El titular de esta escalera cumple hoy mismito 35 inviernos. Se admiten regalos, especialmente provenientes de la ferretería, que las grapas de las cicatrices ya se sueltan y los únicos dos tornillos que quedan en su sitio ya andan más bien tirando a oxidados…
La vida te lleva por caminos raros, dice la canción. Buena declaración de principios, continuidades y finales para definir lo que ha significado para quien escribe esta experiencia bloguera subiendo y bajando esta escalera, visitando a amigos muy queridos y aprendiendo millones de cosas gracias a ellos durante casi tres años, hoy que, llegando al número 34 desde que un servidor fue disparado, expulsado, lanzado del vientre materno (en sentido literal), estamos a poquito más de cinco escalones de llegar a la meta.
Gracias infinitas a todos los que estáis ahí. Por estar dentro.
El quinto asalto. Pasaporte a la gloria. Posteridad de un cinturón de campeón con mi nombre. “Tranquilo”, dijo, “él ya sabe lo que tiene que hacer”.
No es que me sintiera orgulloso de ganarle así a un tipo al que hubiera podido rompérselo todo con el brazo derecho atado a la espalda si no hubiera creído a Marsellus y no hubiese pasado la noche entre chicas, nadando en alcohol, anfetas y coca a espuertas. Pero nadie quiere riesgos: demasiado dinero en juego para pensar en imprevistos. Además, nadie osa llevar la contraria al gran hombre cuando decide cómo van a ser las cosas. O casi nadie, debería decir. En otro caso yo seguiría vivo.
No es verdad que cuando mueres tu vida desfile ante tus ojos como diapositivas. Sin embargo, algo sucede. Apenas unos flashes breves, intensos, irreales, como espasmos reflejos de un último atisbo de actividad cerebral que busca recuerdos de lo que ha sido para seguir sintiéndose vivo, para prolongar de forma ilusoria lo que inmediatamente va a dejar de ser. Las peleas callejeras en Cleveland, el primer gimnasio, esa derecha que alguien describió en su columna de un periódico de California, el contrato, el viaje en autobús de la Greyhound por la ruta 66, combates, victorias, cejas rotas, hielo y protector bucal, reporteros rivalizando por colar una pregunta en la rueda de prensa de mis pesajes, mi nombre en letras enormes en los carteles y en las páginas de deportes, filas de seguidores emocionados como adolescentes lloriqueantes para verme entrar o salir de cada velada (qué ironía, llamar velada a una noche de tipos sudorosos partiéndose la cara), pidiendo un gesto, una firma, un choque de palmas, chicas colándose en mi hotel de Austin, Chicago o Vancouver, haciendo cola en recepción para darle el reposo del guerrero al campeón… Imágenes auténticas se cruzan con hipótesis delirantes de lo que debió ser y nunca fue. ¿Marsellus dijo que Coolidge se dejaría caer en el quinto o lo soñé? ¿Fue cierto o mi cabeza está vaciando la papelera? “En el quinto, su culo irá a la lona”, retumba su voz potente, como recuerdo o alucinación, en mi maltrecho cerebro, lo invade todo, ahora que está a punto de dejar de existir junto al resto de mi triste humanidad. El bueno de Marsellus Wallace, el gran hombre, quien decide cómo van a ser las cosas, quien dijo que todo era seguro, rápido y fácil.
Alguien me contó, aunque ya no sé si es un hecho cierto u otro exabrupto de mi conciencia moribunda, que la tira de esparadrapo de su cabeza pelada es un recuerdo del diablo. Se desconocen los términos de la transacción, pero se dice que Marsellus le vendió su alma y que el diablo, excelente cirujano, extirpa quirúrgicamente su preciada compra por la nuca con una pequeña incisión, y, cual órgano a trasplantar, la guarda en un maletín de combinación 666. Algo, no obstante, salió mal con Marsellus: el diablo, que es sabio por edad pero no tanto para saber que con Marsellus no se juega, olvidó pagar lo convenido. A Marsellus no le gustó y mandó a dos de sus esbirros a recuperarla a tiro limpio. Y lo consiguió, según dicen. Pero el diablo, el Gran Cabrón, jamás se rinde ni paga el precio que él mismo fija; lo quiere todo y se lo lleva todo. Yo soy su respuesta: por una venganza, por orgullo profesional, por dinero, Floyd Ray es historia.
Lo mejor de la película chilena Mujeres infieles, rodada por Rodrigo Ortúzar en 2004 es la banda sonora. Con mucha, mucha, muchísima diferencia. La nota de calidad la pone el madrileño Quique González, personaje indispensable del rock español, músico de primera categoría, creador de las mejores letras que se escriben hoy en día en la música española y que se ha abierto un hueco a pesar de la escasa difusión en los circuitos comerciales habituales, gracias a la contrastada calidad de sus composiciones, a un grupo de fieles críticos musicales que apostaron por él y a una legión de seguidores anónimos que poco a poco hemos ido llenando sus conciertos y agotando sus discos en las tiendas, que es donde hay que hacerse con los trabajos de los músicos que lo son de verdad. Para información sobre su discografía y demás aspectos que rodean a este fenómeno, aquí está su web: http://www.quiquegonzalez.com/. Imprescindible visita para quien guste de la buena música.
En la película que nos ocupa aparecen tres canciones de Quique González: Aunque tú no lo sepas (la versión de Enrique Urquijo fue el primer tanto anotado en la cuenta de Quique), Pequeño rock & roll (interpretada en el vídeo junto al Maestro Bunbury) y Crece la hierba. Las dos primeras se editaron de inicio en su álbum Pájaros mojados (2002) y fueron recogidas en su disco-dvd en directo Ajuste de cuentas, de donde se han extraido los vídeos. Crece la hierba se publicó originalmente en el álbum Salitre 48 (2001). Ofrecemos las dos primeras, y de postre, Hay partida, de su último disco publicado hasta la fecha, el magnífico Avería y redención nº 7.