Diálogos de celuloide: Desperado (Robert Rodriguez, 1995)

Tarantino gets his own killer brew, 'The Hateful Ale' | Movie News | SBS  Movies

«Esto me recuerda un chiste. Un tipo entra en un bar, se acerca al barman y dice: «oiga barman, tengo una apuesta para usted. Le apuesto trescientos dólares a que puedo mear en ese vaso de ahí sin echar una gota fuera». El barman mira el vaso y, vamos a suponer que está a unos tres metros largos de él, dice: «un momento, a ver si lo entiendo. ¿Me está diciendo que va a apostarse trescientos dólares a que puede mear, desde donde está, hasta ahí abajo, en ese vaso, y no echar ni una gota fuera?» Y el otro le mira y dice: «exacto». Y el barman dice: «chaval, acepto la apuesta». Y el tipo: «muy bien, vamos allá».

Se saca el aparato y mira fijamente el vaso, tío. Piensa en el vaso, piensa en el vaso, en el vaso, piensa en el vaso, vaso y piensa en la polla, polla-vaso-polla, polla-vaso-polla, piensa polla-vaso, polla-vaso, polla-vaso, y entonces, ¡fiuuh!, suelta el chorro, y, ¡fffiuh! se mea por todo el local, tío. Se mea en la barra, se mea en los taburetes, en el suelo, en el teléfono, en el barman, se mea en todas partes excepto en el jodido vaso ¿no? Bien, pues, el barman se parte el pecho de risa, ¡Es trescientos dólares más rico! Está, ¡jajaja! ¡todo el pis por la cara!, ¡jajaja!, y le dice: «¡Es usted un jodido idiota, tío!, ¡se ha meado en todas partes menos en el vaso! ¡Me debe usted trescientos dólares, puta!» Y el tipo dice: «disculpe, será sólo un segundito». Y se va hacia el fondo del bar. Allí hay un par de tipos jugando al billar. Va hacia ellos, conversa, vuelve a la barra y dice: «¡aquí tiene señor barman, trescientos!» Y el barman dice: «¿por qué coño está tan contento? ¡Ha perdido trescientos dólares, idiota!» Y el tipo dice: «¿ve a esos tipos de ahí? Acabo de apostarme quinientos dólares por cabeza a que podía mearme en su bar, mearme en su suelo, mearme en su teléfono y mearme en usted, y que usted no sólo no se cabrearía, sino que iba a alegrarse».

(guion de Robert Rodriguez)

Diálogos de celuloide: Pulp Fiction (Quentin Tarantino, 1994)

-Butch, deja la televisión un momento. Tenemos una visita muy especial. Bien. ¿Recuerdas que te dije que tu padre había muerto en un campo de prisioneros? Pues… este es el capitán Koons. Él estuvo en ese campo con papá.

-Hola, jovencito. Vaya, he oído hablar mucho de ti. Sí, yo era un buen amigo de tu papá. Estuvimos en aquel infierno de Hanói juntos más de cinco años. Espero que… nunca tengas que experimentar algo así… pero cuando dos hombres se encuentran en una situación como en la que estuvimos tu papá y yo, cada uno se responsabiliza del otro. Si hubiese sido yo el que… no volvió, hubiera quedado ahí, el Mayor Coolidge estaría hablando con mi hijo, Jim. Pero tal como han salido las cosas yo estoy aquí hablando contigo, Butch. Tengo algo que decirte. Fíjate en este reloj. En un principio, fue comprado por tu bisabuelo durante la Primera Guerra Mundial. Lo compró en una tienda pequeñita en Knoxville, Tennessee, fabricado por la primera empresa que fabricó relojes de pulsera, porque antes la gente solo llevaba relojes de bolsillo. Fue comprado por el soldado de infantería Erin Coolidge el día que salía para París. Era el reloj de guerra de tu bisabuelo y lo llevó todos los días que luchó en aquella guerra. Y cuando cumplió con su deber, volvió a su casa con tu bisabuela, se quitó el reloj y lo metió en una vieja lata de café, y allí se quedó hasta que tu abuelo Dane Coolidge fue convocado por su país para ir al extranjero a luchar de nuevo contra los alemanes. Esa vez se llamó la Segunda Guerra Mundial. Tu bisabuelo le dio a tu abuelo este reloj, deseándole suerte. Por desgracia, Dane no tuvo tanta suerte como su padre. Dane era marine y murió, como tantos otros marines, en la batalla de la isla Wake. Tu abuelo sabía que moriría allí, lo sabía. Ningún muchacho se hacía ilusiones sobre salir de aquella isla con vida, así que, días antes de que los japoneses tomaran la isla tu abuelo le dijo a un artillero de un avión de las Fuerzas Aéreas llamado Winaukee, un hombre al que nunca había visto antes, que le llevara a su joven hijo, al que nunca había conocido, su reloj de oro. A los tres días, tu abuelo había muerto, pero Winaukee cumplió con su palabra. Cuando terminó la guerra, fue a visitar a tu abuela y le entregó a tu papá, que aún era un bebé, el reloj de oro de su padre. Este reloj. Tu padre llevaba este reloj en su muñeca cuando le derribaron sobre Hanói. Le capturaron y le metieron en un campo de prisioneros vietnamita. Sabía que si los amarillos veían el reloj se lo confiscarían, se lo quitarían. Tu padre decía que este reloj te pertenecía por nacimiento. Le cabreaba que cualquier amarillo pusiera sus grasientos manos sobre la herencia de su hijo, así que lo escondió empleando el único lugar en que podía, su culo. Cinco largos años llevó este reloj metido en el culo. Luego, antes de morir de disentería, me dio el reloj. Oculté este incómodo trozo de metal en mi culo durante dos años. Entonces, después de siete años, volví a casa con mi familia. Y ahora, jovencito, te entrego a ti el reloj.

(guion de Roger Avery y Quentin Tarantino)

Cine bisagra: Bob le flambeur (Jean-Pierre Melville, 1956)

 

En pocas ocasiones puede situarse con certeza el punto crucial o la sutil aparición de una personalidad que impliquen un cambio profundo, automático, irreparable e irreversible. En la historia del cine, uno de estos momentos es la irrupción de Jean-Pierre Melville y su obra debut, El silencio del mar (Le silence de la mer, 1949), crónica de la vida de un anciano y su sobrina que deben compartir alojamiento con un afable oficial nazi durante la ocupación alemana de Francia en la Segunda Guerra Mundial. Con ella se abrió un doble proceso amplificado en sus siguientes títulos, Los chicos terribles (Les enfants terribles, 1950), basada en una obra de Jean Cocteau, quien también coescribió el guion, y el melodrama Cuando leas esta carta (Quand tu liras cette lettre, 1953), que suponía, en primer lugar, una notabilísima influencia en lo que después llegaría a denominarse nouvelle-vague y, en particular, en cineastas como Jean-Luc Godard, y en segundo término, la paulatina disolución de las hasta entonces reconocidas distinciones estilísticas y temáticas entre las películas europeas y las norteamericanas, entre los aires clásicos y el cine moderno y, finalmente, entre las películas de gánsteres y los relatos costumbristas. Rápida maduración de un lenguaje propio que con esta, su cuarta película, derivaría en la consideración de Melville como máximo exponente e inevitable referencia no solo del noir francés, sino del cine negro a nivel mundial, además de convertirle en precursor e inspirador de cineastas posteriores como Sergio Leone o Quentin Tarantino y de proporcionarle una breve y no muy feliz experiencia como productor dueño de su propio estudio que lo llevó a la ruina. Bob le flambeur (Bob, el jugador) se encuentra, por tanto, en el punto exacto en el que Melville asume herramientas cinematográficas heredadas a la vez que avanza y aventura otras nuevas, aunando un sentimiento de nostalgia por los tiempos pasados con las sensibilidades contemporáneas surgidas tras el conflicto mundial, todo ello bajo una respetuosa atención por una caracterización de los personajes y de las relaciones entre ellos y una recreación de espacios y lugares estrictamente realista, casi documental, pero dotada de una poética muy personal, melancólica y amarga, resultante de los estériles esfuerzos de debatirse entre la lucha por la consecución de las ilusiones y el desengaño y el desencanto de las derrotas.

 

En este punto, la atmósfera y el escenario pesan tanto como un protagonista más, en especial las bulliciosas noches de bares, restaurantes y cabarés enloquecidos a ritmos de jazz y los tenues amaneceres solitarios y románticos del Pigalle parisino (limpieza de calles, rótulos luminosos que se apagan, el renacer del pálpito de la vida diaria…) entre los que se desenvuelve Robert Montaigné (Roger Duchesne), más conocido por su apodo “Bob, le flambeur”, un cincuentón que vive en Montmartre (desde el salón de su casa se ve la fachada de la Basílica del Sacré Coeur), viste con sobria elegancia y es tratado con reconocimiento y respeto por todos los que le conocen. Bob es un antiguo gánster retirado hace más de veinte años, tras una larga condena de prisión. Soltero y sin familia, se mantiene activo gracias a su obsesión por el juego y las apuestas, se comporta con las maneras, la tranquilidad y la educación de un dandi y manifiesta un código moral muy concreto y estricto respecto a sus conocidos más próximos y de confianza (tal vez fuera demasiado llamarlos «seres queridos»). Sin embargo, después de unas cuantas malas jugadas y a causa de un revés de la fortuna (la fatalidad, ingrediente imprescindible del noir en todas sus expresiones), y a pesar de las advertencias de algunos de sus viejos amigos, se deja enrolar en un proyecto de atraco al casino de Deauville, una ciudad de vacaciones de la costa normanda (con un prestigioso festival de cine, por cierto), cuyo plan él se encarga de perfeccionar como un mecanismo ajustado e infalible… Salvo por un detalle, una voz indiscreta que, entre el interés, la venganza y el despecho, mantiene informada a la policía, algo incrédula y recelosa a creer que la regeneración de Bob pueda verse realmente en riesgo (tampoco se hacen ilusiones: cuestión de interés y de terror a volver a la cárcel a su edad), de los planes del jugador. Particularmente, el inspector Ledru (Guy Decomble) se niega a dar por ciertos los rumores que apuntan la vuelta al crimen de Bob después de dos décadas lejos de los negocios sucios, un hombre, además, que se siento unido a Bob por una especial relación de amistad, gratitud y lealtad después de que, en cierta ocasión, el jugador le salvara la vida.

Melville, que escribe el guion en colaboración con Auguste Le Breton, también coautor del guion de Rififi (Jules Dassin, 1955) combina magistralmente las rígidas convenciones del género (planificación de un robo, partidas de póquer, gánsteres y matones de anchos abrigos y pistolas en la sobaquera, triángulos amorosos, delatores, confidentes, tiroteos cruzados, vehículos que cruzan las noches a toda velocidad, tipos con dobleces y turbios intereses que se traicionan a unos y otros) con un estilo desenfadado e informal que dota al conjunto de una atractiva elegancia visual al tiempo que explora nuevas y evocadoras demarcaciones. Construida de manera indirecta, a base de sobrentendidos y elipsis y un uso lacónico de los diálogos, lo relevante de la película no es tanto el golpe y sus consecuencias policiales, judiciales y penitenciarias como la gente en sí misma, sus problemas, sus dificultades vitales en el día a día, la incertidumbre por el futuro ante la llegada de la vejez (ese colchón de seguridad en forma de miles de francos ahorrados durante toda una carrera en los bajos fondos que se desvanece y que obliga al jugador a reponerlo volviendo a las andadas) y, por encima de todo, sobrevolando al grupo (Anne -Isabelle Corey-, la muchacha menor de edad; el proxeneta Marc -Gerard Buhr-; Paolo, el amante de Anne -Daniel Cauchy-; Yvonne -Simone Paris-, propietaria de un bar de noche que frecuentan todos ellos…), un común sentimiento de nostalgia por lo no vivido, por el triunfo no logrado, por la ansiada edad dorada que nunca pudieron alcanzar y disfrutar y que hoy es solo un sueño del pasado transformado en una realidad opresiva, aburrida, insustancial y llena de interrogantes. Este es el ingrediente principal de la cinta, su hallazgo de la belleza y de la melancolía en el retrato de una época que ha muerto sin llegar a eclosionar y que se proyecta hacia un futuro ignorado repleto de promesas, pero fuera del alcance de unos seres acabados y amortizados, extremo que se subraya mediante la ironía que domina el desenlace de la historia.

Una película cálida y absorbente que alimenta al espectador a través de su sobria y precisa construcción, su ritmo sostenido y la atención que dedica a detalles reveladores y anticipadores de la acción. Por una parte, define perfectamente al protagonista y su apego a los juegos de azar por medio del recorrido que metódicamente sigue cada noche antes del regreso a casa, de garito en garito. Por otro lado, transmite de manera visual los altibajos de confianza de Bob de cara al éxito del atraco en función de su relación con la joven Anne y de sus previsiones y maniobras respecto al romance de esta con Paolo. Finalmente, la secuencia en la que el experto en cajas fuertes (René Salgue) ensaya ante el financiador de la operación su ejecución del trabajo que tiene asignado mientras el pastor alemán que le acompaña reacciona a cada uno de sus actos y avances, advierte al espectador de la inevitable conclusión a la que está abocado el último golpe de Bob y sus compinches. Una película bajo la que, desde otra perspectiva, alimenta el buñueliano tema del conflicto entre el deseo y las fuerzas que este desencadena para impedir su consecución, y que se nutre del contraste entre lo asfixiante y opresivo de los espacios cerrados y la lírica composición que la fotografía de Henri Decae hace de los exteriores nocturnos, acompañados de aires jazzísticos, y del paisaje urbano que refleja el pulso inalterable de la ciudad. Porque, al margen del combate entre los deseos y las frustraciones de Bob y los suyos, el corazón de París y de la noche no deja de latir.

Música para una banda sonora vital: Kill Bill. Volumen 2 (Kill Bill: Volume 2 Quentin Tarantino, 2004)

Sorpresa absoluta encontrarse con este clásico flamenco de Lole y Manuel en la segunda parte (que, bien abreviadas ambas como correspondía se podían haber fundido en una sola película, y corta) de las sangrientas y vengativas aventuras de una rubia compuesta y sin novio. Como dijo Antonio Gasset, un brillante trabajo de dirección de Quentin Tarantino, aunque no está claro si llega a ser algo más.

 

Música para una banda sonora vital: Érase una vez… en Hollywood (Once Upon a Time in… Hollywood, Quentin Tarantino, 2019)

Una vez más, Quentin Tarantino sabe cómo sacar partido a temas semiolvidados de la música con los que dar empaque audiovisual y adecuada promoción a sus películas. Este clásico instantáneo de 2019 va acompañado de un montón de joyas musicales, entre ellas este Out of Time de The Rolling Stones.

El silencio de dos hombres

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Los siete principios del ‘Bushido’:

  1. Gi (justicia)

Sé honrado con todo el mundo. Cree en la justicia, pero no en la de los demás, sino en la tuya propia. Para un auténtico samurai no hay una escala de grises. Sólo existe lo correcto y lo incorrecto.

  1. Yuu (coraje)

Álzate sobre las masas de gente que teme actuar. Ocultarse como una tortuga en su caparazón no es vivir. Hay que arriesgarse. Es peligroso, pero es la única forma de vida plena.

  1. Jin (compasión)

El samurai no es como los demás hombres. Desarrolla un poder que debe ser usado en bien de todos y ayuda a sus compañeros en cualquier oportunidad. Y si ésta no surge, sale de su camino para encontrarla.

  1. Rei (respeto)

No tienes motivos para ser cruel. No muestres tu fuerza. Sé cortés con tus enemigos. Y recuerda que tu fuerza interior se vuelve evidente en tiempos de apuros.

  1. Meiyo (honor)

El auténtico samurai sólo tiene un juez de su propio honor. Él mismo. Las decisiones que toma y cómo las lleva a cabo son reflejo de quién es en realidad. El samurai no puede ocultarse de sí mismo.

  1. Makoto (sinceridad)

Cuando un samurai dice que hará algo, es como si ya estuviera hecho. No promete: hablar y hacer son la misma acción.

  1. Chuu (lealtad)

El samurai es leal con quien se hace responsable. Y recuerda: las palabras de un hombre son como sus huellas, puedes seguirlas donde quiera que él vaya.

 

Aunque la cita que abre la película, no existe mayor soledad que la del samurai, salvo tal vez la del tigre en la jungla, es una falsa alusión al libro Bushido de los samuráis, Jean-Pierre Melville impregna al protagonista de El silencio de un hombre (Le samurai, 1967), Jef Costello (Alain Delon), de los rasgos propios de un asceta guerrero, de un monje cuyo motor interior, entendido en una clave íntima y muy personal, explica el sentido de su violencia.

Hierático, frío, metódico, aparentemente carente de emociones, alejado de las mujeres y ajeno a cualquier aspecto ético o moral de su profesión, Jef se emplea como asesino a sueldo, ejecutando sin piedad de manera implacable a quienes sus benefactores señalan. Es absolutamente discreto y extremadamente leal, y su eficiencia resulta incuestionable. Al menos hasta que un asunto se tuerce y le obliga a pensar que sus patrocinadores le han tendido una trampa. Desde ese instante, toda la existencia sobre la que ha edificado su sombra se tambalea y su supervivencia depende del esclarecimiento del enigma que le persigue, el por qué y el precio de su sacrificio, mientras, al mismo tiempo que huye de quienes quieren acabar con él, tapa los agujeros que sus traicioneros patronos van abriendo en la alfombra de su anonimato para que la policía ate cabos.

El silencio de un hombre además de un magnífico film noir es la ejemplar plasmación del continuo cruce de referencias a tres bandas que conecta como un cable submarino las tradiciones narrativas francesa, japonesa y norteamericana. Si el realismo poético francés inspiró al menos en parte el surgimiento del cine negro americano, éste retorna al París de los sesenta en una magistral eclosión de todos sus elementos, desde el nombre del protagonista en homenaje al personaje de Robert Mitchum en Retorno al pasado (Out of the Past, Jacques Tourneur, 1947) hasta la conversión de la ciudad en un escenario irreal por el que se mueven violentos esbirros, mujeres glaciales y policías rudos, una atmósfera atemporal, mítica, desprovista de espacios reconocibles en una sucesión de rincones oscuros, calles lluviosas y despobladas, clubes de jazz envueltos en la bruma, patios y escaleras poco iluminados y apartamentos vacíos de ventanas abiertas a la más abstracta oscuridad, una ciudad de sonidos apagados, de silencios, de pasos amortiguados, en la que cada uno de los ruidos audibles o de los escasos diálogos posee un significado trascendental, premonitorio. La fuente original del guión, la novela The Ronin de Joan McLeod (ronin, literalmente hombre-ola, evoca el carácter errabundo de estos guerreros sin dueño), título referido a los samuráis que carecían de señor al que servir, conecta la película con la tradición japonesa de los samuráis y con su reflejo en los filmes de Kurosawa o Inagaki (47 Ronin, 1962), inspiradores a su vez de géneros tan norteamericanos como el cine negro o el western de John Ford y Sergio Leone, influencia mantenida incluso hasta las postrimerías del siglo XX, ya sea explícitamente en películas como Ronin (John Frankenheimer, 1998) o implícitamente en la obra de Martin Scorsese, Quentin Tarantino, Paul Thomas Anderson o Wong Kar-Wai.

La mejor recepción de esta vorágine de referencias cruzadas es el remake de la cinta de Melville obra del inclasificable Jim Jarmusch, Ghost Dog, el camino del samurai (Ghost Dog, The Way of the Samurai, 1999). La acción se traslada a un Nueva York suburbial, los sonidos no se diluyen en el silencio sino en el hip-hop, pero el asesino (Forest Whitaker) captura la esencia de Costello en su lucha por mantener el tipo frente a los mafiosos de barrio que le han traicionado, delincuentes veteranos de origen italiano que visten de manera vulgar o combinan cadenas y anillos de oro con el chándal, precursores de los matones horteras y bravucones de la teleserie Los Soprano (The Sopranos, David Chase, 1999-2007). La película de Jarmusch, fragmentada en capítulos introducidos con una cita del libro del Bushido, es un excelente tributo a Melville, una película ni tan distante ni tan aséptica, cargada de ironía y humor y poseedora tanto de sencillez desarmante como de no pocos momentos de brillante solemnidad cercana a la épica del western. Incluso hace gala de una rara ternura melancólica en lo que afecta a los personajes de la niña lectora o del vendedor de helados (Isaach de Bankolé), único amigo del protagonista aunque el neoyorquino angloparlante no consiga trabar una sola conversación con el haitiano francófono. Esta relación, la metáfora lanzada al viento de dos personas que se entienden a la perfección y se aprecian sin hablar la misma lengua, es el verdadero tesoro de la película más allá de su condición de homenaje.

Con ella se cierra de momento ese circuito cerrado que conecta sensibilidades, miradas, perspectivas y cinematografías tan diversas y distintas pero que se encuentran en el único punto del que nacen y en el que concluyen todas las historias: el silencio.

Más allá de Río Grande

EHRENGARD (Robert Ryan): ¿Y qué hacían unos norteamericanos en una revolución mexicana?

DOLWORTH (Burt Lancaster): Tal vez sólo haya una revolución. Desde siempre. La de los buenos contra los malos. La pregunta es: ¿quiénes son los buenos?

Los profesionales (The Professionals, Richard Brooks, 1966)

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Pocos escenarios resultan tan evocadores en el cine y en la literatura como la frontera, ya la identifiquemos con la artificiosa franja de tierra (o agua) de nadie levantada por los caprichosos azares de la Historia o con cualquiera de sus simbólicos sucedáneos en forma de aeropuerto, estación o puerto fluvial o marítimo. No puede ser de otra manera consistiendo el arte de la narración desde sus remotos inicios en el relato de una transformación, de un viaje exterior como espejo de un cambio interior y por tanto en el sucesivo cruce o salto de fronteras hasta final de trayecto. El cine ha asumido en innumerables ocasiones el papel de la frontera física como fuente de amenaza, esperanza de salvación o metáfora de encrucijada o punto de inflexión ideal para personajes que buscan cambiar su destino. Por volumen de producción es el cine americano el que más historias fronterizas ha parido y, tratándose de su país y existiendo un género cinematográfico tan prolífico y tan americano como el western, obviamente es su frontera con México la que arrastra una mayor carga de significados. Son múltiples los lugares fronterizos que conocemos sólo porque hemos oído hablar de ellos en las películas: Tijuana, Yuma, Nogales, Agua Prieta, El Paso, Eagle Pass, Piedras Negras, Laredo o, más popular en los últimos años por otras desgraciadas razones, Ciudad Juárez. Son otros tantos los topónimos que sin encontrarse realmente en la frontera hacen de su cercanía a ella su medio de vida o son paso obligado camino del otro lado: San Diego, Ensenada, Phoenix, Tucson, Santa Fe, Hermosillo, Chihuahua, Albuquerque, Morelos, San Antonio, Monterrey, Matamoros, Río Bravo… Curiosamente, el cine americano no ha correspondido de la misma forma a su frontera con Canadá, un país a priori más cercano política, económica, social y culturalmente y con el que comparte más kilómetros de línea fronteriza. Canadá suele quedar relegado a quimérica referencia para los esclavos negros evadidos o para los huidos de la justicia que buscan refugiarse en un país sin tratado de extradición, ya sean delincuentes o jóvenes que escapan al alistamiento militar, aunque las más de las veces Canadá suele ser objeto de chistes y bromas despectivas en comedias de mediano pelaje. La causa de esta preferencia del cine estadounidense por la frontera mexicana quizá haya que buscarla en razones de carácter histórico y sociológico que pueden resumirse en el viejo dicho de que “el roce hace el cariño”. También en el cine, aunque, a juzgar por el paternalismo colonialista y folclórico con que las películas estadounidenses se aproximan frecuentemente a su vecino del sur, la visión de lo mexicano suele ir acompañada de una pretendida plasmación de la superioridad espiritual y racial anglosajona: resulta mucho más fácil y tentador caricaturizar o degradar a un pueblo considerado inferior, ya sean mexicanos o indios, que a un país que les venció en una guerra y les supera en calidad de vida o a naciones europeas mucho más antiguas cuya historia, tradición y cultura envidian en parte. En decenas de westerns México y los mexicanos son representados como bufones, bandidos, borrachos, vagos, pusilánimes, maleantes o traidores, o su papel se ha visto restringido a mero ingrediente pintoresco con hincapié en aspectos culturales heredados de su pasado hispánico (corridas de toros, flamenco e incluso jotas aragonesas), vicios retomados hoy por Robert Rodriguez y Quentin Tarantino tras una mala digestión del cine de Sergio Leone.

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Sin embargo, existen excepciones notables a esta regla entre las que destaca El Álamo (The Alamo, John Wayne, 1960), western que en la línea conservadora de su director apuesta por la épica y la grandilocuencia para narrar meticulosamente el episodio histórico del asedio sufrido por los texanos en la misión de San Antonio de Béjar por parte del ejército mexicano del general Santa Anna en 1836. Aunque el retrato heroico de unos centenares de voluntarios sitiados dista mucho de su condición de ocupantes ilegales, de colonos invasores de un territorio ajeno azuzados por Estados Unidos, y se entrega al tributo patriótico más desaforado, lo cierto es que Wayne muestra en la película un tacto y un respeto inusitados al retratar a los mexicanos como enemigos legitimados, valientes, aguerridos, heroicos, caballerosos y corteses, sin dotarlos de ninguna de las negativas connotaciones de perfidia o crueldad con que los norteamericanos suelen caracterizar a enemigos más poderosos que ellos y sin apelaciones al infortunio para justificar la derrota. Sin duda, el hecho de que Wayne conviviera tanto tiempo con John Ford, apasionado de México por más que en sus filmes abusara de estereotipos y tópicos, y su propia querencia por el país y por las mujeres latinas ayudaron a que la película no fuera un panfleto antimexicano. Con todo, El Álamo sirve plenamente a las tesis mesiánicas del llamado “Destino Manifiesto[1]”.

En cualquier caso, buena parte de este cine norteamericano no trata tanto de la realidad de la frontera como de su desaparición. Río Grande ya no es un camino de ida transitado por jóvenes parejas fugadas que cruzan al otro lado para casarse ni la ansiada tierra prometida de delincuentes y forajidos que huyen de la ley; es un difuso camino de dos direcciones, una línea ficticia que no impide el continuo trasiego de personas, negocios e ideas pero que, sobre todo, ya no divide dos mundos diferentes. En ambos hay valentía y orgullo, amor y muerte, pasión y corrupción. México era la última frontera, y ya no existe.

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Música para una banda sonora vital: Érase una vez… en Hollywood (Once Upon a Time in… Hollywood, Quentin Tarantino, 2019)

Más temprano que tarde esta canción de Los Bravos, Bring a Little Lovin’, recuperada por Quentin Tarantino para su última película hasta la fecha, iba a aparecer por aquí. Su título, traducido al español, daba nombre a la comedia musical, bastante poco afortunada que el grupo rodó bajo las órdenes de José María Forqué en 1968, ¡Dame un poco de amooor…!

Érase una vez en… Los Ángeles: Estudio de modelos (Model Shop, Jacques Demy, 1969)

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Para ilustrar a su equipo de colaboradores acerca de qué imagen de la ciudad de Los Ángeles pretendía reproducir en su última película, Érase una vez en… Hollywood (Once upon a Time in… Hollywood, 2019), Quentin Tarantino eligió proyectarles esta cinta del francés Jacques Demy, en la que la luz del sol, las calles bulliciosas y el enjambre de vehículos que día a día recorre su entramado de arterias asfaltadas adquieren un protagonismo fundamental. La ciudad de 1969 es un escenario de soledad e incertidumbre para su protagonista, George (Gary Lockwood), un joven arquitecto que, inmovilizado por el hastío vital y el sinsentido cotidiano, se niega a renunciar a sus sueños profesionales aunque tampoco emprende ninguna acción para hacerlos realidad. El presente junto a su novia (Alexandra Hay) le resulta tan anodino como la preocupación por el incierto futuro de un posible reclutamiento para acudir a combatir a Vietnam; la gran amenaza, las deudas económicas que pueden dejarle sin coche, sin su preciado deportivo de coleccionista, en una ciudad que es un templo dedicado al automóvil, un lugar que carece de existencia, que resulta inabarcable e inaccesible sin él. George deambula por las calles sin rumbo fijo, visitando a los amigos que le deben dinero en infructuosos intentos por sumar el importe de la deuda pendiente, dejando pasar el tiempo, viendo pasar la vida, siempre tras el volante de su flamante convertible. Así es como conoce a Lola (Anouk Aimée), toda una dama que circula en un enorme coche blanco al que George se dispone a seguir, y que lo conduce a una gran casa en la zona alta de la ciudad. El azar y la naciente obsesión que siente por esa mujer tan atrayente y enigmática desembocan en un lugar inesperado, un estudio fotográfico en el que Lola cobra por dejarse hacer fotografías en ropa interior y poses sugerentes. Es allí donde Lola y George descubren que son almas perdidas, desorientadas, para las que la ciudad se ha convertido en un laberinto de salida única, al tiempo que reconocen su incapacidad, o su falta de voluntad, para traspasarla. El amor, una lucha a la desesperada, se revelará como el espejismo de una alternativa irreal en una ciudad en la que la única respuesta es estar solo.

Un espejismo construido con luz y color, la luminosidad de la eterna primavera californiana que refulge en los cromados de los coches nuevos o se refleja en las cristaleras de los edificios y de los grandes almacenes se suma a los enormes y coloridos letreros de los restaurantes y los locales de moda, a los destellos de los semáforos y a la sicodelia de los últimos retazos de la contracultura americana, de la música, las flores y los cánticos de paz y amor, allí donde el sueño está a punto de morir, el reverso oscuro de la cultura hippie. George, hombre sin pasado, y Lola, mujer sin futuro, se debaten entre sus deseos y la dura realidad que les aguarda lejos de esas calles y el uno del otro, mientras fingen que el tiempo y el lugar en que viven son eternos, que están congelados como la imagen de ella en las fotografías para las que posa. George encuentra inicialmente un sentido a su existencia, el largo y meticuloso seguimiento del coche de Lola, casi un homenaje a la persecución muda que Scottie hace de Madeleine en Vértigo/De entre los muertos (Vertigo, Alfred Hitchcock, 1958), pero el estudio fotográfico de Hollywood Hills, atendido por muchachas muy jóvenes, inexpresivas y ligeras de ropa, igualmente allí varadas en un negocio clandestino sin futuro ni esperanza, abre un nuevo callejón sin salida. Condenados a ser como esos coches que no paran de circular por las calles sin encontrarse jamás, George y Lola hacen un paréntesis en sus soledades respectivas para jugar a que todo es posible, aunque nada ciertamente lo es salvo el camino que el pasado y que otros han trazado por ellos en una carretera de una sola dirección. Historia de amour fou y de obsesiones larvadas, de las que van minando el interior sin saltar al terreno de las apariencias, Demy capta magníficamente el espíritu y la atmósfera de la época. La sombra de Vietnam, el final del sueño, se extiende sobre los últimos coletazos de la utopía revolucionaria (la de los derechos civiles, la del antibelicismo, la de la revolución sexual, entre otras) regada con prensa semioculta y contestataria que todavía habla de hacer la revolución y música protesta y abierta a las drogas y al rock and roll.

Limitada a un arco dramático que dura apenas algo más de veinticuatro horas, del alba de un día al amanecer del siguiente, Demy disecciona lúcidamente un tiempo muerto de calma antes de la pesadilla. El hombre emancipado de su familia, a cuyo seno no desea volver sin antes demostrar de lo que es capaz haciendo la vida por su cuenta, y al que esperan los tiroteos y las matanzas entre junglas y arrozales, está paralizado por la frustración y el peso de la responsabilidad, y lucha denodadamente, aunque sin poder moverse, por encontrar una vía de escape, como un pez fuera del agua. La mujer, de vuelta ya de todo, solo contempla el regreso al espacio conocido, a la ciudad familiar, como forma de seguir adelante. Demy retrata una ciudad de Los Ángeles alejada del glamur y de los focos de la fama y los negocios, más bien incrustada en cierta sordidez latente bajo el trampantojo de la Meca del cine, elipsis que funciona y hace sentir todo su peso en contraste con la soledad y la angustia vital de unos personajes para los que Hollywood, simplemente, no existe.

Música para una banda sonora vital: Pulp Fiction (Quentin Tarantino, 1994)

Otra más de las canciones que suenan en este talentoso refrito de Quentin Tarantino. Esta vez, Jungle Boogie, de Kool & The Gang, de 1974.