilaba fundamentalmente, aunque no sólo, De entre los muertos (Vertigo, 1958), incluso contratando a Bernard Herrmann para la música de la película, de hecho su última partitura para el cine, en Vestida para matar (Dressed to kill, 1980) se dedica a pisar punto por punto el guión de Psicosis (Psycho, 1960): tenemos una rubia estupenda (Angie Dickinson) que, tras una escena calentorra inicial, sirve de guía para la trama hasta que el argumento cambia súbitamente, tras un hecho violento ocurrido más o menos a la media hora de metraje (de un total de 103 minutos), y gira hacia otro aspecto mucho más truculento; está la pareja que investiga y el policía (Dennis Franz) que indaga, y por haber hay incluso una secuencia en la que el psiquiatra de turno lo explica todo, y que recuerda mucho la que encarna Simon Oakland. Por supuesto, como es lógico, el núcleo de la historia se centra en un asesino travestido con crisis de identidad, que se transmuta en su «otro yo» femenino para cometer sus crímenes (con navaja, no con cuchillo de cocina, pero qué más da…). Por no faltar, no falta ni un «homenaje» (este sí) a la famosa escena de la ducha, aunque en ese caso se trate de una secuencia erótica y no de asesinato (sigue constituyendo un plagio hitchcockiano, de todos modos, el hombre que afirmaba la conveniencia de filmar las escenas de amor como si fueran de asesinato, y las de asesinato como si fueran escenas de amor).

El guión tampoco destaca por una gran originalidad. De hecho, transita por los lugares comunes de las películas con asesino en serie, es decir, la averiguación de su identidad y el riesgo constante de ver a los protagonistas convertidos en objeto de sus macabras tendencias. De Palma añade al cóctel una alta carga erótica mucho más explícita que en el cine hitchcockiano (la secuencia inicial de la ducha, con Angie Dickinson en el esplendor de su madurez física; la segunda secuencia, de cama; el encuentro sexual en el taxi; todo lo que rodea al personaje de Nancy Allen, una prostituta de lujo; el «onírico» asesinato de la enfermera del centro psiquiátrico…) y el despliegue de un gran talento en las secuencias de suspense, por lo demás tampoco especialmente originales (destacan la secuencia de la persecución en el metro, en la que Nancy Allen se ve triplemente acosada: el psicópata, los pandilleros que quieren propasarse con ella y un agente de policía abiertamente hostil, y, sobre todo, la espléndida secuencia del museo, con Dickinson perseguida-perseguidora del tipo con el que quiere echar una cana al aire). Pero, bajo el envoltorio superficial, por mejor tratado que esté ocasionalmente, subyace bien a la vista la plantilla narrativa de Alfred Hitchcock, que De Palma en el fondo no hace nada por ocultar o disimular.

Vestida-para-matar-39

Más allá de los aciertos parciales en el diseño de la atmósfera y en la construcción del suspense, o de la pericia técnica para jugar con el espacio, el principal problema de la película tiene una doble dimensión. En primer lugar, de verosimilitud: Continuar leyendo «Imitando a Hitchcock: Vestida para matar (Dressed to kill, Brian de Palma, 1980)»

Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960): coloquio en ZTV

psycho_39

Reciente intervención en el coloquio del programa En clave de cine, de ZARAGOZA TELEVISIÓN, acerca de esta obra maestra de Alfred Hitchcock.

Esos locos maravillosos (II): Dementia 13 (Francis Coppola, 1963)

Dementia_13_39

El debut en el largometraje (cabe llamarlo así aunque dure 74 minutos) de Francis Coppola (entonces no se había añadido todavía el ‘Ford’) bebe directamente de dos fuentes: el cine de terror de Roger Corman (no en vano, el prolífico director oficia aquí de productor) y la influencia de Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock), estrenada tres años antes. De Corman, Coppola, que también escribe el guión, asume la ambientación de su retorcida historia en un malsano caserón irlandés repleto de seres ambiguos y egoístas cuyos objetivos no quedan muy claros, pero que se adivinan ligados al crimen o al deseo o la necesidad de cometerlo. De Hitchcock, de ese Hitchcock, la trama emula una celebrada novedad y una característica visual: respecto a lo primero, el giro argumental severo al primer tercio de película que hace que el panorama y el objeto de la película cambie radicalmente para el espectador, y que de la intriga y el thriller se cruce la delgada línea que los separa del cine de horror; en segundo lugar, la truculencia aparición de un criminal que asesina con golpes que son sentencias inapelables.

El tiempo a las órdenes de Corman proporciona a Coppola una galería de personajes y escenarios cuya interacción abre múltiples vías de misterio: en la mansión irlandesa de los Haloran, una vetusta construcción de negro pasado (en ella falleció el patriarca, un famoso escultor, y luego sabremos que varios antepasados han tenido allí muertes tan terribles como aparentemente azarosas), una familia se reúne para la ceremonia anual de duelo por Kathleen, la benjamina, ahogada en el lago de la finca unos cuantos años atrás. A la matriarca (Eithne Dunne) y los tres hijos, Richard (William Campbell), Billy (Bart Patton) y John (Peter Read), se suman la esposa americana de este, Louise (Luana Anders) y más adelante lo hará la prometida de Richard, también americana, Kane (Mary Mitchell). A Louise no le gusta el testamento que ha redactado Lady Haloran, que pretende dejar la fortuna familiar para obras benéficas, y reprocha a su esposo, John, un hombre débil y enfermizo (tiene el corazón débil), con quien no mantiene precisamente una relación de pareja ejemplar, su pasotismo y su negligencia. La violenta discusión provoca un infarto a John, que muere en el acto. De inmediato, Louise concibe un ambicioso plan: dirá a la familia que John ha tenido que salir en urgente viaje de negocios para Nueva York y, mientras la familia está ocupada con la ceremonia de Kathleen, utilizará el recuerdo de la niña para influir en Lady Haloran y conseguir un cambio en el testamento a favor de John y, por extensión, dadas las circunstancias, de ella misma. Pero Louise no es la única que busca sacar provecho de la situación: todos en la casa abrigan motivos para extraños comportamientos, incluido el doctor Caleb (Patrick Magee), se adivinan antiguos odios y viejos traumas que no van a poner fácil la tarea a Louise, y aunque ella piensa que la historia del encantamiento de la casa y la presencia fantasmal de Kathleen pueden ayudarla a lograr su objetivo, comete un terrible error de cálculo…

La película se beneficia de la necesaria economía narrativa dictada por el bajo presupuesto, detalle que se traslada a la precariedad de medios y de formato en blanco y negro y a lo limitado de las localizaciones empleadas, planos generales de la mansión, escasos interiores desprovistos de planos de gran amplitud, exteriores en el jardín y en torno al lago y una breve salida a un típico pub de la zona, pero Coppola se las arregla bastante bien para construir una atmósfera enrarecida, un clima cargado de densos silencios y elocuentes ausencias. En este punto, resulta crucial la dirección artística, que permite a Coppola aprovechar aquellos elementos del escenario (corredores, pasillos, escaleras, cuartos vacíos, puertas cerradas, sombras nocturnas…) o del utillaje (las muñecas abandonadas de la joven Kathleen, las esculturas del viejo Haloran, la diadema de plata o el hacha clavada en un árbol…) que sirven mejor al propósito de edificar un clima desasosegante, incómodo, lleno de secretos y de preguntas sin respuesta. Continuar leyendo «Esos locos maravillosos (II): Dementia 13 (Francis Coppola, 1963)»

Vidas de película – Martin Balsam

martin_balsam_39

Aquí tenemos al detective Arbogast de Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960), interpretado por Martin Balsam, uno de los más recordados secundarios del cine de Hollywood de los años 50 y 60, con una filmografía que atesora títulos importantísimos además de una faceta televisiva muy amplia tanto en Estados Unidos como en Italia.

Forjado en el Actors Studio, este neoyorquino del Bronx nacido en 1919 debutó en el cine nada menos que en La ley del silencio (On the waterfront, Elia Kazan, 1954), y participó en producciones tan inolvidables como Doce hombres sin piedad (12 angry men, Sidney Lumet, 1957), como jurado número uno y conductor de las deliberaciones, Desayuno con diamantes (Breakfast at Tiffany’s, Blake Edwards, 1961), El cabo del terror (Cape fear, J. Lee Thompson, 1962), la intriga política Siete días de mayo (Seven days in may, John Frankenheimer, 1964), los westerns Un hombre (Hombre, Martin Ritt, 1967), protagonizado por Paul Newman, Un hombre impone la ley (The good guys and the bad guys, Burt Kennedy, 1969) y Pequeño gran hombre (Little big man, Arthur Penn, 1970) y el bélico Tora! Tora! Tora! (Richard Fleischer, Kinji Fukasaku y Toshio Masuda, 1970).

Después de un paréntesis en el cine italiano, en el que apareció, por ejemplo en Confesiones de un comisario (Confessione di un commissario di polizia al procuratore della repubblica -caramba con el titulito-, Damiano Damiani, 1971), entre otros muchas películas e incluso series de televisión, regresó a América para aparecer en otros títulos imprescindibles como Pelham 1, 2 , 3  (The taking of Pelham one two three, Joseph Sargent, 1974), Asesinato en el Orient Express (Murder on the Orient Express, Sidney Lumet, 1974) o la sensacional Todos los hombres del presidente (All the president’s men, Alan J. Pakula, 1976). Su etapa de decadencia culminó acompañando a Chuck Norris y Lee Marvin en Delta force (Menahem Golam, 1986).

Este fenomenal actor, especializado en papeles de sabueso o de militar, pero con una interesante vis cómica, especialmente ligada a los personajes de viejo verde y carcamal, falleció en 1996 a los 76 años, tras haberse casado tres veces con mujeres de diferentes ámbitos del cine, una actriz, una diseñadora de vestuario y una guionista.

Historias de la radio: La madre Fénix

Pudiste leerlo aquí.

Ahora puedes escucharlo. No sé qué es peor…

Valga en todo caso como homenaje a la emisora TEA FM, ubicada en Zaragoza pero con vocación universal, Premio Ondas 2012 a la innovación radiofónica (en mi caso, radioafónica…).

Ir a descargar