Antes de Ulzana y de Rambo, fue Willie Boy: El valle del fugitivo (Tell Them Willie Boy is Here, Abraham Polonsky, 1969)

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Abraham Polonsky es uno de los guionistas y directores más políticamente significados del cine norteamericano. Intelectual neoyorquino, comunista de los de carnet del partido, amigo de juventud del músico Bernard Herrmann, dio sus primeros pasos como autor de ensayos y novelas antes de firmar por la Paramount, aunque no empezó a escribir guiones para el estudio hasta después de la Segunda Guerra Mundial, durante la que sirvió en la Oficina de Servicios Estratégicos (OSS, en sus siglas en inglés), el antecedente de la CIA. Autor de argumentos para Mitchell Leisen, Robert Rossen o Don Siegel, entre otros, debutó como director en la excelente La fuerza del destino (Force of Evil, 1948) antes de ver su carrera truncada tras su negativa a declarar ante el Comité de Actividades Antiamericanas y su inclusión en la lista negra de Hollywood. Después de sobrevivir escribiendo guiones bajo pseudónimo, retornó a la dirección de películas en Hollywood, en este caso en el seno de los estudios Universal, con este western que, como todas sus obras, destaca por su compromiso ideológico y político.

La película recupera un hecho real acaecido en California en 1909 para denunciar el racismo, la persecución y el genocidio indio sobre el que se asentaron los pilares para la construcción identitaria de los Estados Unidos. Willie Boy (Robert Blake), un joven indio paiute, sale de la cárcel y regresa a su reserva, en el entorno de San Bernardino y Palm Springs, al encuentro de Lola (una Katharine Ross teñida de negro y más que bronceada), la joven que ama pese a la oposición del padre de ella y cuyo rapto y fuga motivó su captura y entrada en prisión. Condenados a repetir el mismo error, esta vez tras un hecho sangriento, Willie Boy y Lola inician una huida desesperada, perseguidos por la patrulla encabezada por el sheriff Cooper (Robert Redford) y de la que forman parte veteranos cazadores de indios como Calvert (Barry Sullivan) o el patán Hacker (John Vernon). La persecución viene a romper la dinámica de dependencia sexual que existe en la relación entre Cooper y Liz (Susan Clark), la joven médico que trabaja como administradora de la reserva paiute, y sobre todo siembra de incertidumbre la visita a las cercanías de Howard Taft, 27º presidente de los Estados Unidos, para la que se ha desplegado un importante dispositivo de seguridad. Presionada por esta circunstancia, la patrulla busca capturar a Willie Boy con rapidez y contundencia, pero la astucia y la habilidad del indio no dejan de dificultarles el trabajo y prolongar su aventura. Las dudas, los contratiempos y el cada vez mayor despliegue de fuerzas en su contra hacen mella en la relación entre Lola y Willie, pero no hacen desistir al indio, que se resiste a ser de nuevo enviado a la cárcel.

Willie Boy ejerce así de antecedente de personajes como el Ulzana de Robert Aldrich o el John Rambo de la novela de David Morrell y la película de Ted Kotcheff, el hombre incomprendido, inadaptado, rechazado y temido sobre el que se inicia una batida de persecución, pero Polonsky, autor también del guión, emplea la historia del fugitivo paiute como altavoz para denunciar el exterminio de los indios americanos y el racismo existente entre la población blanca con respecto a los nativos. Así, todos los enclaves paiutes en los que Willie Boy espera recibir apoyo y ayuda aparecen despoblados, en estado de abandono, un completo vacío que aboca a la pareja en fuga a la soledad y al fracaso. En el otro bando, las referencias despectivas, el odio y el continuo recordatorio de viejos tiempos en los que la caza del indio era el principal deporte del Oeste y una forma de prestigiarse ante otros exploradores y cazadores blancos, enlaza con un tiempo, el del rodaje, en el que Estados Unidos finalizaba la década de la lucha por los derechos civiles, predominantemente los de la minoría negra, pero que lo dejaba casi todo pendiente para los llamados nativoamericanos. Ello no obsta para que la película desarrolle un progresivo sentimiento de identificación entre Willie Boy y el sheriff Cooper, un papel atípico de antihéroe cínico y desencantado para un Robert Redford que se encontraba en pleno trampolín al estrellato, y que, siempre deseoso de alimentar su conciencia política e intelectual, interpretó este personaje más matizado que el Sundance Kid que lo convirtió en una referencia en Hollywood de Dos hombres y un destino (Butch Cassidy and the Sundance Kid, George Roy Hill, 1969). Una identificación que cristaliza en el desenlace, en el que se produce una aproximación entre uno y otro que desemboca en el reconocimiento mutuo a través tanto de la violencia como de los deseos de Cooper de preservar de la prensa y de la explotación mediática y la humillación pública la captura y la figura de Willie. Continuar leyendo «Antes de Ulzana y de Rambo, fue Willie Boy: El valle del fugitivo (Tell Them Willie Boy is Here, Abraham Polonsky, 1969)»

El día que USA reconoció que Vietnam fue superior: Acorralado (Rambo: First blood, Ted Kotcheff, 1982)

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Síntesis de western, cine bélico, cine de aventuras y crítica social, la primera entrega de la saga Rambo, y la más soportable, termina por cometer el pecado de gran parte del cine comercial fuertemente ideologizado de los ochenta: exaltar precisamente el punto opuesto a aquello que pretendía reivindicar. Concebida como una reacción al cine crítico con la guerra de Vietnam y a los dramas existencialistas sobre la crisis de los veteranos en el momento de su readaptación a la vida civil, así como sobre el desengaño de una sociedad que había visto su inocencia disolverse en las noticias televisivas como un azucarillo, la película acaba, involuntariamente, por atestiguar el inmenso ridículo realizado por la primera potencia militar del mundo en un conflicto enquistado en un país de segunda clase del sudeste asiático. Y la herramienta que utiliza es justamente la exacerbada dimensión de su heroico protagonista, John Rambo, boina verde, condecorado con la Medalla del Congreso, héroe de guerra, una auténtica máquina de matar… Un tipo del que su adiestrador llega a decir que mata como nadie con las armas de fuego, las armas blancas, incluso con sus propias manos, que come lo incomible, domina la guerra de guerrillas a la perfección, es experto en supervivencia en condiciones extremas, inmune al dolor (aunque en los flashbacks «vietnamitas» no lo demuestra) y a las inclemencias del tiempo… Porque, si además de ser todo eso, durante la hora y media de metraje él solito hace frente a toda la policía del pueblo y a la fuerza de doscientos hombres que conforman junto a la policía del Estado y a la Guardia Nacional, pone en jaque a las autoridades, atrae la atención de los medios de comuncación, logra que el Pentágono envíe a un coronel del ejército para reconducir y apaciguar su insaciable vena destructora, etc., etc., ¿cómo encaja eso con el hecho de que los guerrilleros del Vietcong le capturaran, lo mantuvieran prisionero en una cárcel subterránea, lo torturaran repetidamente y le dejaran cicatrices y toda clase de secuelas físicas y psíquicas? Fácilmente: si Rambo es superior a sus compatriotas, si es el mejor luchador americano, epítome de las virtudes castrenses del Destino Manifiesto, si va eliminando uno a uno a todos los hombres y grupos de hombres que envían contra él, si domina por completo el escenario y la estrategia del combate, si, como dice en la película, en Vietnam «iban a ganar pero no les dejaron», entonces los vietnamitas que lo redujeron a la condición de triste prisionero de guerra cagado en los pantalones tenían que ser semidioses, y no unos aldeanos descalzos y mal equipados que tiraban con kalashnikovs de segunda mano.

Más allá de la torpeza de base de un argumento que pretendía ir justamente en la dirección contraria, esto es, «los militares hicieron su trabajo y lo hicieron bien, tenían la guerra ganada y fue la retaguardia, tan tiquismiquis con eso de los derechos humanos, las quejas por las matanzas reiteradas y el uso de armas químicas, el give peace a chance, el flower power y toda esa mierda de hippies y comunistas los que lo echaron todo a perder», el planteamiento de la película, enclavado en el western clásico, es prometedor: John Rambo (Sylvester Stallone), veterano de Vietnam, viaja a pie por el norte de los Estados Unidos, en un entorno otoñal, boscoso y húmedo, para reencontrarse con un antiguo camarada de armas; cuando tiene noticia de que falleció de cáncer, deambula por la zona y va a parar a un pueblo cuyo sheriff (Brian Dennehy) no cesa de hostigarle para conseguir que siga su camino sin detenerse allí ni para comer. La sucesiva escalada de enfrentamientos que sigue termina con Rambo evadido a la montaña y con la policía, ayudada por perros, persiguiéndole por el bosque, y la subsiguiente batalla campal cuando ni esta ni sucesivas fuerzas logran someterle. Sin embargo, esa idea inicial se pervierte cuando hace su aparición una figura clave, la del coronel Trautman (y no Truman) que interpreta Richard Crenna. A partir de ese instante el western desaparece y asoma la política de todo a cien, el patrioterismo más barato y chapucero. En la línea de Rocky (John G. Avildsen, 1976), con guion de Stallone, la película que lo convirtió en estrella, y de la deriva que fue cobrando la serie con cada título (de lo poco que tenía que ver con el boxeo en la primera entrega se pasó a que progresivamente ya no tuviera nada que ver), a mitad del metraje de Acorralado brota un contenido ideológico que en sus secuelas se haría con la totalidad del mensaje a emitir. La película abandona el western postmoderno (historia de hostilidad y venganza letal) y entra en la pantanosa reivindicación del papel americano en Vietnam, del belicismo como virtud y de la hostilidad hacia quienes mantienen posiciones diferentes, de paz y conciliación. En varios momentos (desde el rechazo inicial del sheriff al gabán militar que viste Rambo a la cobardía mostrada por los hombres de la Guardia Nacional, pasando por los aires de superioridad de quienes no fueron a la guerra sobre quien la padeció en vivo y en directo) se exalta la figura del militar americano como síntesis de las virtudes y valores americanos, y la ley y el orden son presentados como obstáculos cuando quedan en manos de hombres necios, malvados e incompetentes. Este punto de vista se disfraza de espectacularidad, acción y violencia, Continuar leyendo «El día que USA reconoció que Vietnam fue superior: Acorralado (Rambo: First blood, Ted Kotcheff, 1982)»

La tienda de los horrores – Thunder (Fabrizio de Angelis, 1983)

Thunder39Si el cine en su conjunto fuera un cuerpo humano y cada película formara parte de un órgano o debiera cumplir una función fisiológica determinada, Thunder, bodrio dirigido por el italiano Frabrizio de Angelis en 1983, sería con toda probabilidad… un pedo. Es lo mejor que puede decirse de este truño italiano filmado en localizaciones del Oeste americano (distintos puntos de las reservas de los indios navajos en Arizona) que tiene al joven de las greñas de diseño que en la foto sostiene tremendo escopetoncio (parece una cámara con enorme objetivo para sacar fotos a pie de pista en Roland Garros, pero no, escupe granadas del tamaño de un melón de Villaconejos, o de Aragón, que son igual de buenos, o hasta mejores…) como protagonista absoluto. Criatura monstruosa surgida del «fenómeno emulación», parida (nunca mejor dicho) al calor del tremendo éxito de Acorralado (Ted Kotcheff, 1982), primera parte de las andanzas del John Rambo de Sylvester Stallone, ya desnaturalizada en su conclusión y convertida en parodia de sí misma y en pura propaganda política en sus secuelas, Thunder sigue más o menos las mismas líneas argumentales y narrativas, casi se diría que incluso estéticas más allá de la precariedad de medios, que la película de Stallone, si bien en un tono y un ambiente de cutrez intrínseca que da vergüenza ajena.

La trama, pues calcadica. Thunder, un joven indio con melenas, vaqueros, botas y zamarra militar (interpretado por un musculado de gimnasio bastante triste y ramplón que responde al rimbombante nombre artístico de Mark Gregory), regresa a su tierra (de no se sabe dónde porque nadie dice ni mú al respecto a lo largo de los sólo, afortunadamente, 82 minutos de pestiño; eso sí, el chaval no lleva equipaje, ni siquiera un petate como Rambo, así que no debe de volver de muy lejos) para encontrarse que una empresa está realizando prospecciones, se supone que de petróleo, explosión va y explosión viene, en la llamada Montaña Eterna, que es donde están enterrados sus antepasados (no perdérselo, señalados por lápidas como si fuera Pere Lachaise) y que va camino de dejar de ser eterna en un pispás. El mozo va al sheriff (Bo Svenson; se desconoce si tiene algo que ver con los tratamientos capilares del mismo nombre…), con el pergamino de un antiguo tratado en mano, para denunciar la tropelía, pero el tipo no le hace ni puñetero caso, aunque al principio se muestra medio razonable. Su ayudante tiene más mala leche, y desde el principio ya se postula a candidato para estudiarle las caries a la novia de Thunder a lengüetazo limpio. Visto el éxito de la cosa, Thunder se va al banco que financia el asunto para montar un pollo, y como pasan de él, se sienta en la puerta a hacer una protesta silenciosa. El ayudante del sheriff va a tocarle la moral, y lo echa del pueblo. Pero por el camino, unos obreros de la empresa con los que ya ha tenido sus más y sus menos a porrazos en el cementerio indio, lo cazan como a un gamusino y le patean los bajos con fruición. Así que Thunder, que es más bien cortito, vuelve al pueblo a denunciar la agresión, y claro, los guardias, que lo tienen calado, le dan otra paliza de propina. Eso sí, ahora Thunder se rebota y en dos segundos los pone mirando a Cuenca… A partir de ese momento, Thunder se refugia en las montañas y combate a los distintos grupos que van tras él, los policías del sheriff, los obreros de la empresa y todo quisque, porque empieza a salir gente, a pie y a caballo, en todo terreno y camionetas, en avionetas y helicópteros, a la caza del melenas. A ellos se une un reportero televisivo y un pinchadiscos radiofónico, que empiezan una campaña a favor de Thunder (así porque sí, porque no saben nada de él ni lo conocen ni nadie les explica lo que ha pasado) para denunciar su persecución y reivindicar la legitimidad de su causa. Desde entonces, pues tiros, violencia, momentos de acción cutre y poco o ningún seso puesto en el tema.

Para ser un producto de acción y contar con dos continuaciones (o una, porque son del mismo año, 1987), Thunder es cutre con ganas. No sólo porque el diálogo más «brillante» que contiene es este que pronuncia el sheriff: «ese Gerónimo de mierda me ha hecho perder mi cita con el dentista», sino porque, no nos engañemos, el amigo Mark Gregory no sabe ni simular un puñetazo. La cosa empieza mal ya en la pelea del cementerio: ahí, Thunder golpea a un obrero en la espalda con algo que parece un pesado cilindro de metal, pero, aunque el tipo se retuerce y bufa, a Thunder le falta medio metro por lo menos para impactar en su rival. El director, sin duda dio la toma por buena porque estaba demasiado beodo para prestar atención a su propia película, y en distintos momentos optó por la misma «técnica». Así, cuando Thunder, después de apalizar a los policías entra a la fuerza en la tienda de armas para hacerse con unas peladillas arrojadizas con las que hacer pupita al personal, entra a saco lanzándose contra la ventana ¡¡¡con la cabeza!!! Así, en seco, como si fuera de Zaragoza y le dijeran «a que no hay bemoles…». Pero eso no es todo, porque Thunder, del que ya se ha dicho que es más cortico que las polainas de Torrebruno, Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Thunder (Fabrizio de Angelis, 1983)»

La tienda de los horrores – El Gran Halcón

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Así, a rosca, debió de ponerse el sombrero Bruce Willis el día que se le ocurrió participar en tamaña memez como la que hoy nos ocupa, una presunta comedia de ingeniosos robos de guante blanco que cuenta las peripecias de Eddie Hawkins (Willis), un, a pesar del aspecto de camionero de Milwaukee del actor, sofisticado chorizo que acaba de cumplir diez años de prisión y sólo desea reinsertarse en la sociedad. Sin embargo, la irrupción de un estrafalario y excéntrico millonario, Mayflower (ay dios, James Coburn) y las amenazas de acabar con la vida de Tommy (Danny Aiello), su amigo y cómplice, si Hawkins no realiza un último trabajo, le convencen de dar un nuevo golpe para cuya consecución tendrá que enfrentarse a una serie de esbirros caracterizados más bien como si fueran personajes de cómic y no de cine, como por ejemplo ese chófer de gadgets afilados y mortales.

De este modo, ya en 1991 tenemos la típica peliculita de secretos vaticanos relacionados con la obra de Leonardo Da Vinci, algunas de cuyas obras, libros incluidos, se supone que Hawk debe robar, una senda que pseudoescritores de baratillo (léase, Dan Brown) y directores más de baratillo aún (inexplicable cómo un merlúcido como Ron Howard puede filmar la excelente El desafío: Frost contra Nixon siendo autor de infamias realmente insoportables, tales como El Código Da Vinci o la inminente Ángeles y demonios, que promete ser todavía más ridícula y espantosa; debió ayudarle un primo suyo).
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