Mis escenas favoritas: Doce del patíbulo (The Dirty Dozen, Robert Aldrich, 1967)

Hábil y económica, es decir, efectiva en términos cinematográficos, presentación de los personajes principales de este clásico del cine bélico, dirigido por el gran Robert Aldrich.

Mis escenas favoritas: Senderos de gloria (Paths of glory, Stanley Kubrick, 1957)

Sublime secuencia final de esta obra maestra de Stanley Kubrick. Subida al escenario para mofa y escarnio de los soldados franceses, esta muchacha alemana (Susanne Christian, inminente esposa de Kubrick) logra contrarrestar sus burlas y emocionarles con una conmovedora canción de su patria. La guerra, el odio, derrotados por el sentimiento, la tristeza, la amargura y la nostalgia. Por el reconocimiento del propio sufrimiento en el de los otros. Por la paz.

Alfred Hitchcock presenta: Venganza y Angustia (1955)

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Después de los famosos acordes de la Marcha fúnebre para una marioneta de Gounod, y de mostrar su no menos famosa silueta entre sombras, Alfred Hitchcock presenta:

Venganza (Revenge).

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Ralph Meeker y Vera Miles son una joven pareja de recién casados que vive en un campamento de caravanas de una luminosa y tranquila localidad californiana. A él le concedieron el traslado sin problema cuando adujo que su solicitud tenía que ver con las recomendaciones del médico sobre la salud de su esposa. A ella le encanta estar cerca del mar. El futuro les sonríe y, tal vez, haya llegado el momento de ampliar la familia… Pero cuando él regresa de su primer día de trabajo se da cuenta de que algo va mal: ella yace en el interior de la caravana, violada y magullada. La policía acude de inmediato, pero nadie ha visto al sospechoso, un viajante sin nombre ni rostro reconocible, y estos crímenes son muy difíciles de esclarecer, y mucho más complicado es lograr una condena… Así que el joven esposo se deja poseer por una idea fija: si diera con el culpable, lo mataría. Al día siguiente, circulando en coche por el pueblo, ella ve un hombre que camina por la acerca con una maleta grande, tal vez un muestrario de mercaderías, y dice «es él, ahí está».

Dirigido por Alfred Hitchcock en persona, el primer capítulo de su famosa serie es una obra maestra de tensión y suspense concentrados en apenas veinticinco minutos. No sólo maneja adecuadamente los contrastes de escenarios e iluminación (de los soleados exteriores de la autopista y el aparcamiento de caravanas a los sórdidos interiores que sirven de escenario al crimen, o a los crímenes…); también desgrana la información y va colocando capas de inquietud sobre la aparente felicidad de la pareja en una espiral creciente que no deja de crecer hasta el clímax y el retorcido final. Así, por ejemplo, sabemos que ella era una bailarina que abandonó su carrera por problemas de ansiedad, y que él pidió el traslado de puesto de trabajo a una fábrica cerca del mar por recomendación médica. Por tanto, suponemos el peligro emocional que el violento episodio que acaban de sufrir puede significar para la estabilidad emocional de la pareja… Hitchcock construye el desenlace en el hotel de la ciudad con su habitual maestría, insinuando más que mostrando, pero no escatimando un ápice de la brutalidad asociada a la idea de venganza ciega. El cierre de la historia, absolutamente brillante, es una descarga de terror sobrevenido que termina por poner en primer plano el tema del relato: cómo la vida puede transitar del romance a la tragedia en apenas un destello, las décimas de segundo que cuesta pulsar el interruptor de la locura. Y con un inquietante subtexto: la policía no siempre tiene respuestas para todo, pero suele tenerlas con los inocentes cuando se atreven a dejar de serlo por un minuto.

Angustia (Breakdown).

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Joseph Cotten es un implacable y malhumorado ejecutivo que llama a las cosas por su nombre. Continuar leyendo «Alfred Hitchcock presenta: Venganza y Angustia (1955)»

Crime never pays: Supergolpe en Manhattan (The Anderson tapes, Sidney Lumet, 1971)

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Dentro del cine de robos y atracos, rico en tópicos y lugares comunes, destaca la variante del especialista recién salido de la cárcel que desde el primer minuto de su recuperada libertad piensa ya en dar un nuevo golpe, si cabe más osado, mejor preparado y más lucrativo que aquellos que le han llevado a prisión, en una especie de resentida venganza contra el mundo que le persigue y acosa. Esta es la premisa inicial de este sencillo y divertido (a ratos) entretenimiento, Supergolpe en Manhattan (el título español, además de imbécil, no hace justicia ni capta el sentido de la trama del original, The Anderson tapes), dirigido por el (en otros momentos) gran Sidney Lumet en 1971, protagonizado por un Sean Connery (ambos habían trabajado ya juntos en la excepcional  La colinaThe hill, 1965-) por entonces deseoso de huir de todo aquello que sonara a 007 (aunque el mismo año volvería a meterse en la piel del famoso agente británico, su anterior encarnación era ya de 1967).

Connery es, por supuesto, el Anderson del título, un célebre ladrón famoso por sus rocambolescos golpes que acaba de ser puesto en libertad tras diez años de condena en los que no ha dejado de hacer planes para proseguir su carrera criminal con vistas, como indica el tópico, a su retirada definitiva. En su primera visita a Ingrid (Dyan Cannon, lejos del careto recauchutado que se puso años después), cuya actividad principal consiste en acostarse con tipos acaudalados que costeen su forma de vida, concibe un proyecto revolucionario: desvalijar el edificio en que vive su novia, una casoplón de la mejor zona de Nueva York con enormes pisos y apartamentos llenos de joyas, antigüedades, obras de arte y otros objetos valiosos, tecnología, cajas fuertes y dinero en efectivo. De inmediato, recluta una banda de lo más variopinta, en la que se citan antiguos compinches venidos a menos, el excéntrico anticuario y decorador de interiores Tommy Haskins (magnífico Martin Balsam, una vez más), un joven compañero de celda, conocido como The Kid (Christopher Walken), y, por necesidades de financiación, un miembro de la delincuencia organizada de lo más bajo de la ciudad (Dick Anthony Williams), el conductor, y un matón de la mafia, Angelo (Alan King), que los italianos exigen incluir en la operación para que controle su inversión y haga que las cosas no se vayan de madre. Lo que ocurre es que el tal Angelo es de gatillo fácil y de puños aún más fáciles, por lo que el riesgo de estallido, contra sus compañeros y hacia los rehenes, será constante. No es el único peligro al que se enfrenta Anderson: desde que abandona la cárcel sus pasos son seguidos y sus conversaciones grabadas (de ahí el título original) por alguien desconocido cuyo propósito el espectador ignora… Continuar leyendo «Crime never pays: Supergolpe en Manhattan (The Anderson tapes, Sidney Lumet, 1971)»

Amor se escribe con plomo: La matanza del día de San Valentín (1967)

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Roger Corman ha pasado a la historia del cine por su prolífica carrera dentro de los cánones del cine fantástico y de terror, con preferencia por las adaptaciones literarias de Edgar Allan Poe y la presencia de actores inolvidables como Vincent Price, Peter Lorre, Boris Karloff o Lon Chaney Jr., entre muchos otros, además de una joven promesa llamada Jack Nicholson. Dentro de su abundantísima relación de títulos, casi siempre enmarcada en los estrechos márgenes de los bajos presupuestos y de la mediocridad del acabado final de buena parte de las cintas debido precisamente a esta limitación, se esconden no obstante pequeñas joyas fuera de las líneas habituales del cine de Corman, pertenecientes, cosa rara en él, a géneros como el bélico –Secreta invasión (The secret invasion, 1964), antecedente directo de Doce del patíbulo (The dirty dozen, Robert Aldrich, 1967) o el clásico El barón rojo (Von Richthoffen and Brown, 1971), sobre el famoso aviador alemán- o el western (La cabalgada de los malditos, A time for killing, 1967), siendo esta faceta del director probablemente superior, técnicamente hablando, que no quizá en cuanto a empleo de la imaginación, a sus empeños cinematográficos más comunes. A esta corriente minoritaria pero mucho más que estimable pertenece La matanza del día de San Valentín (The St. Valentine’s day massacre, 1967), crónica casi periodística de los sucesos acaecidos en Chicago el 14 de febrero de 1929.

Al Capone (Jason Robards) ha pasado en apenas seis años de ser un simple guardaespaldas a convertirse en la cabeza del crimen organizado de Chicago. Es el más osado, el más implacable, el más vengativo y el más violento. En los últimos años ha eliminado a otros hampones importantes de la ciudad que podían intentar hacerle sombra ante los grandes jefes del sindicato del crimen. Pese a su enorme poder, el líder de los gangsters de la zona norte, ‘Bugs’ Moran (Ralph Meeker), jefe de una banda de alemanes, polacos e irlandeses, desea arrebatar a los italianos el primer lugar en el escalafón de la delincuencia en la ciudad e idea un meticuloso plan para ir ocupando poco a poco el área de acción de los hombres de Capone, con la ayuda, entre otros, de su matón Pete Gusenberg (George Segal). La guerra de bandas está servida, porque los intentos de negociación que sugieren algunos de los hombres de Capone ya han fracasado en ocasiones anteriores con otros jefazos revoltosos a los que finalmente hubo que borrar del mapa. Por tanto, el deseo de Capone triunfa y sus hombres comienzan a preparar la respuesta, que culmina con la famosa matanza, llevada a cabo por esbirros disfrazados de policías, el exilio y posterior encarcelamiento de Moran y la investidura de Al Capone como jefe supremo de la mafia de Chicago.

La película, de apenas 95 minutos de duración, está construida en un formato casi periodístico. Una voz en off ayuda al espectador a situarse identificando a los personajes más importantes del drama, con sus lugares de procedencia, sus más relevantes antecedentes penales y los aspectos más cruciales de su futuro, o su marcha de este mundo antes de tiempo, una vez superado -o no- el episodio de la matanza. De este modo quizá no demasiado efectivo desde el punto de vista de la narración cinematográfica, Corman logra que su película cobre dinamismo y ritmo, además de ahorrar en economía narrativa. Los personajes y las situaciones son así situados desde el inicio, y asistimos sin más a conversaciones y tiroteos que hacen avanzar la acción paulatinamente hacia su esperado final, el cual es ya anunciado al comienzo del film. Dos aspectos destacan en el desarrollo: en primer lugar, que nos encontramos de nuevo ante una película de Corman con un presupuesto muy limitado, si bien en esta ocasión el talento del director y los esfuerzos del equipo de decoración y ambientación logran dar bastante el pego. En segundo término, el manejo de la tensión en una situación violenta de confrontación cuyo clímax es conocido y esperado y que, aún así, resulta dramático, violento, excesivo.

Corman elabora sofisticadas secuencias de tiroteos que sin duda inspiraron a uno de sus más jóvenes colaboradores de aquellos tiempos, un tal Francis Coppola, Continuar leyendo «Amor se escribe con plomo: La matanza del día de San Valentín (1967)»

Western psicológico de Anthony Mann: Colorado Jim

Puede considerarse una vergüenza para esta escalera no haberse ocupado antes del cine de Anthony Mann, director muy prolífico (llegó a acumular tres películas en un mismo año, 1953, ésta entre ellas) recordado sobre todo por su cine historicista y sus originales westerns pero cuya carrera cubre todo el espectro de géneros de su tiempo y con un nivel de calidad desde lo más que aceptable a lo sencillamente sublime. En particular, destacan sus filmes del oeste con James Stewart como principal seña de identidad (una colaboración que se prolongó en otros títulos alejados del western, como Música y lágrimas o Bahía negra, las otras producciones del mismo año), desde la colosal Winchester 73 a su tripleta Horizontes lejanos, Tierras lejanas y El hombre de Laramie, todas ellas magníficas y dotadas de un sello propio, de un estilo personal que huye de los espacios semidesérticos popularizados por los westerns de John Ford y se adentra en el norte, en las montañas nevadas, los ríos caudalosos y los bosques de zonas frías, que sustituye a los apaches, navajos o comanches por los sioux, los dakotas o los crow, y que busca la profundidad psicológica en los personajes por encima de la épica de la propia historia. Colorado Jim, obra maestra de una puesta en escena grandiosa, es la quintaesencia de este estilo tan personal.

Mann nos mete de lleno, sin innecesarios preámbulos y sin rodeos retóricos, en una historia de persecución y venganza. Jesse (Millard Mitchell) es un hombre mayor, casi anciano, que viaja por las tierras del norte en busca de oro y petróleo. Colorado Jim (única pega, para quien escribe, de la película, la ridiculez extrema del pseudónimo escogido por quien desea ocultar su verdadera identidad, Howard Kemp, al que da vida James Stewart y que se usó en España para fastidiar la hermosura del título original, La espuela desnuda) es un cazarrecompensas que va tras Ben Vandergroat (Robert Ryan), conocido forajido y asesino huido tras haber disparado a un sheriff y al que acompaña su joven protegida (Janet Leigh), medio hija adoptiva medio amante. Colorado ficha a Jesse como guía para seguir el rastro de los fugitivos, y a ellos se une Roy (Ralph Meeker), un soldado de la Unión licenciado con deshonor. Tras la captura de Ben, sin embargo, la armonía de los perseguidores parece romperse. El astuto bandido (genial interpretación de Ryan) no vacilará en aprovechar todos los elementos que posee a su favor a fin de sembrar la discordia entre ellos y provocar que se eliminen mutuamente a fin de poder acabar con el último y escapar. Así, usa los encantos de la chica con el fin de ganarse la confianza y la credulidad de Colorado y que ella pueda acabar con él a traición, al mismo tiempo que, mientras con fantasías sobre ocultas minas de oro va minando la moral de Jesse, revelando el precio de su cabeza -cinco mil dólares- consigue que éste y Roy empiecen a pensar más en el reparto del botín (o en cómo hacerse con una parte mayor, incluso con la parte de los demás) que en llevar al reo ante la justicia. Cuando la chica y los invitados a la fiesta conocen además que Howard-Colorado y Ben tienen una historia pasada juntos y que la mujer de Jim murió durante la guerra civil mientras él estaba con las tropas sudistas, el puzzle de secretos y mentiras está completo, y sólo la amenaza de los indios, heridos porque Roy ha violentado a la hija de un jefe de la tribu, consigue que la armonía se instale en el grupo en aras de la autodefensa, unos por salvar la vida, otros intentando encontrar una ocasión para huir, y otros pensando en una cuantiosa recompensa monetaria que puede volatilizarse. Continuar leyendo «Western psicológico de Anthony Mann: Colorado Jim»